El pulgar del sheriff señaló la dirección que debían seguir.
—¡En marcha! —dijo—. Y que no se os ocurra intentar nada extraño —llevaba la pistola en la mano, y dirigiéndose a Bedwell dijo—: Tú monta tu caballo y ve delante. Lo mantendremos entre nosotros dos.
El sheriff retrocedió unos pasos, manteniendo los ojos fijos en Boone por encima de su hombro, y se montó en su propio caballo. Bedwell sonrió a Boone.
—Parece que no vas a llegar a San Luis hasta dentro de un tiempecito —le dijo en voz baja.
Partieron, Bedwell y el sheriff montados, a la cabeza y la cola de la marcha, y Boone, a pie, entre ellos.
Llegaron a una ciudad situada a una milla de distancia. Boone supuso que se trataba de Paoli. En comparación a Louisville era una población pequeña, pero seguía siendo bastante grande, y estaba repleta de ojos y labios en movimiento. Los ojos miraban a Boone desde ventanas y portales, y los labios decían cosas, y la gente cerraba las puertas y salía al encuentro del sheriff, y Boone sentía los ojos clavados en su espalda, y escuchaba las palabras que salían de aquellos labios.
—¿De qué se trata, sheriff?
—Este joven.
—Parece violento, sin duda.
—¿Va a haber un juicio?
—Podría ser —respondió el sheriff con su potente voz.
—El jurado no ha sido excusado todavía, desde ayer.
—El juez principal se marchó a Corydon, pero los jueces auxiliares están aquí.
—Todos se auxilian y ninguno juzga.
Las voces rieron a carcajada limpia. Bromeaban a sus espaldas, como si estuvieran en una reunión de costura o una fiesta de amigos. Bedwell parecía divertirse. Cabrioleaba con el caballo, sonreía a los hombres que les seguían y decía al sheriff:
—Espero que podamos acabar con todo esto rápido. Tengo que seguir mi camino.
El juzgado era un edificio alargado y bajo hecho de maderos.
—Ata la montura aquí —ordenó el sheriff a Bedwell y sujetó su propio caballo al poste—. Yo llevaré el rifle, el cuerno y el saco de munición —y les hizo una señal para que entraran en el edificio—. ¿Podrías avisar al forense, por favor? —pidió a uno de los hombres antes de entrar.
Boone fue conducido a aquella parte de la sala destinada a los jueces, letrados, jurado y personal relacionado con la administración de justicia. Delante había un estrado y un banco alto, y detrás del banco alto había otro banco, con respaldo, para sentarse. Junto al estrado había tres mesas y algunas sillas, y en el lateral había asientos para que el jurado se sentase. La sección estaba separada del resto de la sala por un poste horizontal de lado a lado atornillado a las paredes. Al otro lado del poste había bancos desbastados para la gente que quisiera ver y escuchar. Ya había algunas personas sentadas allí, y entraban más por una puerta situada en el otro extremo del poste. El sheriff le hizo un gesto.
—Siéntate.
Un hombrecillo moreno con ojos como bellotas mojadas tocó el brazo del sheriff.
—Hola, Charlie —dijo el sheriff—. Tenemos que organizarnos. ¿Has visto a Eggleston y los jueces?
—Están al otro lado de la calle, tomando una copa.
El sheriff cogió a Bedwell del brazo.
—¿Te importaría vigilar a este chico, Charlie? —dijo al hombrecillo moreno. Este se sentó junto a Boone. El sheriff y Bedwell salieron.
La sección al otro lado del poste iba llenándose. Las voces formaban un único y continuado murmullo en la sala, un ruido sin palabras que se elevaba y bajaba pero que era constante, llegándole a Boone como olas que rompían sobre él. La gente callaba, miraban al frente al entrar y luego se movían y se sentaban, volvían a levantar la mirada y comenzaban a hablar, uniendo sus voces a la ola.
Un rato más tarde, la puerta junto a Boone se abrió y el sheriff y Bedwell entraron con media docena de hombres. Dos de ellos subieron al estrado de los jueces, se sentaron y esperaron allí, en silencio y con los ojos abiertos como platos, como búhos deslumbrados por la luz. Uno de ellos tenía cuerpo de huevo, la cara roja y unos ojos surcados por diminutos ríos de sangre. El otro era pálido y tenía ojos de perro enfermo. Se hundió hacia atrás cuando se sentó y no hizo ningún movimiento, tan sólo se permitió recorrer todos los rincones de la sala con los ojos como si nada le importara. Un tercer hombre se dirigió a una mesita, apoyó sobre esta un libro grande, se sentó y sacó una pluma. El sheriff dio un codazo a Boone para que se levantara y lo empujó delante de los jueces. Los ojos enrojecidos con venillas se clavaron en él.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Boone Caudill.
—Has sido acusado de asalto y agresión. ¿Culpable o inocente?
—No he hecho nada.
—Inocente, pues. ¿Listo para ser juzgado? —al ver que Boone no contestaba los ojos rojos pestañearon impacientemente—. Este chico necesita defensa —con los ojos eligió a un hombre—. Letrado Beecher.
Un hombre de entre la media docena que acababa de entrar dio un paso al frente.
—Sí, su señoría.
Iba ataviado con un abrigo marrón con solapas y debajo llevaba un chaleco de un color más claro. Su pelo era espeso y color pajizo y de la nuca pendía una coleta atada con un cordón de algún tipo de piel, que le llegaba hasta el trasero. Parecía tener unos veinticinco o veintiséis años.
—¿Puede hacerse cargo de su defensa? El tribunal duda que pueda cobrar honorarios —el hombre asintió lentamente, y el juez continuó—: Eggleston anuncia que el Estado está preparado. Tenemos un jurado, el de ayer.
—Deme un minuto —pidió el letrado Beecher.
—Claro. Lleve al acusado a la habitación del gran jurado. Luego continuaremos.
—¿Qué tal si me cuentas todo lo que ha pasado? —dijo el letrado Beecher tras sentarse ambos en la otra sala. Había una mesa y doce sillas, y cinco o seis escupideras que se erguían ofreciendo unas bocas anchas como si suplicasen un escupitajo—. ¿Y bien? —le atosigó Beecher.
—Ese rifle, él me lo robó.
—¿Cómo?
—Se lo llevó, y yo tenía intención de recuperarlo.
—¿Por eso lo abordaste?
—Para recuperarlo.
El abogado se removió en su asiento.
—¡Mira, chico! Estoy de tu lado, pero a menos que me cuentes los hechos del caso no podré ayudarte. Empieza por el principio ahora, y cuéntamelo todo.
—No hay nada que contar, sólo que apareció hace dos noches y me dijo cómo se llamaba y cenó conmigo.
—¿Dónde?
—A dos días de distancia, lejos.
—Y después, ¿qué pasó?
—Se escapó por la noche y se llevó mi rifle, mi cuerno y mi saco de perdigones.
—Cuando dices que él apareció, ¿quieres decir en tu casa?
—Fuera.
—¿Y por qué estabas fuera? —el abogado Beecher esperó la respuesta—. ¿Quieres decir que estabas viajando?
—A San Luis.
—¿Desde dónde? —el abogado volvió a esperar—. ¿Es esto todo lo que vas a contarme, sólo que el tal Bedwell apareció mientras estabas pasando la noche al raso, y compartiste tu cena y más tarde te robó el rifle mientras dormías?
—Eso es todo lo que hay —respondió Boone.
El letrado Beecher inclinó la cabeza, se pasó la coleta hacia delante y jugueteó con ella con los dedos mientras reflexionaba. Probablemente el cordel que la sujetaba era de piel de anguila.
—No te estás ayudando mucho —dijo Beecher—. ¿Cómo es que andas vagando por Indiana sin dinero? No tienes dinero, ¿verdad? ¿Ni comida? ¿Ni caballo?
La voz de bocina del juez llegó hasta la habitación.
—El tribunal está listo, Beecher.
Mientras Beecher lo miraba, Boone dijo:
—Da igual. Me robó el rifle, ya se lo he dicho.
El joven abogado se puso en pie y su terso rostro se arrugó por el entrecejo.
—Vamos, pues.
—¿Listos? —preguntó el juez de rostro enrojecido.
El letrado Beecher asintió.
—Todo lo listos que podemos estar, juez Test.
—Reúna al jurado —ordenó el juez al sheriff.
El sheriff se dirigió a la puerta y gritó:
—¡Jurado! —exclamó como un hombre llamando a sus puercos; a continuación, regresó y golpeó una de las mesas—: ¡Todos en pie!
Se escuchó el trajín de pies cuando todo el mundo se levantó. La voz retumbó por la sala. Beecher condujo a Boone hacia una de las mesas. Se sentaron tras ella. Bedwell estaba sentado tras la otra, y junto a él había un hombre de rostro enjuto que no paraba de tocarse la barbilla. Los ojos del hombre eran tan grises que parecían casi transparentes, como el cristal y, como el cristal, parecían duros y fríos.
El hombre gordo al que llamaban juez Test se echó hacia delante en su asiento, con los brazos cruzados sobre el banco que tenía frente a él. El otro juez permaneció echado hacia atrás, con aspecto de estar cansado. El juez Test levantó la mano y se dirigió a los miembros del jurado, sentados a la derecha a lo largo de la pared lateral. Boone se preguntó si el juez pálido estaba tan enfermo como parecía. Beecher y el hombre de ojos fríos formulaban preguntas al jurado. Uno podía acabar así de pálido si nunca dejaba que el sol le tocara la piel. Los ojos de venillas rojas se dirigieron al frente.
—¡Que los testigos presten juramento! ¡Pónganse en pie! ¡Apoya tu mano aquí, chico!
»¿… jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, por la gracia de Dios?
Cuando el juez pronunció «Dios», una extraña expresión se dibujó fugazmente en su rostro. Los ojos le pestañearon y se agrandaron, como si le hubieran propinado un codazo en los riñones, la mandíbula cayó y la boca formó un enorme agujero redondo en su rostro. Sus manos revolotearon durante unos segundos. Entonces se escuchó el sonido de madera partiéndose. Boone sólo vio fugazmente los ojos desorbitados y la boca abierta y las manos crispadas, y luego la cabeza del juez desapareció hacia abajo tras el banco, como si estuviera jugando a invadir fortines y acabara de esquivar una piedra. Boone oyó su trasero desplomándose sobre el estrado. El juez pálido se sujetó del banco frente a él y se mantuvo erguido mientras el otro extremo del asiento bajo él se desplomaba. El juez Test se puso en pie, bufando y más rojo que nunca.
—¡Maldita sea! —exclamó, y a continuación miró al sheriff—. Es responsabilidad del sheriff asegurarse de que este juzgado esté en buenas condiciones.
El sheriff dijo algo que Boone no pudo oír, porque la gente se había echado a reír. El juez Test golpeó el mazo ordenando silencio. El hombre de ojos fríos sentado a la otra mesa asintió sabiamente.
—En efecto, esta bancada de jueces parece un tanto débil —murmuró.
Y entonces el público explotó en risas al otro lado del poste, y chocaron palmas unos con otros y gritaron hurras mientras el juez Test golpeaba el mazo. Los ojos del juez centellearon con una luz rojiza, pero el hombre de ojos fríos se limitó a sonreír tibiamente y lentamente el juez tragó saliva y dejó escapar a regañadientes una sonrisita. Un hombre subió un bloque de madera al estrado y apoyaron el extremo del banco sobre el bloque; el juez Test se sentó despacio, probando su firmeza.
—De acuerdo, Eggleston —dijo—, si ha acabado con sus bromitas.
Y entonces el hombre de ojos fríos dijo:
—Llamamos a declarar al sheriff.
El sheriff entregó Viejo Tiro Seguro a otro hombre, se acercó y se sentó en una silla junto al banco de los jueces y de cara a la muchedumbre.
—¿Es usted Mark York, sheriff del condado de Orange? —preguntó Eggleston.
—Claro.
—¿Ha visto antes al acusado? —dijo señalando con su pulgar a Boone.
—Claro.
—¿Cuándo y dónde?
—La primera vez el chico pasó a escondidas intentando evitarme, en la carretera de Greenville. Eso sería hacia el mediodía.
—¿Qué hacía usted allí?
—Matt Elliott había denunciado el robo de una vaca. Volvía de allí.
—¿Qué quiere decir que pasó «a escondidas» intentando evitarle?
—Dejó la carretera y se desvió pasando a mis espaldas. Sólo lo vi fugazmente cuando ya se alejaba.
—¿Puede indicar alguna razón por la que quisiera evitarle?
El letrado Beecher saltó.
—¡Protesto, señoría!
—Oh, de acuerdo —replicó Eggleston, y continuó preguntando—. ¿Cuándo lo vio por segunda vez?
—Un tramo más adelante, en la misma carretera. Tenía al caballero de ahí tirado en tierra y lo estaba ahogando.
—¿Luchaban?
—Claro.
—¿Quién piensa usted que era el agresor?
—Este joven de aquí estaba sentado encima.
—¡Protesto, señoría! —gritó el letrado Beecher otra vez.
El juez Test lo miró y luego dijo:
—Este tribunal no va a perder el tiempo con florituras. Queremos la verdad. Prosiga, Eggleston.
—¿Y fue usted quien los trajo aquí?
—Claro —y señaló a Boone—. Ese de ahí planeaba robar al caballero su caballo y su material.
—¡Protesto!
Eggleston volvió los ojos en blanco hacia el letrado Beecher.
—Cedo la palabra a la defensa.
—Sheriff —dijo el letrado—, por lo que usted sabe, el tal Bedwell podría haber iniciado la pelea, ¿no es así?
—Podría ser.
—De hecho, usted no pudo distinguir quién era el agresor.
—Este estaba encima.
—Pero eso no prueba nada.
—Prueba que él se estaba llevando la mejor parte.
La respuesta hizo que entre el público se dieran codazos unos a otros y se rieran y hablaran por la comisura de los labios. El sheriff los miró sonriente y les lanzó un lento guiño. El juez golpeó el mazo.
—Eso es todo.
El sheriff se levantó y se dirigió a un lateral y tomó Viejo Tiro Seguro del hombre al que se lo había dejado.
—Bedwell.
El gabán gris perla se sacudió, los pantalones ceñidos se estiraron y el sombrero blanco colgaba de una mano.
El fiscal miró sus notas.
—¿Es usted Jonathan Bedwell, de Nueva Orleans?
—El mismo.
—¿Conoce usted al acusado ahí sentado?
—Lo he visto sólo en una ocasión.
—Cuéntelo al tribunal.
—El me atacó.
—Continúe.
—Eran alrededor de las doce del mediodía de hoy. Me paré y descabalgué para que mi montura bebiera.
—¿Dónde?
—En la carretera de Greenville, a una milla de aquí más o menos.
—¿Sí?
—Escuché que se acercaba alguien corriendo, me giré y era este joven, que cargaba contra mí.
—¿Lo había visto alguna vez antes?
—No.
—¿Y por qué cree que quería atacarle?
—Protesto —apostilló Beecher.
A excepción de un leve movimiento de los ojos venosos, el juez Test hizo caso omiso de la objeción.
—No lo sé —continuó Bedwell—. El sheriff dijo que era un robo, pero no lo sé.
La enjuta cara del fiscal se giró hacia Boone.
—Por su aspecto parece que realmente carece de todo, no cabe la menor duda.
La gente sonrió ante ese comentario y algunos de ellos se rieron a carcajada limpia mientras Beecher protestaba y el juez Test golpeaba el banco con el mazo. Sólo había un hombre que no sonreía. Era un indio en la primera fila tras el poste, sentado muy tieso e inmóvil, y en las manos sostenía un par de mocasines con plumas que probablemente había llevado a la ciudad para venderlos. El juez pálido pareció recuperarse de su decaimiento y clavó sus tristes ojos en el fiscal.
—Eso no se ajusta a derecho, Eggleston, y lo sabe.
Eggleston continuó hablando.
—En todo caso, él cargó contra usted y lo derribó e intentó causarle daños físicos cuando el sheriff apareció en la escena.
—Creo que me habría matado.
—¿Tiene caballo?
—Uno bastante bueno.
—¿Y rifle?
—Uno bastante bueno, pero un poco ligero.
No era ligero, se dijo Boone a sí mismo, sino lo suficientemente pesado para disparar contra jabalíes y búfalos.
—Supongo que cualquier ladrón… —los ojos fríos se clavaron en Boone— estaría encantado de tenerlos.
—Supongo que sí.
—Protesto, señoría —era Beecher otra vez, de pie y sacudiendo la cabeza mientras la cola se balanceaba sobre su espalda. El juez Test levantó un dedo.
—Nada de marear la perdiz.
—Puede preguntar al testigo —dijo Eggleston dirigiéndose al letrado Beecher.
—¿Ha dicho usted que nunca antes había visto a este chico? —preguntó Beecher.
—Nunca.
Beecher señaló a Bedwell con un dedo.
—Pero, de hecho, usted compartió la cena del chico anteayer por la noche, ¿no es así?
—No.
—¿No es cierto que compartió usted su cena y pasó la noche en su compañía, que se levantó temprano mientras el chico todavía dormía y le arrebató el rifle y el cuerno y el saco de perdigones?
—No, no lo hice.
—El Estado protesta, la pregunta es improcedente.
—Continúe —ordenó el juez Test a Beecher.
—¿Y no es cierto que el chico le atacó con la intención de recuperar su rifle?
—No era su rifle.
Las preguntas continuaron. A través de una ventana, Boone pudo ver una taberna al otro lado de la calle y en un lateral del edificio un poco más arriba divisó las colinas bajas recortándose en el horizonte. Pensó en la cueva donde había pasado la noche y el susurro de la lluvia sobre las rocas mientras él permanecía resguardado en el interior.
—Eso es todo —dijo Beecher.
Bedwell se puso en pie de un salto, pero Eggleston lo empujó hacia atrás. Los finos labios de Eggleston se movieron con mucho cuidado.
—Un minuto. ¿Puede identificar el rifle?
—Por supuesto. Fue fabricado por el viejo Ben Mills de Harrodsburg, Kentucky. Se lo compré a él.
—Sheriff —dijo Eggleston—, ¿podría traer el rifle?
Miró el arma, la sostuvo en alto para que Beecher la inspeccionara y luego la entregó a los miembros del jurado. Pasó por todas las manos mientras asentían con la cabeza. El fiscal dejó escapar una sonrisa.
El letrado Beecher se puso en pie.
—¡Esperen! ¡Esperen! —exclamó señalando con el dedo a Bedwell—. Usted podía haber memorizado el nombre del fabricante después de robar el rifle, ¿no es así?
—Sí —dijo Bedwell—. Si lo hubiera robado.
—De hecho, eso sería lo primero que habría hecho, ¿verdad? —preguntó Beecher, paseando la mirada de un jurado a otro. Estos le miraron y luego apartaron la mirada, como si no pudieran desprenderse de la primera impresión.
—Probablemente —dijo Bedwell—. Si la hubiera robado.
Eggleston apuntó su afilado rostro al banco.
—Esa es la cuestión.
El letrado Beecher se volvió hacia Boone.
—De acuerdo —dijo, y a continuación le mostró señalando con el dedo el camino a la silla de los testigos.
Boone se levantó, se dirigió allí y se sentó. A un lado estaba el jurado y en el otro el banco de los jueces. Frente a él estaban los abogados y Bedwell y el secretario con su enorme libro y su pluma, y más allá se encontraban los ciudadanos, mirándole, girándose para hablar ocultando tras sus manos bocas impacientes y fruncidas. Todas las miradas recaían sobre él, como si se unieran en un ojo enorme y él fuera lo único que valiera la pena mirar. Sólo el indio permaneció en silencio, mirándolo con unos ojos brillantes por el reflejo de la luz que entraba por la ventana, y con las manos sobre el regazo sujetando los mocasines. No debía de ser un verdadero indio del oeste, sino un miami, o tal vez un pottawatomi. Al fondo de la sala un hombre sonreía a Boone, como alguien que sonríe a un amigo. Entre todo aquel aluvión de rostros, el suyo era el único amistoso, sin contar la del indio, que tal vez también lo fuera.
—¿Cómo se llama? —preguntó Beecher.
—Boone Caudill.
—Con sus propias palabras —dijo Beecher lentamente—, ¿le importaría contar al tribunal su versión de la pelea de esta mañana y las circunstancias que la rodearon?
—Es mi rifle. Él me lo robó.
—Espere un segundo. Comience por el principio.
—Estaba preparándome la cena al raso…
—¿Cuándo y dónde?
—La noche de anteayer. A bastante distancia por la carretera.
—¿Al otro lado de Greenville?
—Supongo.
—Continúe.
Boone hizo un leve gesto hacia Bedwell.
—Él llegó a caballo.
—¿Sí?
—Me dijo su nombre y me preguntó si podía quedarse a pasar la noche.
—¿Sí?
—Por la mañana había desaparecido y además se había llevado el rifle.
—¿Y por eso —dijo el letrado Beecher—, cuando se lo encontró de nuevo hoy, intentó recuperar el rifle?
—Sí.
—¡Protesto, señoría! —ladró Eggleston.
—Deje de apuntarle las respuestas —ordenó el juez Test al letrado.
—Fue así como pasó —aseguró Boone.
—¿Puede identificar el rifle?
—Lo fabricó Ben Mills, en Harrodsburg.
El letrado Beecher se levantó.
—Sus señorías —dijo, mientras fruncía el ceño—, creemos que es pertinente que desestimen el caso. En cuanto a la identificación del arma, el tribunal simplemente tiene dos versiones contrapuestas, sin pruebas a favor de ninguna de las dos partes. Ni tampoco la acusación de asalto y agresión se sostiene. En este punto el tribunal sólo tiene dos versiones contrapuestas, y la declaración del sheriff por un lado no refuerza la acusación. El sheriff simplemente vio a dos hombres peleándose. Cualquier conclusión que extrajera o diera por cierta es pura suposición, sin peso ante la ley. La única prueba real es que tuvo lugar una pelea.
Eggleston se había puesto en pie, protestando.
—Solicitamos contrainterrogar al testigo.
El juez Test hizo callar a ambos.
—Proceda, pues —dijo dirigiéndose al fiscal, pero el letrado Beecher le apostilló.
—Espere, señoría. No hemos acabado —volvió a dirigir la mirada a Boone—. ¿Tiene alguna otra manera de identificar el rifle? ¿Hay otras marcas en el arma, o arañazos, que puedan identificarlo?
—No tiene ningún arañazo.
El letrado Beecher apoyó la barbilla en su puño. Sus ojos se detuvieron en la mesa que tenía delante.
—Tal vez —dijo tras una pausa— pueda probar sus reclamaciones acerca del rifle a través del cuerno o el saco de perdigones —entonces levantó la cabeza—. ¿Cuántos perdigones había en el saco?
—Había once y disparé a un conejo. Diez, tendría que haber diez.
Beecher hizo un gesto y el sheriff le acercó el saco. Eggleston se aproximó y se quedó de pie junto a Beecher mientras este vaciaba el saco sobre la mesa.
—Un, dos, tres…
—Hay ocho —apostilló Eggleston—. Sólo ocho.
La mano de Beecher rebuscó en el saquito y volvió a sacarla vacía.
—Por supuesto —le dijo a Boone—, quien robó el rifle podría haberlo disparado un par de veces, ¿no es así?
Eggleston miró a Beecher, sonriente, y dijo:
—Debo protestar. Está volviendo a dictarle las respuestas —y, a continuación, regresó a su asiento todavía sonriente.
—Eso es todo —concluyó Beecher.
El rostro colorado del juez Test se volvió hacia Eggleston.
—Proceda.
Eggleston se inclinó sobre Boone, como una serpiente frente a un pájaro.
—¿Desde cuándo es propietario de este rifle?
—Un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
Boone escuchó la pluma rasgando el papel mientras el hombre sentado a la mesita escribía en el gran libro. Rasgó un poco más y paró, y Boone pudo ver la pluma levantada, a la espera. En el fondo de la habitación aquel hombre todavía le sonreía, como si estuviera a su favor.
—Le he preguntado cuánto tiempo. Por Dios, chico, si el rifle es tuyo debes saber cuánto tiempo lo has tenido.
—No se lo podría decir exactamente.
—Oh, no me lo podría decir exactamente. En todo caso, ¿de dónde lo sacó? ¿Es realmente suyo?
La pluma rasgó un poco más y volvió a detenerse. Boone sintió sus manos crispadas entre las rodillas. Sacó la punta de la lengua y se mojó los labios.
—¿Es suyo? —aulló Eggleston, y pegó un golpe en la mesa con el puño.
—Sus señorías —apostilló el letrado Beecher—, protestamos, el fiscal podría estar intimidando a nuestro defendido.
—No responde —concluyó el fiscal.
Los ojos rojos del juez se posaron en Boone.
—Chico, un acusado no puede acusarse a sí mismo… pero tengo que advertirte, si no respondes, el jurado casi con toda probabilidad lo tendrá en tu contra.
—Mi papá me lo dio —respondió Boone.
La mano del fiscal jugueteó con su barbilla. Tras un silencio, dijo:
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Casi dieciocho.
—Entonces tienes diecisiete —los ojos claros de Eggleston lo examinaron—. Eres un fugitivo, ¿verdad?
Boone oyó a Beecher gritar «¡Protesto!», y el juez Test le hizo callar respondiendo: «Es un contrainterrogatorio».
—¿De dónde eres? —continuó Eggleston.
Boone sacó las manos de entre las rodillas y se agarró al asiento de la silla.
—De San Luis.
—¿Qué haces aquí?
—Regreso allí.
—¿De dónde vienes?
—De por aquí.
—Sólo por aquí, ¿eh?
—Supongo.
El fiscal miró a los jueces con las cejas enarcadas y la frente surcada de arrugas.
—El testigo debería permanecer bajo custodia para llevar a cabo una investigación. Probablemente se trate de un chico fugitivo de la justicia.
El letrado Beecher se acercó y, de nuevo, la cola rubia se agitó.
—Los cargos que nos ocupan son de asalto y agresión. No se ha presentado ningún otro cargo ante este tribunal.
—Acabemos con esto primero —dijo el juez Test a Eggleston—. ¿Listos para los alegatos?
Se escuchó un zumbido de susurros entre la multitud y traseros removiéndose en los bancos. Todos se echaron hacia delante, como si fuera ese momento el que habían estado esperando desde un principio. Mientras Boone los observaba, el hombre al fondo de la sala asintió con la cabeza, como si le estuviera asegurando que todo iba a salir bien.
—Puedes venir aquí —le dijo el letrado Beecher, en tono de invitación, y Boone se levantó de la silla de los testigos y se sentó junto a él tras la mesa.
Beecher se levantó y se situó frente al jurado y comenzó a hablar. Su voz, más aguda que la de Eggleston, parecía abrirse y cerrarse como una espita según miraba hacia un lado u otro. Era todo un espectáculo la forma en la que su coleta se agitaba. Tras él, a través de la ventana, estaba la taberna y, más allá, el bosque que se recortaba contra el cielo, y el propio cielo, claro y azul como el agua. Boone divisó un pájaro, probablemente sólo era un gavilán, pero volaba libre y sin dificultad, como si mantenerse allá arriba no supusiera ningún esfuerzo. La espita de voz se abría y se cerraba.
—Sólo la palabra de un hombre… No se ha probado ningún cargo… Lo único que se ha demostrado, lo único de lo que pueden estar seguros, es que hubo una pelea… En tales circunstancias, deberían fallar a favor del acusado…
Desde el otro lado del poste todos miraban a Beecher, excepto cuando este le señaló, y entonces todos los ojos siguieron su dedo, como si tirara de ellos con un hilo, y se posaron en Boone. Y todo el mundo lo escuchaba también, y unas veces sonreían y otras veces fruncían el ceño, y susurraban de vez en cuando. Tal vez resultaría fácil escuchar, mantener la mente atenta a lo que se estaba diciendo en la sala, si él estuviera entre el público. Tal vez era bastante placentero, observar y escuchar y no tener dedos señalándote y ojos taladrándote con la mirada, sabiendo además que podías levantarte y marcharte cuando quisieras, a San Luis o a donde fuera.
—… este joven inocente sin amigos… —Boone no quería que nadie fuera su amigo, a menos que se tratara de Jim Deakins, y además no era un joven, sino un hombre, lo suficientemente maduro para valerse por sí mismo— … apela a la sabiduría y bondad del jurado para que emitan un veredicto de absolución.
Beecher estaba sudando cuando se sentó.
Eggleston se levantó de su asiento y se dirigió hacia el jurado con ambas manos en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia delante. Sin embargo, cuando llegó allí, desenfundó las manos y la cabeza se alzó como con un resorte. Su voz sonaba fuerte, así que Boone la escuchaba con toda claridad cuando le prestaba atención, daba igual hacia dónde mirase Eggleston. El fiscal paseaba de un lado a otro delante del jurado, balanceando los brazos. De vez en cuando se volvía, señalaba y clavaba sus ojos blanquecinos en Boone y, cuando lo hacía, su voz retumbaba en los oídos de Boone, con expresiones como «pícaro andrajoso» y «claro caso de bandolerismo» y «vagabundo asesino». Cuando se giraba sus palabras rebotaban antes en la pared y parecían flotar como un eco en la sala. Más allá de él, mucho más allá, el gavilán todavía volaba en círculos, ligero como una pluma, sin mover las alas, sólo inclinándolas, un círculo tras otro, meciéndose en el viento. Las palabras volvieron a llover sobre Boone, como si le lanzaran piedras. Sintió los ojos sobre él y su piel intentando encogerse bajo su ropa.
—Afirmo, caballeros, que sólo pueden llegar a un único veredicto, y ese es el de culpabilidad —el brazo se balanceó, como una rama colgando al viento—. ¡Mírenlo! ¡Mírenlo bien! Pregúntense ustedes mismos lo que un hombre como este… —picoteó con el dedo en su ropa— podría estar haciendo ahora con un arma como esa —a continuación, volvió el eco, rebotando en la pared—. El castigo, caballeros, se lo dejo a su buen juicio.
Eggleston se volvió y regresó a su asiento y de camino le lanzó al letrado Beecher una sonrisa. Boone supuso que debían de ser buenos amigos fuera del juzgado.
El juez Test golpeó con el mazo una vez.
—El jurado puede retirarse a deliberar.
Se pusieron en pie, estiraron las piernas y salieron en fila. A través de la ventana Boone pudo verlos cruzando la calle y entrando en la taberna. La muchedumbre comenzó a moverse, la mayoría se marcharon también a la taberna. El indio se levantó, con el rostro todavía inmóvil como un cuadro, se ciñó la manta que le cubría los hombros alrededor del cuello y salió por la puerta, dejando que los mocasines se agitaran en su mano. El hombre sonriente del fondo fue uno de los últimos en salir. Al mirarlo de cerca, Boone vio que era un tullido. Tenía un hombro atrofiado y arrastraba una pierna por el suelo. Seguía sonriendo cuando se acercó, pero era una sonrisa de idiota, Boone pudo verla ahora, una sonrisa sin intención en una cara de idiota. Antes de cruzar la puerta, se volvió hacia Boone y le sacó la lengua. Bedwell se sacudió el sombrero y, tras una última mirada a su alrededor, abandonó la sala del tribunal. El juez Test bajó del banco y cortó un trozo de tabaco. Él y el sheriff comenzaron a mascar.
Tras unos minutos el sheriff dijo:
—Se ve que ha sido cuestión de una sola copa —e hizo una señal hacia la ventana y al jurado que regresaba ya de la taberna. Beecher sacudió la cabeza pero no dijo nada.
Los miembros del jurado tardaron en entrar. El juez Test se volvió a subir al estrado y se sentó en el banco alisándose la papada. El juez pálido se sentó y apoyó la mandíbula en la mano. Abrió los ojos lentamente mientras el jurado entraba a empellones a su lado. El secretario entró y se sentó frente al libro.
—Caballeros, ¿ya tienen el veredicto?
Uno de los miembros del jurado se levantó y su silueta se recortó en la ventana, ocultando el bosque y el cielo y el pájaro en las alturas.
—Lo tenemos.
—Háganlo saber a este tribunal.
—Juez, su señoría, hemos decidido que el joven es culpable, pero no muy muy culpable.
El juez apretó los labios mientras sus ojos rojos esperaban a que el portavoz acabara.
—Creemos —siguió el jurado— que debe ganarse su libertad mediante una multa, digamos, de unos cinco dólares, o siete días de arresto.
El juez Test susurró algo al juez pálido y ambos asintieron.
—Que sean siete días, pues —sentenció el juez Test. La pluma del secretario rasgueó en el libro y el juez Test, dirigiéndose a Eggleston, añadió—: Eso le dará suficiente tiempo para investigarlo.
Boone sintió la mano del sheriff sobre su brazo.
—¡Ven!
Eggleston levantó la mirada cuando pasaron a su lado.
—Tal vez usted pueda sacar algo de él, sheriff —y le guiñó uno de sus fríos ojos.
—Claro —respondió el sheriff, y al cruzar la puerta le dijo al hombrecillo llamado Charlie—: Trae a la pequeña Betsy, por favor.
La prisión era una cabaña de madera con una pesada puerta de roble. El sheriff abrió el cerrojo con una llave oxidada. Era un cerrojo grande, tan grande como una tortuga de agua. Durante un minuto después de entrar, Boone no pudo ver nada en la oscuridad. A continuación distinguió un camastro de tablones con un cobertor raído encima, y una mesa rota, en la que había pegada una vela medio derretida.
—Aquí está Betsy —dijo una voz desde fuera.
—Gracias —respondió el sheriff—. Vigila la puerta.
La puerta gimió al cerrarse.
El sheriff era un hombre grande, alto y flaco, y desprendía un aura de poder. Boone no se había dado cuenta antes de lo rígido que podía parecer su rostro. Era un rostro de piedra, como el de Pa cuando el demonio lo poseía.
—Cuando nos conozcamos un poco mejor —dijo el sheriff— tal vez te apetezca más hablar —separó la mano derecha de su cuerpo y Boone vio que sujetaba algo que, durante un minuto, arrastró por el suelo—. ¡Date la vuelta!
—¡No va a darme un azote, señor! —gritó Boone.
Antes de que hubiera acabado de decirlo, el látigo silbó.