—Arre, viejo amigo, arre, arre.
Jim Deakins pronunció las palabras al ritmo del caballo que trotaba bajo sus piernas, mientras pateaba la barriga del animal cuando aminoraba el paso. Por fin había logrado cruzar el río, tras dos días de esperar a que bajara el nivel del agua y que el capitán del ferry tuviera las agallas de levar anclas. Incluso entonces tuvo que abonar un dólar extra para que el capitán accediera a salir. Sus dos mulas habían desaparecido, y también el viejo carromato. En su lugar tenía un caballo y un poco de dinero en el bolsillo.
—Arre, arre.
Todavía no había encontrado ningún rastro de Boone. Nadie lo había visto. ¿Un chico alto y moreno? No. ¿Llevaba un rifle? No. ¿De diecisiete o dieciocho años, en dirección a San Luis? No. No. No habían visto a ese chico. Se preguntó si el río finalmente se había tragado a Boone. Desde la orilla vieron que el bote volcó, chocó por la proa y luego se perdió de vista, pero la cabeza de un hombre era algo demasiado pequeño para poder verlo en el agua a tanta distancia. Boone parecía fuerte, y testarudo como un cachorro. Probablemente fuera un buen nadador.
Jim había comprado el caballo después de desembarcar del ferry, y cabalgó río abajo por la orilla de Indiana, en busca de Boone, pero no encontró a nadie que pudiera informarle, así que decidió no perder más tiempo allí. Regresó a la carretera y partió hacia el oeste, suponiendo que, si Boone había logrado cruzar, ya debía de estar de camino a San Luis.
—Señor ¿ha visto pasar a un chico por aquí estos últimos dos o tres días, en dirección al oeste y a pie?
El hombre de la cabaña escanció el cubo de agua sucia y se enderezó.
—No creo que lo haya visto.
—Alf, sí que lo vimos, ¿no recuerdas? —esto lo dijo una mujer de voz aguda que estaba en el quicio de la puerta.
El bebé que tenía en sus brazos rompió a llorar. Alf se rascó la cabeza.
—¿Y cuándo fue eso, señora?
Antes de responderle, la mujer se sacó un pecho y se lo ofreció al bebé.
—Toma, a ver si paras ya la escandalera —dijo, y se apartó el cabello de la cara—. A ver, déjeme pensar. ¿Fue ayer o anteayer, Alf? Se lo juro, una al final mezcla hasta los días. ¿Cuándo fue, Alf?
—El momento no importa tanto, sólo que pasara —apuntó Jim.
—Sí lo hizo, ¿verdad que sí, Alf? ¿Recuerdas? —entonces miró a Jim—. Es terriblemente despistado, pero sí que lo ha visto.
—¿Un chico, a pie? —preguntó Alf—. No me viene a la mente; —dejó el cubo y miró a un lado y otro de la carretera, como si fuera a ver a Boone de un momento a otro—. Supongo que Ma tiene razón. Ella se fija en todo.
—Se lo agradezco —dijo Jim, y azuzó al viejo caballo.
Era un día frío, frío y desabrido, con molestas ráfagas de viento que paraban y luego volvían a soplar otra vez, como un pensamiento que uno no pudiera quitarse de la cabeza.
Jim llegó a un molino que se alzaba silencioso, a excepción del borboteo del agua que corría por un lado. Se veían las marcas por donde la lluvia había arrastrado el polvo.
—¡Ah del molino!
Escuchó unos pasos en el interior. Un hombre apareció en la puerta y echó una mirada fuera sacudiéndose las piernas y la barriga y desprendiendo volutas de polvo. Sus ojos miraban por debajo de unas pestañas blanquecinas, esperando ver el saco de un granjero sobre su silla de montar.
—No se trata de negocios.
El hombre se apoyó en el quicio de la puerta.
—Un asco de día.
—Sin embargo esta mañana parecía que iba a escampar.
—Las señales engañan, como todo el mundo. No se puede fiar uno de las señales.
Jim pasó una pierna al otro lado de la grupa y se sentó de lado sobre su silla de montar.
—Supongo que no. Una vez me fui directo al punto exacto al final de un arco iris, pero allí no había nada, sólo yo. ¿Ha visto a un chico viajando a pie en los últimos dos o tres días?
El molinero mascó un grano de maíz.
—¿Un chico delgado? ¿Alto?
—El mismo.
—¿Un chico vestido modestamente?
—Eso es.
—Un joven hosco.
—Bueno, un tanto silencioso.
—Hosco es lo que he dicho.
—¿Cuándo lo vio?
—Le saludé a grito pelado, amistosamente, pero pasó con los ojos clavados en el suelo como si fuera sordo. La juventud de hoy no tiene modales. Los modales se inculcan en un chico a base de palos. Sin palos no hay modales.
—¿Cuándo diría que lo vio?
El molinero se metió otro grano en la boca y lo presionó con los dientes.
—Ayer.
—¿A qué hora del día?
—Alrededor de esta hora. No, ahora que lo pienso, era más pronto —el molinero escupió una cáscara—. ¿Un fugitivo?
Jim sacudió la cabeza.
—Es mi hermano. Estoy intentando alcanzarlo. ¿Es esta la carretera a Paoli?
—Una de ellas.
Jim le sonrió.
—Una es más que suficiente, gracias.
El molinero se quedó en el vano de la puerta, masticando el maíz, mientras el caballo se alejaba a paso lento.
Un poco más adelante, un perro salió corriendo de una casa y se plantó en medio del camino con las patas separadas, ladrando.
—¿Hay alguien en casa?
La puerta del cobertizo se abrió con un gemido. Un hombre salió y se apoyó en una horca de estiércol. Había visto a un chico, ayer, un muchacho ruin que pegó una patada a su perro y continuó su camino sin decir esta boca es mía. ¿Un rifle? No, no llevaba un rifle, sólo una bolsa pequeña. Hasta que Jim se alejó de allí no se le ocurrió que Boone no debía de llevar su rifle. Nadie podía nadar llevando un arma.
Jim se compró algo de comer en un colmado de Greenville. ¿No había visto el tendero a un chico alto, moreno y vestido modestamente? El hombre apoyó las manos en el mostrador y sacudió la cabeza mientras su boca se fruncía en forma de hocico. Por supuesto, podría habérsele pasado. El trabajo en una tienda es estar la mitad del tiempo inclinándose, levantando y abriendo cosas. Pasa mucha gente por aquí que uno nunca ve.
En la taberna al otro lado de la calle tampoco habían visto a Boone. No había estado allí, no había pasado por allí, por lo que sabían.
Jim se dirigió donde tenía atado el caballo, montó y continuó su camino, pensativo. No había ningún lugar en el que perderse entre el molino y la ciudad.
Hizo noche en una granja y continuó camino a la mañana siguiente bajo la lluvia. El granjero le dio un trozo cuadrado de lona para que se lo atara a la espalda, pero la lluvia rebotaba sobre la lona y mojaba la silla de montar, y la silla a su vez mojaba sus pantalones. Sería todo un espectáculo verlo bajar del caballo, con el trasero empapado como el de un bebé.
Hacia el mediodía la lluvia cesó y el sol asomó por detrás de las nubes. Jim escuchó el trino de un cardenal rojo. Después de todo, era un día excelente para cabalgar hacia el oeste, pensó. Si al menos pudiera encontrar a Boone, todo iría sobre ruedas. ¿Alguien ha visto a un chico, a pie? Tal vez pasó y no lo vieron. Tal vez pasó muy pronto, o después de que anocheciera. ¡Arre! ¡Arre!
Estaba oscureciendo cuando llegó a Paoli. Dirigió la montura a una taberna y ató el caballo junto a un castaño, y allí se quedó el animal con la cabeza agachada. Bajo una calavera astada clavada a una tabla sobre la entrada, había un cartel en el que se leía: «Taberna del Venado Blanco». Dentro había una barra, una chimenea, mesas y sillas, y un hombrecillo de pelo blanco y una barriga como un melón que salió de detrás de la barra con mirada inquisitiva.
—¿Y bien?
—¿Podría hospedarme aquí?
—Cena, desayuno, cama, un dólar, sólo se aceptan monedas.
—Tengo un caballo ahí fuera.
—Veinticinco centavos más. Heno y una ración de maíz.
Jim sacó el dinero.
—¿Cuándo es la cena?
—Inmediatamente. Su habitación es la primera puerta a la derecha, en el piso de arriba. En la parte trasera hay un sitio donde puede lavarse. Puede ver el retrete desde allí. Bienvenido a su casa.
Jim echó un vistazo a su alrededor. Había un anciano sentado en una silla junto a la chimenea, sujetando un periódico que temblaba en su mano. Tenía el bastón apoyado en ángulo contra la silla.
El hombrecillo regresó a su sitio detrás de la barra y comenzó a arrastrar un barril.
—Será mejor que tome un trago antes —dijo Jim.
—¿Whisky? ¿Común, rectificado o Monongahela?
—El común bastará —Jim se apoyó en la barra, tomó la copa de whisky y la probó mientras mantenía la atención del hombrecillo clavando los ojos en él—. ¿Ha pasado un chico por aquí, en los últimos dos días, de unos diecisiete-dieciocho años de edad?
El hombrecillo se quedó quieto, con las manos apoyadas en la barra y los ojos en blanco como los de un pez muerto, como si estuviera esperando algo.
—Podría ser —respondió.
El anciano sentado en la silla arrugó el periódico.
—Claro que hemos visto a ese chico, Shorty —dijo con una voz cortante y aguda por su avanzada edad—. Es el que está en prisión. ¿Es que has perdido la cabeza?
Jim dio media vuelta. Los ojos del anciano le miraban por encima del borde del periódico.
—¿Usted también tiene problemas? —preguntó con su voz de anciano.
—No. Ningún problema —respondió Jim.
—¿Y cómo es el chico que busca? —preguntó Shorty.
—Tú lo has visto, Shorty —insistió el anciano—. Alto, eso es, y tiene una mirada profunda y malvada.
Jim sacudió la cabeza y dio otro trago de whisky.
—El que yo busco es normal —Shorty miraba al anciano—. Normal, con ojos azules y casi siempre está silbando. Silba todo el tiempo, como un pajarillo.
—No es como este otro, ni de lejos. Este intentó robar a un hombre. Fue a por su caballo y su rifle. Y además le dio una paliza.
—¿En serio?
—Ahí hay una prueba. Aquel rifle, apoyado en la esquina.
Jim cogió su copa y se acercó a la esquina. Sus ojos recorrieron el rifle, lo estudiaron, luego regresaron al hombrecillo y de nuevo hacia el rifle.
—¿Qué dijo el chico?
—Dijo que el rifle era suyo —respondió el anciano—. Dijo que el hombre se lo había birlado. Estaba mintiendo.
—¿Y cuál es el nombre del chico que anda buscando? —preguntó Shorty.
Jim apuró la copa antes de responder.
—William. Bill Williams. ¿Le importaría servirme otra, señor? Ya aparecerá. Está por algún sitio, buscando unas mulas.
—¿Mulas?
—Mulas —Jim asintió con la cabeza y mantuvo los ojos clavados en su copa, llena de nuevo, mientras los ojos de Shorty le miraban interrogantes.
—No venden mulas por estos lares —dijo Shorty finalmente—. No que yo sepa.
Se dio media vuelta y volvió a centrar su atención en el barril.
—Ese es el caballo del hombre, ahí fuera —informó el anciano.
—¿En serio? Supongo que encerrarán al chico durante un tiempo.
—El tribunal ya ha sentenciado. Siete días. Piensan que es un fugitivo. Así tendrán tiempo para investigar —la cabeza del anciano desapareció tras el periódico.
Shorty ya había colocado el barril en su tarima y había colocado la espita. Levantó la mirada cuando la puerta se abrió con un crujido.
—Buenas noches. Por favor, cierren la puerta. ¡Maldito perro!
—Whisky, Shorty.
El cliente levantó la copa, la miró y a continuación se la apuró de un trago, con un rápido movimiento de cabeza. Pagó por ella y salió, sin prestar atención al perro que le había seguido al interior.
El perro olisqueó la esquina de la barra y el hombrecillo llamado Shorty se inclinó sobre él y gritó:
—¡No, eso no se hace! ¡Maldito seas, Ricitos, fuera de ahí!
Era un perro grande y de pelo marrón desde las uñas de las patas hasta la coronilla, con largos y finos rizos de pelo que se agitaban cuando andaba.
—Nunca antes había visto un perro así —comentó Jim.
—Ni nunca lo verás —le prometió Shorty—. Eso de ahí no es más que un chucho sarnoso.
—Nunca oí hablar de esa raza de perros.
—Es único en su especie. No es mío, pero se mete aquí dentro cien veces al día y lo primero que hace nada más entrar es ir a la esquina, la huele y, ale, a levantar la pata.
—¿En serio?
—¡Mire! —exclamó el hombrecillo—. Es capaz de entrar aquí y mearse… y yo lo saco, e inmediatamente alguien le deja entrar, ¿y qué cree que hace?
Jim negó sacudiendo la cabeza.
—Pues el muy sinvergüenza se va directamente allí y vuelve a oler, y ni siquiera reconoce su propio meado de un minuto atrás. Así que, ale, a levantar la pata… —el hombrecillo se calló.
—¿Por qué no le da un garrotazo en la cabeza?
—Pertenece al sheriff.
El anciano arrugó de nuevo el periódico y dijo desde atrás:
—Y el sheriff se deja mucho dinero en este local.
Shorty salió de la barra y sacó al perro.
—Tome una silla. Ya es hora de que Ma tenga la cena lista —desapareció por una puerta y entonces Jim le oyó decir—: ¿Está listo, Ma? Por Dios, ¿qué has estado haciendo?
Una voz de mujer respondió, acalorada y aguda.
—Vuelve allá dentro, Shortey Carey. He estado trabajando, eso es lo que ha pasado, trabajando y desgastándome los dedos mientras tú estabas allá fuera echándote tragos. La cena estará lista cuando sea la hora de la cena.
Shorty regresó sacudiendo la cabeza.
—Tal vez quiera lavarse antes. Tiene tiempo para guardar su caballo. Verá el establo allí fuera. Ocupe la tercera casilla.
—Dejaré el caballo suelto durante un rato. Aunque supongo que me vendría de perlas un baño.
Cuando Jim regresó, la mesa ya estaba puesta y había cuencos de comida de los que salían pequeñas nubes de vapor. Había tres hombres sentados a la mesa. Uno de ellos llevaba puesto un abrigo negro en el que brillaba una estrella de metal. El otro llevaba una casaca y había dejado un gabán gris sobre el respaldo de su asiento. El tercero era el anciano que había estado leyendo el periódico. La mano le temblaba por la edad al llevarse la comida a la boca. Shorty hizo una señal a Jim para que se sentara a la mesa.
—Siéntese y coma.
Una mujer con un delantal salió de la cocina, llevaba más comida.
Los hombres miraron a Jim cuando se sentó.
—Buenas noches —dijo Jim.
El sheriff tenía un moratón bajo un ojo, que sin duda se pondría negro.
—Buenas noches —respondió el hombre de la casaca.
Jim se dio cuenta, al girarse el sheriff para hablar con él, de que el hombre ya se había metido algunas copas entre pecho y espalda.
—No recuerdo haberle visto a usted por aquí antes.
—Es la primera vez.
—¿Está de paso? —los ojos del sheriff le miraron interrogantes.
—¿Saben lo que ofrecen en San Luis por unas mulas? —preguntó Jim.
—Mucho. ¿Tiene algunas? —preguntó el anciano.
—Sé dónde hay, en todo caso. Si yo fuera usted, me pondría un trozo de carne en ese ojo, sheriff.
—No es nada —y a continuación se dirigió a su acompañante—. Ese chico está fuerte, Bedwell, como un jabalí, como ya te he dicho. ¡Jesús!
Se quedaron en silencio durante un rato y luego el sheriff añadió:
—No le entrarán ganas de ser tan descarado mañana. El segundo día es el peor, con mucho.
—¿Ha logrado sacarle algo? —preguntó Bedwell.
—No más de dos o tres palabras, y eran palabrotas. Un poco más de cuero le soltará la lengua —el sheriff apartó el plato de delante y entonces su voz retumbó como la de un perro—. Trae una botella, Shorty. Hay más líquido en uno de mis escupitajos que en las copas que sirves.
Shorty llenó una botella del barril. La llevó a la mesa con dos vasos.
—¿Bebe? —preguntó el sheriff a Jim, como si no lo dijera en serio.
—Ahora no, gracias.
El anciano se levantó, aclarándose la garganta, y regresó a su silla junto a la chimenea.
Mientras el sheriff llenaba los vasos, Bedwell dijo:
—No tengo nada que hacer aquí, sheriff. Es cosa de la compañía, supongo.
La puerta de entrada se abrió y Ricitos entró tras el hombre que la había abierto. El perro se dirigió a la esquina de la barra. Shorty salió de la cocina justo en ese momento.
—¡Fuera! —dijo, e hizo ademán de darle una patada, y Ricitos bajó la pata y reculó. Se alejó y se arrimó a Jim con la lengua colgando de un lado de la boca, y se quedó parado mientras la mano de Jim le rascaba las orejas.
—Shorty es un tipo de lo más peculiar —dijo el sheriff, rellenando los vasos—. No deja que mi perro mee en su barra, pero lo que sale de esa barra es el mismo líquido.
Shorty gruñó.
Bedwell sacó una pipa y fumó dando lentas y profundas caladas. Jim se inclinó hacia delante y habló con el perro mientras le rascaba la cabeza peluda. El sheriff, poco a poco, fue quedándose callado por efecto de la bebida. Sus ojos no pestañeaban y estaban fijos en algún punto, y Jim supo que no veía nada, sólo lo que estaba en su mente. Se limitaba a gruñir y siguió bebiendo y con la mirada fija cuando dos hombres más entraron y se acercaron a él.
—Hemos oído que sigue siendo un campeón, ¿eh, sheriff?
Cuando vieron que no les respondía, se dirigieron a la barra.
Un poco después el sheriff dijo:
—Debería llevar algo de cena a aquel chico —metió la mano en el bolsillo de su abrigo negro y sacó una llave de la que colgaba una correa de cuero. Era una llave larga y oxidada y el sheriff no paraba de girarla entre sus pulgares, mirándola pero sin verla—. Le serviría de escarmiento si le dejase sin cenar.
Dejó la llave sobre la mesa y cogió el vaso, y luego puso el vaso en la mesa y cogió la llave y jugueteó con ella entre sus dedos un poco más.
—¿Y por qué no? —preguntó Bedwell.
—Tengo que mantenerle fuerte para que pueda trabajar en la carretera.
Era una llave enorme, demasiado grande para esconderla, aunque pudiera cogerla de la mesa. La mano de Jim exploró la cabeza de Ricitos.
—Debería llevarle algunos víveres —pero el sheriff no se movió, sólo para rellenarse el vaso.
Tal vez podía enrollar el cuero alrededor del cuello del perro y poner cualquier excusa para salir de allí, susurrando a Ricitos de camino a la puerta. Pero era arriesgado. Era probable que alguien viera la llave colgando. La mano de Jim estiró totalmente uno de los rizos. La llave sobresaldría, a pesar de la cantidad de pelo.
El sheriff centró su atención de nuevo. Jim podía ver que los ojos se le estaban poniendo rojos. Bedwell tarareaba una cancioncilla en voz baja. La llave estaba fuera, encima de la mesa, con la correa de piel formando un círculo a su lado. No era buena idea preguntar por la llave. Ni tampoco mirarla demasiado.
Jim se levantó y se acercó a la barra y se pidió una copa, y luego salió al retrete. En ocasiones uno podía pensar mejor con los pantalones bajados, pensó mientras se sentaba. ¿Qué ocurriría si prendía fuego al retrete y luego salía corriendo y gritando fuego? No era una buena idea. Nada justificaba quemar un retrete. Y, además, ¿qué ocurriría si también se quemaba la taberna? Jesús, si le pillaban podían caerle tantos años como los que vive un mapache.
Regresó a la taberna. El sheriff estaba todavía repantigado en su silla y parecía somnoliento y relajado. Allí estaba la llave sobre la mesa, en medio del círculo de cuero. Bedwell estaba en la barra, hablando con tres hombres. Ricitos se acercó y olisqueó a Jim cuando entró y lo siguió hasta su silla estirando la cabeza para que se la rascara. El aro de cuero podía pasar por la cabeza del perro sin problema, y quedaría ajustado y escondido. Además, no le costaría mucho deslizarla por el cuello del animal.
El sheriff eructó, se movió y llenó su copa, derramando un poco por la barbilla al beber. Sus ojos miraron a Jim.
—No recuerdo haberle visto antes por aquí.
—Es la primera vez.
—Ahora recuerdo —dijo el sheriff—. Están comprando mulas —volvió a echarse hacia atrás.
Allí estaba la llave y aquí el perro, y los ojos del sheriff estaban medio cerrados y tal vez no veían nada en absoluto.
Jim estaba a punto de arrimar la mano cuando escuchó unos pasos de alguien corriendo fuera. La puerta de la taberna se abrió violentamente.
—¡Sheriff! —el hombre que entró miró a su alrededor, reconoció al sheriff y se dirigió hacia él—. Matt Elliott está de camino. Ha encontrado su vaca. La que le robaron.
Los ojos del sheriff miraron hacia arriba y los enfocó. Los hombres que bebían en la barra se habían girado, y miraban expectantes.
—Además tiene al tipo que se la robó —dijo abruptamente—. En su carromato, con el trasero lleno de plomo. He venido corriendo en cuanto lo he sabido.
El sheriff se levantó, se recompuso y se dirigió a la puerta. Los hombres de la barra salieron en tropel tras él. Shorty estaba mirando fuera junto a la puerta. Los ojos de Jim miraron rápidamente a su alrededor. No había nadie, a excepción de Ricitos, y allí estaba la llave, sobre la mesa. Estiró la mano rápidamente, la cogió y se la metió en el bolsillo. Se levantó con el corazón latiendo con fuerza en su garganta.
—Supongo que debería meter el caballo en el establo —dijo al pasar junto al tabernero.
Aquello debía de ser la prisión. Jim buscó el cerrojo con la llave. El cerrojo chirrió al girar. Soltó el pasador de la pestaña, empujó levemente la puerta y susurró:
—¡Boone! ¡Boone! —pasó un rato hasta que le llegó una respuesta—. Soy yo, Jim Deakins.
Entonces escuchó una voz, sólo un repentino exabrupto como de alguien sorprendido, y entonces escuchó los pies de Boone, que se movían lentamente y vacilantes.
—¡Jim!
—No me hagas preguntas. Sube al caballo. ¡Rápido! Lo montaremos los dos.
A pesar de la oscuridad, Jim pudo ver que Boone se movía como un anciano, un anciano levantándose de una silla y esperando a que sus articulaciones se recolocasen.
—¡Date prisa, Boone!
Jim no reconoció la voz de Boone.
—¡Malditos sean! ¡Malditos sean! Los mataré…
Boone no hizo amago de subir al caballo.
—Te matarán. ¡Vamos, Boone! Se nos echarán encima en un segundo.
—¡Me dio una paliza! ¡Me dio una paliza hasta dejarme casi muerto! —la voz de Boone se rompió—. Lo mataré, te lo juro —se zafó de la mano de Jim que le sujetaba el brazo y se volvió hacia la ciudad—. ¡Además, me robaron el rifle!
—Quieres ir a San Luis, ¿no es así, Boone? Eso es lo que importa. No esto de aquí. Quieres atrapar castores y luchar contra los indios y vivir como un hombre de la naturaleza.
—Todavía no, no quiero.
—¡Chitón! ¿Es que quieres que se nos echen encima? Venga, ya. Tenemos que darnos prisa. El caballo de Bedwell está atado al poste, y el del sheriff también. No tardarán mucho en atraparnos si no nos vamos ya.
—¿Has visto mi rifle?
—No tienes ninguna posibilidad de recuperarlo, Boone. Ni una sola. Venga, ahora monta.
—Es mío, igualmente.
—Claro que es tuyo. Claro que sí. Te ayudaré a recuperarlo, en otro momento, en cuanto tengamos ocasión. Te lo prometo. ¡Monta!
—Te juro que me vengaré —dijo Boone dejándose arrastrar hasta el caballo—. No me convencerás de lo contrario.
—Claro. Pero no ahora. En otra ocasión.
La mano de Boone se agarró al cuello del caballo y levantó un pie, pero enseguida lo dejó caer.
—No sirve de nada. No puedo montar, Jim. Así de destrozado me han dejado.
—Ven. Te ayudaré. Ahora ten cuidado. Montaré detrás. Dirígelo hacia el otro lado. ¿Me oyes? Estás yendo directamente hacia la ciudad. ¡Gira el caballo! ¡Dios Todopoderoso, Boone! ¡Hacia el otro lado! ¿Estás loco?
Boone cabalgaba tieso como un poste.
—Te dije que tenía que vengarme —en su voz no había ningún atisbo de que fuera a dar su brazo a torcer—. Me mantendré en la sombra. Aunque sólo sea eso, malditos, los dos vamos a tener un caballo.
A Jim le parecía que los leves gemidos de la silla y el crujido de las articulaciones del caballo y el suave golpeteo de los cascos podían ser oídos tan claramente como un grito. La oscuridad no era tan densa y alguien podría verlos, perfilándose grandes y furtivos. Desde el otro lado de la carretera les llegó el sonido de voces y ruedas rodando.
Boone se arrimó al otro lado de la carretera frente a la taberna y le pasó las riendas a Jim. Sin decir una palabra, intentó bajar. Jim reculó hacia atrás sobre el caballo dejando espacio para que Boone y su pierna maltrecha pasaran al otro lado.
Jim podía ver las siluetas de los caballos atados al poste. Más allá, por la carretera, los sonidos se iban haciendo más fuertes. Sin embargo, no se veía nada. Tras la noche se ocultaba el sheriff y los hombres y Matt Elliott y el ladrón con plomo en el trasero. Boone avanzó cojeando por la carretera como si no le importara lo más mínimo quién pudiera verle. La luz que salía de la taberna proyectó su sombra, una sombra que se movía entre las grandes sombras de los caballos. Después de lo que a Jim le pareció un año, la pequeña sombra se alejó del poste con una sombra grande siguiéndole. Se dirigieron directamente hacia Jim, y a este le pareció que hacían mucho ruido y que se exponían demasiado a la vista de otros.
—¡Quieto, por amor de Dios! —dijo Boone, pasó la pierna por encima del caballo y se impulsó sobre la silla.
—Mejor cabalga despacio durante un rato —dijo Jim en voz baja; los sonidos que llegaban de la carretera estaban tan cerca de ellos ahora que esperaban en cualquier momento escuchar a alguien dando la voz de alarma, avisando de que un caballo había sido robado—. Con cuidado, Boone, hazme caso.
Las voces fueron apagándose a medida que se alejaban. Después de un rato tan sólo eran ecos lejanos. Tenue frente a ellos, como una cinta rodeada de árboles, la carretera se extendía en dirección a Vincennes y a San Luis.
—Ahora podemos echar a correr —dijo Jim, y espoleó su caballo para que fuera al galope. Boone ya estaba galopando delante de él.