CAPÍTULO XI

El Mandan navegaba a toda velocidad. El viento siguió soplando por la popa, un viento racheado e irregular, pero lo suficientemente fuerte para mantener la barcaza en movimiento. Con los veinte remos bogando, el barco se deslizaba suavemente. Los navegantes cantaban al ritmo de los remos, cantaban melodías que Boone ya se sabía de memoria a pesar de que desconocía su significado.

Dans mon chemin j’ai rencontré

Trois cavalières bien montées.

En ocasiones, Jourdonnais, en el puesto de timonel sobre el contenedor de carga, se unía a ellos y cantaba con una voz potente y ronca. Romaine estaba apostado en la proa, observando el río con su larga vara entre las manos. De vez en cuando se giraba y sonreía mirando hacia atrás a Jourdonnais.

L’on ton, laridon danée

L’on ton, laridon, dai.

El cielo estaba azul, más azul que en Kentucky, y salpicado aquí y allá de lentas nubes blancas. El sol les observaba desde allá arriba, más brillante que nunca. Puma estaba tumbado al sol en cubierta, con sus ojos verdes entreabiertos, y de vez en cuando flexionaba sus zarpas como si estuviera haciendo ejercicio. Los árboles junto a los márgenes del río eran de un color verde brillante con hojas aún tiernas y rizadas.

Trois cavalières bien montées.

L’une à cheval, l’autre à pied.

Boone remaba al ritmo hundiendo la larga pala lejos y tirando de ella hacia sí y a través del agua, intentando imitar el resuelto manejo de los criollos. El Missouri no estaba hecho para un hombre blanco, no de la manera que sí lo estaba para los franceses. Estos eran como patos, o como castores, seguros y felices en el agua, y torpes y asustadizos fuera de ella. Jourdonnais no los hubiera llevado a él y a Jim a bordo, pensó Boone, si hubiera podido reunir una tripulación entera de criollos.

Jourdonnais cantaba ahora, cantaba solo mientras la tripulación esperaba.

Derrière chez nous, il y a un étang,

ye, ye ment.

Las voces de los remeros se unieron a la suya.

Trois canards s’en vont baignans,

Tout le long dela rivière.

Y de esta manera, cantando, remando al ritmo, Boone casi se olvidaba de sí mismo, excepto cuando bogaba con demasiada fuerza y sentía una fugaz y rápida punzada bajo los pantalones. Cuando eso pasaba, recordaba la erupción que le abrasaba la entrepierna cada vez que la tela mojada de los pantalones la rozaba al final de cada bogada, y un nubarrón ensombreció su mente. Le habría gustado poder quitarse los pantalones vaqueros y echar un vistazo en la intimidad y alejado de todo el mundo. Uno no tenía ocasión de examinar su propio cuerpo trabajando todo el día en un barco. Y al llegar la noche la oscuridad le impedía hacerlo. Tenía una buena idea de lo que se trataba. A sus dieciocho años ya había vivido lo suficiente para averiguar unas cuantas cosas. No era nada, o nada de importancia, y no iba a prestarle ninguna atención a menos que empeorase con el paso de los días y le obligase a mantener la mente ocupada en sus calzones. Tal vez podía preguntar a Jim sobre el tema, o quizás a Summers, sólo para quedarse tranquilo. Eran mayores que él; probablemente sabrían de qué se trataba y le podrían aconsejar qué hacer. Sin embargo, había ciertas cosas que no era apropiado que otras personas supieran, como las cicatrices del látigo que llevaba en su espalda y que finalmente dejó que Jim viera cuando este se lo pidió. No es que le avergonzase. Un montón de hombres debían de padecer miserias como esa, tal vez algunos de la tripulación; tal vez, eso es a lo que se referían cuando bromeaban en francés de noche y ponían aquellas muecas extrañas con las que acompañaban su cháchara. Pero detestaba parecer un novato, y, más aún, detestaba que la gente lo mirase de arriba abajo riéndose, sabiendo que algo le pasaba. Summers ya lo miraba en ocasiones, y también Jim, y Jim le hacía preguntas cuando andaba encogido para que no le doliera al levantarse, ahora que se había puesto tan mal.

La canción de los criollos flotaba sobre el agua, hacia la orilla y quizás más allá, donde tal vez los búfalos la escucharan, o los alces o ciervos, sorprendidos y escondidos en silencio, o quizás llegara donde un indio pudiera oírla y buscara un escondite junto a la orilla para ver pasar la barcaza. Estaban aproximándose a territorio de caza mayor, había dicho Summers. Hasta el momento, el cazador había disparado a tres ciervos y varios pavos, y en una sola tarde un aluvión de perdices que limpiaron y prepararon para que Pambrun las cocinara.

—Los ciervos escasean a partir de aquí —dijo Summers cuando pasaron el Nadowa—. La vegetación empieza a clarear, esa es la razón. Pero encontraremos alces en un trecho y luego búfalos, y cientos de vacas gordas, más de las que os dará tiempo a contar.

El sol se encontraba más bajo de lo que Boone había esperado, a medio camino ya del mediodía y rumbo al oeste. Los rayos llegaban oblicuos y le calentaban el cuello y el borde de su hombro derecho, oscureciendo sus manos, más oscuras ya que las de un negro.

Retumbó un trueno río arriba y barruntó hasta ellos, y algunos de la tripulación miraron por encima del hombro hacia el oscuro nubarrón que se estaba formando en el cielo. Mientras lo miraban, el viento cambió virando hacia un costado y luego en la dirección opuesta. La enorme vela se tensó bruscamente y la barcaza comenzó a abatirse, cediendo ante la violenta ráfaga. Los criollos miraron hacia arriba con preocupación mientras sus brazos flaqueaban a los remos.

Halez fort! Halez fort! —gritaba Jourdonnais.

Los hombres se repusieron al oír la orden y volvieron la mirada hacia él con ojos desorbitados mientras gruñían con cada nueva bogada.

La ribera se alejaba ante sus ojos. Boone podía situarla por la esquina del contenedor de carga. Jourdonnais ordenó que arriasen la vela, pero seguían escorándose, pulgada a pulgada, mientras el viento arreciaba.

Summers pasó por encima de Puma, miró el río y examinó la nube. Se volvió hacia Jourdonnais y gesticuló hacia la orilla. El Mandan viró hacia allá y los franceses comenzaron a cantar otra vez, pero en voz baja, aliviados de que el barco hubiera dejado de escorarse, felices de haber acabado el trabajo.

Sin embargo, cuando llegaron a la orilla, Jourdonnais les ordenó que bajaran con la soga; los hombres le miraron decepcionados y con expresiones de reproche, como perros apaleados y arrastrados al hogar, y bajaron al agua por la borda de la barcaza con la soga mientras el viento sacudía sus ropas.

La nube negra pendía como una manta en el cielo. Un relámpago ramificado iluminó el cielo y, poco después, los truenos comenzaron a retumbar en el valle. Los árboles se postraban ante el viento, sacudiendo las ramas preñadas de retoños.

La tripulación avanzó río arriba con la soga y, tras tensarla, comenzaron a tirar de la barcaza. Era como tirar de un caballo testarudo. El Mandan flotó ligeramente a la deriva, a continuación salió impulsado hacia delante por la soga y volvió a caer ligeramente. Un poco después, las torres dieron paso a una espesa área boscosa que llegaba hasta el agua y Jourdonnais los guió hasta allí, moviendo el brazo con brusquedad como un hombre hastiado.

Jourdonnais y Romaine ya estaban atracando con suavidad cuando regresó la tripulación, y Pambrun ya preparaba el fuego. Cayeron unas cuantas gotas de lluvia, que se convirtieron en rocío por la fuerza del viento. Un arco iris se curvaba sobre el borde de la nube, que se movía hacia el este como si fuera a dejarlos atrás, pero el viento continuó soplando con fuerza por el valle.

Boone se apartó de la orilla, pasó junto a Pambrun y sus cazuelas y se abrió paso a través de los sauces hasta llegar a una zona más abierta… Había álamos y cedros, principalmente, y aquí y allá se podía ver algún pequeño roble o fresno. Era más sencillo avanzar por allí que por el río, donde los juncos que llamaban «mala hierba» crecían tan altos y espesos que a duras penas se podía avanzar. A través de los árboles, Boone pudo ver las verdes praderas que bajaban hasta el borde del río.

Boone miró a su alrededor y luego se abrió los pantalones y los dejó caer. ¡Maldita sea aquella mujer de San Luis! La vio otra vez, y la sintió y olió de nuevo, una vieja con voz chillona que se quejaba de que era brusco. ¡Brusco! Si pudiera echarle ahora las manos encima, se iba a enterar de lo brusco que podía ser.

—Buenas.

Era Summers, el cazador, acercándose sigilosamente como un gato. Jim lo seguía un poco rezagado. Los ojos de ambos miraron a Boone e inmediatamente los apartaron. Boone se abrochó los pantalones. El cazador se puso a escudriñar los bosques y a examinar las colinas. Llevaba su rifle en la mano.

—Es extraño —dijo, mientras Jim se sentaba sobre un tronco caído— cómo la caza va retrocediendo año tras año.

Se sentó junto a Jim y le indicó a Boone que se sentara. Se hizo el silencio, como si nadie supiera qué decir, y luego Summers se giró y miró a Boone directamente a los ojos al tiempo que una leve sonrisa se dibujaba en las comisuras de su boca.

—Creo que es gonorrea lo que has pillado.

Esperó respuesta con la mirada todavía puesta en Boone y la leve sonrisa en sus labios.

Jim se echó hacia delante para mirarlo desde el otro costado de Summers.

—No pienses que eres el único hombre que la ha pillado, Boone.

—Supongo que lo que uno tenga o no tenga es asunto suyo.

—No hace falta que te enfades, Boone. Dejaremos de meternos en tus asuntos si tú lo dices.

El cazador miró al suelo y luego hacia las colinas. Su voz sonaba a viejos recuerdos.

—En todo caso, ya han pasado quince años desde que navegué por primera vez por el río Platte. Este que te habla no era mucho mayor que tú, y también era un novato. Bebimos algo, bastante, la semana antes de zarpar. ¡Que me aspen si no tenía la cabeza hueca por aquel entonces! Cuando llegó la hora de partir no sabía si mi rifle tenía culata o no. Estuve tan tentado por esos vicios que me seducen como para renunciar al viaje. Perdí el barco, sí señor, y tuve que zarpar en Saint Charles.

Apoyó su rifle en el tronco, sacó el cuchillo del cinturón y comenzó a afilar una ramita con él, como si fuera de suma importancia mondar una viruta fina como una hoja.

Sobre ellos cayeron unas cuantas gotas de lluvia. Summers examinó el cielo.

—El viento se llevará la lluvia. Pero no nos moveremos otra vez hoy con este viento.

—¿Adónde viajaste? —preguntó Jim.

—Hasta el río Platte y lo remonté, comerciando con los indios Wolf. Este de aquí por aquel entonces estaba aprendiendo a comerciar. Es una buena manera de conseguir unos dólares con lo que uno caza si se persevera en ello. Lo cierto es que no se me daba muy bien esto de las ventas, hacer números y dispensar abalorios y bermellón y pólvora y pellejos y túnicas, y empaquetarlo todo, pudiendo estar todo el tiempo en plena naturaleza, libre como el aire, atrapando castores y comiendo grasa de borrego y acampando cuando me diera la gana y continuando camino cuando me apeteciera, sin nadie que pudiera retenerme.

—No —dijo Boone.

El cazador sonrió. Sus ojos grises se encontraban posados a mucha distancia, viendo de nuevo a los indios Wolf, supuso Boone, y el comercio, y luego la tierra de los castores y los búfalos, y a él mismo, un novato por aquel entonces como Boone, descubriendo lo que era vivir solo en campo abierto, donde uno tenía espacio para moverse.

—Fue la primera vez —dijo Summers, como si estuviera hablando consigo mismo— que este que os habla estuvo soltando líquidos por todos sus orificios excepto por la nariz.

—¿A qué te refieres? —preguntó Jim.

—Una bonita putilla de San Luis de un lujoso local de esos que llaman salón de juegos; ella me la pasó, un caso habitual.

Boone no dijo nada.

—Bueno, pues bien, pensé que me había vuelto loco, y no sabía qué hacer. Sin duda, estaba preocupado. Miraba aquel desastre y maldecía a la putilla, preguntándome si acabaría perdiendo mi hombría y para colmo con la espalda destrozada.

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que te curaste? —preguntó Boone.

—Uno termina curándose, es como un resfriado. No es muy grave, aunque en ocasiones dura mucho tiempo.

—Sólo puedo decir amén a eso —intervino Jim.

—Es algo natural, como envejecer. Este que os habla la ha pasado ya cuatro o cinco veces desde entonces, y sin ninguna duda la volverá a pasar. No puedes evitarlo si quieres disfrutar como hombre.

Summers se calló y siguió afilando el palito. Levantaba los ojos del palo, miraba a su alrededor, los posaba en Jim y luego en Boone y de nuevo se concentraba en el palo.

—A mí me envenenó una puta negra —dijo Jim—, pero no recuerdo que me preocupara mucho. Incluso me sentí orgulloso de cogerla tan joven. Recuerdo haberme pavoneado de ello.

—Echo de menos a las arikaree antes de que quemasen sus poblados en mil ochocientos veintitrés, o veinticuatro —dijo Summers un poco después—. Las squaws arikaree son una preciosidad, creo que son las mejores después de las mujeres de Taos. De pieles claras y altas y de piernas largas y guapas como jóvenes potras, y casi todas ellas complacientes, a cambio de abalorios y bermellón o un espejo más pequeño que la palma de tu mano. Uno se curtía pagando el precio a los indios propietarios de las squaws. Al menos, eso es lo que hacía en aquellos tiempos. Eran buenos tiempos para mí. Y casi todas las squaws tenían gonorrea y todos los hombres que la cogían no le daban más importancia que a un estornudo.

—¿En serio? —preguntó Boone.

—No era grave, no si se abstenían de tomar whisky y sal. No allí arriba. No hay nada corrupto río arriba.

—¿Simplemente esperaban a que pasara?

—La mayoría. Se ataban un trozo de piel de castor en el miembro y esperaban a que pasara. Algunos con casos graves, como los que te podía contagiar una mujer blanca, recogían raíces de rudbeckia bicolor y se preparaban infusiones. Desaparece después de un tiempo, hagas lo que hagas —el cazador se incorporó estirándose, como si el tema estuviera zanjado—. Ojalá pudiéramos conseguir algo de carne.

—¿Y la infusión les calmaba, en casos graves?

—Tal vez. Algunos decían que les calmaba, pero no se puede saber. Cuando la pillé por primera vez, allí en el río Platte, los bourgeois del lugar tenían un hijo que pensaba que un remedio potente contra la infección era irse a la cama con una squaw, como quitarse una verruga pasándosela a otra persona. Pero no es así.

—¿Es seguro tomarla?

—Oh, no hace daño a nadie. Yo la tomaba casi todas las noches.

Summers lanzó la astilla y se guardó el cuchillo en el cinturón. Alargó la mano para coger el rifle.

—Mataré unos cuantos castores —dijo—. Hay un viejo pellejo de castor a bordo. La piel de castor es un remedio efectivo, cualquiera que sea la dolencia. Y si encuentro rudbeckias traeré una raíz.

El cazador se levantó, como si fuera a marcharse. Boone se levantó también.

—No se lo he dicho a nadie —dijo el joven.

—No hemos oído nada, ¿verdad, Deakins?

—Ni una sola palabra —respondió Jim—. Pero, Boone, no te servirá de mucha ayuda sentir vergüenza. Si uno se calla todas las cosas, poco a poco el veneno se le mete en la cabeza. Supongo que la mente necesita aire o se agría sola y se le meten dentro ideas que no son naturales.

—Creo que mi mente está perfectamente.

—¿Remar te duele, o tirar de la cuerda, chico?

—Un poco.

—¿Y mear te duele?

—Me escuece.

—Supongo que es una incomodidad —Summers se quedó callado durante un minuto—. Trabajar en una barca, de todas formas, es demasiado para un norteamericano. No suele dársele bien.

—Pero nosotros hemos hecho nuestro trabajo, ¿no es así?

—Claro. No estoy intentando haceros de menos. Sólo digo que necesitamos más cazadores, y os vendrá bien.

—¿Quieres decir que podemos cazar?

—Tendréis que remar, usar la vara y tirar de la soga, también, porque no nos sobra tripulación, pero los dos podéis ayudarme. Un cazador no es suficiente. Zephyr iba a cazar conmigo, pero estiró la pata. Os llevaré a uno de vosotros en cada ocasión, hasta que aprendáis.

—¿Estás seguro? —preguntó Boone. Los ojos azules de Jim brillaban.

—Son los franceses los que deberían hacerse cargo del barco. Son buenos haciéndolo, siempre que les alimentemos y los vigilemos y les mantengamos apartados de los pieles rojas. Ni a Jourdonnais ni a mí nos parecisteis muy apropiados para la barcaza. Os contratamos para que nos ayudarais en alguna refriega. En cuanto se produce algún ataque los franceses no hacen más que llamar a Dios. La mayoría de ellos, quiero decir. También he conocido a algunos, como Romaine, que no tienen mucho miedo, y algunos, como Jourdonnais, que no tienen ninguno. Los canadienses son peores en ese sentido.

—Yo sé disparar bastante bien —dijo Boone.

Summers tenía apoyado el rifle en el pliegue del brazo.

—Ya es hora de que me marche. Me estoy muriendo por un trozo de carne. Y hasta un humilde toro es todo un manjar junto a unas habichuelas —y se dispuso a irse—. Sacaré el pellejo.

Un poco después se volvió y gritó por encima del hombro:

—Llorar por la leche derramada sólo hace que te moquee la nariz.

Boone creyó escucharle riéndose.

El nubarrón era una cresta en el lejano horizonte, pero el viento siguió soplando, con fuerza y constante. El sol casi se había escondido por completo tras las colinas.

—Será genial cazar —dijo Jim.

Tenía la mano apoyada en el brazo de Boone. Boone vio a Summers alejarse, lo vio moviéndose, sigiloso, rápido y alerta, como alguien que sabía lo que se traía entre manos. El problema en la entrepierna de Boone parecía que se había esfumado, o casi, en todo caso.