Boone se levantó de un brinco. La tierra se inclinó bajo sus pies y luego volvió a nivelarse y de nuevo se inclinó; después se dobló hacia delante, se agarró la cabeza con ambas manos y cerró los ojos para recuperar el equilibrio. Rastreó todo el terreno, desde el riachuelo hasta el campamento y el lugar donde habían dormido y, finalmente, el lugar donde Bedwell había atado su caballo. Allí encontró marcas de cuerdas en un pequeño olmo y vio la hierba pisoteada por cascos de caballo y aplastada donde el caballo había estado tumbado. Un fino hilo de vapor se elevaba de una pila de boñiga.
Regresó al riachuelo, se sentó y bebió, sintiendo el frío del agua en las profundidades de su estómago. Se levantó lentamente, manteniendo su precario equilibrio con el terreno y, de repente, su estómago se tensó como si alguien lo hubiera presionado. Sujetándose en un arbusto, se inclinó y vomitó. El whisky de la noche anterior sabía a rayos en su boca. Se limpió las lágrimas de las mejillas y recogió su saquito de harina de maíz tras introducir el trozo de carne dentro.
—¡Maldito sea! —exclamó en voz alta.
Las nieblas de la mañana empezaban a disiparse. Por encima de los cerros del este apareció el sol y su brillo gélido se derramó sobre la tierra. Un gorrino flaco llegó al claro husmeando el suelo y se detuvo moviendo el hocico y olisqueando el aire.
—¡Fuera! —dijo el joven, el animal dejó escapar un gruñido y se alejó con paso lento.
Boone se quedó rezagado en el camino, se paró y miró hacia atrás. Su hogar le parecía un lugar lejano ahora, al otro lado de los cerros, al otro lado del gran río, a través de las colinas. Ma estaría preocupándose por él, imaginó. Tal vez estaba llorando su pérdida desde que Pa le contó que la corriente del río se lo había llevado. Tal vez ella pronunció su nombre «¡Boone! ¡Boone!» para sus adentros mientras sus húmedos ojos se desbordaban. De repente, le invadió de nuevo la debilidad, arrebatándole toda la fuerza y determinación. No servía de nada intentar escapar. En todos lados la gente se aprovechaba de un joven como él, persiguiéndole como si fuera una bestia salvaje, o tratándole de forma amistosa para robarle. Mejor regresar con Ma y dejar que Pa le apaleara. Mejor tener algo que comer y una casa en la que refugiarse. Pero la ley también lo buscaba ahora, y tal vez su hogar sería la cárcel, y Pa querría matarlo, o casi. Se enderezó. De alguna manera arreglaría las cosas con Bedwell. Tenía intención de recuperar Viejo Tiro Seguro, de una manera u otra. Se volvió y echó a andar hacia el oeste, y con cada paso que daba, la cabeza le martilleaba mientras seguía con los ojos el rastro de los cascos del caballo en el camino.
Boone pensó en Jim Deakins. ¿Habría cruzado ya el río? ¿Vendría realmente? Entonces vio el rostro franco y amistoso, la barba alazana de pelos en punta, los suaves ojos azules. Uno se siente solo y abandonado en tierras extrañas. Sin embargo, cuando Boone vio un molino harinero y al molinero atareado con sus sacos, bajó la cabeza y pasó de largo apenas respondiendo entre murmullos al jovial saludo del molinero. También pasó de largo por las pocas casas que había al borde de la carretera, cabizbajo y desconfiado. Un perro marrón y blanco salió corriendo de una de ellas y comenzó a atosigarle saltando a sus tobillos; Boone se giró y le dio una patada, ignorando la promesa de un hombre en el portal que le gritó:
—No va a morderte, chico.
Estaba en una tierra distinta a la de su hogar. Las colinas eran más pequeñas y más redondeadas, y había más bosques de robles y hayas, pero también había nogales americanos, y avellanos, olmos, cerezos silvestres y unos cuantos pinos. En los promontorios más pequeños pudo ver cornejos, chirimoyas, espinos y caquis. Si hubiera sido otoño, ahora habría podido encontrar montones de chirimoyas maduras y llenarse la barriga de caquis. En todo caso, necesitaba comer algo. Padre siempre decía que la comida era buena para capear la fiebre del whisky. Pero no había chirimoyas ni caquis. Le producía arcadas sólo pensar en ellos. Jamón y maíz seco y judías verdes le sentarían mejor, y carne fresca todavía mejor. Si tuviera con él a Viejo Tiro Seguro podría conseguir algo de carne. El mero hecho de tener a Viejo Tiro Seguro consigo, sin la carne, le haría sentirse bien… bastaría tenerlo de nuevo en sus manos, sin el cuerno ni el saco de municiones, que Bedwell también le había robado.
Todavía era temprano cuando alcanzó a ver una ciudad y se paró a reflexionar. Si la esquivaba se arriesgaba a perder el rastro de Jonathan Bedwell, podía pasar de largo mientras el tipo estaba alojado en una pensión. Pero desechó la idea de entrar en la población, de ser observado y preguntado y rodeado por costumbres extranjeras. En todo caso, primero debía comer algo. Quizás si comía lograría aplacar el dolor de cabeza. Tras un pequeño promontorio que lo ocultaba del camino hizo una hoguera, preparó más tortitas de viaje, calentó dos cortadas de panceta y engulló la comida, a pesar de las arcadas que aún sentía en el estómago. Cuando se levantó, bordeó la ciudad desviando su trayectoria en un arco.
En el otro extremo la carretera estaba marcada por más cascos de monturas y ruedas. Ya no estaba seguro de cuál era el rastro del caballo de Bedwell. Había una media docena de pares de rastros frescos, unas veces se separaban y otras se mezclaban, y otras se emborronaban bajo las franjas de neumáticos. Boone se volvió hacia la ciudad, pensando de nuevo que debería entrar y, acto seguido, desechando otra vez la idea.
Viajó durante todo el día a paso regular y pensando ahora en Ma, ahora en Deakins y ahora en Bedwell, y en todo momento en el rifle robado. Estaba constantemente presente en su mente, dándole fuerzas para seguir avanzando. En algún lugar lograría dar con Bedwell. De alguna manera recobraría su rifle. El sol fue declinando desde las alturas y le miró de frente y continuó bajando, deslizándose tras las colinas lejanas. Pasó de largo por una casa de madera de dos plantas un poco alejada de la ruta, y un poco más allá vio una gallina solitaria picoteando en la carretera. Miró hacia atrás para ver si alguien lo estaba observando, luego metió la mano en su saquito y sacó un puñado de harina de maíz. Se fue alejando de la ruta hacia un árbol que lo ocultaba de la casa y comenzó a esparcir el cebo, entonando en voz baja: «¡Aquí, pitas, pitas, pitas! ¡Aquí, pitas, pitas, pitas!». A unos veinte pies la gallina ladeó la cabeza y clavó uno de sus brillantes ojos en él. Se acercó, anadeando y suspicaz, y estirando un largo cuello picoteó una de las motas de harina más cercana a ella. Boone movió la mano lentamente, dejando que la harina cayera entre sus dedos. La gallina volvió a ladear la cabeza mirándole, estudiándole en busca de alguna señal de peligro. Volvió a picotear otra pizca. Apartó el ojo de él y lo clavó en el suelo, bajó la cabeza bruscamente y con el pico recogió otro montoncito, y otro, y otro. El cuello se estiraba en busca de más, y la gallina dio otro paso adelantando así su hambriento pico. «¡Pitas, pitas!». Movió la otra pata, y luego de nuevo la primera, mientras con el pico seguía golpeando el suelo rítmicamente. Boone se abalanzó hacia delante, inmovilizando al ave entre sus brazos. La gallina comenzó a armar ruido, pero con un rápido movimiento de mano Boone logró ahogarlo, y el animal lo miró, silencioso, sin pestañear y atemorizado, mientras se lo llevaba bajo el brazo.
Inspeccionó el camino a sus espaldas una vez más y se dirigió hacia la derecha, en dirección a un grupo de algarrobos. A través de los árboles vio una dolina, y en la empinada y rocosa ladera opuesta vio un negro triángulo que le pareció la entrada a una cueva. Bajó por la dolina, bordeó el charco de agua que había en la parte más profunda, escaló la pequeña elevación y echó un vistazo dentro. En la entrada de la cueva había suficiente espacio para un hombre, de pie o tumbado. Entornó los ojos y cuando los volvió a abrir vio que se dividía en dos pequeños túneles. El lugar tenía el olor agrio a cerrado de zorras y cachorros, pero el suelo estaba suave, y las paredes y el techo le protegerían del húmedo frío de la noche.
Boone bajó de nuevo a la dolina, se llevó con él la gallina bajo el brazo y le arrancó la cabeza. Mientras el animal aún se agitaba recogió maderos y los colocó dentro de la cueva. Prendió un pequeño fuego en la misma entrada de la cueva, observando con satisfacción que el leve aliento de la caverna expulsaba el humo al exterior.
En el borde de la poza limpió la gallina y la atravesó con una rama verde de árbol joven. De regreso al campamento, apoyó la rama en los codos de dos palos clavados a ambos lados de la hoguera y apuntalados con piedras. Entró en la cueva y se sentó a esperar, reconfortado por el calor que había empezado a deslizarse al interior. Era bueno descansar, dejar que sus músculos se destensaran relajados y sin voluntad, sentir de nuevo hambre en su estómago, haberse librado del mareante dolor de cabeza. En esos momentos no parecía que hubiera nada malo en su vida más allá de recuperar su rifle. Giró el ave en el espetón.
Se comió la mitad de la gallina medio asada. Después volvió a ensartar la carcasa en la rama verde y la apoyó contra un lateral de la cueva. Reavivó el fuego y se tumbó, y un sueño profundo lo envolvió.
La mañana llegó húmeda y sombría. Se incorporó, se frotó los ojos y se sacudió los calambres de los músculos. Podía oír la lluvia cayendo sobre las piedras, derramándose de saliente en saliente. Echó un vistazo fuera y vio el cielo encapotado y gris, con jirones de nubes bajas de lluvia descargando azotadas por la brisa. El interior de la cueva estaba seco y resguardado del viento. Sintió una ligera y fugaz punzada de placer de estar allí. Estaría bien quedarse, a salvo y resguardado, mientras pasaba el sombrío día.
Sacó el palo del cuerpo de la gallina y comenzó a roer la carne con los dientes. Cuando hubo acabado no sobró mucha carne, ni siquiera suficiente para un zorro. Recogió la bolsita de harina y salió encorvado para protegerse de la lluvia. Cuando llegó a la carretera estaba calado hasta los huesos, pero con los músculos calientes por la caminata. Frente a él se extendía el camino hacia Paoli, hacia Vincennes y San Luis. Avanzó por un lateral de la ruta, evitando el barro y estudiando las huellas en busca de alguna señal que le indicase que Bedwell ya había pasado por allí antes que él. Un rato después amaneció.
Era ya cerca del mediodía cuando divisó al hombre del abrigo negro. Iba montado a caballo, había subido a la cima de una pequeña colina y se había quedado allí inmóvil sobre la silla, mirando hacia el norte, pensando, u observando algo, o esperando a alguien. Cuando Boone lo vio y se detuvo, el hombre metió la mano en el interior de su abrigo y sacó una pistola. Boone se escabulló a un lado del camino y se ocultó tras un árbol. Todavía con la pistola en la mano, el hombre se bajó del caballo y lo ató a una rama. Mientras estaba de espaldas, Boone se acercó sigilosamente y se quedó observándolo oculto tras una pantalla de arbustos. El hombre recogió una hoja seca del suelo, se acercó a un árbol y clavó la hoja en el tronco, tras una tira de corteza. Se separó unos veinte pasos, luego apuntó a la hoja y disparó. La corteza del árbol salió volando, pero casi un palmo por encima de la hoja. El hombre sacudió la cabeza y se puso a recargar el arma.
Boone se adentró aún más en el bosque, esquivó al hombre manteniéndose siempre a su espalda y dejando una línea de árboles y arbustos entre ellos, con la intención de pasar desapercibido y continuar su camino. No era buena idea dejarse pillar mientras espiaba al hombre. Le hacía sentirse pequeño ser pillado de esa manera. Además, no sabía nada acerca de aquel hombre. Nunca se podía estar seguro con los extraños. Quizás, al verle, le pegase un tiro. O le hiciese preguntas. O se lo llevase a la ciudad. Si Boone tuviera ahora su propio rifle, sin duda se sentiría de otra manera. Podría agujerear aquella hoja en el mismo centro con Tiro Seguro.
A pesar de todo aquel sigilo, el hombre lo vio, justo cuando estaba a punto de perderse de vista.
—¡Eh, chico! —Boone fingió no oírle—. ¡Eh, tú! ¿Por qué corres?
Pero ahora se encontraba fuera del rango de visión del hombre y se paró y esperó, conteniendo la respiración en la garganta, y preguntándose por qué corría y si debía salir corriendo otra vez si el hombre le perseguía. No había hecho nada, al menos en Indiana, para tener que esconderse de la gente de esa manera, excepto por haber robado una gallina. Después de un rato escuchó de nuevo el disparo de la pistola y supo que el hombre había retomado las prácticas de tiro.
Mantuvo el oído aguzado mientras seguía su camino y de vez en cuando echaba la mirada atrás preparado para esconderse en el bosque, y antes de que hubiera recorrido una milla detectó movimiento detrás de él. Los cascos de un caballo repiqueteaban sobre el terreno. El bosque no era muy espeso en ese tramo, pero un poco más allá, a mano izquierda, se erguía un grueso tocón de árbol. Corrió hacia él y se tiró cuerpo a tierra tras el tocón, observando a través de una franja de hierba y escuchando el largo resoplido del caballo antes de poder verlo. Por detrás de un bosquecillo de árboles vio pasar a caballo un gabán gris perla y un sombrero alto de piel de castor, y debajo asomaba un rostro afilado y surcado de arrugas. Boone vio a Viejo Tiro Seguro enganchado en la silla de montar. Se quedó allí tumbado hasta que el caballo y el jinete pasaron de largo y se perdieron entre los bosques a lo lejos, y mientras pasaban recordó que un hombre no podía alcanzar a un caballo corriendo, ni tampoco enfrentarse a un rifle sin ningún arma en las manos. Entonces se puso en pie y salió tras ellos, trotando para mantenerse cerca.
Alcanzó a Bedwell inesperadamente una hora más tarde. Al bordear un bosquecillo que ocultaba el camino vio su caballo bebiendo de un riachuelo que atravesaba la carretera, y a Bedwell en tierra dándole la espalda y golpeándose la pierna ceñida con la fusta que llevaba en la mano. No estaban a más de un tiro de piedra. Mientras Boone le observaba, Bedwell se abrió la bragueta de los pantalones y meó, abotonándoselos a continuación lentamente.
Ahora era el momento, se dijo Boone, pero ¡con cuidado, con cuidado! Dejó caer de la mano el saquito de harina de maíz. Sintió que las piernas se ponían a correr bajo su cuerpo y que la brisa le acariciaba el rostro. Sus pies levantaron ruido en el camino. Bedwell se subió los pantalones, se giró, lo vio y se fajó esperando la embestida, sin hacer ademán de ir a coger el rifle de la silla. Se quedó allí de pie esperando la carga, y ambos cayeron al suelo, rodando por encima del riachuelo y alejándose de él. Boone oyó al caballo pifiar y observó que los cascos se alejaban repiqueteando. Sintió la mano del hombre deslizándose bajo su gorro y tirándole del pelo. Con el pulgar de la otra mano buscó el ojo de Boone, y ahora sus dos manos trabajaron juntas, una sujetando la cabeza del chico mientras con el pulgar de la otra le apretaba la cuenca del ojo. El dolor que sintió fue como un cuchillo que le abría el cráneo. El ojo se hundió en su cuenca. Boone soltó la garganta de Bedwell, se zafó de él y rápidamente se puso en pie. Bedwell se alzaba borroso frente a él, de pie y chorreando agua, con los labios entreabiertos, pero sin decir nada, y las líneas de su rostro formaban pequeños círculos en las comisuras de la boca. Sus ojos estudiaron detenidamente a Boone. Boone se abalanzó hacia delante, soltando un puñetazo hacia el rostro. La rodilla de Bedwell salió disparada hacia arriba y con las manos empujó a Boone hacia atrás como si le hubiera dado el golpe de gracia. Boone se dobló hacia delante y tropezó hacia atrás. Un gemido de dolor se le escapó de la garganta. Intentó enderezarse a pesar del feroz dolor que sentía en la entrepierna.
—¿Y bien? —preguntó Bedwell mientras se limpiaba con la mano el barro del abrigo.
—¡Te llevaste mi rifle!
—¿Y?
—Tengo intención de recuperarlo.
—Pues adelante.
—No he acabado todavía.
Los ojos de Bedwell se apartaron de los de Boone y miraron por encima de su hombro, y un brillo que Boone no entendió los iluminó de pronto. Bedwell ahora sonreía, una sonrisa de soslayo.
—Tienes miedo, ¿verdad, cachorrillo?
Los hombros de Boone chocaron contra su pecho. El hombre se cayó hacia atrás, dócilmente en esta ocasión, y Boone se sentó a horcajadas sobre él. Parecía que la fuerza había abandonado a Bedwell. Este intentó escapar sacudiéndose y poco después se desplomó hacia atrás, gruñendo. Sus manos revoloteaban, intentando protegerse los ojos de los pulgares del chico. Gritaba, ensordeciendo a Boone.
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
Boone logró meter la mano por debajo del revuelo de brazos de Bedwell y buscó un ojo con el pulgar. Lo acababa de encontrar cuando una voz sonó como una bocina a sus espaldas.
—¡Para, maldito seas! ¡Para!
Una mano agarró a Boone por el hombro y lo separó de cuajo. El hombre del abrigo negro se cernía sobre él y entonces vio que llevaba una estrella prendida del abrigo.
—Soy el sheriff.
—¡Gracias a Dios, sheriff! —era Bedwell el que hablaba ahora; se puso en pie, recogió su sombrero blanco del agua y lo sacudió—. Iba a matarme —dijo señalando a Boone—. Debe de estar loco.
La mirada del sheriff se clavó en el rostro de Boone.
—Lo vi antes, escondiéndose en el bosque.
—Me asaltó por detrás. Estaba parado esperando a que mi caballo bebiera y me atacó por detrás.
—¿Qué intenciones llevas, chico? —preguntó el sheriff, y se respondió él mismo—. Robar, esa es la intención —dirigió sus ojos al caballo de Bedwell, que estaba de pie con un anca más elevada que la otra al otro lado del riachuelo—. Querías quedarte con el caballo, el rifle y el resto del material del caballero, ¿verdad?
—No.
Bedwell asentía con la cabeza.
—No había pensado en eso, sheriff.
—Supongo que me habrías asaltado a mí —continuó el sheriff— si no me hubieras visto la pistola.
—Él me robó el rifle. Yo sólo quería recuperarlo —afirmó Boone.
La voz del sheriff retumbó en los oídos de Boone.
—¿Y por eso te escondes en el bosque como una alimaña?
—Él me lo robó.
—¿Y qué hacías tú —los ojos del sheriff recorrieron la sucia ropa tejida a mano— con un arma tan buena como esa?
—Él me la robó, se lo he dicho.
Bedwell lanzó al sheriff una tímida sonrisa.
—Excusa de mal pagador.
—Peor que ninguna excusa. Venga, os venís conmigo, los dos.