CAPÍTULO XIV

Boone partió avanzando con cuidado entre los hombres dormidos. El rostro de Jourdonnais, levemente astado con las puntas de su bigote, era un círculo oscuro contra el fondo más oscuro de su capa. Estaba roncando con los largos y profundos ronquidos de un hombre exhausto.

—Te he conseguido un Hawken —dijo Summers desde la barcaza, manteniendo la voz baja. Le pasó a Boone el arma, un cuerno de pólvora y un saquito de municiones por la borda—. Es bueno para castores, para búfalos o cualquier cosa.

Boone levantó el rifle y lo probó apoyándolo en el hombro. Era más pesado que Viejo Tiro Seguro, y era de pedernal, no de percusión, pero se adaptaba bien a él… bien equilibrado y sólido, parecía un arma en la que uno podía confiar.

Una especie de rubor apareció en el cielo, todavía no había luz, pero tampoco estaba oscuro. Los hombres echados sobre sus mantas parecían grandes, como caballos o búfalos echados en tierra. El mástil de la barcaza, del que goteaba rocío, brillaba ligeramente. Boone podía escuchar el agua lamiendo las cuadernas del Mandan. Un poco más allá, el río producía un silencioso y continuo murmullo, como si estuviera hablando consigo mismo sobre las cosas vistas en tierras altas. De vez en cuando uno de los hombres gruñía y se movía, relajando los músculos sobre la tierra.

—Es casi época invernal —dijo Summers mientras bajaba de la barcaza—, pero tal vez podamos echarle el ojo a algo.

Partieron río arriba, alejándose del margen de árboles hacia campo abierto, y a los pies de las colinas escucharon un repentino resoplido y unas pisadas de huida detrás de un matorral.

—Alces —dijo Summers—. Poca cosa, para mi gusto, si hay algo más por aquí. Cazaremos uno, por si acaso. Hay muchos ahora.

—¿Poca cosa? A mí me han parecido que son de carne sabrosa los que hemos cazado hasta ahora.

—Casi cualquier cosa es mejor. Perro, incluso. ¿Alguna vez has hincado el diente a un perrito rollizo? —Summers hizo un sonido con los labios—. ¿O caballo? Uno termina cogiéndole el gusto. ¡Y cola de castor! Me vuelve loco la cola de castor. Y, por supuesto, el búfalo, el pellejo con grasa, costillas de la giba y huesos con tuétano, demasiado buenos para pensar en ellos.

—Esa es la mejor carne, supongo.

—Pues supones mal. La carne de puma, esa es la mejor —los pies de Summers enfundados en mocasines parecían no hacer ningún ruido—. Pero la carne siempre es carne, ya sea carne de serpiente o carne de hombre o de lo que sea.

Boone se volvió para examinar el rostro marcado y curtido del cazador, preguntándose si habría comido carne de hombre, e imaginando un brazo o una pierna rustiéndose y soltando grasa sobre el fuego.

—A los indios les gusta la carne muerta. Los verás arrastrando búfalos muertos a la orilla, búfalos que harían que un hombre saliera echando pestes de una madriguera de mofetas. Este que te habla ha comido mofeta también. Y no está tan mala si no te rocía antes de matarla. Los canadienses la valoran mucho. Para ellos es como carne de puma.

Las estrellas habían desaparecido y el cielo estaba adoptando un color blanco apagado, como un cuerno raspado. Una nube baja ardía sobre el este, donde el sol pronto asomaría. Boone podía distinguir los árboles, que ahora, separados unos de otros, se recortaban contra las oscuras colinas… eran árboles bajos y achaparrados, con troncos gruesos capaces de resistir los embates del viento. Los cazadores avanzaban lentamente, arrastrando los pies, mientras los ojos de Summers seguían escudriñando frente a él y la luz aumentaba, y Boone pudo recorrer el curso del Missouri con los ojos, que aparecía y desaparecía una y otra vez hasta perderse tras un lejano grupo de colinas. Frente a ellos, el terreno estaba plagado de redondas y viejas boñigas de búfalo bajo las que la hierba y los rastrojos crecían blancos, como en una despensa. Cuando giró una con la punta del pie, unos diminutos escarabajos negros salieron huyendo entre la hierba.

—No está nada fresca —dijo, y con los ojos examinó las colinas y las quebradas que serpenteaban a través de ellas hasta el lecho del río—. ¿Piensas que no vamos a encontrar ninguno?

Summers no respondió inmediatamente. Miró primero al este, hacia las laderas de las colinas, y luego al oeste, hacia el bosque y el río, y más allá, hacia donde se alzaba la cordillera opuesta, formando así una cuna en la que se mecía el Missouri; en ocasiones sus ojos se detenían y se fijaban en un punto, algo que podría ser caza o indios, y poco después continuaba recorriendo el paisaje con la mirada y paraba de nuevo. Boone intentaba ver lo que él veía, pero sólo era capaz de divisar el río serpenteando delante de él y las laderas de las colinas, y las quebradas que las atravesaban y, aquí y allá, un árbol achaparrado, de copa achatada, donde los pajarillos trinaban.

Ya asomaba la mitad del sol y brillaba sobre la hierba perlada de rocío. No había ni una sola nube en el cielo, ni siquiera un pedazo de nube ahora que la que se cernía al este se había evaporado por el calor del sol, y había una atmósfera de quietud y expectación en el aire, como si este estuviera extenuado y recuperase fuerzas para un vendaval.

—Es mucho más fácil cazar presas junto al río, así no hay que cargar con ellas —explicó Summers, siguiendo el valle con la mirada—. Apuntemos hacia arriba, de todas formas —dijo, tras lo cual se volvió y comenzó a subir la ladera.

Desde la cima Boone podía ver hasta el infinito, casi en cualquier dirección que mirase. Era campo abierto, agreste y abierto, sin fin. Se extendía hasta perderse de vista primero llano y luego se ondulaba, alzándose directamente hacia el cielo. Jamás hubiera pensado que el mundo era tan ancho. Hacía que el corazón se le subiera a la garganta. Le hacía sentir pequeño y, a un mismo tiempo, grande, como un rey mirando a lo lejos. Se le ocurrió a Boone que los pájaros debían de sentirse de esa manera, despreocupados y libres, teniendo todo el mundo a su alcance. No se movía nada de horizonte a horizonte. Sólo en el río pudo ver la barcaza entre los árboles, deslizándose lentamente río arriba como un pez torpe. Vio cómo se hincaba hacia delante. Luego volvió a mirar las colinas que bajaban hasta el río y se preguntó si la barcaza sería capaz de remontar tanta distancia.

Summers se había parado y adelantaba la nariz como un sabueso olisqueando el aire.

—El viento se mueve hacia el oeste, si es que se mueve, creo. De acuerdo.

Continuó caminando, andando con una facilidad despreocupada y ágil.

El sol se alzó, abrasador y brillante como el acero. A cierta distancia el aire comenzó a resplandecer. Summers siguió caminando por la cresta de las lomas, reduciendo la marcha al avistar un barranco o una zanja.

Fue en una de estas donde vieron al búfalo, en pie y tranquilo, con la cabeza baja, como si estuviera absorto en sus pensamientos. Summers tocó con la mano el brazo de Boone.

—Es un toro viejo —dijo—, pero la carne es la carne.

El búfalo levantó su enorme cabeza y se giró hacia ellos, mirándolos con la barba colgando baja.

—Nos ha visto —susurró Boone—. Va a salir corriendo.

—¡Chitón! —ordenó Summers, y colocó la mano en el cañón levantado del rifle de Boone—. No pueden ver ni tres en un burro, y el oído no es que les sirva de mucho. No pasará nada, mientras no nos huela —avanzó unos pasos, lentamente—. Puedes dispararle.

—¿Ahora?

—Espera un segundo.

El búfalo no se movió. Se quedó allí con la cabeza vuelta y agachada, como si, a pesar de su ceguera, supiera que estaban allí. La mente de Boone viajó hasta tía Minnie, que era ciega y siempre sabía cuándo alguien andaba cerca. Torcía la cabeza y su rostro se quedaba a la espera, mientras miraba a través de unos ojos que no podían mirar.

—Saca la baqueta y úsala de apoyo. De esta manera —Summers puso la baqueta del rifle a un brazo de distancia e hizo que Boone la sujetara con la mano izquierda y dejara apoyado el rifle sobre la muñeca—. Dale su merecido.

El rifle se sacudió contra el hombro de Boone, rompiendo el silencio. La bala sonó a tiro en las tripas, y provocó una pequeña nube de polvo en el búfalo, como si hubiera sido golpeado por un guijarro. Durante un segundo se quedó en pie mirándolos apagado y triste, como si nada hubiera pasado, y luego comenzó un galope torpe intentando salir del barranco. Boone lo miró, y escuchó otro crujido en un costado del animal y vio que el toro se desplomó sobre sus patas y cayó de cabeza sobre el hocico. Se quedó tumbado sobre un costado, agitando las patas y produciendo un ronquido con el hocico.

Summers estaba recargando su rifle, con una sonrisa en la boca mientras lo hacía.

—Demasiado alto —Boone se sintió desnudo ante la mirada azul brillante de los ojos de Summers, como si el cazador pudiera ver claramente todo lo que pasaba por su mente. La cara de Summers cambió—. No le des mucha importancia. Casi todo el mundo dispara alto la primera vez. Sólo un palmo y medio por encima de las costillas, ese es el lugar. Es una lección que has aprendido. Mejor que cargues de nuevo, antes de nada.

Más rápido de lo que Boone creía que era posible, Summers cargó su arma. Echó hacia delante el cuerno de pólvora y el saquito de municiones, destapó el cuerno con los dientes, puso la boca del cuerno en su mano izquierda y con su mano derecha volcó el cuerno. Estaba embutiendo la carga en su rifle antes de que Boone hubiera logrado medir su carga de pólvora.

Los ojos del búfalo se iban apagando. Ahora parecían suaves, profundos y suaves mientras la luz se escapaba de ellos. Sus patas todavía se agitaban un poco. Summers le clavó su cuchillo en el pescuezo.

—Lo llevaremos rodando, y este que te habla te enseñará cómo conseguir un buen rancho.

Colocó las cuatro patas a los lados, de manera que parecía que el búfalo hubiera sido aplastado desde arriba. El cuchillo del cazador brilló reflejando la luz del sol. Summers realizó un corte transversal en el cuello, agarró el mocho de pelo entre los cuernos con la otra mano y separó la piel de la cerviz. La abrió totalmente hasta la cola y la peló por los lados, extendiéndola.

—No podemos llevarnos mucho —dijo, mientras seguía cortando con su pequeña hacha—. La lengua, el hígado y la grasa del pellejo y ese tipo de cosas. O tal vez sea mejor que uno de nosotros vaya a buscar ayuda al barco. Ojalá tuviéramos un mulo de carga.

—Hay un lobo.

Summers miró a su alrededor y vio el rostro sonriente que los observaba desde detrás de una pequeña loma.

—Lobo de búfalos. Lobo blanco —hablaba a saltos mientras trabajaba con su cuchillo—. He visto a quince o veinte de esos rodeándome en círculo en alguna ocasión.

—¿Nunca les disparas?

—Tengo que estar medio desesperado por conseguir carne. No hay suficiente pólvora ni balas en el Missouri para dispararles a todos.

Boone recogió una piedra y se la lanzó al lobo. La cabeza desapareció detrás de un promontorio y volvió a asomar a uno o dos saltos más allá.

Summers no dejaba de levantar la mirada de su tarea, volviéndose en una y otra dirección, y luego de nuevo hacia el toro.

—¿Ves esos coyotes? —Boone los observó acercándose con sigilo, moviendo las patas como si corrieran sobre un camino serpenteante, con los ojos amarillos y hambrientos. Se acercaron al lobo y se sentaron. Sacaron las lenguas de las que goteaba saliva sobre la hierba—. ¡Mira! —Summers les lanzó un puñado de vísceras hacia ellos; el más grande se abalanzó hacia las vísceras, las atrapó y salió corriendo, pero no se había alejado mucho cuando el lobo saltó sobre él y se las arrebató. El coyote regresó a su puesto y volvió a sentarse—. Siempre ocurre lo mismo —dijo Summers; había sacado ya el hígado y la vesícula. Cortó un trozo de hígado, lo mojó en la vesícula biliar y se lo metió en la boca, masticando y tragando el trozo mientras seguía cortando—. Para ser toro viejo no está tan mal. ¿Quieres un poco?

Boone cogió un trozo. Mientras se esforzaba por masticarlo, vio la nube de polvo. Llegaba desde detrás de un tramo llano de tierra a tal vez dos millas de distancia al norte, y más que una nube era un vapor, una voluta que Boone pensaba que desaparecería como una mota en el ojo. Se preguntó si debía mencionárselo a Summers. La voluta asomó por la cima de la loma. Algo se movía debajo.

—Supongo que has visto eso —dijo finalmente.

Summers miró un largo rato, mientras sostenía el cuchillo en la mano.

—¡Que me aspen! ¡En silencio, ahora! Son pieles rojas, estoy totalmente seguro, pero quizás sólo sean puncas —y, tras lo que a Boone le pareció un largo rato, Summers añadió—: Retrocedamos bajo cubierto. Tal vez podamos ocultarnos. Esos caballos de ahí no me gustan.

Se quitó la camisa, la extendió en el suelo y puso dentro las partes de la carcasa que había cortado para llevarse y luego hizo un hatillo con su camisa. Boone entrecerró los ojos para protegerse del brillo. Lo que avanzaba bajo la nube de polvo eran caballos, y jinetes sobre ellos.

—Tal vez podamos regresar con esto de aquí —dijo Summers—. Está claro que nos han visto —levantó la carga—. En todo caso, no es buena idea dejar que los indios te vean huir. Incluso las squaws se envalentonan entonces y se hinchan de furia. Tranquilo, ahora —habló en voz baja con voz segura.

Boone examinó el río, buscando el Mandan.

—No han tenido apenas tiempo para remontar hasta aquí —dijo Summers—, sin brisa que les ayude.

Bajaron por la cima, desapareciendo por detrás de la loma y de la vista de los indios.

—¡Corre! ¡Corre un trecho!

Salieron corriendo hacia el ralo bosquecillo a unas doscientas yardas o más, y Summers sujetaba la carga separándola de la pierna para no tropezarse.

—Yo lo cojo —jadeó Boone, pero Summers se limitó a sacudir la cabeza.

—Vale.

Summers dejó de correr y siguió avanzando con paso lento. Los indios llegaron a la cresta de la loma y se detuvieron, recortándose contra el cielo.

—Les haremos la señal de la paz.

Summers dejó la carga en el suelo y disparó el rifle hacia el cielo. Después sacó la pipa y la sostuvo en alto para que la vieran los indios.

Los indios lo miraron y hablaron entre ellos, hasta que uno gritó y todos se unieron a él con una especie de aullido tembloroso y agudo. Espolearon los caballos por la ladera y los cascos repiquetearon sobre un terraplén de piedras.

—Dame tu Hawken y carga este. —Estaban todavía a un trecho del borde del bosque junto al río. Summers desenganchó la baqueta mientras miraba—. Son sioux, por satanás, o este que habla no sabe nada sobre indios. No pueden rodearnos aquí, de todas formas. Prepárate, viejo amigo, pero no dispares hasta que te dé la señal —y plantó la baqueta frente a él y apoyó el rifle sobre esta—. Eso es, amigo, y apunta siempre a la barriga, no a la cabeza.

A unas ciento cincuenta yardas los indios pararon. Boone los contó. Doce hombres. Iban con los pechos desnudos, a menos que se contasen las plumas que llevaban en la cabeza. Su piel parecía suave y tersa, como buen cuero usado. Con ella podría hacerse un cuero de afilar mejor que el que había dejado en Louisville. Tres o cuatro llevaban armas en las manos, y los otros arcos. Sus caballos caracoleaban mientras esperaban.

—No es una partida de guerra, de todas formas —dijo Summers, como si estuviera contando una historia de noche junto a la hoguera.

—¿Cómo se puede saber?

—No llevan pinturas. Ni escudos. Creo que están cazando.

Summers se puso en pie. Su voz sonó alta, ronca, tranquila y fuerte, en un idioma que Boone no entendía, y hacía movimientos con las manos frente a él.

Los indios escuchaban, sentados en sus caballos como si hubieran brotado de sus grupas. En ocasiones, cuando los caballos se movían, Boone podía ver el cabello de los indios, que colgaba hasta sus cinturas recogido en trenzas. Sin embargo, el que más destacaba, el que parecía ser el líder, lo llevaba corto.

La voz de Summers se detuvo y, a continuación, dijo a Boone:

—Uno nunca sabe qué puede pasar con los sioux.

Los indios estaban sentados en sus inquietas monturas. Movían las cabezas y las manos cuando hablaban unos con otros. El indio del pelo corto se adelantó separándose del resto. La cola de algún animal colgaba de sus mocasines. Su voz era más fuerte que la de Summers y provenía en su mayor parte del pecho.

—Pregunta si somos squaws para salir corriendo —tradujo Summers—. Y qué tenemos para obsequiarles. Su lengua es corta pero su brazo es largo, y siente sangre en sus ojos.

El indio calló a la espera de la respuesta de Summers.

—Creo que acaban de toparse con algún enemigo y han salido mal parados de la refriega. Eso seguro que les ha puesto de un humor de mil demonios. Le diré que nuestras lenguas tampoco son tan largas, pero que nuestros rifles alcanzan mucho más lejos que esos ridículos detonadores —y volvió a subir la voz.

De repente, mientras el resto observaba, el indio con el pelo corto dejó escapar un grito y espoleó a su caballo hasta ponerlo al galope directamente hacia ellos. Cabalgaba agachado sobre el caballo, sólo asomaba el borde superior de la cabeza y las piernas a los lados.

Summers se apoyó en una rodilla de nuevo y apuntó con el rifle, y nada parecía moverse en él a excepción del extremo de su cañón, que seguía la trayectoria del jinete. Boone también se había agachado, con el rifle hacia arriba, y miraba las pezuñas extendidas del caballo y los belfos resoplando. Estaría encima de ellos en un segundo. El caballo se ralentizó levemente y la cabeza rapada se movió, y el agujero negro del cañón apuntó al cuello del caballo. El rifle de Summers estalló, y en lo que dura un pestañeo el caballo corría libre, huyendo en círculo y regresando con el resto. El indio se quedó tirado boca abajo. No se movía.

—Ahí va uno para los lobos —dijo Summers. Alargó el brazo y pasó a Boone el rifle vacío y tomó el cargado y disparó—. ¡Carga rápido!

Los indios se habían quedado a la espera, observando al que había salido al galope y vitoreándolo a gritos. Todos se quedaron en silencio cuando su líder cayó y a continuación comenzaron a gritar de nuevo subiendo y bajando el tono de las voces. Pusieron sus monturas al galope dirigiéndose primero a un lado y luego al otro; no cabalgaron directamente hacia Boone y Summers, sino que se aproximaron poco a poco y en fila, mientras iban pasando de delante a atrás. A veces uno, más atrevido que el resto, cargaba saliéndose de la fila y se acercaba a ellos blandiendo su fusil o su arco al tiempo que gritaba, y luego se incorporaba a la fila otra vez.

—Mantén la mira en uno —dijo Summers—, el que va en el poni moteado. No dispares hasta que te lo diga. Entonces le disparas en el mismísimo centro.

El cazador había sacado sus pistolas de las fundas y las tenía frente a él, preparadas en sus manos.

Los indios se agacharon en sus caballos y se deslizaron por un costado al doblar.

—¡Tss! —dijo Summers—. No es que cabalguen muy bien. Ni comparación con los comanches o incluso los crow.

—¿Por qué no cargan todos juntos?

Los ojos de Summers recorrieron el cañón de su rifle.

—No tienen estómago para ese tipo de cosas, sólo muy de vez en cuando alguno ataca solo, como el desgraciado ese de ahí.

Un rifle detonó y delante de ellos la tierra explotó con una nube de polvo.

—Tranquilo. Vamos allá otra vez.

Por el rabillo del ojo Boone vio volutas de humo saliendo del rifle. Un caballo a la carrera tropezó y cayó. Los indios gritaron con más fuerza y más furia. El caballo caído estaba tumbado sobre su jinete. Boone vio al jinete, sólo la cabeza y las manos crispadas que sobresalían por debajo del caballo, intentando liberar su pierna. Summers le pasó el rifle descargado. Dos indios salieron al galope hacia el que había caído, se inclinaron por los costados de sus caballos y, agachándose junto al caballo derribado, levantaron y movieron al caballo por la cruz. El jinete derribado intentó levantarse y huyó agachado y arrastrando una pierna.

Los otros, que habían retrocedido por el cañonazo, comenzaron a acercarse de nuevo, cabalgando de delante a atrás. Uno de ellos se agachó y apoyó el rifle sobre el cuello del caballo. La bala silbó pasando junto a Boone. Ya tenía el rifle preparado y el indio en el poni moteado estaba en su punto de mira.

—¿Puedo disparar a uno?

No esperó la respuesta. La mira pareció centrarse por sí sola y fijarse justo encima del cuello del poni. Sus dedos apretaron el gatillo como si tuvieran voluntad propia. El rifle saltó.

—¡Que me aspen!

El poni moteado escapó. Tras él un hombre se retorció sobre la tierra, se retorció, se levantó y retrocedió doblado por la mitad.

—Más fino que el hielo, Caudill.

Los indios se apiñaron, hablando y gesticulando.

—Creo que ya han tenido suficiente —dijo Summers separando la mejilla del rifle, y luego añadió—: Por ahora.

—Ahí está el barco.

La trompeta sonó, cortando el aire calmado, retumbando río arriba y hacia las lomas y regresando al río. Boone vio el Mandan. Los remos despedían pequeños rayos de luz cuando los hombres bogaban hacia atrás. Alguien estaba atareado con el cañón giratorio. Parecía Jourdonnais. Sí, era él, preparando el cañón giratorio, que brillaba como una barra de luz en la popa. Los indios lo observaron, sujetando con fuerza las riendas y retrocediendo lejos del río. El cañón eructó humo, y el sonido de este les llegó, una explosión redoblante como un trueno. Jourdonnais volvió a trastear con el cañón.

—El primer cañonazo es sólo para asustarlos. El segundo ya irá más al grano.

Pero los sioux se retiraron, se dieron la vuelta y se marcharon gritando y agitando los brazos en alto. Boone los contempló el suficiente tiempo para ver que recogían a los dos guerreros heridos.

Summers se guardó las pistolas en las fundas y enganchó de nuevo la baqueta en su rifle. Él y Boone se acercaron al indio que yacía sobre la hierba. Summers se agachó. Hundió el cuchillo en el cuero cabelludo y cortó un círculo de donde comenzaron a brotar gotas de sangre. Sujetó la mata de pelo corto del indio y tiró del círculo de carne suelta, dejando el trozo de cráneo al aire y en carne viva.

—Coge su rifle. Este indio ha sufrido alguna tragedia últimamente. Algún familiar debe de haber muerto… un hermano, tal vez. Por eso cortó sus colas. Parece reciente, ¿no crees? Probablemente acabe de ocurrir. Por eso estaban tan empeñados en conseguir nuestras cabelleras, para no tener que regresar al hogar apaleados y sin nada de lo que alardear.

Se echó hacia atrás y recogió su paquete de carne y la cabellera en una mano.

El Mandan atracó, tan cerca de la orilla que pudieron saltar a bordo. El rostro rudo y oscuro de Jourdonnais miró interrogante a Summers. Los criollos le miraron también, con ojos enormes y vigilantes como los de ranas listas para saltar si alguien daba otro paso.

—Nos hemos cargado a uno y hemos dejado tocados a dos —el cañón de su rifle giró hacia Boone—. También hay un caballo con un disparo en todo el centro —y con un hilo de voz que Boone apenas llegó a escuchar continuó—: Creo que no será la última vez que los veamos.