Había dejado el río a sus espaldas, así como al granjero de Indiana que lo había acogido y le había dado pedernal y acero, un cuerno de pólvora, un saquito de harina de maíz y un trozo de carne salada.
—Si puedes usar ese rifle como se supone que debe ser usado, saldrás adelante —le dijo el granjero, y Boone le dio las gracias mientras removía la tierra con la punta de la bota.
—Tal vez pueda devolverle el favor algún día —murmuró.
El granjero sonrió y sacudió la mano desechando la idea. Boone se volvió y se dirigió al oeste por el valle.
El terreno se allanaba. A sus espaldas, cuando los árboles empezaron a escasear, todavía podía ver los oscuros arcos de las colinas que flanqueaban el río, pero, frente a él, el camino se allanaba y tan sólo estaba interrumpido por algunas colinas bajas cubiertas de robles y sauces y almez y sicómoros, cuyos troncos blancos y desnudos destacaban del resto.
El aire era pesado, y el cielo gris y frío parecía un estanque helado. Las ramas desnudas de los árboles se recortaban contra el cielo, bifurcándose oscuramente desde los troncos.
Boone se preguntó cuándo llegaría a San Luis. «Debe llevar una semana entera, probablemente, si no me desvío», se dijo a sí mismo, imaginando los castores y los búfalos y las libres llanuras. La carretera era buena. De vez en cuando veía una cabaña a los pies de una colina o al borde de un bosquecillo y se sentía mejor al notarse acompañado. A veces se cruzaba con jinetes, y en una ocasión con una carreta Conestoga, llena hasta la lona, que se dirigía al oeste.
—Te llevaríamos, chico —dijo el conductor tras la espesura de unas patillas como mantas cuando el carromato le alcanzó—, pero vamos tan abarrotados que hemos tenido que obligar a las chinches a que salgan y vayan andando —y añadió—. Van a ser unas chinches con los pies bien doloridos para cuando lleguemos a Marthasville.
Los rostros de una mujer y dos niños, apiñados a su izquierda, le miraban con sonrisas tensas y luego volvieron a ponerse serios cuando el conductor chasqueó el látigo.
Al acercarse la noche, Boone se dedicó a buscar por los alrededores algo de caza. Antes había visto un pavo y huellas de ciervos junto al sendero, pero ahora no se veía ni un solo animal, ni tampoco señal de que lo hubiera. Por encima de su cabeza una V de gansos salvajes volaba hacia el norte, volaban a mucha altura y en silencio, a excepción del ocasional graznido inquisitivo que no obtuvo respuesta alguna desde abajo. Entonces un conejo saltó desde un lado de la carretera hacia un arbusto y se escondió allí, fundiendo su contorno y color con los de la maraña marrón de ramas y hojas. Sólo se le veía claramente la oscura bola del ojo.
No es que fuera una buena presa, pero Boone se aproximó lentamente con el rifle para no asustar al animal, recordando cómo solía pavonearse Pa cuando afirmaba que si un hombre tenía buena vista y un pulso firme podía acertar al ojo de una comadreja con Viejo Tiro Seguro, siempre que la tuviera a tiro. El rifle disparó, el conejo salió volando y, como si lo hubieran tirado desde arriba, bajó pegando patadas. Boone dio unas palmaditas a la culata de su arma y, colocándose el rifle en el brazo, se acercó y observó el cuerpo inmóvil mientras recargaba.
El aire se espesaba con la oscuridad, con la húmeda y triste penumbra de principios de primavera. El sol que había brillado todo el día tras un velo emblanquecía el horizonte frente a él. Estaba empezando a hacer frío.
Boone recogió el conejo y partió en busca de un lugar para pasar la noche. No había ninguna casa a la vista, ni luz alguna, pero un poco más adelante, justo a un lado de la carretera, encontró un lugar llano y liso entre árboles de los que sobresalían ramas bajas.
Boone apiló madera seca al borde de su campamento, preparó una hoguera, espolvoreando pólvora sobre un puñado de madera putrefacta, y la encendió con una chispa del pedernal, avivando la llama con palitos. Cuando logró prender un buen fuego, se acercó al riachuelo y despellejó el conejo y limpió las entrañas del animal. Encontró una roca plana al borde del riachuelo y la colocó inclinada frente al fuego, luego volvió a la orilla y con las manos ensangrentadas moldeó cuatro bolas de harina de maíz y agua. Cortó la carcasa del conejo en pequeños trozos y con la yema del pulgar los enganchó a la piedra inclinada, la cual acercó al fuego. Luego, echó los pasteles de harina a las brasas. No era mucha comida para un hombre hambriento, pensó, y por ello se cortó dos tajadas del trozo de carne salada. Las rebozó en el saquito de harina y las colocó en la piedra junto a la carne de conejo, que ya estaba dorándose con el calor.
Se recostó a esperar, con el cuchillo en la mano y escuchando el sonido del riachuelo, la brisa que susurraba entre las copas desnudas de los árboles y el ocasional chisporroteo de la madera húmeda en la hoguera. El calor que sentía en el rostro y el pecho le sentó bien. Asintió contemplando el fuego.
—Buenas noches, señor —dijo una voz suave, y rápidamente añadió—: No pretendo hacerle ningún daño.
Y es que Boone ya se había puesto en pie y había cogido el rifle del árbol donde lo había dejado apoyado. Se giró medio acuclillado.
—La noche nos ha sorprendido —explicó la voz—, y me gustaría tener compañía.
En la oscuridad Boone distinguió la silueta de un caballo y un jinete. El caballo dejó escapar un resoplido tembloroso.
—Descabalga pues —dijo Boone—, y acércate donde pueda verte.
—Claro —dijo el hombre en tono amistoso y saltó de su montura—. Aquí estoy —añadió extendiendo los brazos en cruz bajo el capote de un gabán gris perla. Se quitó el sombrero alto de piel de castor y se acercó al fuego—. Amigo, dime si he pasado el examen.
Se quedó de pie en silencio; era todo un espectáculo verlo con aquel gabán y la casaca debajo, y los pantalones que ceñían sus muslos y pantorrillas fuertemente atados con correas que se cerraban bajo las botas. Mientras esperaba, su larga nariz captó el olor de la carne asándose y dejó escapar un suspiro que apestó el aire con una vaharada de alcohol. Sus ojos se dirigieron a todos lados, inspeccionando a Boone, el fuego, la piedra inclinada, los árboles que les rodeaban, el rifle que Boone ya apuntaba.
—Precioso hierro —dijo, como si el cañón del rifle no le apuntara a él—. En mis alforjas —siguió hablando cuando vio que Boone no respondía— tengo una jarra de un estupendo Monongahela. ¿Te apetecería un trago antes de la comida?
No esperó que le respondiera. La jarra borboteaba cuando la sacó.
—Falta una parte —dijo—. Una pequeña parte. Pero queda suficiente para dos.
Y le ofreció la jarra. Tras una larga mirada, Boone apoyó el rifle en su hombro. Se atragantó levemente cuando la garganta se le cerró al notar el fuerte sabor del licor.
—Gracias —logró decir entre toses, y a continuación le devolvió la jarra, que el otro apuró.
—Mi nombre —dijo el hombre tras limpiarse la boca con el dorso de la mano— es Jonathan Bedwell, oriundo de Nueva Orleans.
Boone hizo un leve gesto hacia el fuego.
—No es más que un conejo. No pude encontrar nada mejor, pero puedo añadir un poco más de panceta —mientras el hombre lo miraba, dijo—: También hay tortitas de maíz.
El fuego se reavivó, iluminando el rostro de Bedwell. Este sonrió con una amplia y larga sonrisa.
—Qué demonios, nos las apañaremos, amigo —dio unas palmaditas a la jarra de licor y se arrimó al fuego—. De una forma u otra. Echa otro trago.
—Gracias otra vez, señor.
Bedwell bebió y apoyó la jarra en el suelo.
—Desensillaré mi caballo y lo ataré.
Se giró y regresó junto a su montura. Él y su caballo ahora eran sombras que se movían en los límites de la oscuridad. Boone volvió a apoyar el rifle en el árbol y cortó más carne. Colocó las tajadas sobre la piedra. Cuando Bedwell regresó con sus aparejos la carne ya estaba lista. Bedwell levantó la jarra y volvió a ofrecérsela a Boone.
Tras la comida volvieron a reavivar el fuego, recogieron más leña y se sentaron en el suelo. Los ojos de Bedwell volvían a estar atareados. Brillaban húmedos a la luz de la hoguera.
—Me alegro de encontrarme con un hombre —dijo— que sabe que las armas de percusión son superiores a las de pedernal.
Volvió a coger la jarra de licor.
—Eso dice Pa.
—Es curioso. El arma de percusión se inventó hace más de veinte años… por un predicador, o eso dicen. Pero supongo que sigue habiendo más fusiles de chispa. Los viejos dicen que con los rifles de percusión es más difícil acertar.
—No es cierto… al menos en el caso de este rifle.
—No. Y repito, es una preciosidad.
—El mismísimo Ben Mills lo fabricó, en Harrodsburg. Es tan de fiar como pueda serlo el mejor. Le ha reventado el ojo a ese conejo. Supongo que habrá oído hablar del viejo Ben Mills.
Bedwell volvió el rostro hacia Boone. Era un rostro afilado, con arrugas alrededor de los ojos y la boca, como si las sonrisas lo hubieran surcado de arrugas.
—¡Y tanto que sí! ¡Así que Mills lo fabricó! ¡El propio Mills!
—Sí, es un Mills —Boone tomó la jarra que Bedwell le ofreció.
—Deberías tener cuidado con ese rifle, amigo. Deberías mantenerlo limpio y brillante y tener cuidado de que nadie te lo robe. Hay hombres que pagarían un montón de dinero por ese rifle.
—Lo vigilo todo el tiempo, no hay problema.
Bedwell se había quitado el gabán gris y lo dejó caer a sus espaldas. Boone observó que el forro se levantaba y agitaba hecho jirones cuando la brisa soplaba. Paseó la mirada por el sombrero de castor que Bedwell había colocado entre sus pies y observó que estaba raído y manchado. Bedwell se sentó con las rodillas dobladas y las colas de su casaca sobresalían por ambos lados de su trasero. Las piernas envueltas en las ceñidas perneras parecían demasiado flacas en comparación con el resto del cuerpo.
—Así que —dijo Bedwell— te diriges al oeste.
—A San Luis primero, y luego más allá.
—¡Brindo porque tengas buena suerte! —la jarra borboteó cuando Boone la cogió.
—Quiero atrapar castores y cazar búfalos y, tal vez, luchar contra los indios. Se me da bien disparar.
—Yo te hubiera tomado por un tirador —la cabeza descubierta se sacudió y las arrugas se tornaron más profundas formando una sonrisa.
—Le he dado a ese conejo en un ojo.
—Además, la luz no era buena, ¿verdad?
—Ya oscurecía. Pero lo alcancé en todo el ojo.
—Lo lograrás —Bedwell se levantó y puso más madera en el fuego—. Lograrás convertirte en un hombre de montaña.
La noche cayó. Sólo se veía el punto de luz de la hoguera y la difusa figura de Bedwell nadando titilante bajo la luz, y a su alrededor la pared de oscuridad. Boone se recostó y apoyó la cabeza en el brazo.
—¿No tienes una manta, amigo?
—No —Boone se oyó a sí mismo responder—, ninguna manta.
Escuchó el susurro de las piernas ceñidas, escuchó las botas pisando ramitas, escuchó los leves sonidos de su movimiento. La tierra se movía al compás. Y luego otra vez los ruidos, el susurro, el crujido de las ramitas, y la voz de Bedwell:
—Usa mi manta —Boone sintió una ráfaga de viento contra su mejilla mientras la manta caía sobre él—. Mantendré el fuego encendido. Con eso y mi abrigo estaré lo suficientemente abrigado. Aquí tienes tu rifle, amigo. Será mejor que lo guardes a tu lado. ¿Qué tal un último trago para dormir?
Boone se despertó enfermo y atenazado por el frío con los primeros rayos de la mañana. Buscó la manta a tientas y, al no encontrarla, se sentó lentamente. El fuego se había convertido en una pila de ceniza gris en la que había quedado enterrada la piedra de asar. La brisa hizo rodar una bola de pelo de conejo. Probó el sabor que tenía en la boca e hizo una mueca, se llevó los dedos a los ojos para eliminar la película borrosa que los cubría. Buscó con los ojos a Bedwell. Probablemente se habría levantado para comprobar cómo estaba su caballo, pensó. Apoyó la mano a su lado, palpó el suelo y estiró el brazo y volvió a palparlo. Sin mirar supo que Viejo Tiro Seguro había desaparecido.