Durante toda la noche Boone viajó bajo la lluvia, sintiendo el continuo goteo sobre su cabeza y sus hombros mientras con los ojos buscaba el oscuro sendero entre los árboles y su mente repasaba una y otra vez la pelea en la tienda y el problema posterior con Pa. Suponía que le había hecho un buen destrozo a la cara de Mose Napier. Todavía podía verlo allí tumbado sobre el suelo, con la mandíbula abierta y torcida y los ojos en blanco. En todo caso, había hecho lo correcto. Era lo que Mose había estado pidiendo. Mose era mayor que él, al menos dos años, y se le habían subido los humos a la cabeza. Una persona podía aguantar hasta cierto punto y luego, si era un verdadero hombre, dejaba de aguantar, por lo menos siempre que pudiera devolver el golpe.
Supuso que también se había cargado a Pa. Le descerrajó el golpe con todas sus ganas. Y, como en el caso de Mose, hizo lo correcto. A Pa le producía placer apalear a las personas, especialmente cuando se embrutecía con licores. No parecía que el licor afectase a Pa de la misma manera que afectaba a otros hombres. No le hacía reírse ni sentirse más importante. Sólo se volvía más y más miserable y su rostro se retorcía como el de un demente y, cuando regresaba a casa, más le valía a todo el mundo actuar como si él fuera Dios Todopoderoso o Pa lo caneaba. Aunque lo hacía igualmente cuando estaba en ese estado.
Boone pensaba que no había hecho nada que un hombre de verdad no hubiera considerado necesario hacer. Un hombre no podía volver a mirarse en un espejo si dejaba que la gente lo vapuleara. ¿Y qué si él mismo había tomado algo de licor cuando se encaró a Mose? Seguía siendo lo correcto, y las cosas se resolvieron de hombre a hombre, como debían resolverse. Y aun así los Napier habían acudido a la ley y habían puesto al sheriff tras sus talones. Y Pa probablemente también acudiría a la ley, viendo que no podía apañárselas él solo. No era justo meter en el ajo al sheriff sólo porque alguien hacía lo que debía hacer. No era justo que la ley fuera contra uno, haciéndole sentirse pequeño y solo, obligándole a huir. No era justo que todos se pusieran contra alguien que no estaba equivocado.
Era como si las personas y las cosas se hubieran aliado contra él, el sendero se perdía en la oscuridad y los árboles se apiñaban a su alrededor y la noche goteaba lluvia y tal vez unos ojos poco amistosos le observaban desde la oscuridad, riéndose cuando se tropezaba. Ya era más que suficiente cargar con una aterradora soledad en el corazón y una piedra en la garganta.
Pa sabría dónde buscarlo. Dan se lo diría si Pa le obligaba. Dan sabía igual que todo el mundo que se marcharía a San Luis con la idea de adentrarse en terreno indio desde allí y así, tal vez, encontrar al tío Zeb Calloway. Tío Zeb era el hermano de Ma y se había largado hacía diez años para cazar alimañas en el oeste. Había luchado contra los indios, había cazado búfalos y viajado a muchos lugares lejanos en zonas del país donde uno podía no ver a otro ser humano durante un año, a excepción de algún indio y, en ese caso, bajaba del caballo, se acercaba a él y se ponía a su nivel. Aquella vez, cuando tío Zeb regresó a Kentucky para visitarnos, llevaba puestas unas botas de ante que estaban negras por la grasa y la sangre y el fuego de campamento, y olía a humo y a almizcle y a licor, y cuando contaba dónde había estado era casi como escuchar un discurso. Hablaba en voz muy alta y movía los brazos y hablaba sobre ser libre como si fuera algo a lo que se pudiera aspirar. Pa se sentaba junto a él y bebía y observaba al tío Zeb cuando hablaba, y a medida que la bebida iba apoderándose de él y su rostro se oscurecía, intentaba discutir que el Oeste no era gran cosa, después de todo, pero el tío Zeb le miraba como si mirase algo demasiado insignificante para ser tenido en cuenta. Y en ocasiones el tío Zeb se quedaba callado, con la mirada perdida, como si no viera nada, y Dan le preguntaba cosas para que volviera a hablar de nuevo.
La luz del día llegó lenta y sombríamente, pero la lluvia se había transformado en una suave llovizna y la llovizna poco a poco se fue apagando en el aire frío. Sin embargo, el cielo continuaba todavía gris y encapotado y, cuando Boone se paró sobre la cresta de una montaña para echar la vista atrás, la distancia quedó oculta tras la niebla. Se apartó un poco del sendero, ahora que había llegado el día, y en un bosquecillo cercano de robles negros desenvolvió la gallina y arrancó un muslo y un contramuslo. No era más que un bocado para el hambre que tenía, pero cuando terminó de chupar los huesos hasta dejarlos limpios envolvió de nuevo con el trapo el resto de la gallina, lo metió en la bolsa y se dispuso a cargar el Viejo Tiro Seguro, el rifle Kentucky de cañón largo que Pa guardaba como oro en paño. Pa ni tan siquiera dejaba que otra persona lo mirase, así de orgulloso estaba de él. El suave metal y la madera de arce tallada resultaban agradables al tacto.
Una vez hubo cargado el arma, Boone apoyó los hombros contra el tronco de un árbol sintiendo que sus músculos se derretían. Se levantaría enseguida y continuaría su camino, se dijo a sí mismo, y acto seguido se quedó dormido. Se despertó preocupado y entumecido por el frío. Por la apariencia del cielo sin sol supuso que ya debía de ser mediodía. Se levantó, nervioso por la sensación de que había perdido un tiempo que podría ponerse en su contra, y partió de nuevo.
Ahora se mantuvo en el margen del camino, poniéndose a cubierto en las crestas boscosas y, de vez en cuando, miraba hacia atrás por el camino cuando se abría la vista a sus espaldas. Avanzar de esta manera resultaba trabajoso pero más seguro, y milla tras milla escaló y descendió y bordeó el camino atravesando los bosques, hasta que la oscuridad comenzó a caer de nuevo y alcanzó una zona alta desde donde divisaba el valle del río Kentucky y, a través de la espesa penumbra, vio a sus pies un grupo de edificios que le parecieron Frankfort.
Se quedó inmóvil y sintió que el cansancio lo invadía como unas pesas tirando de sus músculos hacia abajo, intentando aplastarlo contra la tierra. Cuando se detuvo allí en la cumbre desde donde la ondulante hierba azul de Kentucky se deslizaba hasta el río, comenzó a temblar de frío. Todavía tenía la ropa húmeda y se le heló pegándose a su piel cuando el viento comenzó a soplar desde el río, atravesando su abrigo tejido a mano y sus pantalones vaqueros desgastados. Pequeños calambres recorrían los músculos de su pecho y espalda y, a menos que mantuviera la mandíbula cerrada, los dientes le castañeteaban.
Pero no podía hacer nada por evitarlo. No había pensado en coger pedernal y eslabón, y aunque había oído que se podía encender un fuego disparando a corta distancia sobre pólvora espolvoreada sobre unas ramitas, prefirió evitar el riesgo del disparo y el fogonazo. Podía bajar a la ciudad, por supuesto, y preguntar por un sitio donde pasar la noche, pero no tenía ni idea de cómo era la gente en aquel lugar, viviendo apiñados unos al lado de otros de esa manera. Probablemente había más representantes de la justicia allí de lo que uno creería, y un montón de reglas que cumplir para evitarse problemas. De todas formas, todavía estaba demasiado cerca de casa. Tal vez alguno de los vecinos lo reconociera. Tal vez ya habían oído que escapaba de la justicia.
Comenzó a bajar en zigzag por la ladera dirigiéndose hacia la derecha y alejándose de la ciudad. Ya era de noche cuando llegó al río, pero una luz brillaba en una ventana un poco más abajo en la orilla y se dirigió hacia allí, pisando suavemente y dejando que el ruido de sus pasos se perdiera bajo el fuerte rumor del agua que corría a su lado. Se tropezó y se levantó y luego dejó a un lado la bolsa y estiró la mano hacia atrás hasta agarrar una soga. La siguió hacia abajo hasta llegar a la proa de una barca. Estiró la mano, exploró el fondo de la barca y notó que estaba seca, palpó por la borda y halló los remos metidos en sus soportes, como si el dueño la hubiera amarrado para volver rápidamente. Colocó el rifle en la barca, y también su bolsa, y luego, siguiendo la soga de regreso a la orilla, la desató del árbol y la empujó.
No tenía mucha soltura manejando embarcaciones, la corriente era fuerte y el caudal abundante, pero poco a poco logró dirigirla hacia la corriente y sintió el empuje hacia delante cuando se puso de espaldas a los remos. La orilla fue desvaneciéndose tras un borde negro, lejano y tenue como una nube sobre un cielo nocturno, y ahora ya sólo tenía el río que fluía negro por debajo y la corriente que arrastraba la barca y el constante susurro del agua. La luz de la orilla quedó atrás y desapareció, dejándolo sin punto de referencia por el que poder juzgar su rumbo, pero sintió el músculo poderoso de la corriente cuando entró en el canal y supo que estaba siendo arrastrado lejos río abajo. Sostuvo los remos, inclinándose hacia delante y echándose hacia atrás con toda la fuerza de sus piernas, su espalda y sus brazos, sintiendo el temblor de las palas cuando las arrastraba por el agua hacia delante. Una segunda luz parpadeó distante en la otra orilla y la usó como guía; se inclinó aún más sobre los remos hasta salir de la corriente y la orilla se elevó como una pared ante sus ojos. Varó la barca, luego la empujó sobre la orilla y la ató y, tras coger el rifle y la bolsa, se dirigió hacia la luz.
Intentó avanzar silenciosamente en la oscuridad, probando el terreno con la punta del pie antes de apoyarlo totalmente, pero unos matorrales en la ladera crujieron bajo sus suaves pisadas. Desde la casa se escuchó un perro que rompió a ladrar.
Boone paró y esperó, subiendo el rifle hasta el pliegue del codo. Estaba temblando de nuevo, ahora que el duro trabajo de remar había terminado, pero no parecía notar el frío. Era como si su cuerpo estuviera entumecido, demasiado agotado y hambriento para notar nada. El perro siguió ladrando, con mayor ahínco cuando el silencio lo envalentonó aún más. Boone apoyó el rifle en un árbol y sacó de la bolsa la carcasa con un muslo de la gallina. Arrancó el muslo, volvió a envolver el ave y la metió de nuevo en la bolsa, y luego dio un paso hacia delante con el brazo extendido y mostrando la mano mientras susurraba:
—¡Aquí, chico! ¡Aquí, chico!
Sintió al perro antes de verlo, sintió su frío hocico y cómo le arrebataba la comida de la mano, y escuchó los huesos rompiéndose. Entonces se inclinó.
—Buen chico —el animal colocó la cabeza bajo sus dedos. Le rascó alrededor de las orejas—. ¡Ahora, cállate!
Delante apareció un cuadrado de luz, y la figura de un hombre se dibujó en él y permaneció allí en silencio durante unos instantes. Luego una voz dijo:
—Sólo ladra a algún mapache —y a continuación elevó la voz llamando al perro—. ¡Aquí, Blackie! ¡Aquí!
El perro se separó de la mano de Boone y se fundió en la oscuridad. El cuadrado de luz se redujo a una cinta y luego desapareció.
Boone se acuclilló, temblando, hasta que el resplandor en la ventana murió. Luego se acercó lentamente como un cazador y llegó a un pequeño patio y pudo distinguir la casa y, a su derecha, el contorno de un establo. Se acercó sigilosamente al establo, buscó a tientas la puerta y se metió dentro.
El cálido olor a vaca penetró en su nariz. Escuchó la suave respiración.
—¡So, amiga! —dijo en voz baja, cerrando la puerta tras de sí. Se quedó allí en pie sin moverse, dejando que el calor animal del lugar envolviera su piel, luego se cambió la bolsa al brazo con el que sujetaba el rifle y dio otro paso adelante—. ¡So! ¡So! —buscó a tientas con la mano libre, pero no encontró nada y se preguntó dónde estaba la vaca, hasta que con el pie tocó el suave pellejo y se percató de que estaba tumbada—. ¡So! —dijo, y temió que se levantara—. ¡So!
Pero el animal se quedó allí tumbado, y él posó la mano sobre el pelaje caliente, sorprendiéndose por su suavidad. Tocó también la paja a un lado de la vaca para comprobar que estaba seca, bordeó al animal, colocó el trasero sobre la suave cama de paja y se acurrucó con la espalda pegada al animal.
Dejó el rifle en el suelo, no lejos de su mano, abrió la bolsa y sacó lo que quedaba de la gallina. Se lo comió todo, y acabó triturando con los dientes los huesos más blandos y chupando las cavidades de los pulmones mientras la vaca rumiaba y le dejaba que se calentara contra su cuerpo. Luego se acurrucó aún más contra la vaca y apoyó la cabeza sobre su flanco y, con el penetrante y familiar olor del establo en la nariz, cerró los ojos.
En la exhausta nube de su mente apareció el rostro de Ma, los ojos oscuros y llorosos, la ancha nariz, la boca apretada, la triste mirada de haberse rendido al trabajo y a las preocupaciones, y a Pa. Vio a Dan dirigiéndose al establo y a la leñera haciendo tareas… Dan, que podía camelar a Pa, pero que no tenía el valor de enfrentarse a él. Vio la vieja madera de nogal americano de la parte trasera de la cabaña, la valla de maderos cruzados, el humo saliendo de la chimenea. Antes de poder detenerlo, se rompió un gemido en su garganta. Volvió la cabeza contra el flanco de la vaca y se echó a llorar.
—Que tú también tengas buena suerte, Ma —dijo.
Poco después se sentó y se secó las lágrimas de los ojos, sintiéndose avergonzado y también aliviado, y cada vez más reconfortado, seguro e invisible en el oscuro establo con la amable vaca por toda compañía. Volvió a acurrucarse junto a ella.