PRESENTACIÓN

Se tiene como un lugar común, casi como convención establecida, que la rama más asentada en la nostalgia del frondoso árbol temático del western es la del western crepuscular o la de aquello que algunos llaman postwestern. Sí, el viraje hacia el realismo y el desengaño que tuvo lugar en el western clásico a fines de los sesenta, y la frecuentación ambiental en las décadas finales del mundo de los cowboys, tribus y diligencias que les dio por practicar a los productores, ha proporcionado películas y novelas teñidas de atardeceres, luces doradas, viejos vaqueros desengañados, rancheros que se mueven a base de galones de combustible y suspiros por los buenos tiempos pasados. Todo terriblemente melancólico… Pero, no se crean… que no hay nada más melancólico en el western que las crisis emocionales de los mountain men.

En los años finales del siglo XIX, concretamente en 1893, un joven historiador norteamericano presenta un escueto estudio en la American Historical Association. El ensayo se titula, traducido al español, El significado de la frontera en la historia norteamericana, y el autor, que se hará célebre y acabará siendo galardonado con el premio Pulitzer, se llamaba Frederick Jackson Turner. La teoría, que hizo fortuna en la historiografía norteamericana, viene a decir que las peculiaridades que presenta la cultura de los Estados Unidos con respecto a la cultura occidental europea están en función, en buena parte, de la existencia de la Frontera. Y es que «frontera» no tiene el mismo significado para los europeos que para los norteamericanos. Para las sociedades europeas, «frontera» es la delgada línea que separa a una entidad política organizada de otra entidad política bastante similar. La pueden hacer variar las guerras o los tratados, pero la frontera es una delgada línea. Para este concepto los norteamericanos utilizan la palabra border, pero el término que utilizan para su Frontera es Frontier. Y esa Frontier no es una línea, es todo un territorio; un espacio geográfico de profundidad y localización variable, según el momento y la zona hasta donde ha llegado la sociedad norteamericana en su expansión hacia el Oeste, Norte o Sur, según se aleja del Atlántico y coloniza territorios. Territorios en los que la existencia de indígenas no cuenta y que se consideran vacíos: aptos para la colonización. En la tesis de Turner y sus seguidores, la existencia de ese espacio vacío, que va siendo ocupado por la población en su expansión, genera individualismo, tendencia a la movilidad, asociacionismo entre distintas entidades políticas o sociales para afrontar desafíos comunes y otras muchas características que particularizan a la sociedad norteamericana contemporánea, heredera de esas tradiciones.

Toda esta teoría de la Frontera configuradora ha sido posteriormente matizada, discutida, y puesta en cuestión en determinados aspectos, pero sigue siendo importante en la visión que los norteamericanos tienen de sí mismos y en lo que reflejan en su literatura sobre su colonización de los territorios hacia el Oeste. Y esa diferente concepción vital que los norteamericanos tienen respecto a los europeos se puede constatar incluso estadísticamente. Sólo un ejemplo: según el censo norteamericano de 1950 las tres cuartas partes de los residentes en núcleos urbanos —¡las tres cuartas partes!— habían cambiado de residencia en la década anterior.

Bien, como se apuntaba anteriormente, ese avance humano hacia el Oeste creaba Frontera con ritmos, profundidades y rapidez variables. El proceso tocaría a su fin en torno a 1890. En el siglo XVII la Frontera iba subiendo por los ríos que vierten al Atlántico hacia el interior del continente, y llegaba algo más allá de lo que se denomina la «línea de las cascadas». Hacia la segunda mitad del siglo XVIII la frontera está por el Ohio. En la época revolucionaria cruzaba los Allegheny y entraba en Kentucky y, hacia 1830, cuando comienza Bajo cielos inmensos, la mitad de Louisiana y el Missouri sudoriental está parcialmente colonizada. En aquellos momentos la región fronteriza se extiende en torno a los Grandes Lagos; las Montañas Rocosas y hacia el sur, la Florida y la región del Mississippi también están incluidas en ella.

Pero, obviamente, los grupos humanos no llegan al mismo tiempo. Tradicionalmente a la Frontera llegan primero los traficantes de pieles, que ascienden cazando y comerciando por los ríos; luego llegan los mineros; más tarde los ganaderos y, finalmente, los agricultores. Luego llegan el Capital, la Industria y las restantes actividades propias del conjunto del país. Y las velocidades son distintas… La Frontera del trampero, la del minero, la del ranchero y la del agricultor están, en los mismos años, en sitios distintos. En palabras del propio Turner: «Cuando las minas y los cercados para las vacas están todavía cerca de la “línea de las cascadas”, las caravanas de acémilas de los traficantes hacían oír sus campanillas a través de los Alleghenys, y los franceses de los Grandes Lagos fortificaban sus puestos alarmados por la canoa de abedul del comerciante británico…».

Todas estas actividades de Frontera, que ejerce gente de la Frontera y —digámoslo así— de distintas Fronteras, dio lugar a una variada tipología de caracteres y denominaciones relacionadas con las actividades practicadas por estos individuos. A veces significan cosas parecidas; en otras ocasiones, destacan determinadas habilidades. Sería necesario un extenso glosario, laborioso e inevitablemente inexacto, para explicar y crear paralelismos que traduzcan al español toda esta terminología que vamos a encontrar en muchas novelas western de «primera Frontera» o «prewestern»: mountain man, frontiersman, scout, fur trapper, indian trader, indian fighter, pioneer, comanchero… Son términos vagos e inexactos a veces; varios de ellos aplicables a un mismo individuo, según el punto de opinión al que se le someta… Pero sobre tres de estos términos mountain man, indian trader y fur trapper, algo se tendrá que apuntar, porque de ellos trata Bajo cielos inmensos.

Alfred Bertram Guthrie, Jr., su autor, nacido en Indiana en 1901, abordó tardíamente el género narrativo. Educado en escuelas de Washington y Montana, dedicado inicialmente al periodismo, comienza a dar clases y conferencias en distintas universidades y a recibir premios y distinciones —cuya lista pormenorizada nos ocuparía casi una página— allá por los inicios de la década de 1950. Su producción literaria no ha sido nunca muy extensa, pero siempre ha tenido una alta calidad. Ha escrito novelas de misterio —tiene una celebrada serie narrativa centrada en dos personajes, Chik Charleston y Jason Beard, que realizan sus investigaciones en una pequeña ciudad de la Montana contemporánea—, cuentos infantiles, fábulas de animales, ensayos y una autobiografía. Pero lo que realmente tiene trascendencia para nosotros son sus cinco novelas dedicadas a evocar el desarrollo como país de los Estados Unidos. Son lo más destacado de lo salido de su pluma y la segunda de ellas le valió el premio Pulitzer en 1950; sin embargo la primera, Bajo cielos inmensos, publicada en 1947, se considera su mejor novela.

Bajo cielos inmensos evoca fiel y emocionadamente la era —y vamos a aparcar de momento la terminología anglosajona, más exacta, pero menos familiar entre nosotros— de los tramperos y los tratantes de pieles. La obra maestra de Guthrie, una eterna visitante del «top ten» de novelas de este género entre los expertos en literatura western, se inicia en 1830 en una pequeña granja de Kentucky. Boone Caudill, un joven de diecisiete años, harto de soportar a su padre, se escapa de la granja en dirección a San Luis. Está fascinado por los relatos del hermano de su madre, Zeb Calloway, un auténtico mountain man. En palabras de Guthrie, tío Zeb «había luchado contra los indios, había cazado búfalos y viajó a muchos lugares lejanos en zonas del país donde uno podía no ver a otro ser humano durante un año, a excepción de algún indio». Y permítaseme el inciso: esa es la peculiaridad de un mountain man, que no es exactamente un trampero —aunque trampero sea lo más homologable a mountain man que puede proporcionar el idioma español—. Un trampero puede ser un mero empleado de una compañía peletera. Los mountain men, de procedencias étnicas y formaciones muy diversas, vivían alejados de la civilización durante muy largos periodos de tiempo. Comerciaban a veces con los indios; cazaban pieles que intercambiaban en los ocasionales rendezvous donde se reunían indios, mountain men, tramperos y comerciantes para hacer negocios, y solían acabar teniendo compañeras indias e hijos mestizos. Y hubo mountain men anglosajones, mexicanos, negros, de origen iroqués, religiosos, cultos o todo lo contrario… pero siempre con una actitud de rechazo, o reluctancia al menos, a vivir en la civilización blanca. Pero, volviendo a Boone Caudill y su escapada camino de San Luis, le seguimos hasta que se encuentra con otro muchacho soñador algo mayor que él, Jim Deakins. Ambos decidirán ir hacia las grandes llanuras, y quizá, encontrar a tío Zeb. Bueno, tío Zeb no aparece inmediatamente, pero eso no mitiga las ansias de esta pareja de muchachos de viajar hacia los grandes espacios por explorar que quedan hacia el Oeste y, por ello, no demasiadas páginas después, les vemos formando parte de la tripulación, mayoritariamente francesa, de la barcaza Mandan, capitaneada por el traficante en pieles Jourdonnais, al que acompaña un auténtico mountain man, un cazador llamado Dick Summers. Pretenden llegar a la lejana tierra de los pies negros remontando el Missouri y comerciar con ellos… y eso es algo descabellado, porque los pies negros son extremadamente belicosos y exterminan a quienes entran en su territorio… Y a partir de aquí nos esperan cuatrocientas páginas o más de aventuras, descripciones de una naturaleza aún virgen y salvaje y maravillas que sería desastroso revelar ahora.

Algo sí que comento: quien crea que por haber disfrutado de la película Río de sangre (The Big Sky / Bajo cielos inmensos), realizada por Howard Hawks en 1952, sabe lo que va a ocurrir en esas prometedoras cuatrocientas páginas pendientes, se va a llevar una auténtica sorpresa. Río de sangre, el film, sigue bastante de lejos y sólo en parte la novela de Guthrie. Así que, dos placeres distintos: una excelente película y una excepcional novela.

La intención de Guthrie de plasmar en un lienzo de cinco grandes novelas el período que va desde 1830, cuando se inicia Bajo cielos inmensos, hasta los primeros años tras la Segunda Guerra Mundial, conjuga a la vez profundidad psicológica, habilidad narrativa e investigación histórica. Incluso su ficción viene marcada por un interés en reflejar fielmente la época. En Bajo cielos inmensos es fácil hacer un retrato psicológico de Boone Caudill, de Summers, Jourdonnais y Jim Deakins. Cada uno tiene esquemas de pensamiento, creencias profundas, manías, opiniones, e incluso objetivos, reconocibles y distintos. El personaje «principal», de tener que señalar alguno, es Caudill, pero no responde precisamente al arquetipo de un héroe sin tacha. Los acontecimientos son lógicos, pero no previsibles. La descripción de las tribus que se van encontrando y su localización es exacta. Incluso se utiliza a veces la terminología que en aquellos días se empleaba para denominar a determinadas tribus, denominaciones ahora caídas en desuso —caso de los arikaree, antes frecuentemente denominados ree—, se mencionan los intentos de las compañías peleteras por hacerse con el control y el acceso a determinadas zonas de caza y trueque, la problemática de las tribus favorecidas por el comercio y su posición hegemónica respecto a las apartadas del trato, etc. Y es que, a fin de cuentas, se podía acudir a buena documentación sobre el periodo. La zona que nos ayuda a visitar Bajo cielos inmensos es significativamente la misma que recorrieron Lewis y Clark por cuenta del gobierno norteamericano unos veinticinco años antes que nuestros protagonistas. Remontaron el Missouri hasta los poblados de los mandans, donde pasan el invierno de 1804-1805, y desde allí avanzan hasta las cataratas del Missouri, atraviesan las Montañas Rocosas y, tras llegar al Pacífico, vuelven a enlazar con el Missouri, una vez dividida su expedición en dos: bajando unos por el Yellowstone y otros por el río Marias. Años más tarde, recorrería las mismas regiones la expedición del príncipe alemán Maximilian, príncipe de Wied en 1832 y 1834 —casi pudo encontrarse con nuestros protagonistas de la barcaza Mandan—. Maximilian llevó con él al joven y eminente pintor Karl Bodmer, y quien desee disfrutar de buena parte de lo que los protagonistas de Bajo cielos inmensos tuvieron ocasión de contemplar, pueden hacerse con el Travels in the Interior of North America, de Maximilian Príncipe de Wied y Karl Bodmer. De verdad que vale la pena la increíble profusión de acuarelas y dibujos del joven pintor de Zurich.

Y esa profundidad histórica continuará en las siguientes novelas de la saga. La segunda de ellas, The Way West, está centrada en los grandes movimientos migratorios que llevaban a los colonos en caravanas hacia el Oeste. Otro auténtico desafío para que Guthrie demostrase sus dotes, a un tiempo, de evocación e investigación. Los siguientes títulos de la pentalogía, These Thousan Hills (1956), Arfive (1971) y The Last Valley (1975) continuaron su proceso de evocación histórica, aunque hay acuerdo generalizado en que Bajo cielos inmensos y The Way West, cuyos escenarios revisitaría posteriormente con una novela tardía, Fair Land, Fair Land (1982), son los mejores. Y un par de curiosidades más sobre Guthrie. Como suele decirse: «Dios los cría, y ellos se juntan». Guthrie también estuvo muy relacionado con la Universidad de Missoula en Montana, al igual que quien fue su corresponsal y amiga, Dorothy M. Johnson —de quien ya se han publicado dos libros en esta misma colección Frontera—; y, en fin, debieron formar un núcleo curioso, porque Guthrie, de quien se llevaron al cine dos novelas —Río de sangre (Howard Hawks, 1952), basada en Bajo cielos inmensos, y Camino de Oregón (Andrew V. McLaglen, 1967), basada en The Way West—, a su vez intervino, junto a Jack Sher, en el guión de Raíces profundas (Shane, Georges Stevens, 1953), basada en la novela del amigo de Dorothy M. Johnson y del mismo Guthrie, Jack Shaefer. Como es habitual en el western, el cine, la literatura y los escritores andan muchas veces de la mano.

Y volvamos ahora a la afirmación de partida de esta introducción: «Pero, no se crean… que no hay nada más melancólico en el western que las crisis emocionales de los mountain men». Pues a eso vamos. Es una tentación, para quien conozca ambas, comparar El trampero de Vardis Fisher con Bajo cielos inmensos de A. B. Guthrie. Se desarrollan en la misma zona; ambas tiene a los traficantes de pieles, los mountain men y los pieles rojas como protagonistas; y la Naturaleza, sobre todo la Naturaleza. En Vardis Fisher la tendencia a lo lírico y solemne es mayor que en Guthrie; la enfatización más intensa y, a veces, los excesos mayores, ya que los riesgos de sobreactuación, también lo son. Guthrie es más calmo, no menos lírico, ni menos fascinado por el espléndido marco natural, pero sí menos encendido. Su épica apela al entendimiento y al cerebro al mismo tiempo que a la imaginación. Ambos se sienten fascinados por ese periodo en que la Frontera avanza por los ríos de manos de la industria de las pieles. De hecho, Vardis Fisher volverá a hacer una incursión en el mundo que recorre su Sam Minard cuando escriba Tale of Valor, basada en la anteriormente citada expedición de Lewis y Clark. ¿Nostalgia? Parece un mundo nuevo, un país que está en los inicios de su colonización. Algo muy alejado de los nostálgicos westerns crepusculares… y sin embargo hay muchos momentos en los que el Sam Minard de El trampero se lamenta amargamente de que su mundo se acaba. Llegan los colonos en sus largas hileras de carretas como una plaga. Ya casi no hay castores, ni búfalos. Muchos de sus compañeros, los tramperos libres que trabajan al margen de las compañías, han muerto o lo han dejado. A su vez, en este Bajo cielos inmensos podemos oír los lamentos de Zeb Calloway: «Todo lo que nos rodea ha desaparecido, por Dios, y nadie se preocupa a excepción de algunos de nosotros que lo hemos conocido cuando era tierra virgen». (…) «¡Jesús! ¿Por qué no se quedan en sus casas? ¿Por qué no nos dejan esta tierra a nosotros tal como la encontramos? Por Dios, esta tierra es nuestra por derecho propio. Dios, era una belleza hace un tiempo. Bella y virgen, y no estaba horadada por las rutas de los hombres a excepción de las de los indios, en toda su amplitud». El otro mountain man, Dick Summers, tras pasear su memoria por la larga lista de amigos desaparecidos y enumerar a muchos de ellos, se deja llevar por el desaliento: «estaban estos y más, y todos estaban muertos ahora, muertos o desaparecidos, y en ocasiones Summers sentía que él, junto a algunos como el viejo Étienne Provost, pertenecían a otra época». Incluso una gran película sobre este tema, Más allá del Missouri (Across the Wide Missouri, William A. Wellman, 1951), protagonizada por Clark Gable y sobre los mismos parámetros que las películas y novelas comentadas en esta presentación, se inicia con una mirada hacia el pasado y a los buenos tiempos ya desaparecidos. El mundo de los mountain men arrastraba tras ellos su propio crepúsculo. Gracias a las rutas abiertas por ellos, gracias a que ellos les servían de guías, la civilización les alcanzaba, y exterminaba por su mera presencia el mundo que ellos amaban. Como dice John D. Nesbitt opinando sobre la cuestión en un gran artículo sobre Guthrie… «una triste paradoja».

Una última advertencia sobre los nombres de tribus. Todo es discutible en cuanto a los nombres de las tribus… Un ejemplo: los nepercy, pierced noses, nez perce y «narices perforadas» son las mismas gentes, según escriban de ellos los anglosajones, los franceses o los hispanos. Y una última cuestión respecto a los pies negros. Sus tres grupos principales eran los piegans, los blood y los siksika.

De modo que disfruten de esta novela la mitad de lo que yo he disfrutado, les habrá valido muy mucho la pena.

ALFREDO LARA LÓPEZ