CAPÍTULO I

Serena Caudill oyó unos pasos fuera y luego el crujido de la puerta de la cabaña y supo que era John quien entraba. Mantuvo la mirada en el hogar, en el que se doraba una gallina.

—¿Dónde está Boone?

—Por ahí, supongo.

Ella levantó la mirada y lo vio cerrar la puerta a la lluvia que se colaba, vio que la cerraba sin girar el cuerpo, mientras recorría con los ojos la cocina en penumbra. Se dirigió cojeando hacia la pared, produciendo unos golpes irregulares en las tablas del suelo, y colgó su abrigo en un gancho, pero se lo pensó mejor y se lo echó hacia atrás por encima del hombro. En el calor de la habitación los olores de vaca y sudor y bebida y lana húmeda emanaban de él.

—Se puede saber si está lloviendo sólo por el sonido de tus pisadas —dijo ella, mientras le seguía con la mirada.

—Dices eso un montón de veces —se quedó de pie frente a la ventana, como si pudiera ver a través del papel secante que hacía las veces de cristal—. No andarías con esa cantinela si tuvieras plomo en la pierna.

—No le estoy quitando importancia —dijo ella, y probó la gallina con un tenedor. En su mente Serena lo veía aquel día cuando regresó de Tippecanoe con una bala en el muslo y el ensangrentado pellejo de un indio en su alforja. Se había guardado la cabellera, había tintado la piel y se había hecho un cuero para afilar navajas con ella. Sucedió hace años, eran buenos tiempos para un hombre que por aquel entonces no tenía que lidiar con las miserias de una herida.

Él se giró.

—Vaya, ¿dónde está Boone?

Ella logró mantener la boca cerrada, pero su cabeza se meneó como si él la hubiera empujado, señalando en la dirección de la pasarela cubierta que conducía a la cabaña donde dormían.

La voz de John retumbó en la habitación.

—¡Boone! ¡Eh, Boone!

Unos pasos sonaron en la pasarela, por encima del incesante susurro de la lluvia. La puerta se abrió de par en par. Boone estaba allí fuera, dejando que la lluvia cayera sobre él.

—¿Qué quieres?

—¡Entra!

—¿Qué quieres, Pa?

Boone se coló dentro, dejando la puerta abierta.

—Has estado en la tienda otra vez, bebiendo licor y montando bronca, como si ya fueras un hombre hecho y derecho.

Serena intentó ocultar el temblor de su voz.

—Si le pasó algo fue por ser honesto.

—No le corresponde al ternero bramar como el toro. Mantén tu larga narizota fuera de este asunto, vieja.

Sus ojos regresaron al chico.

—Has estado a esto de matar a Mose Napier.

—Él me metió el diablo en el cuerpo.

—Y te lo meterá aún más. Ambrose Napier ha jurado que va a denunciarte para que te arresten.

—¿Ambrose ha ido a la justicia? —preguntó Serena.

—¡Maldita sea! ¿Es que no puedes mantener la boca cerrada? Sí, lo ha denunciado —y dirigiéndose a Boone añadió—: Venga, sal fuera.

—No vas a volver a darme una paliza, Pa.

—¿Y eso?

—El mes pasado cumplí diecisiete años y no tengo intención de aguantarlo más.

—Podrás tener intención de lo que quieras cuando la ley diga que ya eres lo suficientemente mayor.

—Te he dicho que no voy a aguantarlo más. Me defenderé.

Pa cogió a Boone por el brazo y lo empujó hacia la puerta.

—Todavía no eres lo suficientemente fuerte para tu padre.

—Me marcharé de aquí. Además, para siempre. Nada me retiene aquí.

—Lo dice en serio, Pa —dijo Serena—. ¿Es que no lo ves? Y con la falta que nos hace aquí.

—Ya te he dicho una vez que te calles, ¡pero no, por Dios, siempre tienes que meter baza! No te lo voy a repetir —Pa dio un empujón a Boone—. Si te marchas, la justicia te traerá de vuelta. ¡Sal fuera ahora mismo!

Serena los vio salir. Eran casi de la misma altura, pero la corpulencia de Pa hacía parecer delgado a Boone. Serena se giró hacia el hogar y volvió a pinchar la gallina con el tenedor que había olvidado en su mano.

Boone oyó que Pa le pisaba los talones cuando salió por la puerta. Le llegó el fuerte tufillo de whisky que se había agriado en su estómago. Escuchó la puerta cerrarse y sintió el golpeteo de la llovizna sobre su pelo.

La voz de Pa le sorprendió; sonaba cambiado ahora, y amigable.

—Boone. Oh, Boone.

Boone giró la cabeza y entonces Pa le propinó un puñetazo. Su puño impacto en el pómulo de Boone. Boone se tambaleó hacia delante y cayó sobre el barro. Por encima del martilleo que sentía en su cabeza pudo oír la voz de Pa.

—¡Maldito seas! ¡Te crees que puedes retarme!

La bota de Pa retrocedió preparándose para propinarle una patada. Boone se alejó rodando, colocó las rodillas debajo de su cuerpo y se abalanzó hacia delante, hasta que finalmente se apoyó sobre sus dos pies y echó a correr.

Pa lo persiguió chapoteando con sus botas sobre la tierra húmeda y estas sonaban como las de un hombre con un fuerte par de piernas. Tenían la pila de leña frente a ellos. Un tronco sobresalía de la pila como si estuviera esperando a ser agarrado. Salió fácilmente. Girándose con el propio impulso del palo, Boone vio fugazmente el rostro asustado de Pa. El golpe del palo contra su cabeza fue como un repentino y violento estacazo contra una calabaza. Pa dio un par de pasos vacilantes, y a continuación se cayó todo lo largo que era y se quedó inmóvil en el suelo.

—¡Toma! —dijo Boone, y dejó caer el palo. Ahora que había parado de correr podía sentir la sangre palpitando en sus oídos.

De entre las sombras que rodeaban el viejo granero de los Caudill, Dan salió sigilosamente.

—¡Por Dios todopoderoso, Boone! —dijo mientras se inclinaba para observar a Pa—. Me he estado escondiendo, sabía que Pa estaba con ganas de bronca. Ahora te va a matar, si es que no está ya muerto.

—A mí no, no lo hará.

—¿No?

—Me voy a marchar.

—¿Te vas?

—¿Quieres venir conmigo?

—Creo que no, Boone. De todas formas, Pa no está enfadado conmigo.

—Sabía que no vendrías.

—¿Adónde vas a ir?

—No te lo voy a decir.

Boone dio media vuelta y se dirigió a la cabaña, de donde salía el destello de una vela recién encendida. Antes de llegar a la puerta, Dan corrió detrás de él y lo empujó hasta la cocina.

Ma estaba sacando el ave del espetón.

—Boone se ha cargado a Pa, casi seguro —le anunció Dan.

Ella llevaba ya el ave a la mesa. Las palabras de Dan hicieron que se detuviera. Sus ojos se dirigieron a Boone.

—¡Que se vaya a la mierda! —exclamó Boone.

—¿Qué?

—Le golpeé con un palo.

Y Dan añadió:

—Está tirado allí fuera y la lluvia cae sobre él y no se da ni cuenta.

Ma cogió un gorro y comenzó a ponerse un abrigo raído.

—¿Puedes esperar hasta que me haya ido? —preguntó Boone.

—¿Te vas a ir? —Serena se quedó allí de pie totalmente inmóvil, como si estuviera intentando asimilar la información—. No dices en serio eso de marcharte, ¿verdad, Boone? Te echará encima a la ley.

Boone atravesó la cocina y salió por la puerta del pasaje cubierto, entró en la otra cabaña y cogió de un arcón una camisa a rayas y ropa interior de algodón y calcetines tejidos a mano. De regreso en la cocina, estiró la camisa sobre el suelo y dejó caer el resto de ropa sobre ella e hizo un hatillo con todo.

Serena lo observó. De debajo del lavabo cogió un saquito y se lo dio sin hablar.

—Menudo porrazo le has soltado, Boone.

—Ve a ver cómo está tu padre —le ordenó Ma—. Estaré ahí en un periquete —Dan se dirigió a la puerta arrastrando los pies; a continuación Serena se dirigió a Boone—: No sé para qué quieres llevarte ese cuero de afilar navajas, ni esa cabellera tampoco.

Boone sujetó en alto el cuero y la cabellera que Pa había conseguido en la pelea con el Profeta. El color del cuero estaba desvaído y había comenzado a deshacerse por los bordes, pero seguía siendo un cuero de afilar de piel de indio genuino. El pelo de la cabellera había perdido su lustre, y la pequeña porción de piel que mantenía los cabellos unidos se había arrugado rizándose y se perdía entre el pelo como un arrancamoños seco enterrado bajo el pelaje de un perro.

—Yo sí lo sé —respondió Dan—. Quiere pavonearse por ahí con eso, como siempre hace Pa —soltó una risilla—. Supongo que también cojeará de una pierna.

—Yo no quiero ser como Pa, y tampoco me llevaré nada de ti, Dan. ¿Me oyes?

Entonces desenrolló la camisa y metió el cuero de afilar navajas y la cabellera con el resto y volvió a atarlo con fuerza en un hatillo, y luego lo metió en la bolsa que Ma le había dado. Después echó una mirada a la habitación y se acercó al rincón junto a la puerta, cuando sus ojos tropezaron con el rifle de Pa, su pólvora y el saco de perdigones.

—No sé qué hará tu padre sin ese rifle —dijo Ma.

—Si no lo has matado con el palo, lo matarás si te llevas a Viejo Tiro Seguro —apostilló Dan.

Boone se colgó el cuerno y el zurrón del hombro y cogió el rifle y el hatillo. Miró a Dan y luego a Ma.

—Será mejor que te des prisa, Boone —dijo Dan echando una mirada a la puerta—. No sabemos cuándo volverá en sí Pa.

A pesar de sus bromas y tonterías, en el fondo Dan era un buen chico.

Serena apartó la mirada de Boone y, de repente, vio la gallina olvidada sobre la mesa. La cogió y la metió en un trapo y se la dio a Boone. Sus ojos no se cruzaron con los de su hijo; clavó la mirada en su pecho. De repente Boone vio que Ma parecía un conejo cansado y triste, con ojos redondos y llorosos y moviendo la nariz. Boone sintió que su rostro se desencajó de repente y su garganta se cerró en un nudo y a punto estuvieron de asomar unas lágrimas en sus ojos.

—Adiós —se despidió Boone.

—Que tengas buena suerte, Boone —su voz salió en un susurro oxidado.

Dan lo siguió hasta la puerta. Era noche cerrada allá fuera, tan húmeda y negra que hacía que uno quisiera regresar dentro. Dan habló entre susurros.

—¿A San Luis?

A través del murmullo de la lluvia les llegó el golpeteo de unos cascos de caballo. El viejo perro de los Caudill empezó a ladrar.

—¡Tú cierra la boca! —dijo Boone, y desapareció en la oscuridad.