Desde el contenedor de carga Jourdonnais gritó «A bas les perches!». El viento se llevó las palabras de su boca y las silenció. Pegó la ropa a sus costillas y barrió el mostacho izquierdo de su bigote hacia el otro lado, de manera que parecía que sólo le crecía pelo en la parte derecha.
Jim Deakins empujó su vara de fresno y sintió que esta se clavaba en el lecho del río. Apoyó el extremo de la vara en el hueco del hombro y aseguró las piernas sobre la cubierta para hacer fuerza, al tiempo que notaba que la barca se movía bajo sus pies. Delante de él, en la pasarela que los criollos llamaban el passe avant, los hombres se doblaban con el esfuerzo. Uno de ellos lanzó la vara hacia delante y encontró un agarre y con un brazo y las piernas tiró hacia su vara. «Fort!», gritó Jourdonnais. «Fort!». La barcaza se deslizaba bajo los pies de Jim. «Levez les perches!». Los hombres se estiraban, se balanceaban y corrían hacia delante. «A bas…». La impulsaban antes de que la corriente la parara, y la volvían a empujar de nuevo, poco a poco, mientras el extremo de la vara horadaba el hombro de los hombres y sus pulmones resollaban.
¡Maldito viento! Golpeaba a Jim haciéndole perder el equilibrio cuando avanzaba, y atrapaba el aire en sus pulmones cuando se inclinaba sobre la vara. Era un viento frío del demonio, lleno de maldad y fuerza, que cesaba durante unos segundos para a continuación volver a soplar, más fuerte que nunca, sólo para atormentarte. Por ese motivo, era mejor estar apostado a barlovento, donde, si te tropezabas, eras empujado contra el contenedor de carga. A sotavento, donde estaba Boone, era fácil caerse al agua. Podía ver a Boone cuando la tripulación se erguía, sólo su cabeza y el recto cuello y la fuerte espalda por encima del contenedor, moviéndose hacia delante para volver a clavar su vara. Boone no miraba mucho a izquierda o derecha. Mantenía los ojos hacia delante y prestaba atención a lo que se traía entre manos, serio y silencioso. Jim supuso que todavía no era él mismo, después de que le robaran el rifle, de que le encerraran en la cárcel y recibiera una paliza. En una ocasión Boone le mostró las marcas del látigo, que todavía se destacaban largas y oscuras en su espalda como cicatrices viejas.
«A bas… levez… fort». Las palabras formaban un coro en la cabeza de Jim. Las volvía a escuchar de noche y se despertaba moviendo las piernas por debajo de la manta. Y cuando no empujaban con la vara, arrastraban la barcaza, tirando de ella desde la orilla con una soga de unos mil pies de longitud atada al mástil de la barcaza. Era como tirar de un pez, como tirar de una ballena, aunque en este caso nunca se lograba sacarla a tierra hasta la caída de la noche, y debían arrastrarse por rocas y entre los sauces y el barro desde la salida hasta la caída del sol.
Sólo habían disfrutado de un día sin complicaciones, cuando el viento sopló en la dirección correcta, y Jourdonnais hizo que desplegaran la vela cuadrada y la nave avanzaba tan bien que los hombres a los remos cantaban canciones y sólo hacían como que remaban.
Ese fue el día que Jim intentó hablar con Ojos de Cerceta, mientras Romaine estaba al timón y Jourdonnais en la proa. Ese día Jim intentaba echarle un ojo cuando terminaba de empujar y se enderezaba, pero lo único que podía ver desde su posición era un trocito del techo del cubículo que Jourdonnais había construido con un par de palos y una piel de búfalo. Ella probablemente estuviera sentada, con Puma a su lado y los gatos enjaulados no muy lejos, protegida del viento. La mayor parte del tiempo lo pasaba sentada bajo su tipi improvisado, silenciosa como un conejo. Podría perfectamente parecer dormida, si no fuera porque sus ojos jamás paraban quietos. Parecían grandes y acuosos en su delgado y oscuro rostro… demasiado grandes para ella, demasiado grandes para sus diminutos hombros siempre cubiertos con una manta hecha jirones, demasiado grandes para las piernas que asomaban por debajo de un jubón de percal de hombre y terminaban en un pequeño par de mocasines gastados. A pesar de todas las advertencias que les había hecho Jourdonnais, los hombres le lanzaban miradas lascivas siempre que tenían ocasión y le mostraban sus dientes sonrientes, pero ella se limitaba a mirarlos y a apartar los ojos, con expresión impertérrita y seria, como la de una pequeña talla de madera. Si a alguno se le pasaba por la cabeza ir más allá, Jim sospechaba que la imagen de Jourdonnais y su promesa y de Summers con sus fríos ojos grises era más que suficiente para que desecharan la idea. De noche se designaba un guarda para evitar que los hombres desertasen, para vigilar el barco y, imaginaba Jim, para asegurarse de que nadie intentase hacer algo con Ojos de Cerceta. Ella era muy joven y pequeña, pero uno nunca sabe lo que otro hombre es capaz de hacer… al menos, un barquero francés. Jim sintió pena por ella, mucha pena, y pensó que estaba más desamparada y sola que lo que podría parecer. Dentro de un tiempo, dos o tres años más tarde, tal vez él pensaría en ella como el resto de los barqueros, pero no ahora, no siendo tan joven y estando tan desamparada y sola.
—Hola —dijo aquel día que intentó hablar con ella. Le sonrió. Los ojos de la joven pestañearon mirándole y siguió a lo suyo, como si no viera nada y sin embargo lo hubiera visto todo—. Un día estupendo —volvió a probar Jim, señalando hacia el sol—. Estupendo.
El pequeño rostro no cambió. A Jim se le ocurrió de repente que ella poseía alguna especie de antigua sabiduría que hacía que no lo considerase una persona de la suficiente importancia como para reparar en su presencia. Sus ojos eran líquidos, como si aguas oscuras corrieran en ellos. Al seguir su mirada, Jim vio a Boone Caudill de pie en el passe avant, inmóvil, mirando hacia el oeste, al otro lado del río. Alguien habría podido pensar que la tierra le hablaba. Se le ocurrió a Jim, al examinar su afilado y oscuro perfil, que el propio Boone podría haber pasado por indio. Dos hombres apostados en la popa comenzaron a entonar una canción, mirando a Jim, riéndose y cantando en francés. Debería haber tenido más juicio que ponerse a hablar con ella delante de aquellos malditos criollos. En un segundo sacó el cuchillo y probó la hoja con el pulgar y los volvió a mirar, y estos dejaron de reír inmediatamente.
Summers sí que lograba comunicarse con Ojos de Cerceta, e incluso Jourdonnais. Uno u otro siempre le llevaban el plato de comida, y en ocasiones en la orilla Jim escuchaba murmullos desde la popa, donde estaban ellos. Imaginó que otorgaban a la joven india un gran valor, por la manera en que la alimentaban y la vigilaban y espantaban a todos los hombres de su alrededor. Labadie dijo que era una india pies negros —una de las hijas de un jefe indio— encontrada medio muerta y recogida por un barco hacía un año y llevada a San Luis.
Jim pensó, mientras buscaba apoyo para un pie y su dolorido hombro luchaba contra la vara, que estaría bien ser Jourdonnais, allí arriba en el contenedor de carga manejando el timón, o Romaine, el contramaestre, apostado en la proa con su vara para evitar escollos y ayudar a virar la embarcación. En ocasiones, tumbado bajo las estrellas, se preguntaba si François y Zephyr, allá en la orilla cubiertos de tierra y piedras, se sentían aliviados de estar allí, simplemente descansando y dejando que otros hicieran el trabajo.
Jourdonnais viró el Mandan hacia la dirección en la que soplaba el viento y puso rumbo a una orilla flanqueada por una elevada ribera. Romaine saltó por un lateral de la embarcación con la soga de amarre y se aproximó por el agua hasta la orilla y la ató.
—Descansamos —anunció el patrón— hasta que oscurezca y salga la luna.
El sol estaba todavía en lo alto del cielo, lanzando sus rayos a través de los árboles hasta el agua parda que se rizaba al viento. Este sólo llegaba como por accidente, en ráfagas que se deslizaban por debajo de los riscos o que se abrían paso bordeándolos. Sin embargo, producía un sonido… un gemido hueco como el de perros atados.
El cocinero rascó acero contra pedernal. Tras unos minutos un pequeño hilo de humo se alzó, bajó, y volvió a alzarse, agitándose en el remolino del viento.
—Mucha comida, Pambrun —ordenó Jourdonnais—, y más café. La noche será larga.
Jim se sentó y se frotó los hombros doloridos. Boone se acercó y se desplomó junto a él. Jim mordisqueaba una ramita.
—Voy a tener el hombro hinchado como un melón para cuando amanezca —dijo por una de las comisuras—. Poco a poco, la maldita vara me lo está desencajando.
Tres de los franceses, sentados con las piernas cruzadas, cantaban. Jim supuso que se trataba de una canción lasciva. Hacían muecas con la boca y ponían los ojos en blanco. Otros dos luchaban en la orilla, cayéndose el uno sobre el otro y riendo al tropezar.
—Mulas —dijo Jim—. Son como mulas. Les quitas los arneses y se ponen a retozar y a rebuznar —miró a Boone—. ¿Tienes alguna preocupación, Boone?
La mirada de Boone se giró hacia él y luego a tierra, y pasó un rato antes de que se decidiera a contestar.
—Son sólo retortijones, supongo —dijo.
Pero Jim sabía que no era eso. Boone se levantó y se dirigió a la hoguera ligeramente doblado por la cintura.
Jourdonnais pasó de un hombre a otro con su dedo índice enganchado en el asa de una jarra. La sostenía en alto ofreciéndola.
—¿Un trago? —el licor ardía como una llama en la boca, como un fuego en la tráquea, como una brasa en el estómago.
—Muy agradecido.
—Es bueno —dijo Jourdonnais refiriéndose a su mejunje de alcohol y agua—. Buen whisky.
Pambrun golpeó una cacerola con una cuchara de palo largo. Las canciones se apagaron, las luchas cesaron, los hombres se pusieron en pie y se abalanzaron hacia allí. Había alubias de nuevo, tortas de maíz molido y cerdo salado. En Kentucky ahora sería el momento de tomar algo de verduras frescas cocinadas con papada de cerdo y pan de maíz y, tal vez, cebolletas y leche agria enfriada en el arroyo. Jim se llenó el plato y se sentó apoyado en un árbol, riéndose para sus adentros de Labadie, que estaba acuclillado en el borde del agua lavándose la cara y las manos. Por Dios, ¿quién podía estar preocupado por lavarse la sucia cara?
Summers hablaba con la boca llena. Un par de trocitos de comida salieron volando junto a sus palabras.
—¡Que me parta un rayo! Si no me ha partido ya. Sólo un ciervo hasta ahora y una pizca de pavo —sacudió la cabeza—. Los de los asentamientos están acabando con todo.
A primera hora, todas las mañanas, mientras la oscuridad envolvía todavía el río y el bosque, Summers se deslizaba fuera de su cama y salía a cazar, y más tarde se reunía con ellos en la orilla o colgaba la caza en alguna rama que no pudiera pasar inadvertida al barco y seguía cazando un rato más.
A medida que los hombres acababan su comida, llevaban los platos a Pambrun y regresaban y se tumbaban, o se sentaban echados hacia delante, y chupaban con fruición sus pipas. Jourdonnais llenó un plato hasta los bordes. Apoyó una cuchara a un lado y se dirigió a la barcaza.
Cuando el sol se hubo hundido, el viento agonizó. Ahora era tan sólo un susurro por encima de sus cabezas, una filigrana en la superficie del agua, un suspiro sobre el fuego, y pasado un rato ya no fue nada. Apoyado contra un árbol, Jim se preguntó qué habría pasado con el viento. ¿Seguía soplando al este, ondeando la hierba seca del año pasado, combando los árboles y aullando? ¿Dejaba un vacío en el lugar del que procedía? Dejó que su espalda resbalara a un lado del árbol y colocó el codo bajo la cabeza.
Era de noche cuando se despertó. Se quedó tumbado inmóvil y aterido de frío, sintiendo el agarrotamiento doloroso del hombro, observando cómo avanzaba la luna baja y roja en el este. Jourdonnais y Summers estaban sentados cerca de él, fumando.
—¿Vara o cuerda? —preguntó Jourdonnais—. ¿Qué crees?
—Tú conoces el río.
—Non. No la orilla este.
—Supongo que no. Todos atracan en Leavenworth.
—Oui.
—¿Está despejado en la orilla oeste?
Jourdonnais se encogió de hombros.
—Algunos árboles, matorral y arena. Ya sabes.
—Tal vez deberíamos echar la soga de arrastre[1]. Haríamos menos ruido.
Jourdonnais reflexionó sobre ello.
—Bien —dijo, exhalando con fuerza una bocanada de humo.
—Podríamos cruzar, tal vez con las velas —Summers levantó la cabeza, dirigiéndola al viento—. Una brisa ligera está comenzando a levantarse y sopla en la dirección correcta. Luego avanzamos con las varas, tan cerca como podamos, amarramos y enviamos a los hombres río arriba con la soga.
—¡Bien! —dijo Jourdonnais de nuevo. Movió la cabeza—. La luna está en el lugar correcto. Nunca nos verán en las sombras.
—Más nos vale.
Jim captó fugazmente el débil brillo de los dientes de Jourdonnais.
—Adiós al alcohol. Adiós a la licencia.
—Adiós a nosotros. Nos va a costar Ojos de Cerceta y whisky y un montón de suerte ponernos a buenas con los pied noir.
Jourdonnais apoyó la palma de la mano en el suelo y se levantó.
—Es la hora.
Y fue de hombre en hombre, despertándolos sigilosamente, como si pensara que ya era necesario que todos permanecieran en silencio.
La brisa que soplaba por el río era suave, y apenas inflaba la vela. Jourdonnais envió a los hombres a los remos. La barca penetró en la corriente suavemente. El agua se deslizaba bajo ella, brillando tenuemente. La orilla oeste fue alejándose y se alzó nítida a la luz de la luna. Desde allí se hubiera podido atisbar un rifle. La orilla este se elevaba sobre ellos, se elevaba hacia la luna y más allá, ocultándolos bajo las sombras. Jourdonnais ordenó que arriasen la vela.
—Silencio —dijo—. Silencio ahora, todos. Nada de canciones, ni maldiciones. Silencio —se movió entre ellos—. Al passe avant. A bas les perches.
Estaba sobre el contenedor de carga, girando el timón hacia la orilla y con el rostro adelantado.
La embarcación se deslizó hacia delante sin hacer ruido, a excepción del cauteloso crujir del cuero en la pasarela. La tripulación se movía sin necesitar instrucciones, apoyando los hombros contra las varas, buscando los apoyos con los pies, estirando las rodillas y muslos hasta que el primero de ellos llegaba al final del passe avant, se erguía y, al verle, los otros se balanceaban y retrocedían y volvían a girar y clavar de nuevo sus varas deslizándolas en el agua. La negra orilla pasaba junto a ellos, los árboles y matorrales, los salientes y bancos de arena que se revelaban ante ellos y eran de nuevo engullidos en la oscuridad a popa. El agua susurraba al paso de la barcaza. Más arriba, al otro lado de la línea de sombras, se observaba un destello trémulo bajo la luna.
Frente a ellos y en lo alto de la lejana orilla, la luna iluminaba un puñado de edificios. Cuando Jim levantó su vara y giró y se dirigió a proa pudo distinguir portales y ventanas como cuencas de ojos y los oscuros contornos de las paredes laterales. Desde una ventana brillaba una luz como una estrella cautiva.
Jourdonnais y Romaine ya estaban atracando el barco. Romaine era un bulto informe en movimiento entre la oscuridad cuando se dirigió a uno de los laterales. Los hombres se apoyaron contra el contenedor de carga, respirando profundamente.
—La soga —dijo Jourdonnais, en voz baja, mientras bajaba donde estaba la tripulación—. Venid —se dirigió a proa—. ¿Summers?
Las botas de ante del cazador lo distinguían del resto.
—Coged la soga —susurró—, y seguidme de cerca —tiraron del pesado haz de cuerda y lo volcaron por la borda—. Atentos ahora —les echó una mano tirando de ella hacia la orilla.
Summers tenía ojos de gato. Nunca se tropezaba, nunca parecía perderse, nunca se agachaba cuando las ramas le golpeaban. Los otros se esforzaban por seguirle, tirando de la pesada cuerda, maldiciendo entre susurros cuando las ramas les golpeaban. Los condujo cerca de la orilla, evitando los árboles a la derecha.
—Cuidado —les advirtió mientras se daba la vuelta—. Tenemos que avanzar por el agua —e introdujo los pies en el río como si fueran los de un animal, seguros y sigilosos.
Ya habían sobrepasado los edificios apiñados y estaban a la misma distancia río arriba de estos que cuando el barco se encontraba río abajo.
—De acuerdo —Summers tomó el extremo de la cuerda y la ató alrededor del grueso tronco de un árbol, comprobando el nudo tras hacerlo—. Atrás ahora, y en silencio.
Los condujo y se apartó a un lado cuando llegaron al barco, y luego subió el último con el resto a bordo.
—Cazad la cuerda —ordenó Jourdonnais. Pasó el extremo suelto de la soga por la proa y por la pasarela junto a la orilla. Los hombres tiraron de ella hasta tensarla—. Listos.
Romaine desató la amarra, subió a bordo y, empuñando con fuerza su vara, empujó la proa apartándola de la orilla. Los hombres se colocaron en posición y comenzaron a tirar, pasando la soga de un par de manos a otro.
Este método era más silencioso. Sólo sonaban los amortiguados gruñidos de la tripulación, el murmullo de las olas que producía la barcaza y el sonido de la soga tensándose entre la maleza de la orilla. Jim tiraba de la soga, aliviado de haber podido librarse de la vara en el hombro. Esto, pensó, era como si la ballena estuviera engullendo la soga, y siguiera engulléndola hasta llegar a la orilla.
Romaine gruñía mientras trabajaba con la vara, forzando a la barcaza a mantenerse separada de la orilla, comprobando la profundidad tras cada impulso. En una ocasión escucharon arena rozando por debajo de la quilla y los hombres que tiraban de la soga se detuvieron al escuchar el siseo de Jourdonnais, mientras Romaine buscaba con la vara el banco de arena. Les hizo señas para que continuaran, volvieron a tirar y la barcaza siguió avanzando bordeando los bajíos hasta que el Mandan navegó por el borde mismo de las sombras que arrojaban las colinas.
El alto grupo de edificios se deslizaba río abajo, pulgada a pulgada, hasta alzarse sobre ellos. Jim sintió la brisa en la mejilla. Había variado y ahora soplaba del este. Desde el silencioso grupo de edificios un perro comenzó a ladrar, furiosamente, como si estuviera empeñado en avisar a las gentes de cosas que los sentidos de estas no podían advertir.
—Despacio —dijo Jourdonnais.
El perro debía de estar corriendo de un extremo a otro de la orilla, por la forma en la que sonaban los ladridos. Jim aguzó la vista. Se abrió una puerta en el edificio en el que brillaba una luz y esta escapó del interior convertida en una bruma amarilla.
—¡Esperad! —susurró Jourdonnais.
Los hombres dejaron de tirar y el barco se quedó quieto en la sombra exterior de la orilla. Jim contuvo la respiración. Más que ver, intuyó que había un hombre de pie en el umbral de la puerta, mirando hacia la orilla opuesta, de pie, en silencio y atento, escudriñando la noche con los ojos mientras el perro intentaba decirle lo que sabía.
Summers se acuclilló en la proa. Ahuecó ambas manos sobre su boca. A Jourdonnais se le erizaron los pelos del cogote al oír el aullido, primero bajo y luego gradualmente más agudo… el salvaje y solitario aullido de un lobo, retando al perro y a la noche. Tal vez procedía de río arriba o de río abajo, de lejos o de cerca, de cualquier lugar o de todos los lugares. El perro reanudó sus ladridos, que se oían de un extremo al otro de la orilla, y llegaban claros y nítidos a través de la tranquila superficie del agua y por el aire que, de nuevo, se había calmado. Escucharon la voz de un hombre. Los ladridos cesaron con un repentino y sorprendido ladrido agudo. Una puerta se cerró de golpe, apagando la bruma amarilla. Jim respiró.
—¡Tirad! —murmuró Jourdonnais.
El barco comenzó a moverse otra vez.
Cuando llegaron al final de la soga Summers bajó a tierra y la desató, y la tripulación tomó de nuevo las varas, todavía en silencio. El grupo de edificios en la orilla opuesta fue alejándose río abajo hasta perderse.
La luna estaba casi sobre sus cabezas cuando arrimaron el Mandan a la orilla este.
—Mon Dieu, ¡menudo lobo! —exclamó Jourdonnais soltando una risilla, con las manos ocupadas en las cinchas del contenedor de carga—. ¡Menudo aullido! Summers, eres un cruce de hombre con loba.
Summers bajó a la orilla y regresó para informar.
—Casi perfecto. Hay un buen puñado de sauces. Ahí, tú.
El alcohol burbujeó en el interior de unos barriles pequeños cuando Jourdonnais los sacó del contenedor de carga. Llevó los barriles a la borda y se los dio a los hombres que estaban en el agua y se dirigían con su carga a la orilla, hacia los sauces donde los esperaba Summers. Cuando hubieron acabado, Jourdonnais se sacudió una mano contra la otra. Jim regresó a bordo con Summers.
—Todo en orden —dijo Summers—. ¿Has dejado algo?
Jourdonnais comenzó a atar de nuevo la lona.
—Oui. Suficiente. Lo que la licencia permite.
—¿Suficiente —replicó Summers— para evitar que el maldito inspector sospeche?
—Oui. Un poco más de lo permitido, para que el Mandan no parezca demasiado puro, como un lirio —el francés dejó escapar una risilla.
—Ha quedado un hueco vacío en la carga.
—Lo soluciono por la mañana para que no se note.
—Tú, Deakins —dijo Summers—, y tú, Caudill, quedaos conmigo. Coged un rifle. Nos quedamos de guardia —se embutió unas mantas bajo el brazo—. Pambrun, danos una cazuela. Creo que tendremos las panzas vacías antes de que regreséis.
Jourdonnais terminó de atar la lona.
—Regresaremos al ponerse el sol —dijo—. Listo.
Jim bajó por la borda del Mandan detrás de Summers y Boone. Se quedaron en la orilla, observando el balanceo de la barcaza y las sombras que iban cubriéndola al dirigirse hacia la corriente.
—¿Qué…? —dijo Jim, y dejó que su voz se apagase.
—Jourdonnais va a bajar por el río para la licencia de navegación río arriba. Mañana se quedará en el fuerte, presentará su licencia de comerciante y dejará que inspeccionen la carga. Espera poder estar aquí justo antes de que anochezca. Cargaremos de nuevo al llegar la noche y organizaremos todo para partir a la mañana siguiente. Un plan astuto.
Se dirigieron hacia los sauces.
—¿Cuánto whisky está permitido? —preguntó Boone.
—Un cuarto de pinta por hombre, pero sólo para cuatro meses. Los grandes batallones lo tienen bastante mejor. Este que os habla ha conocido brigadas de infantería a las que se les permitía un cuarto de pinta al día durante todo un año por cada hombre, como si todos fueran barqueros, y, por supuesto, no había ni un solo barquero en el grupo, como todo el mundo sabía —continuó andando—. Por supuesto, la tripulación también se queda con algo.
Tiraron las mantas cerca de los sauces y colocaron en el suelo la cazuela y la lata que Pambrun les había dado.
—Podríamos dormir sin problema —dijo Summers—. Hay un buen trecho hasta la Nación de los Pies Negros. Pero primero encenderemos un fuego y nos secaremos.