CAPÍTULO IV

Louisville bullía de gente como un hormiguero y era más grande que todos los lugares juntos que Boone hubiera visto antes. Incluso a las afueras de la ciudad, donde se podía ver a distancia y divisar el curso del río, las casas se apiñaban muy cerca unas de otras, codeándose y, más allá, los edificios parecían empujarse entre sí haciéndose un hueco, intentando evitar ser pellizcados. Le recordó aquella vez que él, Dan, Pa y Ma durmieron todos juntos en una cama después de que Pa regresara borracho y prendiera fuego a la otra cama con su pipa. Hombres y mujeres, blancos y negros, no cesaban de entrar y salir de los edificios. Formaban una corriente a ambos lados de la calle. Carromatos cargados de maderos y sogas y pieles, y carruajes tirados por caballos a paso militar con las cabezas echadas hacia atrás tensadas por las bridas circulaban hacia el este y el oeste y en diagonal. Un carromato cubierto con lona pasó traqueteando por la calle frente a ellos, mostrando los rostros de tres niños que asomaban por la parte trasera con ojos solemnes y asombrados. Había chimeneas por todos lados, y de todas salía un humo negro que bajaba formando una niebla como otra cualquiera, aunque en este caso irritaba los pulmones de las personas y hacía que la nariz moquease.

¡Dios todopoderoso! —exclamó Boone.

—Es enorme —admitió Deakins, y escupió por encima de la rueda—. Veinte mil habitantes en el último recuento —reflexionó unos segundos y luego añadió—: No logro entender por qué la gente lo hace, a menos que no hayan conocido nada mejor.

Boone sacudió la cabeza.

—No tengo ninguna gana de vivir en un hormiguero.

—Ni yo tampoco.

—Tengo intención de dirigirme al oeste, a territorio indio y cazar castores.

—¿Estás totalmente seguro? —preguntó Deakins al tiempo que se le iluminaba el rostro—. Bueno, esto es lo que yo llamo hablar como un hombre. ¡Que las chinches de ciudad se arremolinen si quieren!

Recobró la seriedad y calló con la mirada fija en las grupas de sus mulas mientras el carromato avanzaba traqueteando.

Boone le lanzó una larga mirada. No había nada que temer en aquel afable y franco rostro, concluyó, pero un parlanchín como Deakins podía meterle a uno en problemas.

—Lo único que tengo aquí son las mulas —comentó Deakins, como si hablara consigo mismo—. Ellas y tal vez unos dos dólares de harina de maíz y carne salada —echó una mirada a Boone—. Supongo que no tendrían mucho valor para un hombre por aquellas tierras.

—Supongo.

—No hay nadie por quien preocuparse. Ni siquiera un perro. El viejo Rip se hirió en una pelea y se desangró hasta morir.

—¿Estás pensando en marcharte tú también? —preguntó Boone.

—Bueno —respondió Deakins, hablando lentamente ahora que le había formulado la pregunta—. No sé. Lo único que tengo son estas mulas, y nadie aprende a amar a una mula.

Boone rompió un largo silencio.

—No me importaría tener compañía, supongo, siempre que fuera compañía de fiar.

—¿A qué te refieres?

—Tendría que apoyarme en todo momento y ocasión, pasara lo que pasara.

La mirada inquisitiva de sus ojos azules volvió a dirigirse a la grupa de sus mulas.

—No soy ningún héroe. Me han zurrado muchas veces y supongo que volverán a zurrarme. Pero todavía tiene que llegar el día en que deje en la estacada a un amigo.

—Tendría que saber controlar su lengua.

Había cierta tirantez en la voz de Deakins cuando respondió.

—No estoy pidiendo ir… contigo, de todas formas —chasqueó con la lengua para azuzar a las mulas.

—¿Te vendrías, Jim?

—¿Me lo estás pidiendo?

—Te lo estoy pidiendo.

La barba alazana de Deakins se agitó con su sonrisa.

—Pues prepara las maletas y en marcha —dijo—. Zeb, seré tu compañía. He estado buscando a alguien que se dirigiera al oeste, y creo que puedo llevarme bien contigo, a lo ancho y a lo largo.

—Mi nombre no es Zeb Calloway.

—El envoltorio no importa.

—Es Boone, Boone Caudill.

—Encantado de conocerte.

—Estoy escapando de mi padre. Por eso dije que uno debía controlar la lengua.

Deakins asintió.

—No me lo podrán sacar ni con palanca —y añadió súbitamente—: Ya hemos llegado.

Guió las mulas y las estacionó a un lado.

—Voy a parar aquí y buscaré a alguien que me ayude a cargar con el viejo caballero adentro. Vigila las mulas. No están acostumbradas a la vida de ciudad.

Saltó del carromato y se dirigió a la puerta de la funeraria.

Boone esperó, sujetando las riendas mientras sus pensamientos se adelantaban. Estaría a salvo antes de la noche, a salvo y al otro lado del límite estatal, al otro lado del río. El Ohio se extendía más allá y en la otra orilla había un territorio donde uno podía respirar tranquilo. Se equivocaban si pensaban que iban a encerrarle por el golpe que le asestó a Mose Napier, aunque lo hubiera matado. Cruzaría el río y se reiría de ellos, él y Jim Deakins, tomándose su tiempo, luego, para llegar a San Luis. Sin embargo, era un río enorme, ancho y profundo. Tendrían que buscar la manera de cruzarlo.

Mientras su mente volaba, examinaba a la gente que marchaba de un lado a otro de la pasarela de madera, los hombres de ciudad andando como patos y las barrigas hacia fuera, y las mujeres con las cinturas ceñidas como un saco con una cuerda alrededor. Había también un hombre que se había lastimado la cabeza y la llevaba envuelta en vendas blancas. Un hombre gordo iba andando a su lado, un hombre tan gordo como el señor Harrison Combs, el sheriff principal. La cabeza vendada se giró hacia atrás. Los ojos bajo el vendaje miraron a Boone y un destello cruzó su rostro oscuro.

Boone echó mano del rifle y la bolsa. Sus piernas lo impulsaron por encima de la rueda opuesta del carro. La bolsa se enganchó en la rueda y se le cayó de la mano, la bolsa en la que llevaba la ropa, el cuero de piel de indio y la cabellera con los que había intentado reivindicarse.

—¡Alto! ¡Está arrestado!

Boone aterrizó y echó a correr, derribando como un bolo a una mujer gorda con un gorro a cuadros cuando dobló la esquina en dirección al río. Tras él podía oír a las mulas bufando, oyó el carromato traqueteando y el ataúd deslizándose y cayendo sobre el suelo de tablas cuando los animales se encabritaron. Oyó voces que gritaban: «¡So! ¡So! ¡Parad!». Y por encima de todo ese estruendo escuchó la voz ronca de Pa ordenando: «¡Atrápenlo!». Y luego el sonido de pies corriendo, pocos al principio, sólo unos cuantos, pero fueron creciendo a medida que Boone avanzaba, como si los sacudiera de los edificios y los portales y los paseos, sacándolos del apacible ritmo de sus asuntos y arrojándolos al latido de la persecución.

Se bajó de la pasarela de madera y se dirigió a la calle, escuchando el cambio de las pisadas a sus espaldas que repiqueteaban sobre las tablas y enmudecían en un sordo pateo sobre tierra cuando también se desviaron en su persecución. Un poco más arriba, al otro lado de la calle, vio a las mulas girando al galope por una esquina y aproximándose ahora hacia él, con el viejo carromato volando tras ellas. Unos segundos más y le hubieran podido dar caza. Un carruaje se acercaba a él y pasó a su lado avanzando al trote cuando el hombre en el pescante se inclinó y le observó y los caballos arquearon las cabezas y pifiaron.

Debía de quedar un buen trecho hasta el río, más distancia de la que había creído. El rifle se agitaba en su mano; el saquito y el cuerno rebotaban contra su cuerpo. El aire le quemaba la garganta cuando lo tragaba. Pa seguía gritando: «¡Pilladlo! ¡Pilladlo!». Boone miró hacia atrás y los vio, unos cincuenta hombres persiguiéndole, y entonces supo cómo se sentía un mapache viejo con los sabuesos soplándole el cogote. Todavía podían atraparle si no se deshacía de Viejo Tiro Seguro. Estaban en el cruce de calles, junto al carruaje que anteriormente había pasado a su lado. Y entonces vio a las mulas que cargaban a toda velocidad por la calle que cruzaba.

Las vio fugazmente, corriendo al galope y desbocadas lanzándose hacia la muchedumbre, y escuchó los primeros gritos agudos de la gente. Boone volvió la mirada para reponerse de la impresión y entonces vio a un hombre corpulento con una camisa roja que saltaba desde un portal a unos metros por delante de él y que corría a la calle y se quedaba allí para interceptarlo, con las manos en alto prestas a agarrarlo. Boone le propinó una patada en los genitales, volvió a aligerar el paso y continuó avanzando.

El cruce de calles a su espalda era un torbellino de animales y hombres. Vio a las mulas intentando zafarse de las manos que se alargaban para agarrarlas por las bridas. El carruaje había volcado de lado y una de las ruedas se había salido. Los hombres gritaban, abalanzándose para controlar a los animales. Más cerca, el hombre al que Boone había propinado una patada seguía doblado y agarrándose la entrepierna. Pa apareció entre la multitud, su cabeza vendada era de un blanco brillante. Agitaba los brazos y su voz ronca se alzó por encima de todas. Echó a correr de nuevo y parte de la multitud le siguió, retomando la persecución. Boone se obligó a no mirar hacia ellos, se obligó a mirar hacia delante, obligó a sus piernas a esforzarse dando grandes zancadas mientras el aire silbaba a través de su garganta. Tal vez aún estaba a tiempo de lograrlo, gracias a las mulas.

Y entonces ante él contempló el Ohio, ancho como un océano. ¡Dios, menudo río! Bajo sus pies la tierra se había vuelto húmeda y pegajosa, a pesar de que el río todavía estaba a un tiro de rifle. Fue dejando atrás algunas ruinas, que temblaban a su paso, un almacén absurdamente inclinado, una barcaza boca abajo y con boquetes en las junturas del casco, material a la deriva apilado contra las fachadas de los edificios, de los cuales salían y entraban hombres que transportaban cubos de barro. Una carga de maderos nuevos rodó junto a él, brillando bajo el sol, vibrando bajo el latido de sus pies, y luego apareció el reluciente esqueleto de un edificio alto del que salían los atareados golpeteos de martillos, hasta que los trabajadores oyeron el griterío de la multitud y lo vieron correr chapoteando sobre el barro.

Boone volvió a mirar el río. No había ni una sola embarcación. En el centro del río la corriente era fuerte. Era una riada, una riada que iba a menos, pero que aun así resultaba demasiado fuerte para una barca. Nadie osaría salir con esa corriente, a menos que fuera para salvarse el pellejo. En la otra orilla, río arriba, vio el ferry, amarrado, alto e inmóvil junto a la hilera de edificios que ahora flanqueaban la orilla.

Giró bruscamente hacia la izquierda y dobló la esquina de una casa que apenas esquivaba la riada, y a un tiro de piedra más allá vio a un hombre rechoncho sentado en un porche destartalado que observaba las ondas que se formaban en el agua. En el borde del cajón donde estaba sentado humeaba un largo trozo de yesca. Bajo él, amarrado a uno de los postes torcidos del porche, un bote de remos se balanceaba al ritmo del agua.

El hombre rechoncho levantó la mirada con una expresión de sorpresa en el rostro mientras Boone se acercaba a la carrera por el barro. Puso la mano a un lado y cogió la yesca y la arrimó a su pipa mientras con la boca chupaba de la boquilla.

—¡Atrás! —dijo Boone.

La mirada del hombre se apartó de la cazoleta de su pipa y se quedó petrificada al ver que Boone levantaba el cañón del rifle. Se sacó la pipa de la boca y dejó a un lado el trozo de yesca.

—Hijo —dijo—, si tengo que morir de una u otra manera mejor que sea aquí cuanto antes, calentito y confortable y de repente.

Boone estaba desatando la cuerda del poste con el rifle apoyado en el pliegue del codo. El hombre se quedó sentado en silencio, fumando. Giró la cabeza cuando la multitud dobló la esquina y las voces se convirtieron en un fuerte griterío, como si de repente se hubiera abierto una puerta.

Boone por fin desató el nudo. Saltó al bote. La primera línea de la jauría cargó como una ola por encima de su cabeza y a punto estuvo de desbordarse. Pa se agarró al poste y se colgó hacia delante, sujetándose con un brazo mientras agitaba en el aire el puño del otro. Desde la distancia, mientras se afanaba con fuerza con los remos, Boone oyó la voz de Pa gritando: «¡Vuelve aquí, maldito idiota!». Su voz se elevó tensa y nítida por encima del griterío del resto y a continuación escuchó otra voz, algo semejante a un grito de guerra: «Nos vemos en San Luis. ¡Espérame allí!». Al borde del porche, agitando los brazos como un gallo, estaba Jim Deakins, sin sombrero y con el cabello ondeando al viento.

El bote se encabritaba como una mula al intentar virar a favor de la corriente. Boone luchó con todas sus fuerzas, poniendo mayor ahínco en el remo de la mano derecha para mantener la proa de la embarcación en alto. Vio la orilla desaparecer y se dio cuenta de que la multitud se había callado y observaba atenta y expectante. La voz de Deakins flotó hasta él: «¡Manéjala suavemente! ¡Cuidado, no choques!».

Los observadores perdieron sus contornos individuales y se fundieron en un inestable reflejo de colores a medida que la corriente lo arrastraba río abajo. Ahora se encontraban a media milla río arriba, aunque Boone todavía estaba cerca de la orilla, que el bote casi rozaba.

Sintió el roce antes de que impactara en la embarcación. La proa del bote se levantó, lentamente al principio, y luego toda la embarcación volcó. Por el rabillo del ojo, cuando se agachó a coger el rifle, vio fugazmente el tronco que lo había arroyado. Salió boqueando del agua y se impulsó hacia fuera, todavía con rumbo a la orilla opuesta. El bote estaba bajo su cuerpo, boca abajo, y seguía avanzando por la corriente.

El agua le empujó. Sintió su poder desde el tobillo hasta el cuello cuando comenzó a nadar; sintió su presión, la pesada fuerza bruta que le envolvía. El rifle era como una piedra en su mano, pero lo sostuvo, luchando con la otra mano por mantenerse a flote y avanzar. Las olas pequeñas le salpicaban la cara y la cabeza. Las más grandes lo sumergían. Su morral y su cuerno le colgaban como un ancla bajo la barriga. Empezaba a ahogarse, y se hundió y volvió a emerger tosiendo agua y avanzando con el brazo libre. La mano tocó algo, lo tocó y se sujetó mientras sus uñas arañaban buscando un apoyo. Se impulsó hacia arriba y descansó. Subió el rifle y logró levantarlo y colocarlo sobre la madera. Manteniendo la culata del rifle bajo una de sus manos, con la otra se aferró a la parte más alejada de la balsa improvisada y se puso a patalear de nuevo en dirección a la orilla.

El río cambió su pesado fluir y comenzó a acelerarse. El madero giró y giró una vez más. El agua le nubló la visión, y las dos orillas y los fugaces trozos de cielo, antes de que el madero se incorporara de nuevo a la corriente y se dejara llevar como una mula que sigue una cuerda guía.

Boone siguió pataleando en el agua, intentando dirigir el madero en la dirección correcta y apartarlo de la fuerza de la corriente. Pasó un tiempo hasta que se dio cuenta de que la corriente había cambiado y lo empujaba hacia la orilla de Indiana. Apretó la barbilla contra el madero y se quedó allí sujeto, agarrotado, y después de un rato volvió a patalear. Sólo veía el rifle que brillaba húmedo y negro sobre la madera y el agua moviéndose a su alrededor.

Seguía consciente cuando un granjero de Indiana lo pescó, lo sacó, le pasó las manos por detrás y lo arrastró hasta su cabaña. Escuchó al hombre gruñendo por encima de su cabeza.

—¡Suéltalo, chico, tu rifle estará en lugar seguro, suéltalo!