Boone estaba echado boca arriba y miraba al cielo nocturno plagado de estrellas. Se veían nítidas y brillantes como llamas recién encendidas, como fuegos de campamentos que un viajero podía atisbar desde una orilla lejana. La luz de las estrellas era casi tan buena como la luz de la luna allí en la parte alta del río, donde los días azules se transformaban en noches increíblemente profundas. De día, Boone podía subir a una colina y ver hasta el infinito, hasta que el cielo arriba, azul como la pintura, y la tierra parda ondulante debajo, y él mismo entre ambos, le hacían sentir una potente sensación de libertad en el pecho, como si ambos planos fueran el techo y el suelo de un hogar que era el suyo propio.
Boone llevaba la camisa abrochada hasta arriba y un pañuelo que le cubría media cara para evitar que le picaran los mosquitos. Producían un zumbido constante alrededor de su cabeza, a pesar de que él y Jim habían encendido unas brasas humeantes y se habían acostado cerca de ellas. Podía escuchar a Jim dándose palmadas en la cara y rascándose después.
—Son peores que las niguas —dijo Jim—, estos malditos mosquitos. Escúchalos. Están entonando su grito de guerra —Boone se dispuso a escuchar, la noche parecía invadida por el tenue zumbido de sus alas, pero entonces Jim preguntó—: ¿Para qué sirve un mosquito, de todas formas?
—Se calmarán un poco si refresca.
—No sirven para nada, sólo para recordarle a uno que no se crea tan importante.
—No sé —dijo Boone, sabiendo que Jim estaba dándole vueltas a la pregunta en su mente como siempre hacía con todo. Cuando se trataba de una idea, Jim era como Boone con una roca o una boñiga seca de búfalo, le daba la vuelta para ver lo que había debajo. Boone pensaba que lo mejor era tomarse las cosas tal como venían y no preocuparse con preguntas para las que no había respuestas. Al menos, bajo una roca o una boñiga de búfalo uno podía encontrar bichos, y en ocasiones alguna que otra serpiente.
—Tal vez estos diminutos y pesados cabrones se estén preguntando para qué diantres Dios les puso manos a los hombres —dijo Jim tras una pausa—. Tal vez crean que todo sería maravilloso si no fuera porque su comida puede aplastarlos de un manotazo. Tal vez —continuó tras otra pausa—, tal vez tengan los mismos motivos para estar aquí que nosotros. ¿No crees?
—Yo no diría tanto.
—Están aquí, ¿no es así? —la mano de Jim impacto contra su mejilla—. Y nosotros estamos aquí, listos para que ellos puedan alimentarse. Me apuesto lo que sea a que piensan que nosotros hemos sido creados especialmente para ellos. Seguro que están diciendo «gracias, Dios, por todas las cosas, pero ¿por qué tuviste que poner manos en el hombre, o cola en la vaca?».
Allí tumbado, Boone miraba hacia el río por encima de la sombra de sus mejillas y observaba el mástil del Mandan, que se erguía nítido y negro.
—O tal vez estén diciendo, como diría mi viejo, que saben que es su castigo por ser tan pecaminosos y descuidados. Y le ruegan a Dios que les perdone sus malas acciones, y que la voluntad de Dios se cumpla, amén.
El barco debía formar parte de uno mismo, como sus calzones o sus zapatos. Aunque Boone ya no tenía zapatos, sino mocasines que compró a unas squaws. Todos vestían ahora como indios, o medio indios, con el pelo largo y mocasines y camisas de cazador, y algunos de ellos hasta pantalones de piel. Incluso el cabello de Boone y de Jim, afeitado cuando navegaban por el Platte, estaba comenzando a caerles por encima de las orejas. Boone casi podía hacerse una coleta con los mechones de pelo que le habían dejado. Se había hecho con una buena indumentaria cambiándola por abalorios de cristal que Jourdonnais les había dado a descontar de su paga, y también una cola de pavo que le había proporcionado Summers. Era enorme la importancia que los indios del alto Missouri otorgaban a las colas de pavo para hacerse tocados con ellas. Summers dijo que era porque no se veían pavos, al menos no con mucha frecuencia, más arriba de la isla de Little Cedar. Las crow habían confeccionado su indumentaria, según le dijeron los indios mandan, y llevaba plumas y algunos abalorios. Le sentaba estupendamente bien.
Ciertas noches, mientras estaba echado de esa guisa escuchando a Jim, pensaba en casa y en Bedwell, y en el sheriff y el caballo que había robado y vendido en San Luis. Sin embargo, pensaba sobre todo en casa. No es que quisiera regresar. ¡Por Dios, ni hablar! Pero se preguntaba sobre su madre y su hermano. Y se decía a sí mismo que si tuviera que hacer todo otra vez, su padre no le asustaría. Ahora sí sería capaz de enfrentarse a Pa, aunque sólo tuviera diecisiete años. Había vivido muchísimas cosas en muy poco tiempo. Levantó la mano izquierda y se tocó el músculo del brazo. Podía agarrar a Pa y saltarle todos los dientes en menos de lo que tardase en respirar hondo. Cuando pensaba en su huida de casa y en aquellas lágrimas que asomaron en sus ojos y el doloroso nudo en la garganta, se preguntaba si seguía siendo la misma persona. Ahora se necesitaría algo muchísimo peor para hacerle llorar. Se necesitaría bastante más para preocuparle, incluso, de la forma en la que se preocupó cuando descubrió que había cogido gonorrea. Summers tenía razón; algo así terminaba por desdibujarse con el paso del tiempo, y uno no debía prestarle demasiada atención.
Le parecía haber estado en el barco durante un año. Durante toda su vida. Uno perdía la noción del tiempo. Un día se fundía con el siguiente, pasando así todo el verano y más aún, y nadie se percataba o se preocupaba por ello, excepto Jourdonnais y, tal vez un poco, Summers; e incluso Jourdonnais sonreía, porque parecía que el viento que los había perjudicado durante tanto tiempo, de repente hubiera entrado en razón. Tras pasar por territorio ponca, cambió de dirección. Un día tras otro estuvo soplando desde popa, empujándolos hacia delante, girando cuando ellos giraban, como si estuviera domesticado, y sólo se encrespaba de vez en cuando, y pronto amainaba y volvía a soplar a su favor. Jourdonnais sacudía la cabeza y repetía una y otra vez: «Jamás vi algo semejante», mientras su bigote apuntaba hacia arriba sobre una sonrisa. Habían dejado atrás mucho territorio. Por las noches, cuando se disponía a dormir, Boone recordaba todo aquello como si lo viera de nuevo por primera vez: las colinas irregulares, algunas tan planas como el tablero de una mesa, y otras frágiles y erosionadas por el paso del tiempo, con aspecto de viejos fuertes o lugares pintorescos en los que vivieron reyes en épocas remotas; las moras y cerezas y las grosellas silvestres sobre el río Blanco, donde palomas de Carolina arrullaban y los mirlos gorjeaban; los islotes que dejaban atrás a ambos lados, con cedros o álamos y pequeños prados interiores secretos; las negras vetas que surcaban las riberas del río, que Summers afirmaba que eran de carbón y que en ocasiones ardía, formándose así la piedra pómez que el río transportaba y que las squaws usaban para suavizar las pieles; indios muertos colgados de patíbulos y algunos de ellos con el cuerpo en descomposición, cayéndose a pedazos sobre el suelo y apestando el aire, y los buitres posados en los árboles de alrededor; Summers tumbado en el suelo sobre la ribera de Big Bend, con un pañuelo ondeando de un palito y un berrendo danzando y caracoleando y acercándose, arrastrado por la curiosidad, hasta que la bala de Summers lo derribó; bancos de arena y más bancos de arena y praderas y más praderas, y siempre los extraños cerros y el inmenso cielo.
Jourdonnais se ocupaba del timón, y viró hacia la derecha al pasar junto a Fort Tecumseh, que pertenecía a la Compañía y se cernía sobre una orilla que el río estaba erosionando. Permitió que los hombres respondieran a los disparos de bienvenida en la orilla con una salva de media docena de mosquetes, pero continuó camino con la misma salva, la vela hinchada y la bandera ondeando en el mástil, mientras miraba fijamente hacia delante como si estuviera preocupado por algo.
Las colinas eran suaves y boscosas en la desembocadura del Cheyenne, y más adelante los álamos, y unos cuantos olmos y pequeños fresnos y bayas de búfalo y zarzamoras les iban flanqueando el camino. Vieron alces —treinta en una sola manada— y lobos blancos corriendo por las riberas, y en una ocasión Boone, Summers y Jim llegaron a un pequeño lugar vallado con postes, con un poste en el centro pintado con pintura roja desvaída y una cabeza de búfalo colocada sobre un pequeño montículo en la tierra. Summers dijo que era medicina, para que hubiera abundancia de búfalos. Vieron árboles con marcas en lo alto de la corteza causadas por el hielo que se derritió en primavera, y heces y pisadas de castor por todos lados. Summers miró hambriento el rastro, y explicó que los cazadores respetaban ese territorio porque los arikaree lo reclamaban como suyo.
Los dos asentamientos arikaree, con sus viviendas de techo redondo, estaban situados en la orilla oeste separados por un riachuelo, y cada uno de ellos rodeado por una valla de estacas que habían comenzado a pudrirse y caerse a pedazos. Las casas estaban hechas de una arcilla blanca rojiza y todas tenían un agujero negro en el centro que hacía las veces de puerta. Y al otro lado de los poblados estaba el río Cannonball y el Heart, y los búfalos, que pisoteaban pesadamente las altas planicies y trazaban senderos profundos que bajaban hasta el río. Summers mató una vaca con un cuchillo; saltó al río y nadó hasta ella y le rebanó el pescuezo con la hoja en cuanto el animal se arrimó a la orilla. ¿Cuánta carne fresca podía comer un hombre? Llegaba hasta el estómago y se propagaba rápidamente por la sangre y los músculos, dejando el estómago listo para comer más.
Summers cazó un ciervo, no era de cola blanca, sino lo que llaman un ciervo mulo, más grande que el otro y más oscuro, con orejas casi tan largas como las de un burro. Era joven y jugoso, y la cabeza que había estado enterrada bajo las brasas hacía que a Boone se le hiciera la boca agua cada vez que la recordaba.
El río continuaba fluyendo hacia los indios mandan, hacia los minitari, hacia el río Knife, hacia el Little Missouri; el río interminable y pardo, reposando y desgarrándose y revolviéndose y horadando el terreno, el río que fluía lleno de limo y material de arrastre y búfalos putrefactos, que subía desde el profundo bosque y las colinas cerradas y la maleza de las tierras bajas, hasta un territorio que cada vez era más libre y más extenso, hasta el punto de que, en ocasiones, mirando desde algún promontorio, Boone sentía que estaba en todas partes del río, como el aire o la luz.
—¡Maldita sea, Jim! —exclamó Boone.
—¿Qué?
—Es una maravilla, ¿verdad?
—¿El qué?
—Este lugar. Todo.
—Estos pesados mosquitos…
Las palabras de Jim se mezclaron con los recuerdos de Boone. Recordó aquella noche que ya se cerraba sobre el campamento de los arikaree. Todavía no había oscurecido del todo, no tanto como para que no se pudiera ver, pero a los barqueros y a las squaws les daba igual. En campo abierto, tras las chozas de arcilla, formaban montículos en movimiento, los hombres se retorcían sobre las squaws, levantando las caderas y empujando y retorciéndose, y en ocasiones gruñendo como sementales cuando salía a presión el líquido de su interior. De vez en cuando se escuchaba la risa de alguna squaw o de uno de los franceses, antes de ponerse manos a la obra. La oscuridad era espesa y suave, como humo sin olor. Boone oía a las viejas squaws peleándose en sus casas y el ladrido de los perros lobo que mostraban los dientes a los hombres blancos, pero esos sonidos parecían distantes, como ecos atravesando el silencio. Allí sólo se oía la voz en forma de risa o la garganta en forma de gemido y los crujidos de la hierba. Poco a poco otros barqueros llegarían con sus squaws. Aún era pronto.
La squaw de Boone se levantó el vestido, se sentó y a continuación se echó hacia atrás. No hubo preliminares, ningún beso o abrazo o caricia sobre la piel. Aunque no es que uno necesitase nada de eso, no con todo lo que pasaba a su alrededor, y con el corazón henchido y palpitante en la garganta. La squaw le esperaba tumbada, pensando probablemente en el paño escarlata que su hombre había conseguido negociar por ella y que sólo aceptó tras consultar si a ella le parecía suficiente. La joven no era mala: directa y joven y de piel tan clara que uno podría tomarla por una mujer blanca en la penumbra. El olor de su cuerpo invadió sus fosas nasales cuando se tumbó sobre ella, el olor de humo de choza y calor y grasa de búfalo y mujer, y el aroma de hierba aplastada.
Al acabar, se levantó sin tan siquiera un agradecimiento o un hasta luego, andando con el despreocupado y tranquilo cansancio de un hombre que acaba de aliviarse. Había un montón de perros en el poblado y más hombres ciegos de los que uno podría imaginar. Se encontró con Summers. Los ojos del cazador lo examinaron.
—Este que te habla no mentía, ¿eh?, sobre las mujeres arikaree. No hay tantas como antes, pero siguen siendo buenas. Los arikaree se marchan.
—¿Por qué?
—Principalmente por los sioux. Los sioux no dejan de presionarles. Probablemente se unan a los pawnees. Son del mismo linaje.
—Son muy amistosos para ser una gente de la que no te fías.
—Gracias a las cabelleras sioux, y gracias a este desgraciado que te habla. Me recordaban bien. Algunos me llaman hermano desde hace tiempo —Summers dio tabaco a dos que se acercaron pidiendo—. Sin embargo, son traicioneros, recuerda, y luchadores sin escrúpulos. Pienso que son casi tan peligrosos como los pies negros. Ten cuidado o nos arrancarán las cabelleras.
—Estoy teniendo cuidado.
—Voy a hablar con Dos Alces. ¿Quieres venir? Será mejor que lleves un poco de tabaco.
—También tengo un espejo.
Ya había pieles de búfalo extendidas alrededor de una pequeña hoguera en la choza en la que entraron. Un indio alargó la mano sin decir palabra. La estrecharon y se sentaron mientras el jefe encendía una pipa. Una squaw comenzó a trastear con una tetera, anadeando hacia la hoguera como un pato viejo. Dos Alces encendió su pipa y expulsó el humo hacia el aire y la tierra y en las cuatro direcciones. Sujetando la cazoleta de la pipa, pasó la larga boquilla a Summers y luego a Boone. A la luz de la hoguera que la squaw había avivado, Boone pudo ver la línea blanca e hinchada de la cicatriz que recorría cada uno de sus brazos y se juntaban en su barriga desnuda. Las líneas de bermellón de sus mejillas eran como manchas de sangre reseca. Su cabello era espeso e increíblemente largo. Le caía por los lados de la cabeza en trenzas que se apoyaban sobre sus muslos formando círculos como serpientes.
En la cazuela que la squaw había colocado había una mezcla de maíz seco con alubias cocinadas y tuétano de búfalo. Le supo bueno a Boone, y le recordó a Ma y al jardín en Kentucky.
Dos Alces dijo «How» y esperó un minuto, y luego continuó cautamente, como alguien que estuviera soltando un discurso, hablando guturalmente. Sus ojos eran pequeños y hundidos. La pequeña hoguera se reflejaba en ellos, tras los márgenes entrecerrados de los párpados. La squaw se acercó a Summers y examinó su indumentaria de ante, prenda a prenda. Sacó un punzón y un trozo de tendón deshilachado de una bolsa y comenzó a remendar un descosido en su mocasín. Dos Alces continuó hablando.
—El corazón de Dos Alces está lleno —tradujo Summers mientras el indio hacía una pausa—. Sus hermanos, los Cuchillos Largos, han traído las cabelleras de los sioux, que abundan tanto como hojas de hierba y cuyas lenguas son retorcidas y sus corazones malos. Mientras el hermano pálido luche contra los sioux, los arikaree estarán de su lado.
La hoguera produjo una bola de luz en la oscuridad, una burbuja roja que rodeaba a Dos Alces y a su squaw, y a Summers y a Boone. Fuera sólo había oscuridad, y sonidos que llegaban amortiguados… el aullido de un perro, un fragmento de conversación, la risa de una squaw o la risa más profunda de un barquero en la hierba.
El jefe habló otra vez, y Summers tradujo sus palabras.
—Dos Alces es un hombre pobre. Ha dado sus bienes a otros, porque no es digno de un hombre valiente atesorar riquezas. Es muy pobre y necesita lo que el hermano blanco pueda darle. Lo que él tenga, los hermanos también pueden cogerlo.
Summers alargó la mano, cogió el cuerno de pólvora colgado a un lado del indio y lo sostuvo junto al fuego para ver cuánto le quedaba. Fue necesario casi todo el contenido del cuerno de Summers para rellenarlo. Boone entregó un rollo de tabaco y el espejo que había llevado en caso de necesitarlo con alguna squaw. Luego, considerando que no era suficiente, sacó algunas balas de su saco de munición.
Summers hablaba con las manos y la boca. El indio le escuchaba enhiesto, con los ojos puestos en todo momento en el rostro del cazador, en ocasiones asentía y algunas veces sólo miraba a través de sus párpados entornados.
—Le he dicho que había oído que los arikaree se habían pintado de negro los rostros contra nosotros —tradujo Summers a Boone—, pero yo sabía que no era cierto, que había vivido con los arikaree y dormido en sus casas y cazado con sus cazadores, y que éramos hermanos. Dije que hemos traído las cabelleras de los sioux y también algunos regalos para mostrar la bondad de nuestros corazones.
Las manos de la squaw tiraban de la ropa de Boone, buscando algún hilo suelto o un descosido. Sus dedos se entretuvieron en la camisa de confección que llevaba, que era de algodón de cuadrados rojos desteñidos por el sol, y después se puso a tirar de ella mientras buscaba con sus ojos los del joven. Un poco después Boone se quitó la camisa y se la dio. Ella emitió un sonido de agradecimiento. Después de eso pasó sus dedos apenas sin rozarle por la cabeza y la mandíbula, como si quisiera saber qué era. Él se quedó sentado totalmente inmóvil, intentando no prestar atención a la squaw, como imaginaba que se esperaba que debía hacer un hombre.
El jefe señaló las pieles sobre las que estaban sentados, para mostrarle que eran obsequios. La squaw abandonó el círculo de luz de la hoguera, cacareando con la vieja camisa que sostenía frente a ella. Boone escuchó de nuevo los sonidos que llegaban de los campos arados en la parte de atrás del poblado. Se elevó una voz, un francés que hablaba por encima de un murmullo de risas.
Dos Alces escuchó y se inclinó hacia delante con los codos separados y apoyados sobre las rodillas de sus piernas cruzadas. Sus ojos le miraban directos e interrogantes, y su viejo rostro a la luz de la hoguera parecía tan honesto como el de un niño. Su voz sonó con tono de pregunta, que Summers pareció no comprender, porque dijo algo breve y Dos Alces volvió a formular la pregunta.
Summers parecía sorprendido, pero asintió con la cabeza y habló. Dos Alces bajó la mirada a la hoguera y los pensamientos dibujaron una nube en su rostro. Permaneció en silencio, como si intentara averiguar alguna cosa.
Un perro ladraba a las afueras del poblado. Hizo que el resto se le uniera hasta que sólo se escuchó el sonido de perros ladrándole a la noche. Cuando se calmaron los ladridos, fueron reemplazados por otros sonidos. Si escuchaba atentamente, Boone podía oír las voces de otras chozas, donde Jourdonnais, y tal vez Jim y Romaine, estaban de visita. Por encima de sus voces todavía escuchaba los sonidos sobre la hierba de detrás de la choza, atravesando la arcilla de las paredes.
—Dos Alces no entiende —dijo Summers—. Quiere saber si es que no hay squaws en la tierra de los Cuchillos Largos.
Mientras viviese, pensó Boone acomodándose en el suelo, recordaría esa pregunta y el rostro de Dos Alces al formularla. «¿Ninguna squaw en la tierra de los Cuchillos Largos?». De alguna manera era tan simple que le entraban a uno ganas de reírse.
Jim roncaba ligeramente, totalmente ajeno a sus pensamientos. Jim siempre parecía dormirse rápido, y despertarse sintiéndose bien y con un brillo en los ojos. La hoguera del campamento era sólo una luz mortecina en la noche. Al otro lado del fuego Boone podía ver otras siluetas, tumbadas y totalmente estiradas en el suelo como si el contacto con la tierra les relajase. La mayoría de ellos hacían ruido entre sueños, aspirando aire y soplando hacia fuera. Sólo Romaine estaba en pie, ocupado del primer turno de vigilancia. A Boone le tocaba el siguiente turno, y luego a Jim. Jourdonnais y Summers siempre se ocupaban de los turnos a primera hora de la mañana, porque pensaban que eran los más peligrosos. Romaine se arrimó a un árbol y se quedó allí de pie durante un minuto y luego se sentó con la espalda apoyada en el tronco. Era una forma muy poco efectiva de hacer una guardia. Tras unos minutos comenzó a resbalarse hacia delante, poco a poco, como un saco mal apoyado. Boone supo que se había quedado dormido.
A excepción de las respiraciones de los hombres y el río en constante conversación consigo mismo junto a las orillas, y los coyotes que aullaban al cielo, apenas se escuchaba un solo ruido en la noche. Uno nunca sabía dónde se encontraba un coyote por sus aullidos. Su voz llegaba desde algún lugar de las colinas, agudo y triste, y se hilvanaba en la noche como una aguja. Más cerca escuchó el batir de las alas de un ave que se posaba para pernoctar.
Boone estaba tumbado sobre un costado con los ojos entrecerrados, mirando hacia el Mandan y el agua que reflejaba la luz de las estrellas, mirando y pensando e intentando coger el sueño. Se vio a sí mismo disparando al oso blanco, y al oso girándose como si quisiera morder la bala y derrumbándose mientras moría, y Summers le miraba sonriente.
En ocasiones los osos se colaban en los campamentos en busca de un trozo de carne o para darle un lametón a algo dulce. Durante unos segundos, con los ojos totalmente abiertos, Boone creyó en un primer momento ver un oso, avanzando lentamente y en silencio con patas combadas hacia el barco. Alargó el brazo para despertar a Jim, pero este había rodado por el suelo y estaba fuera de su alcance. Romaine estaba tan tumbado como cualquiera de los hombres y durmiendo tan plácidamente. Boone buscó su rifle. Se sentó, sujetando el arma en las manos. La figura acuclillada se estiró mientras Boone observaba el contorno de la parte superior del cuerpo bajo el brillo de las estrellas reflejadas en el río, y vio que era un hombre que avanzaba agachado y en silencio hacia la barcaza. Boone tomó su rifle y miró por el cañón, y luego pensó en Ojos de Cerceta y su pequeño cubículo en la popa y bajó el arma. Rodó sobre su camastro y corrió a cuatro patas mientras escuchaba su corazón latiéndole en el pecho. Era un indio… tal vez un arikaree, o un sioux, o un pies negros. Pero tenía que haber otros con él. Se detuvo y escudriñó en la oscuridad, pero no vio a nadie, a excepción del hombre que se arrastraba hacia el barco. Pensó en un primer momento dar la voz de alarma o acercarse a Summers y despertarlo. Por lo que sabía, el hombre bien podría ser simplemente uno de los franceses. Eso era… uno de los franceses acercándose sigilosamente a Ojos de Cerceta, desobedeciendo las órdenes que Jourdonnais les había dado en muchas ocasiones. ¡Maldita sea, cualquiera diría que habían tenido sexo suficiente para un tiempo! Él se encargaría de darle una lección. Se arrastró más rápidamente y menos preocupado ahora por el ruido que pudiera hacer. El hombre avanzaba lentamente como si estuviera arrimándose a un carnero y sólo tuviera una bala con su nombre. Boone dejó su rifle a un lado y saltó.
Al caer con todo su peso sobre el cuerpo del hombre, este dejó escapar una bocanada de aire. Boone colocó el antebrazo debajo del cuello y sobre el otro hombro, y levantó la barbilla del hombre, tirándole del cuello mientras lo sostenía boca abajo presionando con todo su peso. El hombre intentaba golpearle echando la mano derecha hacia atrás. El cuchillo que sostenía penetró caliente en el muslo de Boone. El joven agarró la mano y rodaron juntos, produciendo un crujido de ramas secas. El campamento se despertó de repente cuando Summers dejó escapar un grito. Boone escuchó gritos y pies en movimiento, y el chasquido de la culata de un rifle contra hueso.
—Eso lo calmará.
Boone sostenía la muñeca del intruso con la mano. Las dos manos, la suya y la del hombre, se movieron en un amplio círculo. El hombre dejó de forcejear repentinamente, levantó el trasero del suelo y corcoveó como un caballo, intentando liberarse. Boone seguía sujetándolo por el pelo, como si estuviera sujetando una crin. Otro par de manos soltó la mano crispada de Boone.
—Creo que ya puedes soltarlo para que coja aire —dijo Summers.
Pambrun había reavivado el fuego. La tripulación merodeaba a su alrededor. Summers sujetó al hombre de Boone por el fondillo de los pantalones y el cuello de la camisa. Lo empujó hacia la luz de la hoguera como un hombre empujando a un niño.
—¡Bueno, Jesús, ahora vamos a ver qué clase de alimaña eres! Trae al otro aquí, Jourdonnais.
—Hijo de perra —dijo el hombre, y Summers le golpeó en la nuca con el puño.
Jourdonnais y Romaine aparecieron arrastrando al otro hombre.
—Espero que tuvieras buenos sueños, Romaine —dijo Jourdonnais con tono de reproche.
—Sólo me dormí un minuto —respondió Romaine—. Mon Dieu, me rindo.
Dejaron que el segundo hombre cayera de cabeza en el barro. Summers estaba maniatando al otro con un trozo de cuero. Era un hombre pequeño, vestido con pieles y con el pelo recogido en tres trenzas, pero era un hombre blanco, a pesar de su atuendo. Su rostro era tan afilado como el de un topo. Se revolvió primero a un lado y luego al otro, como si estuviera buscando algo que morder. Tenía ojos pequeños y malignos.
El hombre que se había desplomado sobre su propia cara estaba recuperando la consciencia. Colocó los codos bajo el cuerpo, se empujó hacia arriba y rodó hasta sentarse sobre el trasero. Miró a su alrededor, al hombre atado a su lado, a Jourdonnais y Summers y a la tripulación que se había congregado allí. Lentamente fueron comprendiendo la situación en la que estaban. Se frotó la cabeza donde la culata del rifle había impactado. Miró al cazador, y en su boca se dibujó una tenue sonrisa.
—Dick Summers. Cuánto tiempo sin vernos.
—¿Quieres un beso?
—Teníamos el gaznate totalmente seco. Intentábamos encontrar alguna bebida.
—¡Tonterías! —dijo Summers.
Tenía otro trozo de cuero en la mano.
—¡Volved todos a dormir! —gritó Jourdonnais—. Ya se ha acabado la fiesta. Por la mañana la continuaremos. Ya veremos qué pasa entonces —se volvió—. Ven, Caudill, curaremos ese arañazo con bálsamo y castor.
Fiel a su palabra, Jourdonnais esperó a que amaneciera. Y, entonces, cuando asomó el sol y un grueso chorro de luz se alzó, el patrón se dirigió hacia donde se encontraban los dos visitantes. Summers los había desatado y estaban sentados frotándose las muñecas y los tobillos. Al moverse, Boone se estremeció debido al dolor del corte superficial del muslo; se alejó y se sentó junto a Jourdonnais. Vio a Jim abrir sus ojos azules y rodar sobre su barriga para mirar. Los hombres estaban ya despertándose, levantándose y estirando las piernas y frotándose las barbas con la base de sus pulgares. Se fueron acercando todos donde se les podía oír farfullando. Pambrun estaba encendiendo otra hoguera, lejos de las cenizas muertas de la otra hoguera, más cerca de la orilla. Los mosquitos ya formaban pequeñas nubes alrededor de los hombres.
—Veamos, en nombre del Buen Dios, contadnos.
Blandía una pistola en la mano. Summers estaba sentado a su lado, con el rifle entre las rodillas. Boone se preguntó si había estado sentado así durante toda la noche.
—Ya te lo he dicho, francés —respondió el hombre más alto—. Buscábamos algo de beber. Intentábamos remojar nuestros gaznates secos.
Su cabeza se abombaba por las sienes y se estrechaba y volvía a abombarse en el mentón, como el cuerpo de una hormiga. Se veía un moratón en la raíz del cabello, donde Summers le había golpeado. Su boca seguía curvada por una leve y curiosa sonrisa.
—No les digas nada a estos hijos de perra —dijo el hombre más bajito con el rostro afilado como si estuviera hecho para olfatear.
Cuando Boone lo miró más detenidamente, le recordó a una serpiente de cascabel. El hombrecillo tenía los mismos ojos ponzoñosos. Cuando hablaba era como el ataque de una serpiente.
—Os lo he contado todo.
—Me falta un pelo —dijo Jourdonnais, meneando la pistola—, me falta menos de un pelo para apretar el gatillo.
—No, no lo harás, francés —dijo el hombre más alto, mientras paseaba la mirada a su alrededor—. Llegarían las noticias hasta San Luis, tan seguro como que hay fuego en el infierno. Te retirarían la licencia y tal vez te colgarían de un árbol —ladeó la cabeza hacia un lado, como si estuviera colgando de la soga de un verdugo—. Eres demasiado listo para hacer eso, francés. ¿Crees que podrás callar todas estas bocas? Los muchachos no te quieren tanto, francés.
—¡La Vide Poche puede ser muy perra! —ladró el hombrecillo—. Pongámonos en marcha.
—No hasta que hayamos zanjado este asunto totalmente.
Era Summers el que hablaba ahora, con voz suave.
—Venís del nuevo fuerte, Union… ¿verdad?
Boone podía ver que el hombre sonriente pensaba con rapidez.
—Sí, de allí, pero no en su nombre.
—Zeb Calloway está allí, Summers; es el cazador del fuerte —dijo Jourdonnais. Summers lanzó una rápida mirada a Boone.
—McKenzie, fue él quien os envió, n’est-ce-pas?
—No, vinimos por voluntad propia, ya te lo he dicho, nazpaw?
—¿Quién es McKenzie? —preguntó el hombrecillo.
—McKenzie —respondió Summers— es el tipo que os ha enviado aquí para soltar la amarra de la barcaza o prenderle fuego mientras dormíamos.
—Si eres un sabelotodo hijo de perra ¿para qué preguntas?
Summers se levantó, dio un paso adelante, agarró al hombrecillo por su larga cabellera y lo levantó del suelo. El hombre forcejeó como un gato. Summers lo sostuvo, esperando, y luego le golpeó con el puño derecho, con tanta fuerza que cualquiera creería que le había partido el cuello. El hombrecillo se desplomó hacia atrás y se quedó allí tumbado totalmente quieto, con los dientes sobresaliendo de su fino hocico como los de una ardilla muerta.
—Parece que tu amigo no tuvo una madre que le enseñara algo más que palabrotas.
El otro hombre se encogió de hombros, no parecía afectado en absoluto.
—Este que te habla puede darte la misma medicina, Rostro Largo, si eso te ayuda a soltar la lengua —dijo Summers.
Rostro Largo todavía sonreía.
—Cuando un tipo está loco por un trago es capaz de hacer cualquier cosa.
—¿Como, por ejemplo, soltar amarras de un barco o prenderle fuego?
—Como robar un barril, o incluso una jarra.
Jourdonnais espantó los mosquitos.
—Podemos hacer que hablen —dijo entre susurros—. Hay muchas maneras de soltarles la lengua si uno sabe lo que se trae entre manos. Fuego, o agua, o soga, o tal vez una serpiente viva.
Jourdonnais y Summers esperaron, observando el rostro del hombre. La sonrisa seguía allí. El hombrecillo cerró la boca. Poco a poco se movió y se incorporó hasta sentarse de nuevo. Tenía uno de los extremos de la boca inflamado, y un hilillo de sangre caía de la comisura.
—No va a hacer falta, Jourdonnais —dijo Summers.
—¿Qué?
—Por Dios, sabemos que es obra de la Compañía. No quieren que metamos las narices en su territorio.
De repente Boone se acordó de Cabanné en el puesto de Council Bluffs y la seriedad en su rostro y sus cuidadosas palabras: «Cuídate, amigo mío, de los indios, y también de otras cosas».
—¿Sugieres que los soltemos? —preguntó Jourdonnais.
—Bueno, casi. Les dejamos marchar, pero sin los caballos en los que vinieron y sin rifles ni cuchillos ni pedernal.
—¿En serio? —preguntó Jourdonnais, ya que por el tono no le pareció que Summers hubiera acabado de hablar.
—Y sin una sola prenda de ropa. Serán buena presa para los mosquitos y otros insectos con aguijón.
—Sí —dijo Jourdonnais, sin un rastro de duda en su voz.
—¿A qué distancia está Union?
—A unas cien millas o más.
—Lo suficientemente lejos para que los mosquitos se den un buen festín —Summers miró a los dos hombres como si estuviera mirando a dos bestias estúpidas—. Además seguro que adelgazarán algo, con las panzas vacías, y probablemente tengan que esquivar a algunos indios para no perder sus cabelleras.
—Bien. Bien. Y a continuación podemos ir a hacer una visita a Monsieur McKenzie.
—¿Pero quiénes os pensáis que sois? —escupió el hombrecillo con la boca destrozada—. Pensáis que podéis luchar contra Union, como un conejo persiguiendo a un oso. Veremos vuestras cabelleras, oh, sí, las veremos ondeando al viento.
—Si es que llegas allí, pequeña serpiente —respondió Jourdonnais suavemente.
El hombre más alto examinó sus rostros y en el suyo ya sólo quedaban los restos de una sonrisa.
—Sólo queríamos robar un trago —dijo.