El Missouri bullía. Se desbordó de su lecho y burbujeaba entre los sauces y los álamos. Erosionaba los acantilados, socavando la orilla. Grandes trozos de la ribera se desprendieron arrastrados por el agua o se derrumbaron, provocando lentas perturbaciones en la superficie que la corriente atrapaba y transportaba y engullía en su propia precipitación. Los árboles caían al ceder las riberas, desplomándose lentamente al principio y luego más rápido, rasgando el aire, y quedaban a flote en el agua anclados al terreno desgajado, formando presas contra las que se apilaba el material de arrastre. El agua golpeaba estas débiles barreras, sobrepasándolas, derramándose sobre ellas y bordeándolas, rompiendo en espuma blanca al retomar su curso. En el canal la corriente aumentaba, como el dorso de una serpiente.
El Missouri era un río endemoniado; era una muralla de agua rugiente que se alzaba frente al Mandan y rompía a su alrededor y volvía a elevarse ante la barcaza; no era un río en absoluto, sino más bien una gran extensión de agua desbordada que saltaba desde las montañas y se arrastraba por la llanura hasta desembocar violentamente en el mar.
Hasta donde se podía atisbar, la lluvia caía… caía en pequeñas gotas y de forma constante, de manera que el propio aire era acuoso y penetraba húmedo y débil en los pulmones. Al mirar río arriba, sintiendo la brisa directamente en su rostro, Jourdonnais perdía el curso del río entre la bruma. La orilla opuesta era una sombra. Podía ver la soga de arrastre que pasaba por el mástil, a través del mascarón, combándose por su propio peso y perdiéndose en la nada, hacia la tripulación que era tan sólo un manchón que avanzaba lentamente orilla arriba.
No era tiempo de navegar, ni de sacar velas o remos o varas o cuerdas de arrastre. Uno podía perder su barco sin darse ni cuenta. El saliente de una ribera podía cascarlo, o una terraza, o un árbol derribado en la orilla. Jourdonnais temía más que a nada a los árboles derribados. Ese día había visto media docena de veces cómo el agua en movimiento rompía en las orillas y los grandes troncos derribados se agitaban como piernas pataleando, irguiéndose durante unos instantes contra la corriente, desnudos y enormes, y luego cediendo y desplomándose; eso sería suficiente para partir el barco.
Jourdonnais observó las aguas oscuras como si pudiera ver bajo ellas. Romaine estaba apostado delante de él, en la proa, un gigante vigilante que manejaba su larga vara como si no fuera más pesada que un bastón.
No hacía tiempo para avanzar, pero el Mandan tenía que avanzar… diez millas al día, cinco millas, una, lo que pudieran sacar de su esfuerzo. Y habían remado y usado la vara y tirado de la soga e izado la vela y tuvieron que arriarla y volver a izarla, esperando que soplaran prolongadas ráfagas y vientos favorables. Habían trabajado desde el amanecer hasta el anochecer, tomando cualquier cosa en el desayuno y la comida a bordo y acampando sólo cuando la luz del día se apagaba. En las zonas donde el agua de la orilla era profunda arrimaban la embarcación a la orilla y los hombres se apostaban en el passe avant y en la cubierta, agarrándose a la maleza y empujando el Mandan mano a mano río arriba.
Se podían escuchar algunas quejas entre la tripulación. Miraban a Jourdonnais —no directamente, sino por el rabillo del ojo— y este los oía renegar por la comida de noche y por la mañana bajo las mantas, cuando se despertaban doloridos y resentidos al amanecer. Ahora todas las mañanas, y todas las noches, el patrón pasaba la jarra de whisky. Les animaba a cantar y gastaba bromas y les soltaba improperios y los alababa, como si fueran niños. Él y Summers contaban historias por la noche cuando estaban acampados, les hablaban de los pawnees, que eran hostiles cuando se encontraban con un hombre blanco solo. Hace tan sólo un año, decía Summers, dos desertores fueron asesinados en el Platte.
La lluvia caía en finas gotas sobre el contenedor de carga y se escurría por ambos lados. En la cubierta del barco se había formado una película de agua. Pronto tendrían que empezar a achicar. Jourdonnais se preocupó por Ojos de Cerceta, a pesar de que la joven estaba sentada sobre una capa y una manta extra, y él mismo había asegurado la piel de búfalo que cubría su pequeño habitáculo. No ayudaría en nada que se pusiera enferma. Debía evitarle la enfermedad y los hombres. ¡Mon Dieu, los hombres! Y ya podía advertirles una y otra vez y hacer que Summers los mirase uno a uno con esos duros ojos que ponía. Los gatos en la jaula sobre el contenedor parecían diminutos con sus pelajes mojados. Se movían de un lado a otro, maullando, disgustados por la lluvia. Ya sólo quedaban cuatro. Dos habían sido vendidos a Francis Chouteau, el comerciante del Kansas, a cambio de una buena piel de castor por cada uno de ellos, castores Ashley. Puma estaba en la popa con Ojos de Cerceta, resguardado junto a la capa.
Jourdonnais escurrió el agua de su bigote presionándolo con el nudillo del índice. Ya casi a mediados de abril ¡y todavía tenemos que remontar el Platte! Sacudió la cabeza pensando en ello. ¿A qué distancia estaba la Nación de los Pies Negros, más allá del Roche Jaune, más allá del Milk y el Musselshell, tal vez hasta Great Falls? ¿Dos mil trescientas millas? ¿Dos mil quinientas? Iba a ser un largo verano de duro trabajo, sin duda. El Mandan no lo lograría a menos que aprovecharan cada minuto, o corrían el riesgo de llegar tarde, tal vez a tiempo para congelarse, en un territorio tan gélido que el aire crujía como el hielo y el sol se congelaba, e incluso los Pieds Noirs permanecían dentro de sus casas, soñando con el verano venidero y las fiestas guerreras mientras afilaban sus cuchillos de rebanar cabelleras.
Les Pieds Noirs! Un frío nudo se formaba en las entrañas de uno cuando pensaba en ellos. Incluso Manuel Lisa tuvo que darse por vencido, y los huesos de Immel y Jones y tantos otros se pudrieron en los Trois Fourches o a lo largo del Roche Jaune. Jourdonnais se sacudió intentando desembarazarse de lo que turbaba sus pensamientos. Todo podía ser explicado. Los pies negros sabían que Lisa era amigo de sus enemigos, los crows. Immel y Jones habían colocado sus trampas en territorio prohibido. Y ni Lisa ni los otros contaban con Ojos de Cerceta, la pequeña squaw hija de un jefe indio. El comerciante blanco la llevaba a su casa porque el comerciante blanco era amable y quería ser hermano de los pies negros. Había viajado durante muchas noches y se había enfrentado a muchos peligros sólo para llevarla de regreso, y además le había llevado un uniforme rojo con galones dorados y botones de plata que harían destacar al jefe como el gran hombre que era en la nación. Además, también llevaba para sus hermanos abalorios y bermellón y armas y pólvora y una bebida llamada agua de fuego. Lo había llevado todo sorteando a los sioux, pasando de largo a los arikaree, más allá de los assiniboine, para que sus amigos, los pies negros, pudieran disfrutar de lo que otras naciones disfrutan.
Todo iría bien, se dijo de nuevo Jourdonnais, si al menos el Mandan llegara hasta allí, y llegara a tiempo. Se las apañaría. Empezando desde cero, como simple grumete, se labró un camino hacia arriba, trabajando, ahorrando, y siendo más osado que otros hombres. Y ahora, junto a Summers, era un patrón, y al único que servía era a sí mismo, un comerciante que había invertido todos sus ahorros y había pedido prestado dinero también para invertirlo en una vieja gabarra y en mercancía para comerciar. Tenía una oportunidad, una buena mano de cartas, para ganar algunos dólares, y se las apañaría. Saldría adelante como siempre había hecho y, tal vez, poco a poco, él y su Jeannette podrían construirse una gran casa lejos de Carondelet, ¿y quién podría llamarle entonces Vide Poche?
De entre los matorrales de la orilla apareció el cazador. Avanzó por el agua y subió a bordo mientras Jourdonnais atracaba el barco. El ante mojado se le pegaba al cuerpo.
—¡Jesús! —exclamó Summers.
—Mal —reconoció Jourdonnais.
—¡Jesús! —repitió Summers—. Esta orilla no es buena para echar la soga.
—Ni el lecho para varear, ni la corriente para remar, ni el viento para echar la vela. Pero nos movemos, aunque sea poco.
—Los malditos árboles entran hasta el agua.
Jourdonnais examinó el cielo.
—El río está calmado ahora, más allá del Nishnabotna, y el viento sopla de frente, como siempre.
—Embarras río arriba —informó Summers.
—¿Otro más?
—Peor que el anterior.
Jourdonnais perjuró. Lanzó la mirada hacia la orilla más alejada, al otro lado de la corriente parda y el ajetreo del material de arrastre.
—Perdemos el tiempo yendo hacia atrás y hacia delante como un maldito ferry. Todo el tiempo, de un punto a otro, cruzamos a una orilla y volvemos a cruzar a la otra —los ojos de Summers le miraban interrogantes—. Bueno, quizás podemos intentarlo.
El cazador movió la cabeza vacilando.
—Creo que el mástil podría romperse, o la soga.
—No es seguro, ni tan siquiera cruzar a la otra orilla —respondió Jourdonnais señalando al otro lado del río.
—De acuerdo, es arriesgado.
—Seguiré atento, de todas formas.
A unos cien pies de la orilla un árbol caído bloqueaba la corriente. Materiales de arrastre se habían quedado apilados contra esa barrera, álamos, cedros y pinos enanos hinchados de agua que bajaban del río y sauces todavía preñados de retoños formaban un cúmulo de objetos en la superficie del agua que se movía con la corriente y se atascaba en el tronco del árbol, de manera que un hombre podía andar sobre ellos. Por el borde el agua discurría al principio en una suave corriente continua que luego se embravecía escupiendo espuma y rocío y salpicando las orejas de los hombres con una ráfaga húmeda incesante. El aire apestaba levemente a podredumbre, procedente de los cuerpos hinchados de búfalos que se habían ahogado río arriba y que ahora habían quedado varados en el atasco, formando pequeños montículos de color pardo entre el material de arrastre; en ocasiones se soltaban bordeando el obstáculo y salían disparados apareciendo y desapareciendo en la turbulenta superficie del agua.
Jourdonnais ordenó un alto al divisar el embarras. Lo examinó con los párpados entrecerrados.
—Tenemos que retroceder para cruzar a la otra orilla —informó a Summers, y esperó su respuesta.
El cazador se limitó a asentir.
—Incluso así, corremos riesgo —se movió de nuevo hacia el canal—. Podríamos encallar allí también.
Summers sonrió, pero sus ojos se mantuvieron sobrios.
—Estoy pensando que lo que deberíamos hacer si tuviéramos al menos la inteligencia de una gallina idiota es echar amarras.
—Non! —exclamó Jourdonnais—. ¡Virgen Santa! ¿Es que vamos a pasarnos el verano en la orilla?
—Pues tiremos de ella entonces —dijo el cazador—. En todo caso necesitas tres hombres a bordo, pero necesitamos tantas manos como podamos en la soga.
—Venga. Romaine y yo nos haremos cargo.
Romaine arrimó el barco a la orilla con la vara y Summers chapoteó en la orilla.
—Pasaremos la soga por un árbol y luego tiraremos —gritó a Jourdonnais.
Romaine estaba alejando el Mandan otra vez de la orilla. Jourdonnais bajó del contenedor de carga y le echó una mano, ignorando el ceño profundamente fruncido de Romaine. Vio a Summers avanzar a grandes zancadas por la orilla como un hombre que sabe dónde se dirige, y su figura se fue emborronando tras la lluvia a medida que se alejaba.
Summers hizo una señal con el sombrero.
—Listo —informó Jourdonnais a Romaine, y volvió a subir al timón.
El Mandan avanzaba pulgada a pulgada mientras el agua rompía contra la proa. La soga se tensaba en una línea casi recta. La lluvia era más fina ahora y Jourdonnais podía ver a la tripulación, inclinada y resbalando sobre la agreste y accidentada orilla.
La barcaza se aproximó a la presa, llegó a su nivel, separada de ella a tan sólo una docena de pies pero todavía en el curso del torrente que fluía a su alrededor. El Mandan comenzó a balancearse como una cometa, separándose de la orilla y de repente roló hacia esta, virando hacia un lado como si fuera a volcar y después avanzando bruscamente por el tirón de la soga de arrastre y la brida y el timón en la mano de Jourdonnais. Romaine saltaba de un lado a otro, balanceando la vara de un lado a otro con él.
Jourdonnais se escuchó a sí mismo gritar «Fort! Fort!». Su cuerpo se tensó para impulsar la barcaza hacia delante, pero la nave se quedó parada en la cresta de la corriente, embistiéndola pero sin atravesarla, como un caballo asustado ante una valla. «Fort! Fort!». Los hombres podrían tirar de ella lo suficientemente bien si no fuera por la falta de apoyo. Vio agua que goteaba de la soga y se quedaba colgando de ella como si fueran gotas de sudor. El mástil se arqueó por el tirón. La lluvia arreciaba de nuevo convirtiendo a la tripulación en un manchón. Debería haberles dicho que acortasen el agarre de la soga, por la mayor fuerza que les proporcionaría.
«Fort!», gruñó de nuevo entre dientes, y se inclinó hacia delante para examinar la parda corriente de agua que rompía debajo de él mientras se sujetaba con la mano en una de las correas del contenedor de carga. Romaine se tiró al agua, salió a la superficie y comenzó a bracear hacia la orilla, volviendo su rostro empapado hacia el Mandan.
La barcaza había retrocedido y girado cuando la brida se rompió y ahora estaba escorada mientras el agua golpeaba en un costado; sólo la sujetaba la soga y el mástil estaba combado por la tensión. Con las piernas separadas, sobre el contenedor de carga, sujetando una cuerda, Jourdonnais dijo: «O mon Dieu! Mon Dieu!». El barco se cimbreaba alejándose y acercándose a la orilla, como el peso oscilante de un péndulo. Vio que el mástil se combaba sobre él, el mástil que él mismo había insistido que fuera de nogal americano y sintió que el contenedor de carga se inclinaba bajo su barriga. «¡Soga! ¡Soltad soga! ¡Despacio!», gritó, sabiendo que no podían oírle por encima del sonido del agua. Vio que Romaine salía del río y se quedaba en pie chorreando agua durante un minuto, observando el Mandan, y luego salió disparado orilla arriba por el barro.
Jourdonnais se las apañó para bajarse del contenedor de carga y a cuatro patas se arrimó a la vara de recambio y la pasó por encima mientras se agarraba inclinado sobre un pie y una rodilla. Metió con fuerza la vara en el agua y buscó el fondo con la esperanza de poder virar el Mandan parcialmente. El Mandan y todo lo que podría llegar a ser, y todos los años de trabajo y esfuerzo escorados y al borde del vacío, sujetados por un palo de nogal americano y un cordel, escorados durante un minuto, durante una hora, durante toda una vida que parecía más larga que la eternidad y no más larga que ayer. Se escuchó a sí mismo gritar, suplicar a la tripulación para que aflojasen.
Su voz parecía estar prisionera, encerrada dentro del propio Mandan por el torrente de agua que pasaba a su lado, o perdida más allá de ella en la leve y continua lluvia, pero finalmente sintió que la soga cedía, sintió que el barco se balanceaba y lograba enderezarse arrastrado de nuevo por la soga, y vio el embarras moderándose río arriba.
Lo empujó con la vara hacia la orilla durante un rato y Romaine subió de nuevo, bufando, y lo ató a un árbol. Tras él llegaron Summers y la tripulación.
Jourdonnais se giró y echó un vistazo a la barcaza.
—Los gatos —dijo—. No vi que se cayeran.
Y, de repente, pensó: «¡Ojos de Cerceta!», y saltó hacia el passe avant y lo atravesó corriendo hasta la popa. Vio a Puma, de pie con las piernas tiesas y sobre la manta. Y entonces, gritó:
—¡Se ha ido! ¡Buscad, todo el mundo! Por la orilla. Se ha ido. ¡Ojos de Cerceta!
Saltó de la barca y se abalanzó hacia la orilla, agitando los brazos.
—¡Todos! ¡Todos! ¡Buscad! —comenzó a correr—. Tú, Summers, tienes ojos de indio.
Se dispersaron entre la maleza y salieron un poco más abajo y examinaron el agua y los alrededores de las orillas.
—¡Continuad! ¡Continuad! ¡Más abajo! Podría estar más abajo.
Fue el joven de Kentucky, Caudill, el que la encontró. Le escucharon gritar y corrieron hacia él y lo encontraron llevándola a través de la maleza.
—Se había sujetado a un tronco suelto —dijo—. Además, ha estado a punto de ahogarse. Tuve que echarme al agua para recogerla —y bajó la mirada a sus vaqueros chorreantes.
Jourdonnais se hizo cargo de ella.
—Conseguiremos algo de ropa seca, pequeña —dijo—, y luego la hoguera y la comida.
Ella lo miraba, no decía nada, y sus ojos se fundían en su fino rostro que parecía más delgado ahora. La ropa colgaba de sus diminutos miembros. «Parece un gato mojado pero, aun así, elegante», pensó Jourdonnais.
—Dile que se seque y se cambie de ropa, Summers —dijo en voz alta—. Ella te entiende mejor. Tal vez coja fiebres.
La joven pareció entenderle. Asintió levemente. Jourdonnais la subió de nuevo a la popa.
Se alejó y luego se paró cuando llegó al mascarón del Mandan y echó una mirada a las aguas turbulentas río arriba, sintiéndose cansado pero aliviado y embargado por una feroz alegría.
—Cuatro gatos —dijo—. Estúpido, enorme y maldito río bravo, sólo nos has sacado cuatro gatos —se giró—. Vamos. Echemos todos un trago.