Summers estaba en lo cierto, pero durante un día y parte de otro, mientras navegaban por el Rivière à Jacques y se dirigían a L’Eau Qui Court, Jourdonnais se convenció de que no lo estaba. No había detectado ni una sola señal de indios, ni siquiera Summers, que vigilaba las orillas hora tras hora, escudriñando con sus expertos ojos grises. El semblante de Summers parecía sobrio pero no preocupado. Jourdonnais se preguntó si el cazador alguna vez había estado preocupado, aquel enorme y corpulento hombre que era como un sabio y viejo sabueso. Mientras lo observaba desde el timón, Jourdonnais se preguntaba qué era lo que había muerto en él. Summers no se preocupaba por el dinero ni por tener una bonita casa o cosas bonitas para una esposa, si es que tenía una. Vivía como un animal salvaje, para comer, retozar y mantener su cabellera intacta, sin pensar de un día para otro, ni esperando nada del futuro. Si Jourdonnais no lo hubiera encontrado recién llegado de una buena cacería en el territorio de los arapahoes, Summers no habría tenido dinero para participar en la expedición, por la rapidez con la que se lo gastaba. Por fin, Jourdonnais, desesperado por reunir dinero, tuvo que suplicar prometiendo grandes beneficios en Trois Fourches. Al mirar a Summers y ver su rostro alerta y carente de arrepentimiento o ambición, Jourdonnais pensó que Summers se le había unido por la diversión más que por los beneficios. Estaba contento de que Summers fuera una persona tan fácil de tratar, sin la oscura veta de violencia que con tanta frecuencia afloraba en los mountain men.
Además estaba agradecido por el favor que les prestaba el viento, a pesar de que soplara de mala gana y poco fiable. Haría falta un arma, o casi, para obligar ahora a los criollos a bajar a la orilla. No les ordenaría que tirasen de la soga a menos que se viera obligado a hacerlo. Cien indios podían esconderse tras un pequeño matorral y matar hasta el último hombre de la tripulación mientras tiraban río arriba. Era bueno que el caudal del río estuviera bajo. Se estaba acercando junio y el Missouri volvería a desbordarse de nuevo cuando la nieve de las montañas se derritiera.
Jourdonnais mantenía el Mandan cerca de la orilla izquierda todo lo que podía, lejos del margen en el que Summers y Caudill se habían enfrentado a los indios. En ocasiones sacaba a la tripulación a tirar de la soga en los largos bancos de arena que dividían el caudal, y ellos resistían en el agua y se veían como lomos de gorrinos refrescándose en el lodo. Los hombres remaban con un rifle a su lado, y cuando veían a Summers observando las orillas, ellos obserbaban también, poniendo sólo la mitad de su atención en los remos y la otra mitad en la orilla, como si cada arbusto escondiera a un indio. En ocasiones Jourdonnais se sentía avergonzado de su gente, que no tenía ni valentía ni orgullo como los norteamericanos.
—Los sioux salieron huyendo, ¿eh, Summers?
Summers se acercó, se apoyó contra el contenedor de carga y sacudió levemente la cabeza.
—Probablemente aparezcan de repente en una orilla en cualquier momento y lluevan flechas sobre nosotros. Ahora es cuando nos vendrían bien dos barcas, una en cada margen, y cada una de ellas atenta a la otra. Podemos ver la otra orilla mucho mejor que esta. Creo que nos siguen, tal vez estén buscando un lugar por donde cruzar el río.
El cazador miró hacia abajo desde sus seis pies de altura y dijo algo en indio a la pequeña Ojos de Cerceta, que estaba de pie en su cubículo con una mano sobre la caja y dejando que la brisa soplara sobre ella. Ella respondió y dejó escapar una mirada fugaz a la orilla.
—¿Estás seguro de que eran sioux? —preguntó Jourdonnais—. No han causado problemas desde hace mucho tiempo.
—A estas alturas, este que te habla debería saber ya reconocer perfectamente a un sioux —la voz de Summers sonó levemente irritada.
Jourdonnais mostró su acuerdo, sonriendo para aplacar la irritación del otro.
—¿Has dormido con ellos lo suficiente para saberlo? ¿Tal vez hay beaucoup bebés sioux de Summers?
El cazador no le respondió de inmediato, y cuando habló fue para explicarse.
—Sioux o lo que sean, dos hombres blancos solos ponen nerviosos a los indios.
—¿Y bien?
—Para colmo tenían sangre en los ojos, o eso creo —señaló a la cabellera que había colgado de una correa, con la parte descarnada hacia arriba, para que se secara. Una enorme mosca azul verdosa, brillante e hinchada, ya trabajaba en ella—. Pelo corto. Significa que este indio estaba de duelo.
—Sí.
—Los indios nunca son tan violentos como cuando han sido atacados. Se obcecan en vengarse, y les da igual con quién hacerlo.
Atracaron en un banco de arena para pasar la noche. El río discurría por ambos lados, convirtiéndolo en una isla… una pequeña isla llana sobre la que los sauces habían comenzado a brotar. Probablemente sería barrido por la próxima crecida de aguas. El viento soplaba entre los sauces, levantaba la arena y la dejaba caer sobre los hombres, de manera que había arena en los ojos, y en la piel y en las camas. Pambrun había montado el fogón encima del contenedor, en una caja llena de arena. Allí en medio del río los criollos se sentían seguros. Algunos de ellos se quitaron la ropa y jugaron en el agua. Jourdonnais pensó que eso era algo típico de su gente; eran alegres. Se permitió fumar uno de los puros españoles que reservaba para las ocasiones especiales, aunque no podía evitar sentirse mal al fumárselo. Uno podía seguir siendo toda la vida un pobretón simplemente dejando que pequeñas cantidades de dinero te desaparecieran del bolsillo.
—Maldita sea —dijo a Romaine mientras se limpiaba un ojo—, el viento hace que se vayan los mosquitos pero que aparezca la arena. O una maldita cosa o la otra.
Cuando la noche comenzó a caer, Pambrun colocó los sedales de pesca, con cebos hechos de tripas de ave.
Guardaron los turnos aquella noche y los continuaron hasta que el sol volvió a salir, mientras sus estómagos digerían el bagre y el hígado asado y el solomillo medio crudo y duro pero lleno de fuerza. Enormes alondras de pecho amarillo trinaban cuando el sol apareció, y Summers cazó con su arma especial para aves media docena de gallos de la pradera que los observaban desde una isla, con las cabezas erguidas y en constante movimiento hasta que eran abatidas por los perdigones.
No había ni una brizna de aire a primera hora de la mañana y el río parecía haber recobrado fuerzas renovadas, como si se acabara de despertar y hubiera descubierto la larga distancia que ya habían recorrido los intrusos por sus aguas. La ausencia de brisa, la fuerza renovada de la corriente, los indios que tal vez estuvieran apostados en la orilla, todo le parecía a Jourdonnais, estremecido al timón, la prueba de una conspiración en su contra. Enfant de garce, ¿no se tranquilizaba siempre el río una vez se rebasaba el Jacques? Pensaba en la distancia como en el enemigo, como una criatura lenta y reptante que se interponía entre él y una casa nueva y dinero en los bolsillos, y que los ciudadanos principales de San Luis se dirigieran a él como «Monsieur Jourdonnais». La orilla izquierda estaba bastante despejada, lo que le hizo pensar que sería buena idea usar la soga. Hizo una señal a Summers para que se acercara.
—¿Soga de arrastre? —preguntó pidiendo consejo. Señaló hacia la orilla desnuda.
El mentón de Summers se cerró y tan sólo se movieron los finos labios de sus pensamientos.
—Saca la soga, pues —dijo finalmente—. Este que te habla explorará el terreno. En cuanto me veas hacer una señal, envías a la tripulación a bordo —levantó el rifle, que ahora parecía estar constantemente en su mano y recargó el detonador—. Será mejor que además envíes un cazador con ellos.
Antes de partir hacia la orilla la examinó unos segundos.
—De acuerdo —Jourdonnais vio que habían espantado a una garza que huyó batiendo las alas con las patas extendidas, usándolas de timón.
Al francés le pareció que transcurrió un largo rato hasta que vio de nuevo a Summers, de pie a una milla sobre una pequeña lengua de tierra, haciéndoles señales.
—La soga. Tiramos —ordenó Jourdonnais, lo suficientemente alto para que los hombres que estaban a los remos en la proa le oyeran; los ojos de los hombres se dirigieron a la orilla y luego hacia él, y a continuación se levantaron lentamente, como si tuvieran piedras en los pantalones—. Non! Los rifles no. Mon Dieu, ¿pensáis tirar de la soga con el rifle en la mano? —los hombres se quedaron parados cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, murmurando para sus adentros—. Summers está vigilando más adelante. Caudill os acompañará para dirigiros. Venga, tomad todos un trago. No pasa nada.
En el bosque reinaba la quietud, pero no demasiada. Algunas cosas se movían en él y hacían ruidos, una ráfaga marrón huyendo tras un matorral de bayas de búfalo, un coyote trotando al borde de un prado que se extendía desde el bosque hasta las colinas, un grupo de urracas graznando en un álamo enmarañado. Los ojos de Summers captaron el movimiento del sinsonte. No era más que una sombra atravesando las sombras, pero lo vio e identificó el ave y escaló con la mirada los arbustos hasta que encontró el nido. Las urracas formaban parte de una nidada. Las jóvenes producían un vocerío inseguro, como los chicos jóvenes cuando les cambia la voz.
Summers continuó avanzando, dejando una parte de su mente vagar y la otra parte atenta a los mensajes del bosque. Uno debía aprender a dividir su mente de esa manera, pensar y recordar en alguna parte profunda de ella y, sin embargo, seguir notando y sintiendo lo que ocurría a su alrededor, y estar preparado para actuar sin pensar. Esa parte más profunda de su mente vio a Caudill apuntando al indio, su rostro inmóvil y, tal vez, levemente pálido, pero no asustado. Caudill, un joven extraño y silencioso, llegaría a ser un buen mountain man. Tal vez Deakins también, aunque no parecía tan hecho a ese tipo de vida. El comercio se adaptaba mejor a él; se llevaba bien con la gente. Era algo que los comerciantes hacían para ganar dinero… como Jourdonnais, siempre preocupado por su dinero. Jesús, incluso cuando uno poseía un montón de pellejos de castor, ¿qué tenía en realidad?
Se acercó a la orilla del río e hizo un gesto que significaba «Todo bien», y esperó el gesto de respuesta de Jourdonnais, y luego dejó que los bosques volvieran a engullirle y que aquella parte profunda de su mente continuara con sus cavilaciones. Él sabía que no era un verdadero hombre de montaña, no como lo eran otros hombres. Le gustaba ir a San Luis de vez en cuando y dormir en una mullida y segura cama, con una mujer blanca a su lado que oliera a perfume en lugar de a grasa y a humo de sauce de diamante. No le molestaban demasiado las labores de granjero. También implicaba una vida al aire libre. Y no había perdido su gusto por el pan, la sal, los pasteles y ese tipo de cosas. Sabían mucho mejor que la carne de squaw, desde luego, y es que se sabía que algunos hombres las descuartizaban y se las comían, probablemente después de acostarse con ellas primero.
Sobre su cabeza, en el borde de un arbusto, un zarapito graznaba. Su agudo chillido de dos tonos parecía quedar suspendido en el aire. Lo vio fugazmente, con las alas extendidas y agitando sólo la punta de estas mientras planeaba. Esperó a que aterrizara y al amortiguado y leve gorjeo que le indicaría que ya estaba en tierra y acomodado. La sombra del ave planeó por las hojas sobre su cabeza. No había aterrizado. No iba a aterrizar. El graznido de dos tonos seguía sonando, como si algo se hubiera posado en el nido.
Summers esperó y miró y un poco después volvió a mover la cabeza, avanzando tan sigilosamente como podía. A excepción del zarapito y las urracas que ya habían quedado una milla atrás, el bosque no contenía ninguna voz, ni ningún movimiento. Llegó a un pequeño claro y se quedó al borde de este, totalmente inmóvil, a excepción de sus ojos. A través de una pared de arbustos podía ver un trozo del río bajo la sombra de los árboles que se cernían sobre él. El agua estaba tan calmada como la superficie de un estanque, atrapada en un pequeño remanso en la orilla. Mientras observaba, un ánade real entró por el camino, nadando sin interrupción río abajo y vigilando a la hilera de patitos que la seguían. No hacían ningún ruido.
«Hay indios por aquí, tan cierto como que hay Dios», pensó Summers, pero siguió sin moverse. Uno no podía salir corriendo y chillando «indios» sin saber dónde estaban y quiénes y cuántos eran. Tras un rato se deslizó hacia delante de nuevo, y se paró, y retomó de nuevo la marcha. La rama de un sauce produjo un crujido al golpear sus mocasines de ante. Se detuvo y la apartó de él y volvió a esperar. El zarapito todavía volaba en círculos, graznando sobre su nido.
Las barcas estaban cuidadosamente camufladas entre la maleza, para que no pudieran ser vistas desde el río. Había siete barcas a la vista, las típicas barcas redondas hechas con piel de búfalo del alto Missouri, cada una de ellas hecha con la piel de un solo animal tensada sobre un armazón de sauce. Parecían viejas y estaban todavía mojadas, pero no goteaban, como si las hubieran usado la noche anterior y no les hubiera dado tiempo a secarse a la sombra. Summers las observó a través de un bosquecillo de sauces bajos. Detectó un rastro de huellas de mocasín que apuntaba río arriba.
Tras lo que le pareció una eternidad, se agachó y avanzó furtivamente hacia el margen del río. Sacó la cabeza de la maleza lentamente, como una ardilla echando un vistazo desde detrás de una rama, sabiendo que era el movimiento y no la forma lo que atraía las miradas. Corriente arriba, a menos de un tiro de flecha, el río se curvaba lentamente. Los sauces crecían exuberantes allí, probablemente donde un árbol se había quedado atrapado y cubierto de arena, formando una orilla. Los hombres que tiraban de la barcaza tenían el camino despejado hasta allí.
Summers no podía ver nada entre los sauces, ni siquiera una rama rota o hierba pisada por donde hubiera podido pasar alguien, pero sabía que los sioux estaban allí.
Echó la cabeza hacia atrás, todavía con cautela, se giró y entonces vio a un indio oculto tras la maleza a tan sólo un brazo de distancia de él. Dos líneas negras atravesaban las mejillas del indio. Estas se tensaron hacia abajo cuando el indio captó el movimiento. Sólo transcurrió un segundo de quietud —una visión fugaz, en la que nada se movió o sonó— y, a continuación, el indio levantó el hacha de guerra. Summers saltó a un lado, escuchando el silbido vacío del arma antes de clavarse en la tierra. No había espacio ni tiempo para usar el rifle. Summers lo dejó caer y se abalanzó hacia delante, directamente a través de los sauces y hacia el indio, intentando esquivar el segundo golpe del hacha. El sioux gruñó y se tropezó con una raíz, cortando el aire con el hacha al caer. Summers sintió que la punta de esta se clavaba en su hombro izquierdo. Sujetó la mano del indio. Con la mano derecha buscó su cuchillo. El indio se lanzó de repente, golpeándose él mismo en la entrepierna. A continuación los dos rodaron por el suelo, y Summers quedó debajo, abrazando al indio para evitar otro hachazo. Sabía que debía dar la voz de alarma para advertir a la tripulación que se acercaba tirando de la soga. Sintió las piernas del indio a ambos lados de su pierna y dobló la rodilla elevándola al mismo tiempo. La fuerza del golpe lanzó al indio hacia delante. Este dejó escapar un gruñido que se transformó en un tenue gemido. Summers logró sacar el cuchillo entonces, lo giró y lo descargó, sintiendo cómo impactaba, se deslizaba y continuaba avanzando. El indio se apartó dejándose caer, se quedó en el suelo con el cuerpo tenso y logró sentarse sobre su trasero, incapaz de hacer nada más. Summers se había puesto de pie. Tenía la mano derecha atrás, con el cuchillo.
Los dedos del sioux estaban relajados alrededor del mango de su tomahawk. Summers pensó que sus ojos eran como los de un perro, como los de un maldito y lastimero perro. Tenía que acabar con él. Los ojos del indio recorrieron el brazo levantado de Summers hasta el cuchillo, esperando a que cayera sobre él. La parte profunda de la mente de Summers le dijo de nuevo que no era un verdadero hombre de montaña. Ojos como los de un maldito perro. El cuchillo entró limpiamente en esta ocasión.
Summers se volvió bruscamente y se lanzó a través de la maleza hasta la orilla. Podía sentir cómo se le pegaba la camisa a la espalda. Los barqueros en fila que tiraban de la soga ya andaban cerca, con la mandíbula colgando, cuando el cazador irrumpió casi encima de ellos. Hizo aspavientos para que lo vieran.
—¡Atrás! —dijo—. ¡Rápido, pero con cuidado!
Oyó a los indios que comenzaban a gritar a sus espaldas desde el frondoso bosquecillo de sauces. Sus flechas producían un silbido vibrante en el aire, y comenzaron a disparar sus fusiles. «Los indios siempre usan demasiada pólvora», pensó Summers mientras gritaba a los criollos intentando poner orden en su huida. Estos se habían girado como ovejas y habían comenzado a correr y a caer y a volver a correr y caer de nuevo, mientras los más rápidos dejaban atrás a los otros. El cazador gritaba, más a sí mismo que a ellos.
—¡Con cuidado! Franceses hijos de puta.
Del brazo de Labadie sobresalía una flecha, pero siguió corriendo. Sólo le hizo gritar. ¡Jesús, cualquiera diría que la llevaba clavada en el corazón!
Los indios gritaron con más fuerza, pero ya no lo hacían desde el bosquecillo de sauces, ni estaban parados. Summers los pudo oír saliendo de la maleza, y los gritos se acallaron para dar paso al rumor de sus pisadas. Los criollos eran una maraña frenética descendiendo por el margen del río. Más cerca estaba Caudill, parado, con los ojos negros clavados en el cañón del rifle, y tras él estaba Deakins, sin arma, pero a la espera.
—¡Salid pitando! —gritó Summers, y él mismo siguió corriendo.
El Mandan flotaba como un pato muerto al borde de la corriente, con la vela bajada e inútil como un ala rota. Con la soga suelta, iba a la deriva con la corriente y hacia el interior del río, alejándose de ellos. Mientras Summers miraba, vio a Romaine saltar al agua, correr por la orilla, agarrar una rama de árbol y luego nadar de regreso al Mandan como si el demonio le estuviera pisando los talones.
—¡Venga! —gritó Summers—. ¡Corred, malditos idiotas!
El rifle de Caudill detonó casi en su cara, y luego Caudill y Deakins salieron corriendo por ambos lados del cazador, corriendo y mirando hacia atrás. Una flecha siseó sobre sus cabezas y se clavó en un árbol frente a ellos. Un rifle volvió a sonar, como si hubiera sido disparado justo detrás de sus cabezas.
—¡Maldita sea, corred, chicos! —gritó Summers, mientras sentía que le fallaban las piernas. La cabeza le bailoteaba, como si no estuviera correctamente sujeta a su cuello. De repente, se dio cuenta de que estaba viejo. Era como si toda una vida hubiera estado corriendo entre los perros durmientes de los años y ahora, finalmente, se hubieran despertado y le hubieran dado caza. Sabía que no iba a lograrlo—. ¡Continuad, vosotros dos! —jadeó. A sus espaldas pudo ver a los indios, que ya corrían por campo abierto gritando hasta desgañitarse; sin duda iban a capturarlo.
Y entonces, el cañón habló. El humo negro salió violentamente, acompañado al principio de fuego, y flotó formando una nube negra que se deshilachó por los bordes cuando el aire sopló sobre ella. El cañonazo acalló los gritos de los indios y sus pisadas. Cuando Summers volvió a mirar ya no vio a ningún sioux, a excepción de los dos que yacían allí para alimentar a los lobos. Un poco después, por encima del lento sonido de sus propios mocasines, los escuchó de nuevo, pero más tenuemente en esta ocasión, y perdidos entre la maleza. Llamó a Jourdonnais.
—Subamos río arriba y cojamos sus cabelleras. Nos vendrán muy bien con los arikaree y los pies negros.