Cuando Boone pensaba en aquel incidente en el campamento se estremecía recordando el acaloramiento que lo invadió cuando creyó que uno de los barqueros estaba intentando acercarse a Ojos de Cerceta. Ella era sólo un cachorrillo, y no aparentaba tener más de diez o doce años, sin duda no era lo suficientemente mayor para interesar a nadie de esa manera. Apartó de su mente la imagen de la joven, pero seguía viéndola, el rostro serio, los grandes y atentos ojos en un rostro demasiado delicado para ser el de una india, con unos pechos que sin duda comenzaban a parecer los de una mujer cuando no tenía su manta doblada cubriéndole por delante. Le recordaba a algún pequeño y suave animal en una jaula, observando, siempre observando, como si la hubieran sacado de su madriguera o un bosque y llevado a un mundo en el que todo era extraño. Sin embargo, ahora parecía más confiada que antes y se movía por cubierta y en ocasiones bajaba a la orilla mientras Jourdonnais vigilaba al resto de hombres con sus severos ojos negros. Con frecuencia Boone sentía la mirada de la joven india posada en él, y en ocasiones percibía un atisbo de sonrisa en una boca tan recta y perfecta como un dobladillo bien confeccionado, pero no fina como un dobladillo. Sus labios eran levemente carnosos y le hacían a uno preguntarse si sabría besar. Había visto a Jim Deakins mirándola en muchas ocasiones, con sus ojos azules clavados en ella y la risa dibujada en la boca mientras hacía breves comentarios, pero ella apenas parecía advertir su presencia.
Ahora que el Mandan navegaba por tierras altas los ojos de la india siempre estaban dirigidos hacia las orillas, como si esperase ver algún rostro conocido. Hora tras hora miraba a derecha e izquierda, escudriñando las lomas desnudas con tanta intensidad que uno casi esperaba ver a su papá, el jefe, llegar al galope por la ladera con las plumas al viento. O, al ver los ojos escrutadores de la joven y el rostro inmóvil y a la espera, Boone imaginaba que tal vez había un hambre en ella que sus ojos saciaban, un hambre por las grandes colinas desnudas y las corrientes de agua que fluían junto a álamos y, distante y nítido, el azul de una montaña como el que Boone pudo apreciar a través de los párpados cerrados la primera noche que durmió al raso. Incluso cuando el humo de las hogueras de la pradera llenaba el aire y los ojos no podían apreciar las crestas de las colinas, ella seguía mirando. En una ocasión, ya avanzada la noche, cuando la luna yacía brillante en el río, Boone se despertó y distinguió la cabeza de la joven en un lateral de la barcaza, vuelta hacia donde las lejanas llamas ondeaban como si el borde del mundo estuviera en llamas.
—¡Mira! —dijo Summers, señalando.
—¿Qué?
—Sobre el cerro, allí. Sobre los acantilados.
Una criatura salvaje se alzaba allí, observándoles desde debajo de unos cuernos en forma de arco que parecían demasiado pesados para ser transportados.
—Muflones de las Rocosas —dijo Summers—. Carneros. Lo que los franceses llaman grossecorne. Verás un montón de ellos más arriba.
Boone y Summers estaban apostados en el passe avant. Jim estaba remando con la tripulación, aunque no con mucho ahínco porque una agradable brisa los empujaba hacia arriba.
—Hay montones de ellos más allá del Yellowstone —continuó Summers—. Pero bueno, lo que no creo que puedas ver es un búfalo blanco.
—¿Búfalo blanco?
—No son búfalos de verdad, ni antílopes blancos, aunque muchas veces se les llama así y de muchas otras maneras. Nunca abandonan las altas cumbres, no señor, permanecen en las cimas de las montañas, entre las nubes y la nieve. Este tipo que te habla vio uno en una ocasión… aunque sólo vi la piel, no el animal vivo. No muchas personas han visto uno vivo. Hay que escalar mucho para eso, sí señor. Si tuviera problemas en las montañas, intentaría cazar uno de ellos.
El carnero se giró y huyó, avanzando con cortos y delicados pasos.
—Tiene una cornamenta enorme —dijo Boone.
—Algunos dicen que la aligera saltando desde los cerros, pero lo dudo mucho. No tiene sentido. Probablemente desgaste sus cuernos luchando. La carne de carnero es buena caza.
Summers encendió su pipa. La barcaza pasó junto a un matorral en el que un pájaro gato gris estaba montando un escándalo. Boone cayó entonces en la cuenta de que ya no oían al chotacabras al anochecer. Un cisne blanco como la leche se deslizaba por delante del barco, esforzándose por aumentar la distancia y nadando con el pecho inclinado hacia delante y el cuello levantado como si estuviera orgulloso de sí mismo. Aleteó hacia el margen del río cuando el Mandan se le vino encima, y con una torpe y repentina prisa se echó hacia la orilla. Después de que pasara la barcaza, volvió a meterse en el agua y recobró su orgullo. El río ahora llevaba poco caudal y la corriente era lenta y poco profunda; discurría entre barrancos de piedra gris con vetas en diagonal y, de vez en cuando, entre cerros cuyas cumbres parecían allanadas con sierra. Romaine sondaba constantemente el fondo con su vara. A los pies de las laderas brillaban como plata bayas de búfalo, y el enebro escalaba por las piedras. Lenguas de tierra sobresalían en las revueltas del río, cubiertas con bosquecillos de álamos de Virginia que crecían entre una maraña de maleza.
—Un poco más temprano en esta misma estación —dijo Summers entre bocanadas a la pipa—, las rosas silvestres son una preciosidad. Inundan de rosa casi todo el margen del río por este territorio.
El sol empezaba a ponerse cuando el Mandan llegó al río Yellowstone, que desembocaba ancho y calmado, como un hombre que reduce el paso tras ganar una carrera. Parecía tan grande como el Missouri. Alrededor de la desembocadura crecían álamos de Virginia, cuyas hojas se agitaban produciendo un rumor en el viento que soplaba sobre los bosquecillos de sauces surcados de rutas abiertas por manadas de búfalos. Allí el Missouri parecía desnudo, porque en ese punto el río atravesaba una pradera que ondeaba a millas y millas de distancia, y los cerros se sucedían hasta donde alcanzaba la vista.
Jourdonnais puso rumbo hacia el trozo de tierra que dividía ambos ríos. Entonaba una canción para sus adentros, y cuando sus ojos se cruzaron con los de Boone sonrió, elevando las puntas de su bigote.
—Hemos remontado el Roche Jaune.
Saltaron a tierra y subieron por una suave llanura de unas dos millas o más.
—El general Ashley tenía su fuerte emplazado aquí, en esta lengua entre los ríos —dijo Summers—. No creo que quede ni un solo ladrillo en pie.
Jourdonnais ofreció bebida a todo el mundo.
Comieron lengua de búfalo y tuétano mientras una bandada de grajos armaba una algarabía en el bosque, y un poco después continuaron camino, sin demasiada premura; por una vez parecía que Jourdonnais no tenía ninguna urgencia por avanzar. Boone deseó que el patrón les hiciera ir más rápido. Un poco más adelante estaba tío Zeb, él era la razón de que Boone estuviera en aquel lugar, aunque lo ignorase… tío Zeb, al que no le gustaba Pa y que hablaba sobre territorio indio como si estuviera hechizado. Podía imaginárselo: un par de ojos que miraban por debajo de unas cejas espesas y la boca moviéndose bajo una larga nariz y un rostro que de vez en cuando le sonreía a él y a Dan cuando le suplicaban que les contara más cosas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio a tío Zeb. Pero un hombre mayor no cambiaba mucho. Esperaba que tío Zeb se alegrase de verlo.
En comparación a Fort Union los otros puestos militares que Boone había visto junto al río parecían simples chozas de cazadores. Unas grandes estacas cuadradas, pulidas por la parte superior, brillantes y nuevas, rodeaban todo el perímetro, delimitando un trozo de tierra en el que cabría un campo de maíz. En las esquinas suroeste y noroeste se alzaban las torretas de defensa, amplias como graneros, altas y coronadas con un tejado a cuatro aguas. En la parte baja de esos edificios Boone advirtió unas troneras para cañones. Un asta se alzaba en la parte interior de la cerca y su punta se cimbreaba con una bandera que ondeaba y chasqueaba al viento.
El fuerte estaba en la parte norte del río, a unos cincuenta pies de la orilla, en una pradera que parecía extenderse más o menos una milla antes de llegar a una cadena de cerros. Había alrededor de una docena de chozas indias apoyadas en la parte trasera del fuerte y, más allá, pastaba un pequeño grupo de caballos. De pie en la popa Boone escuchó un ruido a sus espaldas y al girarse vio a Ojos de Cerceta, con la cabeza apenas asomada por encima del contenedor de carga, la boca entreabierta y los ojos atentos. Jourdonnais había colocado algunas cajas a su alrededor para ocultarla mientras el Mandan permanecía atracado en el fuerte. Había otra barcaza amarrada en el embarcadero… más grande y elegante que el Mandan, con un camarote y remos de punta largos que los remeros manipulaban desplazándose de pie. Mientras Boone observaba todo aquello, la enorme puerta frente al puesto militar comenzó a abrirse y, barrido hacia arriba por el viento, brotó humo de las troneras y sonó el estallido de los cañones.
El pequeño cañón giratorio respondió y la tripulación largó los remos, se puso en pie, todos los navegantes cogieron el rifle que Jourdonnais les había prestado y soltaron una salva descompasada. Desde el fuerte sonaban disparos de rifle y grupos de gente salían por la puerta para recibirles.
—De acuerdo —gritó Jourdonnais—. Regresad a los remos. Mon Dieu, ¿es que pensáis que el Mandan va a atracar solo? —hizo una señal con un dedo a Boone—. Vigila a la pequeña. Asegúrate de que se queda entre las cajas, con la manta cubriéndola. Nadie debe verla. Summers le ha intentado explicar que estos indios rock tal vez quieran matarla. Tampoco McKenzie debe saber que está aquí. ¿Comprendes?
Boone dio un paso hacia atrás y empujó suavemente con la mano la pequeña cabeza que asomaba por encima del contenedor de carga. Ella obedeció displicente mientras mantenía la mirada en él, y a continuación él colocó la manta de manera que entrara algo de aire. Después, al ver a Puma tumbado al sol, lo metió con ella y le escuchó ronronear mientras la mano de la india lo acariciaba.
Indios y blancos se apiñaban en la orilla… estaban los que llamaban indios assiniboine, o rock, la mayoría con el pecho desnudo, a excepción de sus pieles de búfalo, y los trabajadores blancos con jeans y camisas de algodón y mocasines, y aquí y allá algún hombre con traje de ciudad como los que se veían en San Luis. Boone recorrió a todos con la mirada buscando a tío Zeb. No había más de dos o tres indios con pantalones; el resto iba con las piernas desnudas, y la mayoría además iban descalzos. Pieles rojas y blancos reían y hablaban, dispuestos a echar una mano cuando atracó el Mandan. Algunos indios incluso se metieron dentro del agua.
Boone se preguntó si sería buena idea gritar si veía a tío Zeb, o si debía esperar callado y presentarse ante él cuando llegara la ocasión. El tío Zeb probablemente estuviera por los alrededores; Rostro Largo había dicho que trabajaba para el fuerte. Los indios se parecían a los sioux, aunque muchos de ellos llevaban el pelo hasta los hombros. Uno de los indios se lo había dejado crecer por encima de la frente y las orejas, como una crin. Sus ojos miraban por debajo de la mata de pelo, como un conejo detrás de un matorral. Llevaba una pequeña gorra de piel blanca. Todos tenían los rostros enrojecidos con bermellón y parecían grasientos bajo el brillante sol, a excepción de uno, que llevaba el rostro pintado de negro como un africano. Tío Zeb sabría qué significaba el color negro. Con los cabellos desaliñados, los pies descalzos y la pinta que llevaban, parecían una caterva de indigentes. Boone vio dos collares con colmillos de oso pero ningún abalorio o concha como los que llevaban los indios de las tierras bajas del río para adornarse las cabezas. Algunos de ellos portaban armas y todos llevaban un arco. Las armas iban decoradas con brillantes clavos amarillos en las culatas y pequeños retales de tela roja atados en los enganches de la baqueta. La mayoría de los hombres lucían abanicos de plumas de ave y algunos de ellos llevaban palitos pintados enganchados al cabello. Mientras los ojos de Boone buscaban entre sus rostros, un indio se quitó uno de los palitos y se puso a limpiar la cazoleta de su pipa con él. Los franceses en el Mandan echaban miradas a las squaws, que permanecían un poco más apartadas, sonrientes. Iban ataviados con ropa confeccionada y Boone supuso que pertenecían a los hombres blancos del fuerte. Tío Zeb no estaba entre la multitud; Boone ya había comprobado todas las caras.
Los indios que se habían metido en el agua intentaban subir a bordo.
—Non! Non! —gritaba Jourdonnais—. ¡Empujadles fuera! ¡Empujadles!
Cuando el Mandan atracó, un hombre salió hasta la puerta y pasó entre la multitud andando como un Dios. Llevaba un traje oscuro recién planchado que debía de haberle costado un montón de dinero, y una camisa con volantes por la pechera de un blanco que relucía bajo la luz del sol.
—Bueno —dijo—, el Mandan lo ha logrado.
Boone vio, entre ráfagas de indios que se empujaban a los lados, que tenía una frente ancha, anchas mejillas y un mentón prominente, y el cabello que asomaba por debajo de su sombrero de ciudad parecía suave y negro como ala de grajo.
—Nos gustaría hablar contigo, McKenzie —dijo Summers, gruñendo—, si podemos mantener apartados a los rock.
—¡Pierre! ¡Baptiste! —el hombre de rostro ancho se giró y gritó como si estuviera acostumbrado a que la gente saltara en cuanto abría la boca. McKenzie señaló con la cabeza el Mandan—. Mantened a todo el mundo fuera de aquí.
Los dos hombres de rostro oscuro que habían dado un paso adelante corrieron río arriba hasta un tronco seco de sauce y regresaron con dos varas largas en las manos.
—Vuestros dos hombres, los que nos dieron la bienvenida en el Little Missouri, ya regresarán. Tal vez ya están aquí. ¿Y bien?
Los hombres con las varas merodeaban con ellas, alejando a los indios de la orilla.
Los fríos ojos de McKenzie se posaron en Jourdonnais sin pestañear ni una sola vez.
—No sé a qué te refieres. Entrad en la casa.
—No pensábamos que nos estarías esperando —apostilló Summers.
Boone permaneció alerta en la popa, observándolos, vigilando la manta que cubría a Ojos de Cerceta y deslizando la mirada entre la gente de la orilla por si se le había pasado el rostro de su tío, después de todo.
Jourdonnais se giró.
—Que nadie abandone el barco. Sólo estaremos un minuto, y luego continuamos. ¿Escuchas? ¿Romaine?
—Vamos —dijo McKenzie, y él, Summers y Jourdonnais se dirigieron a la puerta y desaparecieron dentro.
Los ojos de Jourdonnais estaban atareados recorriendo el terreno hasta la parte trasera del fuerte, donde estaba situada la casa del bourgeois. El mástil se alzaba al cielo en el centro del patio cuadrangular y cerca de él estaba el cañón que apuntaba hacia la puerta. Había una media docena de tipis esparcidos cerca y Jourdonnais supuso que pertenecían a los mestizos empleados en el fuerte. Junto a la cerca de estacas había casas para trabajadores e intérpretes y engagés, y almacenes y talleres y otros edificios cuyo uso sólo pudo adivinar. Algunos de ellos todavía no estaban acabados. Los carpinteros se movían entre ellos, martilleando y serrando. Por encima del golpeteo de los martillos y el repiqueteo de las mazas de herrero, escuchó el cacareo de las gallinas y el mugido de una vaca.
Todo era nuevo, desde la alta cerca y la pasarela de vigilancia de madera de álamo montada a lo largo de la parte alta de la cerca, hasta la casa de madera de álamo del bourgeois que los observaba desde sus cuatro ventanas de cristal auténtico. Y todo era grande y estaba construido con sumo cuidado, lo cual indicaba dinero, organización y una planificación acertada.
Durante unos segundos, al entrar por la puerta de la enorme casa, a Jourdonnais se le cayó el alma a los pies. ¿Cómo iba a poder él, un Vide Poche, competir contra tantas cosas, contra caballeros como Monsieur McKenzie, que llevaba camisa con volantes y se daba unos aires que hacía que los hombres le abrieran paso? Toda su empresa le pareció de repente una locura totalmente inútil, como la imagen de él mismo en San Luis fumando buenos puros y llevando ropa cara, y diciendo «Bonjour, Monsieur Chouteau», y escuchando «Bonjour; Monsieur Jourdonnais. Comment allezvous?». Jourdonnais sacudió la cabeza mientras cruzaba el umbral, obligándose a pensar de nuevo en el buen negocio que iba a hacer con los pies negros y el Mandan cargado de licor.
Hubo un movimiento en la habitación cuando entraron y luego la puerta se cerró lentamente a sus espaldas, ocultando el rostro de una joven india. McKenzie les señaló unos sillones tapizados para descansar el trasero y la espalda. Summers se sentó echado hacia delante, como si estuviera poniendo un huevo. Había estado al aire libre demasiado tiempo, sentado con las piernas cruzadas, para sentirse cómodo en un sillón. McKenzie sacó una botella y vasos de un armario. Era un excelente brandy francés, de una graduación tan alta que parecía evaporarse en la boca.
—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —preguntó McKenzie. Su pronunciación era entrecortada, como la que Jourdonnais había escuchado en otros escoceses.
Jourdonnais miró a Summers, esperando que él se ocupara de las explicaciones.
—Bueno —respondió Summers con impenetrables ojos grises ante la mirada de McKenzie—. Los atrapamos, al hombre libre (o, al menos, libre en otro tiempo) que los indios llaman Rostro Largo, y un tipo con el hocico como el de una comadreja. No lo había visto antes.
McKenzie les ofreció puros españoles mientras estudiaba a Summers con la mirada, y su rudo semblante permaneció tan impasible como una roca. Volvió a llenar los vasos.
—Tal vez aparezcan, si los mosquitos no los desangran hasta matarlos, o los indios no les arrancan las cabelleras. Los soltamos tal como llegaron a este mundo.
—Los conozco —dijo McKenzie—. Malditos alborotadores. Un grupo de ellos vino a comerciar, y una vez que acabaron se quedaron merodeando por estas tierras. Son unos alborotadores, y además un peligro.
—Sí, Monsieur —dijo Jourdonnais.
—El que estén contratados por ti tal vez tenga algo que ver con que se hayan quedado merodeando —comentó Summers.
—No han sido contratados.
—¡Y un cuerno!
McKenzie examinó a Summers durante un largo rato. Sin embargo, cuando habló sólo fue para ofrecerles otro trago.
Jourdonnais sentía que el brandy le daba fuerzas. Al sentirlo, y al ver a Summers sentado allí, duro e impasible, se enderezó, mientras brotaba en él de nuevo la testaruda ambición que le había llevado tan lejos.
—Tenían intención de soltar las amarras del barco, o prenderle fuego —dijo, forzándose a mirar de frente a McKenzie.
—¿Cómo lo sabes?
—Tan claro como el agua —respondió Summers.
McKenzie bebió un poco, apoyó el vaso y se echó hacia delante acercándose a Jourdonnais.
—Mira. Sabemos lo que planeáis hacer. Naturalmente, no puede existir competencia en el Missouri sin que la Compañía Peletera Americana lo sepa. Conocemos el territorio de los pies negros mejor que vosotros. Es nuestro territorio. Tenemos planes aquí. Pero todavía no ha llegado el momento de cosechar, ni siquiera para nosotros. Y si no es el momento para una empresa como la nuestra, ¿cómo piensas que está para vosotros?
—Lo cosecharemos verde, entonces.
—Os borrarán del territorio, a todos vosotros… os matarán, os arrancarán las cabelleras y dejarán que vuestros cuerpos se pudran. No conocéis a los pies negros.
—Sabemos algunas cosas —dijo Jourdonnais pensando en Ojos de Cerceta, la hija del jefe, oculta entre las cajas y debajo de una piel de búfalo—. Vamos a continuar.
—Si continuáis terminaréis bajo tierra.
Jourdonnais extendió las manos.
McKenzie bajó el tono de voz.
—Sois personas razonables. Sabéis que lo tenéis todo en contra. Si realmente sois hombres razonables seguro que estaréis interesados en nuestra propuesta.
—¿Cuál? —preguntó Summers.
—Os compramos vuestra mercancía, todo lo que transportáis, y os pagamos el doble de lo que pagasteis por ella.
—¿En serio?
—Y eso no es todo. Te pagaremos para que transportes un cargamento río abajo, un cargamento completo —fardos y lenguas de búfalo—, y os pagaremos lo que pidáis… por supuesto, dentro de lo razonable.
Summers echó una mirada a Jourdonnais, como si estuviera esperando a que hablara.
—Creo que vamos a continuar —dijo Jourdonnais lentamente.
—Maldita sea, hombre, no vais a poder sacar más.
—Creo que vamos a continuar.
—¿Qué más queréis?
—No está a la venta, McKenzie —dijo Summers—. Te agradecería que lo comprendieras.
—¿Por el doble del coste y un cargamento de regreso? ¿Qué más queréis?
—Cuatro o cinco veces más, tal vez, como la Compañía Peletera Americana.
—Nosotros no sacamos más del doble del coste. Cuatro o cinco veces más supone perder negocio —volvió a servir brandy en los vasos.
—Aun así, vamos a continuar.
McKenzie bebió y se echó hacia atrás mientras saboreaba el brandy con los labios. Sus ojos pasearon de Jourdonnais a Summers y de nuevo a Jourdonnais, pero era como si, en lugar de a ellos, el escocés estuviera contemplando sus pensamientos. Por algún motivo, a Jourdonnais le recordó a un cazador recargando su rifle.
—No lucharéis sólo contra los pies negros —dijo, midiendo sus palabras—. Los británicos en Edmonton House se asegurarán de que cuenten con un buen suministro de rifles, pólvora y munición para igualar fuerzas. Alentarán a los indios para que ataquen, y tal vez incluso les ofrezcan una recompensa por vuestras cabelleras.
—Vamos a continuar —dijo Jourdonnais.
La calma de McKenzie se hizo añicos de repente.
—¡Malditos locos!
La sangre subió por el cuello de McKenzie y sonrojó su ancho rostro. Summers se levantó… casi con desgana, le pareció a Jourdonnais.
—Eres un pequeño Jesucristo aquí, o eso parece, ¡pero no para nosotros, demonios! De hecho me está rondando la cabeza la idea de comprobar si realmente sangras.
McKenzie lo miró, abiertamente y con expresión calculadora, mientras la ira se borraba de su rostro, dejándolo de nuevo tan impasible como una roca.
—Lo siento —dijo como si realmente no lo sintiera—. Siéntate. No fue mi intención insultaros.
Summers volvió a sentarse en el sillón, y McKenzie sirvió brandy.
—De acuerdo —continuó McKenzie tras una pausa—. No queréis vender a ningún precio. No queréis aveniros a razones. Sólo me queda entonces una cosa por decir. Podemos enviar otra barcaza, también, y que se aposten justo a vuestro lado y ofrezcan más mercancías a precios más baratos para reventaros la venta —los volvía a examinar con detenimiento—. En ocasiones lo hacemos, vendemos a pérdidas sólo para minar a la competencia.
—Podríais —confirmó Jourdonnais, pensando en la pequeña Ojos de Cerceta, preguntándose si el fuerte, por muy grande que fuera, tenía las suficientes reservas de whisky como las que transportaba el Mandan.
—Podríais hacerlo si contáis con los suficientes hombres para ello —dijo Summers—. Que venga uno o que vengan todos, vamos a continuar.
—Muy bien —dijo McKenzie. Su voz era cortante, y a continuación, como si se le ocurriese en el último momento, algo que demandaba la cortesía común, añadió—: ¿Pasaréis la noche en el puesto?
—Non. Remontaremos un poco más y mantendremos a la tripulación reunida. Les gusta demasiado el whisky, y las squaws.
—Como os plazca, entonces.
—¿Se encuentra Zeb Calloway por aquí? —preguntó Summers.
—El borracho bribón. Ha salido a cazar. Tal vez esté de vuelta a la puesta de sol.
—Bueno, pues todo ha quedado aclarado —dijo Summers en pie bajo el umbral de la puerta—. Dejamos que se marcharan aquellos dos desgraciados. Pero a los siguientes los usaremos como carnaza para los lobos.
Una educada sonrisa se dibujó en los labios de McKenzie.
—Los siguientes serán los pies negros, a menos que entréis en razón. Y ya tendréis suficiente ración de carnaza.
Les ofreció la mano. Mientras atravesaban el patio y salían por la cerca, Summers dijo:
—Supongo que hemos sido unos idiotas por no aceptar su oferta.
—Tal vez.
—Sin embargo, este que te habla, prefiere que los pies negros le arranquen la cabellera a ser estafado por un nabab.