CAPÍTULO XVIII

Los prolongados rayos del sol se derramaban por el río y la llanura. Una hilera de animales de carga desfilaba descendiendo las colinas del noreste; parecían de color negro al contrastar con el dorado estival de los riscos.

—Puede que ese sea Zeb —dijo Summers entrecerrando los ojos—. McKenzie dijo que probablemente regresaría al fuerte antes del anochecer.

Él, Jim Deakins y Boone estaban apostados tras el fuerte. El Mandan estaba atracado a dos millas río arriba, donde Jourdonnais vigilaba el cargamento y la tripulación. Summers había sugerido que ellos tres regresaran al fuerte para hablar con Calloway.

—Ese tipo sabe un montón —aseguró a Jourdonnais—, además de ser familia de Caudill. Supongo que lo mejor es ir a verle.

A poca distancia de donde se encontraban, una docena de tipis de los assiniboine, colocados en un semicírculo, señalaban hacia el cielo. De vez en cuando salía un fino hilo de humo de alguna de ellos por el respiradero de la parte superior, como si un hombre expulsara el humo de su pipa por el agujero. Las voces de los indios, de los hombres hablando y las squaws riendo y peleándose y un bebé desgañitándose llegaban nítidas en el aire de la tarde. Los perros olisqueaban los alrededores de los tipis y en ocasiones se volvían hacia los tres hombres blancos y ladraban como si de repente se acordasen de algo que habían olvidado.

—Esperemos aquí —dijo Summers dejándose caer en tierra.

La hilera de animales de carga serpenteaba por las laderas de las colinas y se dirigía hacia ellos por la llanura. Un hombre montado encabezaba la marcha y otro la cerraba.

Summers fumaba y miraba, y finalmente dijo:

—Creo que es tu tío Zeb, Caudill.

En efecto, era tío Zeb, más viejo, y gris como un mapache. Era imposible no reconocerle con aquella larga nariz y los ojos que observaban bajo unas cejas tan frondosas como el nido de un pájaro.

Boone quería levantarse y gritar hola y acercarse para darle la mano, pero algo lo detuvo.

Summers se puso en pie con suavidad para no asustar a las mulas que iban cargadas de carne a lo alto y a lo ancho.

—¿Qué tal andas, Zeb?

Tío Zeb les miró a través de la maraña de las cejas como un hombre apuntando con un rifle.

How —respondió; su voz sonó tensa y rota como la de un hombre que ha pasado un largo periodo de silencio. Y luego añadió—: O este que habla es un destripaterrones, o ese de ahí es Dick Summers.

—A este de aquí también lo has visto antes —y señaló a Boone.

Tío Zeb clavó la mirada en Boone. Escupió un escupitajo marrón por encima de la grupa de su caballo.

—¿Y bien? —Summers esperó, y tío Zeb miró a Boone otra vez—. No es hijo mío, creo —dijo.

—Casi —respondió Summers—. ¿Es que no reconoces a tu propio sobrino, viejo amigo?

—¿Cómo estás, tío Zeb? —preguntó Boone.

—¡Jesús Bendito!

—Supongo que no me reconoces, he cambiado bastante.

Tío Zeb volvió a escupir y se puso a recordar.

—Uno de los pequeños de Serenee, ¿verdad?

—Boone Caudill.

—¡Jesús Bendito!

Tío Zeb no sonrió. Se quedó sentado en su caballo, con los hombros caídos y la boca echada hacia un lado, lo cual hacía que su cara pareciera desencajada. Un ternero berreaba dentro del fuerte como si hubiera perdido a su madre.

—Quieta ahí —dijo tío Zeb finalmente—. No voy a hacer carrera con estas mulas. Eh, Deschamps.

La cuerda comenzó a moverse lentamente, las cabezas de las mulas tiraron hacia atrás cuando sus cuerdas perdieron holgura. El jinete a la cola era un indio, o un mestizo en todo caso. En lugar de brida llevaba una larga cuerda de pelo atada a los belfos inferiores de su caballo. Los estribos de su silla estaban hechos de piel y tenían forma de zapatos. Les miró al pasar lentamente en su caballo, con el rifle atravesado delante de él.

Jim y Summers miraron a Boone. Este recogió una hoja de hierba e hizo un nudo con ella.

—Hace mucho desde que me vio por última vez —dijo Boone.

Las squaws assiniboine jugaban a algo, riendo y peleándose mientras jugaban. Tres indios pasaron por allí en dirección al fuerte. Pararon para pedir un poco de tabaco. Una pequeña ardilla del desierto que Summers llamaba taltuza salió de un agujero y se incorporó sobre sus patas traseras, tiesa como un palo. Dejó escapar un fino y agudo silbido que vibró en los oídos como el de la punta de una lezna de zapatero. Boone le lanzó un guijarro y el animal se zambulló en su madriguera y luego volvió a sacar la nariz, mostrando sólo la cabeza y los ojos negros sin parpadear. El sol había quedado oculto por un banco de nubes que los rayos tintaron de rojo sangre. Era como si un indio se hubiera escupido en la palma de la mano cubierta de bermellón y la hubiera restregado por el cielo del oeste. Boone sacó la pipa que había comprado río abajo.

Poco después regresó tío Zeb, con paso rígido e inestable debido a las horas pasadas sobre la silla de montar. Sus pantalones estaban negros y desgastados, y no le quedaban más de una media docena de flecos. Llevaba una vieja camisa india manchada de sangre, con un círculo de púas de puercoespín de colores en el pecho. En lugar de un sombrero llevaba un pañuelo rojo alrededor de la cabeza. Sacó una botella de la camisa, se sentó y quitó el tapón, sin decir ni una palabra. Summers sacó otra botella. Tío Zeb pasó la primera, observando cómo pasaba de mano en mano como si apenas pudiera esperar a recuperarla.

—¡No puedo comprar un trago, sólo de noche, maldito McKenzie! —fue lo primero que dijo.

Estaba refrescando y el sol ya estaba bajo y a punto de ponerse, demasiado frío incluso para los mosquitos tan aficionados a comerse a un hombre vivo. Una suave brisa corría por el suelo, lo cual hizo que Boone se encerrara aún más en sí mismo. Un trecho más allá pudo ver algunos huesos blanqueados, y más allá unos cuantos más, y aún más allá, donde un búfalo había sido descuartizado. Tres perros indios que parecían lobos, a excepción de uno que tenía el pelo a manchas blancas y negras, olisqueaban por los alrededores. Los propios perros eran tan sólo sacos de huesos, con columnas que se arqueaban y se encorvaban de manera que las patas no parecían estar directamente debajo. El ternero dentro del fuerte seguía berreando.

—¿Qué tal le va a Serenee? —preguntó tío Zeb con tono despreocupado.

—Bien, la última vez que la vi.

Tío Zeb gruñó, levantó una botella y echó un poderoso trago. Se echó hacia atrás, pensativo, como si esperase que el whisky le insuflase vida.

—¡Por todos los santos! —y echó otro trago.

—Este de aquí es Jim Deakins —dijo Summers—, tripulante del Mandan.

—Encantado de conocerle —dijo Jim.

Tío Zeb sacó tabaco y se lo metió en la mejilla y dejó que se empapase.

—¿Por qué estás aquí?

—Me peleé con Pa.

—Miserable hijo de perra. ¡Por Dios! Espero que no seas en nada parecido a él… —escupió y sorbió el labio inferior después para cazar la gota que colgaba.

—Ahora ya es alguien —dijo Summers—. Es un verdadero hombre de montaña. Ya ha cogido gonorrea, y ha luchado con indios y matado un oso blanco.

Tío Zeb miró a Summers.

—Nunca pude imaginar por qué mi hermana acabó con esa sabandija, a menos que no tuviera más remedio —se giró hacia Boone—. ¿Cuántos años tienes?

—Casi dieciocho.

Tío Zeb pensó unos segundos y luego dijo:

—No tienes por qué pagar tú los pecados de tu padre.

—¡Maldito seas! Eres tú el que se parece a Pa —exclamó Boone.

—¡Déjale, Boone! —era Jim, que le miraba con un destello en sus ojos azules.

Tío Zeb sólo gruñó. Pasó la botella otra vez, tomando un trago él mismo primero y acabando la ronda con otro.

—Este que habla está torriblemente seco.

Summers sonreía hacia el suelo, como si estuviera complacido.

—Caudill y Deakins quieren ser hombres de montaña.

—¡Uh! Será mejor que vuelvan a nacer.

—¿A qué te refieres?

—Han llegado diez años tarde —la mandíbula de tío Zeb machacó el tabaco—. ¡Ha desaparecido, maldita sea! ¡Ha desaparecido!

—¿Qué ha desaparecido? —preguntó Summers.

Boone podía ver el whisky en el rostro de tío Zeb. Era un rostro que seguramente había visto mucho whisky, rojo e hinchado.

—Todo lo que nos rodea. Ha desaparecido, por Dios, y nadie se preocupa a excepción de algunos de nosotros que la conocimos cuando era tierra virgen.

Desenfundó el cuchillo y comenzó a lanzarlo y clavarlo en tierra, como si eso calmara sus sentimientos. Se quedó en silencio durante un rato.

—Esta fue en otro tiempo una tierra para el hombre. En cada manantial había cientos de castores y multitud de búfalos allá donde uno miraba, y nada de estrecheces ni aglomeraciones de gente. ¡Jesús bendito!

Al este, donde el cerro y el cielo se juntaban, Boone divisó movimiento y supuso que eran búfalos hasta que la nube se desplazó por la ladera, dirigiéndose hacia ellos; resultó ser una manada de caballos.

Los ojos grises de Summers saltaron de Boone a tío Zeb.

—No se ha echado a perder, Zeb —dijo en voz baja—. Depende de los ojos que la contemplen.

—¡Que no se ha echado a perder! Han construido fuertes río arriba y río abajo, y hay gente en todos los lugares donde antes uno podía poner trampas. Y los novatos suben río arriba, un montón de ellos… vienen novatos en cada barco, se quedan merodeando por aquí y echan a perder toda la diversión. ¡Jesús! ¿Por qué no se quedan en sus casas? ¿Por qué no nos dejan esta tierra a nosotros tal como la encontramos? Por Dios, esta tierra es nuestra por derecho propio —apartó la boca de la botella—. Dios, era una belleza hace un tiempo. Bella y virgen, y no estaba horadada por las rutas de los hombres, a excepción de las de los indios, en toda su amplitud.

Los caballos se aproximaban rápido, corrían y daban coces como potros por el frío que se había apoderado de la tierra. La taltuza había salido de nuevo de su agujero, corría breves tramos y miraba hacia arriba silbando. Estaba comenzando a oscurecer. El fuego al oeste estaba a punto de apagarse; una estrella ardía baja por el este. Boone deseó que alguien hiciera callar a aquel ternero.

—Parece que te hayas tragado un higo chumbo, amigo —dijo Summers.

—¡Uh! —tío Zeb se metió los dedos en la boca, atrapó el bolo de tabaco y puso otro fresco dentro.

—Se paga buen precio por el castor, muy buen precio. Ahora —mencionó Summers.

—El precio da lo mismo cuando no se tienen los castores —afirmó tío Zeb mientras movía la boca para masticar bien la bola.

Los caballos pasaron trotando, levantando polvo, esquivándolos y bufando mientras pasaban junto a los hombres sentados. Tras ellos cabalgaban cuatro jinetes vestidos con los ponchos blancos que llevaban los trabajadores del fuerte.

—Echo de menos los tiempos en los que había castores por todos lados —dijo tío Zeb. Su voz se había vuelto más suave y se notaba un tono remoto en ella, como si el whisky hubiera empezado a hacerle efecto de una forma profunda y tranquila. ¿O, tal vez, sólo se debía a que estaba viejo y no era capaz de controlar sus emociones?—. Los echo de menos ahora. Por todos lados. En aquellos tiempos era un fracaso no atrapar un buen fardo de ellos. ¿Y ahora? —se calló a media frase, como si no existiera la palabra adecuada que un hombre pudiera pronunciar—. Mira —dijo, irguiéndose ligeramente—, dentro de cinco años no habrá más que piel de baja calidad, y ya está ocurriendo rápidamente. Tú, Boone, y tú, Deakins, si os quedáis aquí tendréis que patear la pradera, cazando pieles, persiguiendo búfalos y desollándolos, y viendo cómo también eso termina por perderse.

—No, en cinco años no —dijo Summers—. Más bien cincuenta.

—¡Ah! El castor ahora ya casi ha desaparecido. El búfalo es el siguiente. No habrá ni un maldito toro dentro de cincuenta años. Veréis cómo aparecen surcos arados en las praderas y estableciéndose en ellas —se apoyó hacia delante, poniendo las manos arriba—. La gente se ríe de este desgraciado que os habla, pero sigue diciendo la verdad. No puede ser de otra manera. Sólo la Compañía envía veinticinco mil pieles de castor al año, y cuarenta mil pieles de búfalo, o más. Además, un montón de búfalos son sacrificados por cazadores y no son desollados, y un montón de pieles son usadas por los indios, y muchos se ahogan todas las primaveras. ¡Ah!

—Todavía hay mucho castor —respondió Summers—. Se tiene que buscar. No se les caza dentro de un fuerte, o mientras se está cazando carne.

—¡Amén y vete al infierno, Dick! Pero es difícil conseguir whisky siendo cazador. Dame un trago de tu botella. Tengo el gaznate torriblemente seco.

Boone escuchó su propia voz, que sonaba tensa y neutra.

—Esta tierra a mí todavía me parece virgen, virgen y bella.

En la creciente oscuridad, pudo sentir los ojos de tío Zeb clavados en él, mirándolo por debajo de sus frondosidades… unos ojos viejos y cansados que el whisky había surcado con ríos rojos.

—Nosotros vamos a seguir remontando —dijo Summers—, más allá del Milk, hacia territorio de pies negros.

—He oído hablar de ellos.

—¿Y bien?

—Este que te habla no está muy seguro, Dick. Es arriesgado… muy arriesgado, como ya sabes. Lo más probable es que acabéis muertos.

—Tenemos un montón de whisky, y pólvora, munición y armas, y abalorios, bermellón y ese tipo de cosas.

—¿Has visto a pies negros borrachos, Dick?

—Unos cuantos.

—Son malos. ¡Oh, por Dios, vaya si lo son! Y mentirosos y traicioneros. Pero tú ya sabes todo eso tan bien como yo. ¿Lleváis intérprete?

—Sólo yo. Sé un poco, y el lenguaje de los signos, claro. No tenemos suficientes pellejos de castor para un grupo de intérpretes.

—Creo que tú ya has esquivado a bastantes pies negros para saber cómo se las gastan.

—Hay un montón de pellejos de castor esperándonos allí.

—De nada sirven a un desgraciado muerto. Pasa la botella.

—¿Qué tal os lleváis tú y McKenzie?

—¡El bourgeois es un hijo de perra, con su elegante atuendo y sus manteles y esa nariz que apunta hacia el cielo como si uno apestase! ¿Sabías que los trabajadores no pueden sentarse a su mesa sin llevar puesta una chaqueta? ¡Y la compañía del alto copete exprime hasta la última gota de uno y me cobra lo que sólo Dios sabe por el matarratas que venden! McKenzie paga a este de aquí y este de aquí caza carne para él, pero ese es todo el trato que hay. Le cambio carne por whisky.

—Zeb —dijo Summers—, esto que te voy a contar hay que mantenerlo secreto como una tumba. No nos vendría nada bien que se supiera. No ahora.

—Mi boca no va corriendo a contarle cosas a los coyotes, ni borracha ni sobria.

—Tenemos a una pequeña squaw, hija de un jefe de los pies negros, ella dice que la raptaron los crow y que logró escapar. Una barca la recogió, casi muerta, y la llevó a San Luis el pasado otoño. La llevamos de regreso.

—Hum. Los indios no le dan tanto valor a las squaws.

—Los pies negros cuidan a sus pequeños por encima de todo.

—¿Una squaw?

—Lo sé, pero ¿aun así?

—Podría ser —tío Zeb se quedó en silencio durante lo que pareció un largo rato—. Este de aquí escuchó algo que contaban los indios rock sobre esa partida de crow. Gran Nutria… ¿no es ese el jefe?

—Ese es el nombre que ella pronunció. Tenemos muchas esperanzas puestas en ella, Zeb.

—Hum.

—Podremos comunicarnos bastante bien; ella ha aprendido un poco de la lengua del hombre blanco y yo sé algo de la lengua de los pies negros. Ella y yo juntos no necesitamos intérprete.

—A este de aquí no le gusta la idea.

—¿No te animarías a unirte a nosotros? Te daríamos una tajada, y no sería pequeña. Mejor que ser cazador de un fuerte.

En la oscuridad Boone pudo ver la cabeza de tío Zeb sacudiéndose.

—No es una opción, Dick. Ya no.

—Recuerdo cuando lo era.

A Boone le pareció que en la voz de tío Zeb se podía escuchar todo el tiempo del mundo.

—Ya no, viejo amigo. Ya no lo es más. Este de aquí no tiene miedo, como ya sabes, pero no vale la pena. La vida aquí es llevadera, y hay suficiente whisky aunque cueste un riñón.

—¿Qué sabes de los pies negros?

—Los rock dicen que están alejados del río, que han marchado al norte y al este tras los búfalos. Si fuera vosotros me dirigiría al río Marias, o por aquella zona, y construiría el fuerte, será más rápido que perseguirlos.

—Demasiado lejos. Nos llevaría un mes, aunque Jourdonnais desollara viva a la tripulación. Los búfalos y los pies negros estarían de vuelta antes de que pudiéramos establecernos.

—Ajá. Normalmente hay algunos indios alrededor del Marias todo el tiempo. En todo caso, construid rápido el fuerte.

—Eso es lo que este de aquí planeaba hacer. Un pequeño fuerte, rápido y listo para cuando regresen al río.

—Es una empresa arriesgada, lo mires por donde lo mires.

—¿Piensas que la Compañía podría estar interesada en meter la zarpa en este negocio?

—McKenzie tiene planes para los pies negros. Está fabricando medicina. Ahora lo está haciendo. En cuanto llegue el otoño o el invierno, comerciará con ellos, o lo intentará. Pero os dejará en paz, probablemente, pensando que los pies negros y los británicos ya se ocuparán de vosotros. Es astuto. No quiere que le señalen con el dedo, ahora que ya habéis remontado tan arriba.

—Dijo que podía enviar un barco para boicotearnos el negocio.

—En absoluto. No tiene suficientes hombres en estos momentos. Si este de aquí huele algo podrido antes de que rebaséis el Milk, os avisará de una u otra forma.

—Muy agradecido, amigo.

Tío Zeb se levantó vacilante, las rodillas le crujieron cuando las estiró.

—Si llegáis a parlamentar con ellos, preguntad por Pierna Grande de los piegan, y dadle un regalo, decidle que es de mi parte. Somos hermanos, eso dijo en una ocasión.

—Vaya, eso nos vendrá bien. Gracias otra vez.

Tío Zeb se alejó tambaleándose ligeramente y sin decir adiós. Los otros tres partieron en dirección al Mandan, despertando a los perros indios que comenzaron a ladrar de repente. Podían oír voces fuertes y risas y, en ocasiones, algunos vítores desde el interior del fuerte.

—Ya están dándole al licor —dijo Summers.

El ternero había dejado de berrear.

La cabeza de Boone daba vueltas con el whisky que había tomado. Era la primera vez que había aceptado beber en exceso desde hacía mucho tiempo.

—Supongo que tío Zeb se ha hecho viejo —dijo. Tras un silencio, añadió—: Sigue siendo una tierra hermosa.

Summers los conducía por campo abierto, alejándose del río.

—Y tanto que es hermosa —confirmó Deakins.

—Cuidado con las chumberas, te pueden atravesar los mocasines.