CAPÍTULO XIX

Ya estaba llegando el otoño al alto Missouri, el corto otoño norteño que llegaba y se marchaba como un pájaro en pleno vuelo. Salpicado del verde de los álamos, las hojas amarillas delatoras colgaban y se mecían sin vida en la brisa. Las bayas de color rojo sangre del graisse de boeuf centelleaban entre sus ramas plateadas. Con frecuencia hacía frío por las mañanas, y el día se iba calentando a medida que el sol iba subiendo en el horizonte y se derramaba por la tierra con un brillo dorado, y volvía a refrescar cuando culminaba su trayectoria y desaparecía en llamas entre las colinas.

Los hombres eran correosos y duros, y morenos como los pies negros que poblaban la mente de Jourdonnais. Día tras día les ordenaba bajar del barco antes de que el sol apareciera para que tirasen de la soga hasta que las colinas oscurecían y los rayos de luz se deslizaban pálidos por el agua, como un recuerdo del día. Ahora casi siempre tocaba arrastrar con cuerda, que era el último recurso, aunque también el más fiable, porque el viento pocas veces era propicio. Los hombres iban medio desnudos por las blandas orillas, hundiendo las piernas en el barro hasta las rodillas, hasta la entrepierna, y en ocasiones hasta la barriga. Chapoteaban en el barro, se metían en el agua o saltaban de un lado a otro por la corriente, cayendo en ocasiones y saliendo empapados y escupiendo agua pero sin parar de tirar. Donde el río lo permitía, saltaban al agua y empujaban el Mandan con las manos; cuando tenían que hacerlo, escalaban por las riberas como grossecorne.

Los hombres ahora formaban una buena tripulación, una tripulación que ni tan siquiera la Compañía podía vanagloriarse de tener, expertos en las reacciones del Missouri y la barcaza, fuertes y abnegados y no tan miedosos como antes, aunque la serpiente de cascabel seguía asustándoles, y el gran oso. Con ellos siempre iban Summers, Caudill o Deakins, para matar la serpiente y disparar al oso, y para detectar la presencia de los pies negros. No habían visto ni un solo indio desde Union hasta Milk y más allá… ni un solo assiniboine, ni un pies negros, ni ningún hombre de ningún tipo. Era como si el territorio estuviera desierto, a excepción de los alces y ciervos y búfalos y osos. Se les veía por todos lados, tras cada curva, en cada islote, en cada banco de arena… no las grandes manadas de búfalos que hacían que temblase la tierra, sino algunos errantes, tres o cuatro o una docena, husmeando en la hierba tierna, bebiendo en un arroyo. Los cazadores cazaban la suficiente carne para media docena de tripulaciones, y sólo recogían las partes más selectas clavándolas en el enorme par de cornamentas de alce que habían colocado en la proa. Por la noche y a primera hora de la mañana, los lobos aullaban junto a los restos que iban dejando por el camino. Por los salvajes prados los huesos se acumulaban, un esqueleto y luego otro, donde los indios y quizás los valientes mountain men habían descuartizado alguna pieza antes. Mon Dieu, ¡menuda tierra para la caza! Los cazadores de Kentucky no podían ser comedidos. Se despertaban ansiosos cada mañana por cazar más búfalos, más alces y ciervos y carneros de las Rocosas, para regresar más tarde portando la carne roja colgada por todo el cuerpo y tal vez con la cabeza y zarpas de un oso o el áspero pellejo de una serpiente de cascabel con la cabeza aplastada.

El Mandan siguió remontando, el caudal del río decreció y la tierra se elevó adoptando formas increíbles, como castillos y ruinas que los viejos recordaban de Francia, como fuertes y almenas, como siluetas que uno sólo podía ver cuando sufría fiebres o locura. Amarillo, rojo y blanco por las orillas, y los reflejos de los rayos del sol y, por encima y más allá, la pradera, la extensa planicie ondulante, ahora amarilla y seca, de manera que hasta un simple lobo dejaba un perdurable rastro de polvo. Una tierra extensa, salvaje y solitaria, demasiado grande, demasiado vacía. Hacía que la mente se sintiera pequeña y el corazón encogido y el estómago tenso, extendiéndose salvaje y remota bajo un cielo tan inmenso como el que hizo al primer hombre temerlo. Eran las pequeñas cosas lo que le hacían a uno sentirse a gusto en el mundo, lo que le hacían feliz y despreocupado; vecinos a los que saludar y cenas en una mesa y una buena mujer a la que amar, y la taberna y el fuego y las charlas intrascendentes, y paredes y techos para dejar fuera a los enemigos de Dios, abriendo la puerta tan sólo un resquicio lo suficientemente pequeño para que el pecador siguiera siendo cristiano.

Con frecuencia a Jourdonnais le invadía el desánimo y su voz se volvía áspera y sus maneras rudas. En esos momentos le parecía que ni tan siquiera el Buen Señor podría ayudarle. Para tener éxito, todo debía salir bien en el momento adecuado: los indios debían mantenerse alejados hasta que hubieran construido el fuerte; debían llegar cuando estuviera ya listo y traer buenas pieles… de castor y nutria y visón; debían hacer una transacción rápida y marcharse, antes de que el hielo cerrase el río. ¿Cómo podría saber si los pies negros traían pieles? Tal vez pasaran antes por Fort Pradera y comerciaran con los británicos. ¿Cuánto tardarían en construir el fuerte? ¿Dos semanas? ¿Tres? ¿Más? ¿Cómo lograr mantener la paz con los indios? ¿Cómo evitar que subieran al barco? ¿Cómo evitar que asaltaran el fuerte, si es que lograban construir finalmente el fuerte? ¿Cómo controlarlos cuando se emborrachasen? ¿Cómo avisarlos cuando todo estuviera listo? ¿Cómo evitar que dispararan ninguna bala ni flecha hasta darles a conocer a Ojos de Cerceta?

Cuando sus pensamientos se ensombrecían se forzaba a pensar en Ojos de Cerceta, que ahora era como un grillo, feliz y activa, siempre vigilante y hablando consigo misma, con la expresión en el rostro de alguien que regresa al hogar y que ve la entrada recordada, o la vieja cerca, o la casa entre árboles después de un largo tiempo fuera. La hija de Gran Nutria regresando a la casa de su padre. La hija que era devuelta a su hogar por el hermano blanco. Sí, si la nación lo deseaba, él, Jourdonnais, el hermano blanco, mantendría un puesto entre ellos y enviaría no sólo un barco, sino dos y tal vez tres cada estación del año, y quizás construyera más puestos para que los pies negros no tuvieran que desplazarse lejos. Que ellos le trajeran todas sus pieles de castor, y él les suministraría paños y pinturas y cuentas azul celeste y pólvora y municiones y alcohol y todo lo que hacía que una nación fuera feliz y grande.

¡La pequeña Ojos de Cerceta, como un pájaro, como un polluelo saltarín! Tal vez ese viaje no fuera simplemente una sola apuesta por unos cuantos miles de dólares, por un cargamento de buenas pieles y nada más, sino el comienzo de una gran empresa comercial, como la Americana o la Hudson’s Bay, comerciando con buenas pieles y, a su debido tiempo, con pieles y lenguas de búfalo. Quizás, finalmente llevara una de esas camisas con volantes en el pecho y la gente a su alrededor estuviera pendiente de cada una de sus palabras. Peut-être. Peut-être.

¡La pequeña squaw, con los ojos como los de una cerceta de alas azules! ¡Y de qué manera luchó el joven Caudill cuando Chouquette intentó escabullirse por la maleza tras ella! Había un fuego en sus ojos y una expresión atormentada en su rostro, y apenas pronunció palabra. Chouquette era un hombre grueso y fuerte, astuto en las peleas, que utilizaba puños y rodillas y pulgares y, si era necesario, el cuchillo, pero no tuvo nada que hacer frente a la furia del otro. Incluso el cuchillo le falló; Caudill se lo arrebató de una patada cuando lo sacó e intentó clavárselo. Y al final, ante aquellas llamas en los ojos y la tormenta en su rostro, gritó pidiendo clemencia. Era bueno, pensó Jourdonnais, tener a otro para proteger a Ojos de Cerceta, pero seguía asombrándole que alguien que apenas miraba a la squaw, y cuando lo hacía era con rostro impasible, hubiera luchado de aquella manera por ella. Se encogió de hombros mentalmente, diciéndose a sí mismo que las reacciones de los americanos eran a menudo extrañas.

A pesar de la ausencia de indios, Summers y él iban con más cuidado que antes. Ahora hacían los turnos una pareja de hombres, y por las noches amarraban el Mandan en la orilla sur, lejos del margen donde pensaban que transitaban los pies negros. El cañón giratorio siempre apuntaba hacia la orilla. La tripulación dormía a bordo, apiñados a proa y popa, a excepción de un pequeño espacio alrededor del cubículo de Ojos de Cerceta, donde él o Summers se tumbaban.

Los hombres parecían cadáveres, con sus mantas echadas sobre las cabezas para protegerse contra los mosquitos que formaban nubes alrededor de sus cabezas, de día y de noche, a menos que soplase el viento o refrescase. Los mosquitos brotaban de los sauces durante las horas del día, y de la hierba cubierta de juncos que las piernas de los barqueros agitaban; se desplazaban en riadas como hilos de humo y se apiñaban formando remolinos sobre las cabezas de los hombres. Dejaban que uno se encendiera la pipa o cargara el rifle y, antes de que hubiera acabado, volvían a cubrirle las manos y la cara. Acosaban a los hombres que tiraban de la soga, y estos se cubrían la piel con una gruesa capa de barro, y aprendieron a apartarlos con una mano mientras tiraban de la cuerda con la otra sin apenas perder el paso. Sólo los saltamontes igualaban en número a los mosquitos, una alfombra en movimiento sobre la hierba descolorida de las riberas; pero los saltamontes no molestaban, sólo cuando una ráfaga de viento los arrastraba y golpeaban el rostro de los hombres. Sólo se arrastraban o volaban chirriando y mostrando sus alas rojas o amarillas salpicadas de motas negras.

¿Este lugar, Summers? Non? Está despejado y detrás hay madera suficiente para el fuerte en el bosque. Non? Piensas que la colina está demasiado cerca y que los indios podrían disparar al interior de las empalizadas. El tiempo corre, Summers. ¿Orilla sur o norte? ¿Da igual? ¿Aquí, tal vez? Es un hermoso lugar. Non? ¿Este de aquí, entonces? Mon Dieu, ¡no tenemos toda la eternidad! Lleva un tiempo construir un fuerte y comerciar. ¿Otro día más, crees? ¿Dos? ¿Cuántos? Enfant degarce! ¿Aquí? ¿Aquí? ¡Ah, bien, por fin!

Ya llevaban dieciocho días desde que partieron de Fort Union, remontando un afluente que Summers pensaba que era el Teapot Creek. El dedo del cazador había señalado hacia una pequeña planicie que se extendía sin un solo árbol en unas doscientas yardas o más.

—Es la mejor opción. El terreno está suficientemente despejado a los lados, y los árboles de atrás no están demasiado cerca, pero lo suficiente para proporcionarnos madera. Además, no hay colinas demasiado cerca como para preocuparnos.

—¡Bien! ¡Bien! —Jourdonnais dejó escapar todo el aire de sus pulmones, permitiendo relajarse durante unos minutos, pero sólo unos minutos. Miró al sol—. Tenemos tiempo para empezar.

—Es la hora de empezar a fortificarse —dijo Summers asintiendo; a continuación se dirigió a proa y ajustó el cañón giratorio.

Amarraron la embarcación y la tripulación bajó a la orilla. En primer lugar se repartió pólvora y municiones. A continuación, Summers examinó las colinas con el catalejo.

—Empezaré a distribuir el trabajo. ¡Caudill! ¡Deakins! Echad un vistazo allá arriba —y luego se dirigió a la tripulación—: Colocaremos los rifles donde los tengamos a mano —y ordenó a los barqueros que arrastraran los troncos caídos y los apilaran cerca de la orilla para formar así un cerco bajo de tres lados que se abriese hacia el río—. Los indios me enseñaron esto. Es de gran ayuda en caso de que haya algún ataque.

Se estaba haciendo de noche cuando terminaron. Pambrun estaba calentando comida en la hoguera que había encendido sobre el contenedor de carga.

—Será mejor alejar la barcaza de la orilla —dijo Summers, escudriñando la colinas—. No cuesta nada asegurarse —silbó para llamar a Caudill y Deakins, imitando el trino de dos tonos del zarapito—. Mañana podemos ponernos a trabajar en un fuerte lo suficientemente seguro.

Oui

Jourdonnais se sentía por fin más aliviado de lo que se había sentido durante días. Notaba que la confianza iba creciendo en su interior, como si se hubiera tomado un gran trago de buen brandy. En dos semanas, sin lugar a dudas, podían construir el fuerte y estar preparados. Se imaginó a los indios bajando en riadas por las colinas, estrechando las manos de los hombres blancos que habían traído a uno de los suyos de regreso a casa. Se imaginó un comercio rápido y pacífico, muchas pieles finas, dinero. Mientras el Mandan atracaba en la orilla sur, miró a Ojos de Cerceta y sonrió. Ahora ella era como uno más. Aunque no se sentía totalmente cómoda en compañía del resto, sí mostraba una especie de confianza tímida y vigilante, como una criatura salvaje casi domada. Ella hablaría a favor del hombre blanco, eso estaba claro, a favor del comerciante que la había llevado recorriendo aquella larga distancia, que se había asegurado de su bienestar. Ella era una buena chica y muy bonita, con cabello negro y un rostro ovalado y bonitos ojos. Casi odiaba tener que entregarla, incluso aunque fuera a cambio de pellejos.

Se fue a dormir pensando en ella y en los pellejos y el dinero y la nueva casa y con la sensación de estar al borde de cosas que podrían hacerse realidad, como una gran compañía comercial que disfrutara en exclusiva de trato comercial con los pies negros.

Cuando se despertó por la mañana, Ojos de Cerceta había desaparecido.

Todos los días, antes de que Jourdonnais les permitiera alejarse de la orilla sur, Summers abandonaba el barco con el catalejo mientras Jourdonnais esperaba hecho un manojo de nervios, paseándose de un lado a otro de la orilla o en cubierta, mirando al río, hacia la creciente masa de postes de madera de álamo, vigilando río arriba y río abajo, esperando ver a Summers de regreso y maldiciendo en francés por tener que esperar.

Boone exploraba mientras los hombres trabajaban; él, Deakins y Summers se encargaban de la búsqueda… Boone río arriba, Deakins río abajo y Summers en dirección opuesta al río, hacia la quebrada que desembocaba en la pequeña pradera donde estaban construyendo el fuerte. Con frecuencia, cuando las llanuras parecían estar en calma y uno no podía ver por ningún sitio las nubes de polvo que podrían indicar la presencia de búfalos o de indios, cualquiera de los tres acudía y echaba una mano. Cazaban carne cuando la necesitaban, pero principalmente a última hora de la tarde, cuando los hombres descansaban y las posibilidades de atraer la atención de los indios eran menores.

Un poco más de la mitad de la tripulación trabajaba talando árboles que crecían en la quebrada, cortando álamos, podando las ramas más grandes y las más altas y cargando los troncos hasta donde se acumulaba el resto, cerca de la orilla, para que fueran tallados en forma de estaca y clavados más tarde en la trinchera que habían escavado. Uno de cada cinco hombres portaba un rifle. Los rifles de los otros estaban guardados detrás del parapeto de tres lados que habían construido. Los hombres estaban atareados desde el amanecer hasta el anochecer, trabajando como negros mientras maldecían y sudaban bajo el sol de otoño, dirigidos por la ronca voz de Jourdonnais y espoleados por este, también, porque él mismo asumía el trabajo de tres hombres ayudando a cortar, a podar o a dar forma. Desde que Ojos de Cerceta escapó era como un hombre afectado por la fiebre. Su rostro duro y cuadrado ya no sonreía. Cuando sus dientes brillaban bajo el negro bigote era porque maldecía a los hombres o invocaba a Dios para que comprobara con lo que tenía que lidiar. Los hombres gruñían y con frecuencia le insultaban, y la ira brillaba negra en sus ojos, pero le obedecían, tal vez por miedo a enfrentarse a él o a huir, tal vez conscientes de que les convenía más quedarse con él a pesar de su malhumor.

—Si vienen los indios —les había dicho Summers mientras paseaba la mirada de un par de ojos a otro—, poneos aquí junto a los troncos y agarrad un rifle. Tirad a dar. El ruido no mata indios. Podemos mantener a raya a un montón de pies negros si lo hacéis bien.

Echado sobre cubierta, o haciendo guardia de noche, o vigilando en busca de alguna señal de indios durante el día, Boone frecuentemente pensaba en Ojos de Cerceta. Las cosas no parecían lo mismo sin ella, a pesar de que no era más que una papoose. ¿Por qué había huido? ¿Había regresado a su hogar con su padre? Summers intentó encontrar su rastro aquella primera mañana, pero regresó sacudiendo la cabeza.

—Simplemente se ha esfumado. Lo ha hecho. No hay nadie que pueda rastrearla, creo.

Los músculos del mentón de Jourdonnais se tensaron marcándose en su rostro.

—Alguien pagará por esto —prometió—. Alguien que se durmió en su guardia dejó que escapara. Lo averiguaré.

—Nunca la vigilamos para que no escapara —le recordó Summers—. Nadie tiene más culpa que nosotros mismos.

Desde una loma sobre el río, Boone podía ver a los hombres trabajando y los árboles talados yaciendo desnudos junto a la orilla. Le llegaba la voz de Jourdonnais, tenue en la distancia, pero aun así repleta de furia.

—¡Tú, Chouquette! ¡Tú, Lassereau! ¿Os pensáis que tenemos un año para construir el fuerte? ¡Maldita sea!

Boone podía otear las crestas de las colinas desnudas en la orilla norte, y hacia el sur al otro lado del río hasta la cumbre de la ladera, y más allá, donde se extendía la amarilla pradera. Jourdonnais y los hombres y las hachas mordiendo la madera eran los únicos sonidos del mundo, a excepción de algún que otro pájaro, y a última hora de la tarde los chotacabras gimoteaban hacia el profundo cielo. Se preguntó si Ojos de Cerceta también los estaría oyendo. Se preguntó si volvería a verla otra vez. Mantenía los ojos ocupados durante todo el tiempo, intentando detectar algún movimiento, buscando color, buscando algo fuera de lugar. Un rato después continuaba, río abajo, tal vez, buscando pisadas de mocasines, o arriba en la llanura donde pasaba la mayor parte del tiempo, atento por si veía alguna espiral de polvo en movimiento. Cuando el sol se escondía regresaba al barco, observando desde la elevación el perezoso hilo de humo que brotaba de la hoguera de Pambrun en el contenedor de carga.

Cuando Summers regresó con el catalejo la tercera mañana de su búsqueda, se llevó a Jourdonnais a un rincón y luego hizo una señal a Boone y a Deakins.

—Algo que este de aquí no ha podido averiguar de qué se trata, por el sur.

—¿Y bien?

—Una nube de polvo se dirige hacia aquí. Tal vez tan sólo sean búfalos, tal vez indios. Será mejor que lo compruebe.

—Cruzaremos a la otra orilla sin ti —sugirió Jourdonnais—. Nunca lograremos acabar el fuerte esperando.

Summers asintió.

—Mantened los ojos bien abiertos. Id, ahora.

Jourdonnais sacó un puro y mordió la punta, olvidándose de encenderlo.

—Estoy pensando que será mejor que Caudill y Deakins exploren el terreno antes de que hagas bajar a la tripulación —dijo Summers, y a continuación se giró, se alejó y se perdió de vista entre la maleza.

Remaron hasta la otra orilla, perdiendo algo de terreno por la corriente y luego tiraron de la barcaza río arriba con la cuerda. Boone y Jim saltaron a la orilla. El sol acababa de remontar las colinas y brillaba redondo como un plato. El frío se elevaba sobre la superficie del río en finas líneas de vapor.

—Regresaremos en cuanto echemos un vistazo.

—¡Id! ¡Id ya! —la voz de Jourdonnais sonó áspera—. Nosotros estaremos bien.

Boone se dirigió al bosque en la parte de atrás del claro, y por el rabillo del ojo vio a Jim dirigiéndose río abajo. La hierba estaba empapada de rocío. Las cosas tenían el aspecto que siempre habían tenido. Allí estaba el enorme álamo, con una rama partida festoneada de hojas amarillas, la baya de búfalo luciendo plateada y roja, la senda de caza que conducía al bosque, marcada con huellas frescas nocturnas. Una ardilla a rayas jugueteaba a un trecho frente a él.

La primera señal que percibió de que las cosas no iban bien fue un pequeño crujido en un matorral a unas cien yardas o más, un manchón marrón que se perdió de vista y que podría no haber sido nada. Vio una nube de humo negro, sintió que tiraban con fuerza de su hombro, cerca de su cuello, y escuchó el chasquido de un rifle. Luego, la quietud del bosque se transformó en bullicio. De detrás de los árboles y arbustos y matorrales saltaron indios, aullando. Los vio en un confuso y fugaz momento, con sus penachos de plumas y sus sacos de medicina brincando, los rostros pintados de rojo y negro, las bocas abiertas, las armas humeantes, y la tensa madera de los arcos combándose hacia las cuerdas. Escuchó balas silbando y la vibración de las flechas. Y entonces hizo lo que le habían dicho que debía hacer. Dejó escapar un fuerte grito de alarma, se volvió y corrió hacia el parapeto. Frente a él la tripulación huyó en estampida como pollos jóvenes corriendo sin cabeza. Uno de ellos adelantó al resto y llegó al barco.

Boone se tiró detrás de los troncos, rodó hacia un lado, apoyó el rifle, apretó el gatillo y vio a un indio corpulento tropezar y caer de bruces. Los indios no estaban a más de cincuenta yardas, los que se encontraban más cerca. El tiro les hizo aminorar el paso, pero siguieron avanzando. Jourdonnais se tumbó junto a él, y Romaine, apuntando con el rifle. La voz de Jourdonnais sonó por encima de los gritos de los indios, llamando a la tripulación para que fueran a ayudar. Su rifle escupió una nube de humo. Boone extendió el brazo para coger un arma cargada. El rifle de Romaine explotó en su oído. Boone volvió a disparar. La oleada de indios se detuvo, y de repente ya no había ninguna oleada… tan sólo quedaba el penacho que asomaba entre la hierba, o el pellejo oscuro de una cabellera sobre un montículo y los cañones de los mosquetes que sobresalían y las flechas listas en los arcos.

Non! Non! —Jourdonnais gritaba como si le atormentara un terrible dolor. Jourdonnais, medio girado y gritando a la tripulación. Boone vio por el rabillo del ojo que saltaban al agua y subían salvajemente a bordo del Mandan. Alguien había cortado las amarras.

El barco se alejaba río abajo con la corriente.

Non! Non! ¡Virgen Santa!

Era como si lo único que le importase a Jourdonnais fuera el barco. Era como si el barco tirase de sus rodillas, de sus pies, de todo su cuerpo. Comenzó a correr tras él.

—¡Romaine! —gritó sobre su hombro.

Alguien a bordo detonó el cañón giratorio. La explosión rebotó en las colinas, barriendo el resto de sonidos, deteniendo a los reptantes indios sobre la hierba. Boone miró a su espalda, Jourdonnais se tambaleó, se veía un enorme agujero en su pecho. Cayó con los brazos y piernas extendidos. No había nadie en el parapeto ahora, sólo Boone. Disparó una vez más, dejó caer el rifle y se escabulló hacia la orilla, vigilando a sus espaldas a los indios que se levantaban. Los gritos martilleaban sus oídos. Romaine estaba a cuatro patas y la mitad de la punta de una flecha sobresalía de su espalda. Hizo una señal a Boone con un gesto débil y desesperado de la mano, tras lo cual se quedó con la cabeza boca abajo sobre la hierba.

Algo advirtió a Boone que se mantuviera alejado del barco. Corrió, escuchando los disparos de los fusiles y el susurro de las plumas de las flechas, y se sumergió en el río, girando río arriba después de entrar en el agua, para así mantenerse cerca de la orilla, nadando bajo la superficie hasta que le pareció que los pulmones le iban a reventar. Se volvió y dejó que la boca sobresaliera del agua en busca de aire y volvió a sumergirse, nadando con brazos y piernas mientras el aire atrapado en sus pulmones se iba consumiendo. Las ramas le arañaban los brazos y el pecho, y se impulsó suavemente hacia arriba dejando que la cabeza sobresaliera entre el follaje de un árbol caído. Vio cuerpos que yacían hechos un ovillo o con los miembros extendidos sobre la cubierta. El aire estaba lleno de un salvaje griterío que el agua acalló cuando volvió a sumergirse. Entonces sólo oía el murmullo del río en los oídos. Volvió a emerger y a sumergirse y a nadar de nuevo y emerger y a sumergirse y nadar. Un rato más tarde los gritos de los indios comenzaron a sonar distantes. Boone se arrastró hasta la orilla, introduciéndose en un espeso bosquecillo de sauces rojos, y se quedó allí sentado durante un largo rato, vigilando a través de la cortina de ramas. Ya había acabado todo, a excepción de los gritos y los saltos y el sonido de los fusiles disparando a los cadáveres. Cuando los indios pasaban junto al cuerpo de Jourdonnais o el enorme bulto que había sido Romaine, señalaban y disparaban, o se arrodillaban y golpeaban las cabezas con piedras. Boone supuso que eran cabelleras lo que sacudían por encima de sus cabezas. Squaws y niños desnudos habían salido en tropel del bosque como polluelos acudiendo a la llamada de una gallina. Estos comenzaron a golpear los cuerpos también, apuntando principalmente a la entrepierna. Una squaw con un cuchillo comenzó a rebanar la cabellera de Romaine, y más tarde la sostuvo en alto para que todos la contemplaran.

El Mandan había sido arrimado a la orilla de nuevo. Boone no podía ver los cuerpos por la cantidad de indios que había a bordo. Sin embargo, no había duda de que todos los hombres habían muerto a tiros o cortados en pedazos con los tomahawks que vio levantados. Arriba en el mástil colgaba Puma, con su pelaje negro erizado. Algunos de los indios llevaban el rostro pintado con carbón negro.

Boone se hurgó el agujero junto al cuello que le había abierto la bala. No sentía nada alrededor. La sangre se había derramado y le había dejado una mancha acuosa en el pecho. Se alejó a rastras sintiendo un frío intenso, por dentro y por fuera, pensando en gentes que reventaban la cabeza de un hombre a golpes o le cortaban su miembro una vez muerto. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Sus mojados mocasines de ante le irritaban la piel. Deseó tener su rifle con él.

El curso del río viraba suavemente a la izquierda, dejando a los indios a la vista siempre que Boone asomaba la cabeza entre la maleza de la orilla. Seguían gritando, seguían disparando y brincando. Vio que uno de ellos se llevaba un barril. Estaría seguro durante un tiempo, pensó. No se apartarían del barco hasta terminar con todo el whisky. Miró al otro lado del río con la esperanza de poder ver a Summers. ¿Habría logrado salvarse Jim? Estaba río abajo alejado de la refriega. Jim parecía lejano, como alguien que hubiera conocido mucho tiempo atrás. No podía imaginar su rostro completo en su mente. Podía ver sus ojos azules y el cabello rojo y la boca sonriente, pero no podía unir unas partes con otras para formar el rostro de Jim.

Siguió avanzando tan sigilosamente como podía. No parecía notar las picaduras de los mosquitos, capaces de encontrarle a uno hasta en el infierno. El sol salió y volvió a bajar. La lengua de tierra que bordeaba la curva del río ocultó a los indios de su rango de visión, pero todavía podía oírlos. Un poco después tan sólo eran un débil eco. ¿Fue, quizás, Ojos de Cerceta la que avisó a los indios de su posición? Poco importaba, pensó. El sol se ocultó tras las colinas y el aire se calmó como el cristal y el cielo profundo. Cuando se detuvo, el silencio parecía susurrar por encima del zumbido de los mosquitos y el rumor del agua. Se acomodó sobre unos arbustos espesos y se tumbó con la cabeza sobre el brazo, sintiéndose vacío y abandonado como un saco. Un pájaro se posó en una rama y durante un largo rato lo observó con sus redondos ojos, y a continuación pareció perder el interés y siguió con sus tareas como si Boone no estuviera allí. Este escuchó el silencio y los mosquitos y el río. Poco a poco recordó que estaba escuchando algo más, algo desde muy lejos al otro lado del agua, algo que ya había escuchado antes, en otro tiempo de su vida. Era un silbido nítido y cada vez más fuerte, como el trino de dos tonos de los zarapitos.