CAPÍTULO IX

En el campo reinaba el silencio, aunque de vez en cuando se escuchaba el murmullo entre dos hombres y el choque metálico de cucharas contra platos. El fuego alrededor del cual estaban sentados se reavivaba y se apagaba y volvía a reavivarse de nuevo mientras la brisa jugaba con él. La oscura silueta de la barcaza Mandan se recortaba contra el río, alzando un delgado dedo hacia el cielo.

Boone mojó un trozo de pan de maíz en la salsa de alubias y apuró de un trago su café amargo. La comida sabía bastante mejor que la de la ciudad, eso estaba claro. Con las tres semanas que había pasado en San Luis esperando la ocasión de viajar hacia el oeste había tenido más que suficiente durante una buena temporada. No le sentaba bien estar donde había tanta gente, a pesar de que consiguió un buen trabajo en unas caballerizas, donde alimentaba y cepillaba los caballos, y limpiaba los carruajes y las cuadras. Jim, más acostumbrado e inclinado a tratar con la gente que él, encontró trabajo en una tienda donde empaquetaba alubias y harina y sulfato de hierro.

Summers, el cazador, se levantó y miró a los hombres echados alrededor del fuego. Sus ojos se clavaron en el patrón y como si quisiera romper un encantamiento, dijo:

—Maldita sea, Jourdonnais, como nos sigas alimentando con estas alubias blancas traicioneras creo que vamos a soltar las suficientes ventosidades como para que el barco remonte hasta el Roche Jaune.

Los hombres le miraron sin sonreír mientras sus ojos reflejaban destellos de la hoguera.

—Sería una estupenda idea —respondió Jourdonnais y, aún sentado, puso los pies en alto, con las piernas cruzadas y las manos extendidas— … si el resto pudiera ventosear como tú.

El cocinero se levantó y removió el puchero que colgaba sobre el fuego. Los juncos que los hombres habían chafado para montar el campamento crujieron bajo sus pasos.

—Tal vez necesitemos esas ventosidades —dijo mientras arrugaba el rostro por la vaharada de calor que le llegaba—. Sólo estamos a diez días de San Luis y ya han caído dos hombres.

—Comeremos carne —continuó hablando el patrón— cuando Monsieur Summers la cace.

El enjuto rostro del cazador se volvió y sonrió a Boone. A la luz del fuego su atuendo de ante tenía algo de fantasmal.

—A Jourdonnais le gustaría una vaca lechera. Eso es lo que le gustaría tener ahora —y continuó hablando, esta vez dirigiéndose a Jourdonnais—. Tendrás toda la carne que quieras cuando lleguemos al territorio de la carne —y se alejó hacia la orilla donde estaba atracada la barcaza.

Boone se dio media vuelta y lo vio subir la pasarela, doblar por un lateral del barco y desaparecer por la proa.

Jim Deakins estaba tumbado sobre su barriga. Alargó el brazo y puso una mano en el brazo de Boone.

—¿Qué prefieres hacer? ¿Remolcar, empujar con la vara o remar?

—Prefiero arriar las velas y dejar que el viento haga el trabajo.

—Si al menos soplara —Jim levantó las manos con los dedos estirados y las puso frente a su cara—. A esa soga de remolque le encanta descarnarme las manos hasta los huesos. Antes prefiero darle a la vara mañana. O quedarnos parados.

—Eso no parece importarle mucho a los franceses.

—¡Dios, claro que no! Ni tampoco le importa a una marmota escavar agujeros o a un perro correr. No saben hacer otra cosa. No saben nada más que empujar esta barca río arriba.

Summers era una sombra blanca que se alzaba contra la negritud del contenedor de carga. Regresó sin hacer ruido y se quedó en pie mientras los ojos de los hombres le miraban interrogantes. Jourdonnais subió la mirada. Summers movió ligeramente el rostro hacia un lado, como si las noticias fueran malas.

—Es un dolor de barriga, nada más —afirmó Jourdonnais, y volvió a mirar al fuego—. Mañana estarán bien. Mejor, al menos.

Los hombres tumbados alrededor del fuego intercambiaron miradas y luego miraron de nuevo al cazador.

—Zephyr se ha tomado un poco de miel y whisky.

—Bien. Con el calomel se pondrá bien.

El contramaestre se levantó, moviéndose con un cuidado excesivo, como si todavía sostuviera la vara con la que bogaba desde la proa del Mandan. A Boone su pecho le parecía tan ancho y grande como el de un caballo.

—¡Dios Santo —exclamó el contramaestre—, y en ocasiones mueren!

Con una mano el patrón se atusó las puntas de su negro bigote hacia arriba, como si quisiera dejar espacio libre para que salieran sus palabras. Su voz sonó irritada.

—¿Es que siempre tienes que ver muerte en todos lados, Romaine? Es sólo una indigestión, algo que sólo preocupa a las mujeres.

—Fiebres tifoideas, lengua negra, fiebre pulmonar, indigestión, todo son enfermedades.

Como si se posara una mano en él, Boone sintió el silencio. Tan sólo se escuchaba el constante chapoteo del agua y el susurro del viento entre los nogales. Una media luna, clara y nítida, se elevó en el cielo del este. Un frío crudo invadía el aire, reptando por debajo de la ropa y posándose en la piel de los hombres.

El cocinero alimentó el fuego para preparar la comida del día siguiente. Las llamas crepitaban y lamían el negro fondo abombado de la olla.

—El whisky es bueno para las enfermedades —afirmó el cocinero—. Mucho whisky.

Jourdonnais no contestó. Summers se encendió la pipa con un hierro de marcar ganado. Su voz sonó ligera y jocosa.

—Tendrás un montón de whisky, todo el que los indios no se puedan beber.

—Si es que quedamos alguno para tomarlo.

Très bien —admitió Jourdonnais—. Mañana y noche, whisky para todos, hasta que desaparezca el dolor de barriga.

El cazador se sentó junto a Boone. Él, Deakins y Boone formaban un pequeño grupo.

—¿Cuánto tiempo hace que no has visto a tío Zeb? —preguntó Boone a Summers.

—Bueno, veamos, hace ya un tiempo. Cinco o seis años, creo. Él y yo nos hemos corrido muchas juergas juntos, como ya te he dicho. Tal vez nos encontremos con él. No debe de andar muy lejos, si es que no ha estirado la pata.

Boone estudió el rostro del cazador. Era un rostro que le daba confianza, un rostro con arrugas, delgado y afable, con un mentón prominente. Boone se sentía bien, en lo más profundo de su ser, al ver que Summers les trataba a Jim y a él tan amigablemente. Probablemente era gracias a tío Zeb.

Summers miró a los hombres a su alrededor.

—Cuando los franceses no cantan es que no se encuentran bien.

—¿En serio?

—Ahora están asustados por la barcaza y los enfermos. Cuando lleguemos río arriba donde los indios son hostiles querrán dormir a bordo, me temo, y para colmo querrán echar ancla alejados de la orilla.

Boone se arrimó un poco.

—Es un territorio hermoso el de allá arriba, supongo.

Summers lo miró y se dibujó una leve sonrisa en su boca.

—Salvaje. Salvaje y bonito, como una virgen. A uno le da la sensación de que cada cosa que hace allí ha sido el primero en hacerla.

Se calló y se quedó en silencio durante un largo rato con la mirada puesta en el fuego.

Boone se preguntó si realmente estaba pensando en el territorio del norte o en una mujer. No sería desde luego como la mujer con la que se acostó la noche antes de partir, una mujer apestosa en un lupanar que lo primero que hizo fue reclamarle un dólar y que reaccionó al verlo igual que un hombre poniéndose manos a la obra.

Podía notar el cuerpo de la mujer retorciéndose bajo el suyo. Su aliento le golpeaba la oreja. «No tan fuerte, cielo. ¡Jesús, los jóvenes sois como tramperos la primera noche de vuelta!». Su voz sonó cansada y quejumbrosa, y los oídos de Boone le informaron, más de lo que pudieron ver sus ojos, de que era vieja. Su perfume lo envolvía en una nauseabunda nube. Y bajo esa nube pudo oler el olor animal de ella. Rodó sobre el catre cuando hubo terminado y se puso las botas. La voz de la mujer le siguió hasta la calle. «No me olvides, cielo». ¿Olvidarla? Iba a recordar demasiado bien la imagen como para regresar. Jim estaba esperando fuera, relamiéndose los labios como un perro tras haber comido. «¡Dios, eres lento!», exclamó. «¿Era buena la tuya también?».

La voz del cazador retomó el hilo de los pensamientos de Boone.

—He visto casi todo —decía Summers—: Colter’s Hell, el río Seeds-kee-dee y la cordillera Teton que se eleva más allá de las nubes, y al norte y al sur desde Nez Perce hasta tierra comanche, pero, Dios Todopoderoso, no hay nada más extraordinario que el alto Missouri. O más hermoso. He visto Great Falls y he navegado por el río Marias, esquivando a los pies negros, acampando al raso sin encender fuego y en ocasiones pensando que mi vida había llegado a su fin, y durante todo ese tiempo me sentí maravillosamente, despreocupado y libre como un animal salvaje. Es algo extraordinario, así es.

—¡Dios Santo!

—A uno termina por gustarle.

El cazador llenó la pipa. Recorrió con los ojos el campamento. La mayoría de los hombres estaban tumbados, pero todavía no dormían. Se oía un murmullo suave que procedía de ellos.

—Saca a los franceses del agua y no valen para nada, pero son buenísimos con un barco.

Jourdonnais se acercó a ellos y se sentó dejando escapar un suspiro, como si le pesara algún problema.

Sacré crapaud! —maldijo con voz queda—. Ya tenemos bajas, y tan pronto.

—De estos dos no tendrás que preocuparte —respondió Summers entre bocanadas de humo de su pipa, señalando con la cabeza a los dos jóvenes—. Resistirán, me apuesto lo que sea.

Jourdonnais miró a Jim y luego a Boone.

—Tenemos intención de ir donde vaya el barco —aseguró Jim—, siempre que nos pague.

—¿Y tú, Caudill?

—Ya he recorrido un buen trecho. No voy a darme la vuelta ahora.

—Estáis contratados —dijo Jourdonnais y, como si quisiera asegurar el trato, añadió—: Los desertores lo pasan mal.

Sacó un puro y lo encendió con la pipa de Summers. Cuando inhaló, el tenue resplandor rojo le iluminó el rostro.

—Es una larga noche —concluyó.

El cazador vació la pipa con el talón.

—¿Cómo está Romaine?

—¡Ah! Bien. Se queja, pero aguantará. Ha estado conmigo mucho tiempo, y siempre ha sido fiel.

—Eso hace un total de tres de nosotros, para las guardias.

Oui. Nosotros vigilamos.

—Por Dios, más nos vale, si queremos mantener la tripulación. La cosa mejorará cuando nos alejemos de los asentamientos. Es decir, si rebasamos Leavenworth.

—¡Puf! No encontrarán whisky en el Mandan, a excepción de lo permitido para la tripulación.

—Tenemos que ser astutos.

—Un buen viento y la noche bastarán. ¡Puf!

—Si nos quitan el whisky, no tendremos más que una miseria para mercadear.

El patrón se atusó el negro bigote. Bajo este, su boca se ensanchó en una sonrisa.

—Y seis gatos también.

—¿Cuánto piensas que podemos sacar por ellos?

Jourdonnais se encogió de hombros.

—Un pellejo de castor, o dos por cada uno. Tal vez más si hay suficientes ratones.

Hablaban en voz baja, como hombres que pasan el tiempo hablando de cosas sin importancia mientras otras más grandes ocupan sus pensamientos. A Boone le recordaban esas personas que se reúnen alrededor de un muerto esperando a que el predicador comience.

—Y además tenéis a la chica india —apostilló Jim.

Era típico de Jim hablar y meter baza para sacar información. En su ojo mental Boone vio a la niña india, una joven delicada de ojos enormes y fino rostro. La mirada de Jim se dirigió a la popa del Mandan, donde Jourdonnais había construido un cubículo con pieles de búfalo junto al contenedor de carga para ella. Escuchó de nuevo lo que Jourdonnais dijo la primera noche al partir. «Todos vosotros dejad a la enfant india en paz. Ni una palabra, ni un jueguecito, ni una mano en ella. Juro por Dios que Summers disparará a matar a cualquiera que se ponga a hacer el tonto. ¡Dejadla en paz! ¿Entendido?».

Al responder a Jim, la voz de Jourdonnais sonó suave.

—La pequeña squaw. ¡Ah! Con ojos de cerceta de alas azules.

—Armaremos un revuelo del demonio en la nación de los pies negros —dijo Summers—. Alcohol, armas, pólvora y munición.

—Buen negocio. Es lo que ellos quieren.

—Más allá de Leavenworth —continuó el cazador—, lo único de lo que tendremos que preocuparnos es de la Compañía. Y después, si rebasamos ese nuevo fuerte, el de Union, tendremos que vérnoslas con los pies negros y, tal vez, con los británicos.

—El negocio supone un riesgo. Tal vez perdamos. Tal vez ganemos dinero.

—No vale lo que cuesta.

—Pues vete —dijo Jourdonnais—. Eres mi socio.

—No necesito tanto el dinero.

Los hombros de Jourdonnais se elevaron hasta sus orejas y volvieron a caer.

—Todos los cazadores estáis locos. Os gusta el fuego solitario, el peligro, lo que llamáis libertad, y en ocasiones alguna squaw. A nosotros nos gusta la plata en nuestro bolsillo, la gente, el vino, la música, las mujeres. Remontamos el río sólo para volver a descender por él.

—Este que habla no se siente muy tranquilo con los enfermos del barco.

—Hacemos lo que podemos. Ahora todo está en manos de Dios —Jourdonnais retomó su tema—. Pero no eres un hombre de montaña del todo, Summers. Eres una agachadiza, un medio granjero.

—¿Eso crees?

—Oh, no es que diga que no eres valiente, amigo mío. Oui, sin lugar a dudas eres valiente. Pero no eres duro, ni violento y cruel, como algunos. No te marchas, como un ermitaño, para siempre.

—Tal vez sea así —Summers se quedó en silencio durante un minuto—. Remontas el río sólo para volver a descender por él. Sin duda podría irte muy bien cuando comiencen a funcionar los transbordadores.

—¡Jamás!

—Ya están en el Missouri.

—¡El Duncan! ¡Y sólo hasta Leavenworth!

—Tienen planes de intentar cubrir toda la distancia.

Jourdonnais sacudió la cabeza.

—Es una locura. Nunca se sabe por dónde transcurre el Missouri, hoy aquí y mañana allí. Bancos de arena, explotaciones madereras, islotes fluviales, embarras. El barco de vapor se irá a pique antes de empezar.

—Ya verás —aseguró Summers e inhaló de su pipa.

La brisa murió y los nogales dejaron de susurrar. Desde el barco llegaba el sonido de toses y largos gemidos.

—Si al menos pudiéramos llegar allí —dijo Jourdonnais.

—Este de aquí va a echar un ojo a esos pobres bastardos —dijo el cazador, levantándose.

El patrón extendió un brazo para detenerle. Tenía la mirada puesta en los agitados reflejos del río. Desde allí llegó un grito.

—¡Ah del barco! —gritó Jourdonnais—. ¿Quién va?

Boone se volvió hacia Summers.

—Es una balsa, ¿verdad?

—Una piragua.

—Bercier, Carpenter y La Farge —respondió una voz.

Mandan, Jourdonnais.

El patrón había salido disparado hacia la orilla. Los otros le siguieron. La piragua era un manchón negro en el agua. Los remos reflejaron la luz de la luna cuando los hombres la arrimaron pasando por debajo de la popa del Mandan.

—Pensamos que íbamos a llegar a San Luis antes —dijo el timonero.

Jourdonnais agarró la soga de amarre.

—La comida está caliente. Tenemos café. Beaucoup —dijo Jourdonnais, como si el café fuera un producto escaso en el Missouri.

Los remeros apoyaron los remos.

—El buen Dios es bondadoso —dijo uno—, pero ¡cómo me duele el trasero!

Boone captó un leve movimiento en el Mandan y, tras entornar los ojos, vio que asomaba una diminuta cabeza, la cabeza de la pequeña squaw mirando abajo hacia la piragua.

—¿Qué mercancía llevan? —preguntó Summers.

—Grasa de oso. Manteca para San Luis.

—¿Grasa de oso, en marzo?

—Lo cazamos la temporada pasada. Todavía está lo bastante dulce.

—Bajad a la orilla —les invitó Summers.

Los hombres comenzaron a levantarse entumecidos. Medio erguidos, pararon en seco y escucharon. Sus rostros se volvieron hacia Jourdonnais.

—Retortijones —explicó—. Dos hombres tienen retortijones.

Los hombres a los remos se miraron y luego miraron al timonel. Tras una larga pausa en silencio, el timonel dijo:

—Ya vamos con retraso.

—La luna aún estará en lo alto bastante rato —dijo uno de los remeros, y se dejó caer hacia atrás.

Merci beaucoup —agradeció el otro—. Vamos a continuar. La grasa podría estropearse.

Jourdonnais tiró la soga de nuevo hacia ellos y con el pie empujó la piragua hacia la corriente. Los remos brillaron y el manchón negro se alejó hasta que Boone no pudo diferenciar entre la piragua y las ondulaciones del agua.

La mirada del patrón estaba posada a lo lejos en el agua.

—Vigilad vosotros el campamento —dijo Summers—. Iré a ver a los enfermos.

Boone y Deakins siguieron a Summers hasta la hoguera, donde cortó y prendió un palo. Regresaron a la barcaza con él, subieron por un lateral y bajaron a proa. Llegaba un olor de allí cálido y agrio que hizo que Boone arrugase la nariz. Los gemidos pararon. En su lugar escucharon un estertor ahogado. Summers pasó el palo encendido a Boone.

—Tienen fiebre causada por alguna herida —dijo.

Los dos hombres estaban echados uno al lado del otro sobre pieles de búfalo, medio cubiertos con mantas.

—No logro que permanezcan tapados con las mantas, pero sigo pensando que sudar es lo que les puede salvar.

Uno de los hombres estaba apoyado sobre un costado y se quedó inmóvil en esa postura. El otro estaba echado sobre la espalda. Sus ojos brillaban a la luz de las llamas.

—¿Agua? —preguntó Summers.

La fatigosa respiración del hombre se concentraba en sus mejillas, que inflaba y absorbía al inspirar y expirar cambiando de gordo a delgado. Boone escuchó el ronquido de la flema en su pecho. Sintió un movimiento junto a su pierna y dio un salto alejándose. Era Puma, el gato negro, restregándose contra él. Bajó la mano que tenía libre y sintió el espinazo del animal frotándose contra ella. El gato maulló una vez y comenzó a ronronear, como una débil imitación de los estertores del hombre enfermo. Desde el contenedor de carga seis pares de ojos verdes miraban afuera, con sus cuerpos detrás ocultos en la jaula y la oscuridad. A Boone le recorrió un leve escalofrío por detrás de las piernas y la columna vertebral al pensar que los mininos deseaban salir para alimentarse con carne humana. Puma se arqueó hacia delante, ronroneando.

Summers se levantó.

—François ha estirado la pata —dijo, y volvió a agacharse para taparle el rostro con la manta—. Zephyr también está a punto de estirarla —se irguió vacilante y tranquilo—. Vamos. Informaremos a Jourdonnais.

Pero primero cogió el trapo que se había resbalado de la frente del hombre enfermo, lo volvió a mojar en el río y se lo volvió a poner.

—Ya está. Pobres desgraciados.

Jourdonnais se reunió con ellos en la orilla.

—François está muerto y creo que Zephyr ya no verá el amanecer —informó el cazador.

El patrón puso los brazos en alto.

—¡Silencio! —susurró Jourdonnais—. ¡Silencio! Se marcharán todos. Queda suficiente tiempo hasta la mañana —y tras advertirles, el patrón se persignó.