CAPÍTULO III

El movimiento de la vaca lo despertó. El animal rodó sobre su estómago, con un suspiro quejumbroso colocó las patas traseras bajo su cuerpo y levantó los cuartos traseros. Boone se despertó de inmediato, pero notaba el frío y la rigidez hasta en los huesos. Sin embargo, se sentía descansado y ansioso por partir mientras el resto del mundo seguía durmiendo. Se levantó y se entretuvo unos minutos estirando los músculos. Se preguntó cuánto tiempo faltaba para el amanecer. Tres horas, calculó. De todas formas, era mejor ponerse en marcha. Pero antes buscó a tientas el rifle y lo untó con el trapo en el que había estado envuelta la gallina. Había la suficiente grasa en el trapo para evitar que el rifle se oxidara. Después vació el saco de municiones y contó las balas mientras las volvía a guardar de nuevo una a una, metió el hatillo de ropa en la bolsa y luego encontró a oscuras la puerta y salió.

El cielo se había aclarado. Las estrellas brillaban, pequeñas y gélidas. Casi directamente sobre su cabeza pudo divisar el Carro boca abajo. Un rayo de luz apareció por el este del horizonte. Desde algún lugar se escuchaba el débil gorjeo de un pájaro. En una hora sería de día.

Su casa debía estar al noreste, a la izquierda del sol naciente. Miró en esa dirección, viendo la cabaña en su mente y el nogal americano y el humo saliendo de la chimenea. Dentro Ma estaba preparando el desayuno, cocinando panceta, huevos y pan caliente. Tal vez no volvería a ver a Ma nunca más, ni tampoco probaría de nuevo su comida. Tal vez sólo la recordaría, vería su rostro siempre triste y cansado, y sólo probaría su sopa y dulces y tajadas de carne en el recuerdo. Ma en esos momentos estaría preocupada pensando en él, probablemente, pero no diría mucho mientras Pa estuviera en casa. Deseó poder verla sólo una vez más. Le invadió tal debilidad que durante unos segundos pensó que no podía seguir su camino. Fue Pa lo que le hizo ponerse tenso, el recuerdo de Pa loco como un toro, y en el injusto golpe que le había propinado, y las palizas que le había dado anteriormente sólo por diversión. Probablemente Pa ya estaba tras él con las fuerzas de la justicia a su lado para ayudarle.

Boone se movía con rigidez, menos preocupado por el ruido ahora que se iba, avanzando río arriba hasta llegar al camino de pago que llevaba de Frankfort a Louisville. Entonces se desvió y lo siguió por la derecha y luego torció hacia la larga y empinada ladera del valle.

Cuando llegó a la cima ya volvía a tener calor y jadeaba por el esfuerzo de la subida; después paró para tomar aliento y echó la vista atrás hacia la cuenca donde se alzaba la ciudad, que ahora empezaba a despertarse. Aquí y allá aparecían luces. En la quietud le llegó el débil eco de una voz y el rítmico golpeteo de un hacha cortando madera. Al este la línea de luz se había ensanchado hasta convertirse en una banda. Las estrellas se apagaban.

Se colocó el rifle en el pliegue del brazo, cogió la bolsa y se puso en marcha de nuevo, andando por el centro del camino mojado y lleno de baches. Todavía era temprano para viajar y ahora que había cruzado el río se sentía más seguro, aunque más lejos del hogar. Sólo había tierras desconocidas frente a él; pero, en algún lugar al oeste por aquella carretera se encontraba Louisville, y más allá Greenville, Paoli, Vincennes, Carlyle, Lebanon y San Luis. Todavía podía oír al tío Zeb pronunciando todos esos nombres, dirigiéndose hacia el oeste en su mente, como un hombre hechizado.

Pensó que no había ningún motivo para abandonar todavía el camino, que posiblemente podía avanzar seguro por allí a menos que llegara a poblaciones y casetas de peaje. Podía esquivarlas dando un rodeo. Y si veía a algún viajero, podía simplemente meterse en el bosque fingiendo ser un cazador.

Deseó tener algo que echarse a la boca. Pan de maíz, gachas y cerdo salado, como le hubiera dado Ma si estuviera aún en casa, o cualquier cosa que pudiera masticar. Sentía un dolor sordo en el estómago y su boca comenzó a salivar sólo de pensar en ello.

Siguió andando mientras el sol palidecía y los árboles sin hojas al borde del camino se recortaban oscuros contra el frío gris de la mañana. El sol se asomó y miró por el borde del mundo como un ojo cauteloso desde detrás de una pared.

Al echar la mirada atrás, Boone vio que se aproximaba una diligencia, así que dejó el camino y se parapetó tras los árboles. La vio pasar; los cuatro caballos galopaban al tiempo que el conductor los azuzaba, el metal pulido relucía bajo el sol, el cuerpo de la diligencia traqueteaba sobre las abrazaderas mientras las ruedas rebotaban en el agreste terreno. Cuando se perdió de vista, Boone regresó al camino y desde una colina divisó un asentamiento en la distancia. La trompeta del conductor sonó en la distancia, anunciando a los habitantes la llegada de la diligencia.

Boone dio un rodeo para evitar la ciudad y retomó el camino tras rebasar una media milla la población, y tras haber esperado en el risco a que la diligencia pasara por allí.

Por lo que veía hasta donde le alcanzaba la vista, la carretera estaba vacía. Se subió los vaqueros, sacó el rifle de debajo de su brazo y lo apoyó en el hombro, y volvió a retomar el camino una vez más. Se preguntó a qué distancia estaría de Louisville. Se preguntó si Pa o la justicia iban en esa diligencia. Y deseó tener algo que echarse a la boca.

Preguntándose y deseando tales cosas, no oyó al viajero que se acercaba por detrás hasta que fue demasiado tarde.

—¿Adónde vas? —preguntó una voz amistosa.

La mano de Boone apretó con fuerza la culata del rifle al girarse. La voz procedía del pescante de un viejo carromato de labranza tirado por dos mulas tristes.

—Un tramo más por esta carretera.

—Sube.

El conductor tenía un rostro franco y amigable, no era viejo, veinticinco o treinta años, tal vez, pero de piel morena y marcada por la intemperie, como debía estar el rostro de un hombre. Tenía los ojos de un color azul tan brillante como el cielo de verano. De debajo de su raído sombrero caía un mechón pelirrojo.

Boone se montó.

—Me dirijo a Louisville —dijo el conductor—. Ojalá pudiera llegar allí antes de que anochezca, pero no importa mucho. El tiempo no significa nada para un hombre muerto, no más que para un gorrino, pero parece que importa un montón a sus familiares.

Señaló con el pulgar hacia la parte trasera del carromato, y Boone, echando la vista por encima del hombro, vio una caja de tablones de madera.

—Mi nombre es Deakins —dijo el hombre—. Jim Deakins. Vivo por aquí cerca.

Los ojos azules formularon una pregunta. Tras una breve pausa Boone respondió.

—Zeb Calloway.

Deakins le ofreció la mano.

—Encantado de haberte encontrado, Zeb. Bueno, a algunos tipos les da igual si la compañía que tienen está viva o muerta, pero no a mí, no puedo verle nada divertido a un cadáver.

Miró a Boone esperando a que respondiera algo como «Yo tampoco».

—Se limitan a quedarse ahí quietos —continuó—, sin soltar ni una sola palabra, y poco a poco uno termina por cerrar la boca también, sintiéndose incómodo, como si lo que fuera a decir pudiera volverse en su contra en el cielo o en el infierno —y añadió—: Un cadáver es como alguien esperando el juicio final.

Pilló a Boone mirando a la canasta que sobresalía por debajo del asiento.

—Coge una manzana —dijo; se agachó, sacó una y se la ofreció a Boone—. Supongo que has estado trabajando con vacas —dijo, al tiempo que sus fosas nasales se ensanchaban y sus ojos repasaban la ropa de Boone. Alargó la mano y con dos dedos retiró un trocito de boñiga de vaca de la manga de Boone.

—Ajá —confirmó Boone.

—Uno puede casi siempre averiguar qué es un hombre con tan sólo mirarlo —dijo Deakins—. Por ejemplo, el viejo caballero que está dentro de la caja. Sobrevivió a cuatro esposas. Cuatro. Y la quinta todavía vive en la granja. ¡Y es joven! ¡Dios Todopoderoso! Tiene tantos hijos que es imposible saber cuántos.

Calló un segundo y lanzó a Boone una mirada solemne.

—¿Y a qué crees que debería parecerse con todas esas esposas y el aluvión de hijos? —preguntó, pero cuando Boone no contestó, se contestó a sí mismo—: Debería parecer una cabra, supongo. Y eso exactamente es lo que el viejo caballero parece. Tenía unas patillas blancas que le llegaban hasta el ombligo.

»Yo —continuó— no tengo esposa, ni hijos, al menos que yo sepa, así que no dejo que me crezca mucho el pelo. Eso, y que mis patillas me crecen de un color parduzco. Coge otra manzana.

Un poco más adelante vieron de lejos la caseta de peaje.

—Ahora vas a saltar un poco —dijo Deakins dirigiendo a sus mulas fuera de la carretera—. Con lo que me pagan por este trabajo no puedo permitirme ningún peaje, excepto uno que no puedo evitar cruzar. Debe de haber unos seis o siete desde aquí a Louisville, y son de veinte a veinticinco centavos cada uno. Fácilmente se puede terminar pagando hasta tres dólares.

—¿Por qué lleva al muerto a Louisville? —preguntó Boone.

—Cuando un tipo tiene un puñado de esposas, sin duda habrá problemas, aunque el pobre ya no pueda oírlas. La esposa viva quería enterrar al viejo caballero en la granja, pero los hijos de las anteriores esposas se negaron en redondo. La mayoría vive en Louisville, y cuando supieron que había muerto fueron a la granja e informaron a la viuda de que debía recibir sepultura en Louisville. Así que estuvieron peleándose durante dos o tres días, gritando que Pa hubiera querido esto o Pa hubiera querido aquello. Cuando la opción de Louisville salió vencedora, me encargaron que transportara el cuerpo.

Avanzaban traqueteando por campo abierto, bordeando el tramo de peaje. El carromato se balanceaba y avanzaba a trompicones y crujía mientras las mulas tiraban hacia delante a paso lento. El ataúd de tablas de madera chirrió al resbalarse sobre el fondo del carromato.

—Tengo que conducir despacio por estos atajos —explicó Deakins—. Aunque no es que sea un problema para el viejo caballero, pero no puedo entregarlo demasiado amoratado. ¿Cómo se sentiría el hombre si cuando abrieran la tapa para echar un último vistazo vieran un par de ojos morados? —sonrió a Boone—. Que no te sepa mal coger más manzanas. Para eso las creó Dios, para comerlas.

Regresaron a la carretera. Chasqueando un látigo ya gastado, Deakins puso a las mulas a trotar un poco más rápido.

—Dicen que una mula siempre te llevará a donde vayas —dijo, mientras fustigaba las grupas de las mulas—, pero no te dicen en cuánto tiempo.

Un rato más tarde llegaron a otra caseta de peaje y la bordearon y más tarde otra más, pero en este caso Deakins dejó que las mulas se dirigieran a ella.

—Un riachuelo cruza por aquí —explicó—, el terreno es bastante escarpado en ambas orillas y el tipo de aquí atrás sin duda se saldrá volando de la caja, patillas incluidas, si no cruzamos por el puente.

El encargado del peaje salió de la caseta y estiró la mano.

—Veinticinco centavos.

Deakins escarbó en el bolsillo y sacó un escaso puñado de monedas cortadas. Le ofreció un trozo con bordes irregulares y forma de tarta.

El encargado del peaje lo miró.

—Está cortada tan finamente como el pelo de una rana —afirmó Deakins—. Un cuarto de dólar de plata, exacto.

El hombre le miró como si tuviera sus dudas, pero les hizo una señal para que pasaran.

—Tampoco le faltaba tanto —comentó Deakins a Boone cuando se pusieron en marcha de nuevo—. No más de dos o tres centavos. Tuve que cortarla con un cincel, que no es tan preciso como una cizalla.

La tarde transcurrió apaciblemente y el cielo invernal se cubrió. La oscuridad se posaba como la niebla en las crestas de las colinas.

—Me encantaría entregar este cadáver cuanto antes —la voz de Deakins sonó intranquila—. Tal vez podríamos llegar allí antes de la mañana si seguimos a esta marcha y las mulas aguantan.

—¿Tienes que llegar allí esta noche?

—No. Mañana bastará, siempre que continúe haciendo este frío. Tengo forraje para las mulas y un saco de dormir y alubias y panceta cocinada y un trozo de pan de maíz. Pero preferiría no pasar la noche con un cadáver —los ojos de Deakins miraron esperanzados—. Sin embargo, es mejor parar. ¿Te importaría quedarte conmigo?

—Estaba esperando que me lo preguntaras para decirte que no me importaría.

Sólo escuchar el nombre de la comida hizo que a Boone le doliese el estómago. Estaba mareado y débil por el hambre, y lleno de gases por culpa de las manzanas que se había comido.

Deakins aparcó el carromato, y mientras Boone recogía madera desenganchó y alimentó a las mulas tras atarlas a las ruedas del carromato.

Cuando hubieron dado cuenta de la olla de pan de maíz y las alubias y panceta recalentadas, Deakins cogió el saco de dormir y lo extendió en el suelo. Se quitaron las botas y se tumbaron, echándose el fino cobertor por encima. Boone guardó el rifle bajo la manta a su lado.

Deakins se tumbó boca arriba, con los ojos abiertos y pestañeando hacia el cielo.

—Aquí estamos —dijo—, mirando las estrellas y sintiéndonos bien con la barriga llena de comida y hablando. Le hace a uno preguntarse adónde habrá ido el viejo caballero. Le hace a uno preguntarse qué estará viendo y sintiendo y haciendo. ¿Piensas que está allá arriba escuchándonos, sabiendo todo lo que pasa? ¿Piensas que sus esposas muertas están allí, o que Dios le dio una nueva? ¿O piensas que está todavía en la caja, esperando su turno para subir, o tal vez bajar? —se quedó en silencio durante un suspiro o así, y luego preguntó—: Zeb, ¿no sientes curiosidad?

Boone estaba tan cansado que apenas podía seguir el ritmo de la conversación. Sus músculos se habían relajado. Cuando cerró los ojos, su mente comenzó a adormecerse.

La voz de Deakins volvió a sonar.

—¿No es así?

—Está muerto, ¿verdad?

—Eso es lo que dicen.

—Pues durmamos entonces. Un perro muerto nunca ha mordido a nadie.

Aun así, Deakins no se durmió inmediatamente. Entre sueños Boone le oyó preguntar:

—Supongo que no hay muchas cosas que te asusten, ¿no, Zeb?