CAPÍTULO XIII

—Mi viejo siempre decía, si el problema es inevitable, intenta disfrutarlo.

Jim Deakins estaba echado en una ladera de hierba, aplastando de vez en cuando algún mosquito con la palma de la mano. El Mandan volvía a estar amarrado en la orilla suroeste, bajo la protección de un árbol que se inclinaba sobre el agua. Boone estaba echado boca arriba, escuchando a medias y mirando el cielo por donde el sol poniente lanzaba un rayo de luz. Summers dijo que saldrían a buscar búfalos, cualquier día a partir de ahora. Boone se rascó la mejilla.

—No creo que tu viejo pudiera disfrutar mucho de estos mosquitos —replicó Boone.

Estaba preguntándose si él y Summers serían capaces de cazar algún búfalo en la primera incursión.

—Él, de alguna manera, era capaz de olvidarse de ellos. Tenía un método —aseguró Jim.

—Dicen que esto no es nada. Que se hacen más grandes y más gordos a medida que se sube río arriba, hasta que llegan a tener un aguijón como una manguera.

Boone rodó sobre un costado. Jourdonnais estaba encendiendo una hoguera. Cogió un puñado de hierba seca, lo embutió en un nido y colocó un trozo de yesca dentro. Prendió fuego a la yesca, juntó los extremos que sobresalían del nudo formando una bola y lo balanceó en un círculo con un movimiento de la muñeca. La hierba prendió con una llamarada y la colocó bajo su montoncito de palitos y corteza.

—¿Por qué crees que hemos amarrado? —se escuchó Boone preguntar, mientras en su mente veía un gordo búfalo y a sí mismo apuntándole justo detrás de la grupa—. Podríamos seguir avanzando.

—No se puede hacer trabajar día y noche ni siquiera a una mula. ¿No lo sabías? Se vuelven mezquinos y se agotan —Jim señaló más allá de Jourdonnais hacia los hombres echados en tierra, o simplemente tirados por ahí, demasiado cansados para cantar, o tan siquiera para descansar, y sus voces no eran más que un susurro—. Ya es hora de que Jourdonnais les dé un trago y les llene los estómagos, pero se levantarán de nuevo. Hoy no hemos acabado todavía.

—El río se está calmando, o al menos no está empeorando…

Boone acababa de presionar el gatillo mientras apuntaba al buey y escuchó el petardeo de la bala cuando impacto en el objetivo.

—Estaba hablando sobre mi viejo. Desde que Dios lo atrapó, vivir con él se convirtió en un infierno.

—¿En serio?

—Oh, se le pasaba, hasta que había otro servicio religioso. Pero mientras Dios lo tenía atrapado, lo tenía bien atrapado. En aquella época yo pensaba que Dios cabalgaba sobre una nube con truenos en ambas manos para lanzárselos a la gente sólo por ser como eran —Jim se calló y continuó unos segundos después—. En ocasiones lo sigo pensando.

—Supongo que mi padre era demasiado miserable incluso para Dios —respondió Boone… el buey en un primer momento saltó una vez, cayó hacia delante y se quedó agitando las patas en la hierba.

—Nadie es más meticuloso que Dios. No, señor. Si Él te pilla jugando a las cartas o soltando una palabrota o con las manos en una mujer, aunque sea negra, te envía al infierno por siempre jamás, amén. Incluso pensar es muy peligroso. Porque un hombre piensa como siente, y al infierno con él también. ¿Por qué crees que nos dio una mente si no? Es mucho mejor ser una criatura estúpida y divertirse, sin pensar, que pensarlo y acabar achicharrado en el infierno por ello.

—Supongo que sí.

—Dios es un cotilla. Uno pensaría que tiene suficientes cosas con las que entretenerse en el mundo y las estrellas y todo eso y mantener a raya al diablo para que no le engañe. Pero no. Mete las narices en todo, hasta lo más insignificante. Incluso te metes en el retrete y ahí está Dios, mirando directamente a través del techo o fisgoneando por el cerrojo, todopoderosamente curioso sobre lo que estás haciendo.

Summers había dicho que el pellejo de un búfalo se pelaba boca abajo, colocándole los pies por fuera para sujetarlo correctamente.

—Bueno, pues a mi viejo, supongo que de vez en cuando le invadían algunos de esos pensamientos demasiado oscuros para poder unirse a Dios, y se preocupaba por el infierno y el más allá. Teníamos que rezar y leer la Biblia y arrepentirnos cada uno de nuestros días y parte de nuestras noches también, a menos que uno pudiera dormirse y olvidar que Dios le observaba. No sabía qué significaba el arrepentimiento, pero me he arrepentido. Sí, señor. Ya he tenido la ración de arrepentimiento que me corresponde. Ahora, mayormente pienso que qué demonios, que le zurzan. Hasta el momento, no he visto que caiga ningún rayo. Pero uno nunca sabe —dijo Jim mientras miraba al cielo y mataba mosquitos a manotazos, estiraba el brazo y arrancaba una hierba y se la colocaba entre los dientes; la hojita en el extremo danzaba mientras hablaba—. Mi viejo normalmente era bueno. Cuando era él mismo, sin mirar más allá —el pulgar de Jim apuntó hacia el cielo—, era un tipo listo. Tenía razón sobre los problemas.

—¿Por qué hablas todo el rato sobre problemas?

—No es nada, Boone. No es mucho, en todo caso. Sólo es que llegamos al Platte mañana o pasado mañana, según dice Summers.

—Ajá.

Los ojos de Jim se deslizaron hacia Boone, como si estuviera estudiándolo disimuladamente.

—Dejémosles que tengan su diversión. Rasurándonos y todo eso.

—No tengo intención de echarme atrás —respondió Boone, y vio la pausada sonrisa que se dibujó en el rostro de Jim.

—Bien hecho. En ocasiones eres un hombre de los pies a la cabeza, Boone.

—Me siento mejor, mucho mejor. Supongo que el castor ha funcionado, o si no, ¿qué otra cosa? —dejó escapar una sonrisa mientras miraba los suaves ojos azules de Jim. Una corta barba pelirroja salía disparada de las mejillas de este, brillando como alambre.

—Podría ser. O que no bebas whisky, o tal vez ha desaparecido de forma natural.

Jourdonnais abandonó el fuego y comenzó a hacer la ronda con su jarra. Pambrun comenzó a calentar la olla.

—Pega un buen trago —iba diciendo Jourdonnais.

Cuando la jarra le llegó, Boone negó con la cabeza.

—Supongo que yo puedo beber por dos —dijo Jim, y dio un buen trago. Se limpió una gota de licor de la barbilla.

Jourdonnais les gritó.

—Pasada la frontera, novatos, ya en la parte alta del río. Afeitamos vuestras dos cabezas, parce que mantengáis las patillas recortadas. Tal vez mañana, ¿eh? —dijo y sus dientes asomaron como granos de maíz bajo el cepillo de su bigote.

Comieron —carne de ganso salvaje y huevos que Pambrun había recogido en una isla y puré enriquecido con sebo— y continuaron después, usando remos y varas y parte del tiempo la vela, que se hinchaba y a continuación flameaba para luego volver a hincharse con la brisa. El río era ancho y el nivel del agua todavía alto, pero más tranquilo ahora por una orilla abierta y casi sin material de arrastre. Las canciones de los barqueros volvieron a sonar, mientras el sol se escondía por detrás de las colinas y un gajo de luna aparecía, pálido como la vela a la luz del día. Algunas agachadizas picoteaban por las orillas, algunas gris perla, como el abrigo de Bedwell, y otras con la parte inferior roja. Algunos chotacabras lanzaban gemidos al cielo, como monedas echadas al aire, y desde las colinas que formaban una cordillera suave hacia el oeste Boone escuchó el alarido de un animal, fino y tembloroso y solitario. Le recorrió un leve escalofrío, que le subía por la espalda y le erizaba el pelo del pescuezo. Esto hacía que a un hombre le valiera la pena vivir la vida. Esto, y los búfalos más arriba, listos para ser cazados. Sintió la piel de castor dentro de sus vaqueros y no pudo evitar reírse para sí mismo mientras apoyaba el hombro en la vara, pensando lo preocupado que había llegado a estar. No era nada. Uno siempre lo capeaba, como un resfriado. «L’on, ton, laridon, dai». ¿Sería un toro o una vaca lo que él y Summers verían primero?

Llegaron al Platte cuando el sol estaba en lo más alto y soplaba una buena brisa. El Mandan se mantenía en la orilla más alejada del Missouri, pero Boone podía ver el punto donde desembocaba el Platte, alrededor de ambos lados de una isla que ahora estaba casi totalmente cubierta por el agua. Sólo el centro permanecía seco. En las orillas el río mojaba las ramas de los árboles. El Platte bordeaba verdes y redondeadas colinas desnudas como un huevo, a excepción de algún que otro árbol aquí y allá, que se erguía raquítico y solitario. Boone imaginó que desde la cima de esas colinas se podía ver a distancias infinitas, sin nada que obstaculizara la visión, a menos que fuera una manada de búfalos, o tal vez una partida de guerra, todos pintados y con plumas, levantando polvo por donde galopaban.

Los hombres que ya conocían la parte alta del río habían estado atareados toda la mañana susurrándose cosas, ajetreados de un lado a otro, sonriéndose unos a otros y mirando a Boone, a Jim y a Labadie y Roi, y al resto de los que iban a cruzar el Platte por primera vez. Y ahora que ya estaban allí, Pambrun comenzó a gritar con su voz aguda y rota y a agitar una cuchilla de afeitar, y Jourdonnais, Summers, Romaine, Fournier, Chouquette y Lassereau y el resto sonreían y se frotaban las manos como si supieran que iban a pasar un buen rato. Jourdonnais pasó el timón a Menard, bajó y envió a Ojos de Cerceta a la proa junto con los novatos. El viento empujaba el barco con suavidad, que llevaba tan sólo media vela izada. Ojos de Cerceta se mantuvo separada de los hombres, en la parte más alejada de la proa, mirándolos con su pequeño y sobrio rostro, y a continuación apartando la mirada. Boone cruzó la mirada con ella y sonrió un poco, mientras los hombres se reían y parloteaban a sus espaldas y se empujaban unos a otros. Los ojos de ella se apartaron de los suyos y regresaron de nuevo durante un largo minuto, pero ella no sonrió. ¿Es que nunca sonreía? ¿Es que no sabía lo que era una sonrisa?

—¡Señor Deakins! —Summers estaba en el passe avant—. ¿Va a ofrecerse por su propia voluntad o vamos a tener que ir a por usted?

—No es por mi propia voluntad, pero ya voy.

Boone observó cómo avanzaba Jim por el contenedor de carga hacia unos brazos que lo agarraron. Hubo un forcejeo y Jim cayó y desapareció de su vista. Boone podía oírlo gritar, dejando escapar los habituales gritos de guerra, mientras los otros también gritaban, y se reían con todas sus fuerzas, armando tal escándalo que espantaron a un pato salvaje en el agua. Boone volvió a observar a Ojos de Cerceta. ¿Sería bonita cuando se hiciera mayor, como lo era ahora? ¿Bonita como una mujer arikaree? ¿Y complaciente? ¿Complaciente con un cazador consumado de búfalos?

—Señor Caudill —gritó Summers.

Su rostro estaba crispado, fiero, pero bajo las cejas le brillaban los ojillos. Boone saltó al passe avant y lo cruzó. Desde atrás, Summers lo empujó y le hizo caer sobre la multitud; intentó mantenerse en pie mientras muchas manos lo agarraban, un brazo le rodeaba el cuello y alguien lo inmovilizada por detrás con un abrazo de oso. Acudieron todos a su alrededor en la cubierta pequeña. Cuando logró zafarse vio fugazmente a Jim con la cabeza afeitada a los lados y el centro recortado como la crin de una mula, y a continuación volvieron a sujetarle. Sintió el peso y la presión de sus cuerpos a su alrededor, sintió las respiraciones jadeando en su cuello y las manos que se estiraban y le agarraban. Durante un minuto se apoderó de él un pánico demente, y algo más, algo que brotaba desde lo más profundo de su ser, un ataque de locura transitoria o un ataque de risa, mientras las voces gritaban en sus oídos. Forcejeó y se retorció con una repentina y salvaje fuerza. Summers bufaba.

—Este potro es tan fuerte como una vaquilla.

Y a continuación Boone se escuchó a sí mismo reír, aullando y riendo, mientras los hombres le agarraban los brazos y le levantaban los pies y le inclinaban y lo sentaban sobre su trasero en cubierta.

—Iniciemos a l’enfant —dijo Jourdonnais.

—A este que les habla le está apeteciendo cortar algo de pelo.

Las manos cayeron por detrás de Boone y le taparon los ojos.

—Convertimos a Deakins en un pawnee —era Summers otra vez—. Convertiremos a este potro en un maha papoose.

Boone sintió la cuchilla sobre su cuero cabelludo, moviéndose y atascándose, y moviéndose otra vez mientras el filo silbaba.

—¡Ya está bien, diantre! —exclamó Boone.

Se pasó la mano suelta por la cabeza. Se la habían dejado tan pelada como una piedra, excepto por un mechón de pelo delante y otro detrás. Los hombres habían formado un círculo a su alrededor, riéndose. Observó los ojos que estaban puestos en él y las bocas abiertas e intentó seguir riéndose, pero sintió que le caía sangre sobre la cara y se le pasó por la cabeza meterle un puñetazo a alguien o levantarse y desaparecer. Pero entonces volvió a ver a Jim, tenía el aspecto más extraño que nadie pueda tener, con sólo una cresta de pelo atravesándole el centro. El propio Jim era un mulo, con una crin roja recortada, un mulo con lágrimas rodándole por la mejilla por lo mucho que se reía, y Boone se dio cuenta de que aún se reía con más fuerza porque ahora él mismo también reía.

Jourdonnais tiró de él y le ofreció una taza de metal, no era alcohol y agua en esta ocasión, sino un buen brandy francés. Boone lo probó y sintió que le hacía cosquillas en la lengua.

Labadie estaba en el passe avant, con expresión preocupada.

—A cambio de esto —gritó—, me libro. ¿Sí? ¿No? —dijo mientras sostenía en alto una botella.

—¡Bien! Oui! —le arrebataron la botella, y la bebieron a morro como hombres ansiosos por un trago.

—A cambio de esto, no te afeitaremos. Sólo te daremos un baño —dijo Romaine, que lanzó a continuación su enorme brazo, agarró a Labadie y lo tiró al suelo. Labadie chilló.

—Con cuidado ahora —dijo Romaine—. Cuidado.

Lanzó un lazo de cuerda sobre Labadie y lo levantó en brazos y lo bajó por la borda, remojándolo como un trozo de pan de maíz que cuelga de un hilo. Labadie gritó algo en francés y regresó maldiciendo y medio ahogado, y Romaine le golpeó en el trasero hasta que logró zafarse de la cuerda y huyó a la proa.

—El siguiente —dijo Jourdonnais.

Cuando todo hubo acabado, el Platte había quedado a sus espaldas, perdido al otro lado de las colinas. Aunque la brisa seguía soplando, Jourdonnais atracó pronto y los agasajó con más brandy; parecía aliviado y casi feliz en esos momentos, mientras los hombres bebían y cantaban y se peleaban en la orilla. Al amanecer continuaron la marcha, usando la soga de arrastre en las orillas abiertas, porque el río daba innumerables revueltas, como una serpiente reptante.

—¿Ya estamos en territorio de búfalos?

—Pronto. Pronto. Ya te diré cuándo.

Los ojos de Summers siempre estaban puestos en las orillas o en las lomas que se alzaban sobre ellas, viendo cosas que tal vez ningún otro hombre podía ver. Allí los árboles se hacían más pequeños y escasos y formaban hileras en las partes bajas de la orilla, como si ya hubieran desistido para siempre de expandirse por las riberas. La mayoría eran álamos, con algún que otro fresno o un ciruelo salvaje que comenzaba a llenarse de flores blancas.

Las orillas se deslizaban, a la salida del sol, al mediodía y a la caída del sol, y el río los guiaba flanqueado por el pálido verde de hojas nuevas. Los pelícanos pasaban volando a través del crepúsculo, un montón de ellos, volando hacia el norte en formación de cuña. Los gansos silvestres se apostaban en la orilla durante las frías mañanas, y diminutos ansarinos flotaban en una hilera detrás, dibujando silenciosas uves en el agua. Los chotacabras piaban. El nido de un águila en lo alto de un viejo árbol y chozas de caza indias, vacías y medio derruidas. Y siempre la soga o las varas o los remos y, en ocasiones, la vela, sin parar, en un río sin fin, en un río que fluía bajo ellos y los empujaba hacia delante, hacia los Council Bluffs, hacia el Yellowstone, hacia los pies negros, hacia los búfalos, atrapando el cielo por las noches y ondulándose como una lámina de plata.

—Amarraremos en el campamento de Cabanné —dijo Jourdonnais de noche, y los ojos de Summers se alzaron y enarcó las cejas interrogante; Jourdonnais continuó hablando—: Lo conozco desde hace mucho tiempo. Es un buen tipo. Un amigo.

—Trabaja para la compañía, en todo caso.

Jourdonnais asintió.

—Sólo pararemos un minuto para saludar. También para averiguar qué tal están las cosas allá arriba. Quizás podemos comprar algo de cecina de los mahas.

—Habrá carne en abundancia dentro de poco. Sólo estamos a una o dos jornadas para el territorio de búfalos. Caudill, aquí presente, tiene ganas de demostrar lo bueno que es consiguiendo carne, ¿eh?

—Tengo ganas de intentarlo —dijo Boone.

—Hay carne más adelante —dijo Jourdonnais—. Pero también hay sioux y arikaree. Mejor llevar algo de carne a bordo.

Continuaron al amanecer a vela. En el margen izquierdo los álamos se alzaban desnudos, quemados, y sus ramas calcinadas apuntaban hacia el cielo como los huesos de una mano. Más allá, al otro lado de un riachuelo, se desplegaba una cadena de colinas verdes y boscosas. Había cabañas a orillas del río, y edificios más grandes en la ribera, cerniéndose sobre estas. Media docena de indios estaban apostados en la orilla observándoles. Los barqueros les gritaron y saludaron, y levantaron las manos y les vieron bajar lentamente, como si estuvieran cansados o decepcionados al ver que la barcaza no amarraba allí. Una india con un vestido azul que le colgaba sobre el cuerpo como un saco se les quedó mirando todo el rato, y su ancho rostro se movió siguiéndolos hasta que sólo fue una mancha de azul en la orilla.

El puesto de Cabanné se alzaba blanco contra el fondo verde, almacenes y cabañas y una casa de dos plantas con un balcón con vistas al río.

Mahas, otos, y tal vez unos cuantos ioways —dijo Summers, mientras examinaba a la muchedumbre apiñada en la orilla y Depuy tocaba una trompeta para avisar de la llegada del Mandan.

Unos cuantos tiros de rifle sonaron a modo de bienvenida desde el puesto, y cuatro pistolas contestaron desde el Mandan. Algunos de los indios iban vestidos con pieles de búfalo, con el pelo hacia fuera, y algunos llevaban mantas a rayas pintadas. Los niños se movían entre ellos, tripones y mirándoles ateridos sin una sola prenda de ropa que les cubriera. Los indios se apartaron a los lados un poco mientras el Mandan atracaba, para dejar que pasara un hombre con andares de importancia que ofreció su mano a Jourdonnais cuando este saltó a la orilla. Se quedaron un rato hablando como hacían los franceses, tanto con sus ojos y manos como con sus bocas. Boone supuso que aquel hombre era Cabanné. Los indios llevaban los rostros pintados, algunos de ellos con rayas rojas que surcaban sus mejillas y otros con manchones rojos frescos, todavía húmedos con saliva, en sus frentes y barbillas.

Jourdonnais les gritó desde la orilla.

—¡No abandonéis el barco! Non! Continuaremos rápido. No dejéis que nadie suba a bordo, Summers.

Una squaw, con ojos pequeños como habichuelas y el pelo suelto que le caía por la espalda arqueada, extendió las manos hacia fuera e hizo una señal poniendo un índice sobre el otro índice y luego el otro sobre el primero. Se señaló entre las piernas y levantó la mirada mientras volvía a hacer la señal preguntando con los ojos. Desde el barco Romaine gritó: «¡Eh!», sostuvo una moneda en alto y luego añadió otra, pero ella negó con la cabeza, y continuó haciendo la señal con los dedos. Los hombres vitoreaban a Romaine y miraban a la squaw y luego a Romaine para vitorearle de nuevo, con ojos atentos y hambrientos. Romaine se metió las monedas en el bolsillo y señaló sus partes bajas y luego mantuvo las manos en el aire, a un pie de distancia una de otra, como un pescador señalando el tamaño de un pez. Sus cejas se enarcaron interrogantes. Los hombres gritaban, riéndose de su bravuconada, pero la squaw se limitó a mirarlo, sin sonreír, y siguió jugueteando con sus dedos. Bajo el viejo vestido de piel cerrado por en medio, Boone pudo ver la carne de sus pechos bamboleándose. Volvió la cabeza hacia la barcaza y vio a Ojos de Cerceta asomada mirando, y su rostro por primera vez animado y despreocupado.

Un viejo indio con un solo ojo y el rostro con tantos cráteres que parecía que varios halcones habían estado picoteándoselo se acercó a Boone y a Jim, que habían saltado desde la barca y estaban al borde del agua. Su cuenca vacía estaba hundida y cubierta con un párpado rojo y de ella manaba una densa gota amarilla que intentó limpiarse con los nudillos de una mano. En la otra sostenía una larga pipa negra, anillada con círculos de plomo. Gruñendo, puso el dedo en la cazoleta de la pipa para mostrarle que estaba vacía. Luego extendió su mano, suplicante.

Jourdonnais y Cabanné salieron del puesto seguidos de cuatro indios. Jourdonnais dijo algo a Lassereau, que subió por el margen del río y regresó con una bolsa de piel y volvió a marchar y traer otra. Era cecina de búfalo o pemmican, imaginó Boone. «Tabaco», dijo Jourdonnais a Summers, que acto seguido desató una correa del contenedor de carga. Los indios se apiñaron todos alrededor de Jourdonnais mientras este sacaba los oscuros rollos de tabaco. Hablaban con una lengua gutural, como si fuese la garganta la que emitía el sonido, y echaban las manos al aire. Jourdonnais pagó a los cuatro, echó una ojeada a los que se habían quedado con las manos vacías y dejó un rollo en la palma del viejo con un solo ojo.

Cabanné se encogió de hombros cuando la transacción hubo acabado.

—Mejor los mahas y los otos que los pies negros, ¿no? —dijo a Jourdonnais—. Tal vez consigas castores, pero tienes más probabilidades de que te arranquen la cabellera.

Jourdonnais se pasó los dedos por su espesa cabellera.

—No es que la necesite mucho.

El rostro de Cabanné adoptó una expresión seria.

—Ten cuidado, amigo mío, de los indios, y de otras cosas también.

Durante un instante los ojos de Jourdonnais escudriñaron los de Cabanné.

—¿Sí?

Cabanné apartó la mirada, volvió a encogerse de hombros sin decir nada, como si lo que había dicho ya fuera suficiente, y tal vez demasiado.

Allons! —exclamó Jourdonnais, y estrechó la mano de Cabanné.

Las orillas volvían a deslizarse a ambos lados y el río serpenteaba junto a un viejo fuerte en Council Bluffs, donde Summers dijo que murieron trescientos soldados de escorbuto, todos al mismo tiempo; por un tramo de río poblado de troncos muertos; a través de terreno llano durante un rato y luego accidentado de nuevo, despoblado de árboles pero cubierto de verde hierba; por Wood’s Hills, donde un millón de golondrinas anidaban en la roca amarilla.

—¿Ya estamos en territorio de búfalos?

—Falta poco. Muy pronto.

Por Blackbird Hill, donde había un jefe indio enterrado; por Floyd’s Bluff, donde el río disminuía de caudal y las orillas eran bajas y desembocaba el río Big Sioux; por el arroyo Vermilion, donde Summers señaló al arbusto de bayas plateadas que los criollos llamaban la graisse de boeuf; más adelante por el Rivière à Jacques y el arroyo de Running Water, impulsados a remo, con varas, con soga y vela, día tras día, mientras el sol salía y recorría el cielo y se escondía tras las colinas.

Todavía era de noche cuando Summers sacudió a Boone.

—Hora de que te luzcas.

Boone se quedó tumbado unos segundos, pestañeando, observando una estrella como un agujero en el cielo.

—¡Búfalos! —se dijo a sí mismo, y se levantó de un salto.