38

Las clases finalizan en un día tórrido y bochornoso, y mientras todo el mundo se va al lago con comida, música y mantas para picnic, yo me paso la tarde haciendo cola con un montón de gente sudorosa en la oficina de pasaportes del centro de Chicago. Cuatro horas después, pasaporte en mano, bajo del tren elevado en la parada de Evanston y desciendo pesadamente por la escalera de cemento para volver a casa. En el cruce, dirijo la vista calle abajo y veo el letrero en la tienda de discos.

Hace una semana que Emma y yo fuimos a comprar mi billete y entramos dando botes alegremente en la tienda para contarle a Justin lo de México. Cuando ella terminó de imitar a la pizpireta agente de viajes, él le echó el brazo a los hombros e hizo una broma sobre tener que quedarse solo con ella durante todo el verano. Me prometió que si me pasaba por ahí la semana siguiente, me daría todo un arsenal de discos para el viaje.

—¡Hombre, has venido! Creía que te habías olvidado. —‌Justin me sonríe de oreja a oreja cuando empujo las puertas para abrirlas y entro en la tienda vacía. La música suena a todo volumen, como de costumbre.

Me encojo de hombros.

—¿Cómo iba a olvidarme de venir a buscar música gratis?

Simula una mueca de enfado.

—Y yo que creía que venías para verme.

—¿A ti? —‌le lanzo una mirada de perplejidad—. Qué va. No tiene nada que ver contigo. Solo vengo por las canciones. —‌Se me escapa una sonrisa.

—Eres mala persona. —‌Retrocede un paso y me toma de las manos, como solía hacer Bennett justo antes de que cerráramos los ojos y los abriéramos en otro lugar—. ¿Estás ilusionada?

—Sí, mucho.

—Te echaremos de menos.

—Y yo a vosotros. —‌Paseo la vista por el interior de la tienda—. Pero será agradable hacer algo distinto, ¿sabes?

—Lo sé. —‌Justin lleva una década oyéndome hablar sobre mis sueños de viajar por el mundo, y su expresión denota que le emociona saber que por fin iré a algún sitio—. Bueno, ya que solo vienes para gorronearme música, voy a aprovisionarte. —‌Me toma de la mano otra vez y me guía por entre los pasillos estrechos que discurren entre estanterías de madera mal lijada. Se detiene ante el expositor de novedades.

—Mira, esto es lo más nuevo. Acaba de salir esta semana. —‌Me pasa el CD, le doy la vuelta y leo los títulos de los temas—. Es buena. Una tía canadiense cabreada. Hace una música genial para gente que ha roto con su pareja.

—Nosotros no rompimos.

—No, claro que no, pero ya sabes…

Finjo mirarlo con severidad, y se impone el silencio en el intervalo entre el final de una canción y el principio de la siguiente. Echamos a andar de nuevo, justo cuando los altavoces instalados en el techo empiezan a emitir una melodía suave interpretada al piano. Justin se detiene en la sección de rock y retira un CD de un estante.

—Hace tiempo que quería hablarte de un grupo local de Chicago; van a tocar en el café la semana que viene —‌comenta, e intento escucharlo, pero toda mi atención se centra en la música que suena sobre nuestras cabezas. Me resulta familiar, y cuando comienza la letra me esfuerzo por oírla aunque sé que debería hacer caso a Justin, que continúa poniendo por las nubes al grupo que le apasiona.

Take me to another place, she said.

Take me to another time[4].

Noto que el agujero en la boca de mi estómago crece de nuevo mientras escucho.

—Aquí está —‌dice Justin, y yo estoy a punto de hacerlo callar.

—El batería es…

Take me where the whispering breezes…

can lift me up and spin me around[5].

No puedo mirarlo ahora, pues temo que si suelto la estantería no seré capaz de tenerme en pie. Como está gesticulando, con el CD en la mano, animado y lleno de entusiasmo, sé que sigue hablando. Y creo que yo digo una y otra vez «ajá» o algo por el estilo, aunque no oigo una palabra suya o mía. Solo escucho la letra de la canción.

I could I would, but I don’t know how[6].

—Anna, ¿te encuentras bien?

Justo cuando he dejado de mirar atrás para analizar lo que hice mal, cuando he dejado de estar enfadada con Bennett por lo que él hizo mal —‌justo cuando he recuperado mi espíritu luchador y he tomado una decisión que podría cambiarlo todo—, la tristeza y la rabia se apoderan de mí otra vez, y antes de que pueda contenerlas, las lágrimas asoman y empiezan a caer sobre las cajas de plástico de CD.

—Quédate aquí. —‌Justin se aleja y lo veo caminar hacia la puerta delantera y echar el pestillo con una mano mientras con la otra coloca el letrero de volvemos dentro de diez minutos contra el cristal. Suelto la estantería, dejo que se me doblen las rodillas y resbalo hasta el suelo. Me reclino en el mueble, con las rodillas apretadas contra el pecho, y escucho la canción. Una descarga de adrenalina como las de hace días me impulsa a cerrar los puños, y cuando abro los ojos advierto que me he clavado las uñas cortas en la palma, dejando marcas en forma de pequeñas sonrisas.

I’m melting into nothing[7]

Al principio intuyo la presencia de Justin, de pie junto a mí, luego noto que se sienta en el suelo frente a mí y me atrae hacia sí para abrazarme. Cuando percibo el calor de su cuerpo, me abandono a él, en cierto modo. Su proximidad, la posición misma, me parecen demasiado íntimas, y sé que debería apartarme de él, pero no puedo. Necesito este contacto. Así que lloro y respiro, aliviada por la presión de su mano sobre mi espalda. Antes no éramos más que dos grandes amigos que se conocían desde la infancia. Ahora, él es el novio de mi mejor amiga, lo que significa que seguramente no deberíamos estar sentados en el suelo, escuchando música, abrazándonos con tanta fuerza. Me dispongo a decírselo cuando se separa de mí y apoya el mentón sobre mis rodillas. Así, frente a frente, lo veo muy distinto. Tiene la piel bronceada por el sol, lo que ha difuminado sus pecas, y su sonrisa es tan… típica de Justin, tierna y amable, una prueba de que él estará allí siempre que lo necesite. Sin duda algo en mi expresión cambia, porque de pronto él se inclina hacia delante, cierra los párpados y se acerca mucho más de lo que debería, invadiendo mi espacio. Sé lo que está a punto de pasar, y sé que no quiero que pase, pero no estoy segura de cómo evitarlo. Me siento atrapada entre su boca y la estantería de discos.

Vuelvo la cabeza tan deprisa que nuestros labios se rozan con un movimiento torpe, casi fortuito.

—Justin… —‌Mi tono acusador hace que se ponga muy serio. Para romper la tensión, me dejo caer sobre su hombro, suelto una risita nerviosa y le propino un puñetazo en el brazo—. ¿De qué vas, pedazo de idiota?

Su carcajada suena aún más nerviosa que la mía, si cabe.

—Vaya —‌dice, bajando la vista al suelo—. Supongo que te he malinterpretado. Lo siento. —‌Ni siquiera es capaz de mirarme.

Y ahora me sabe fatal por mi mejor amiga.

—Justin, yo jamás le haría eso a Emma. Y creía que tú tampoco.

—No lo haría. No he… No sé, creo que he perdido el control por un momento.

Se aparta de mí apresuradamente, y me siento obligada a decir algo para mitigar su sentimiento de culpa.

—Tranquilo, no ha ocurrido nada. Además —‌añado con otra risotada nerviosa—, en cierto modo me alegra descubrir que no estaba loca. Hasta que empezaste a salir con Emma, siempre había sospechado que yo te gustaba.

Justin levanta la mirada hacia mis ojos.

—Pues claro que me gustabas.

—Cállate. —‌Le pego de nuevo en el brazo, más que nada porque no sé qué otra cosa hacer con las manos.

Él sacude la cabeza.

—¿Cómo es posible que no te dieras cuenta? —‌pregunta, y yo simplemente fijo la vista en él, pues no se me ocurre nada que decir—. ¿Te acuerdas de esa vez, cuando estábamos en sexto, en que fui a tu casa? Nuestros padres estaban jugando a las cartas, y tú y yo estuvimos toda la noche en tu habitación. No parabas de decirme que tenías una sorpresa para mí. —‌Le sonrío, aunque, por el momento, no recuerdo nada de esto—. Cuando oscureció, me dijiste que me tumbara en la moqueta, y luego apagaste la luz y te acostaste junto a mí. Nos pasamos una hora mirando esas estrellas de plástico que tenías pegadas al techo y que brillaban en la oscuridad, inventando constelaciones y riéndonos hasta que nos quedábamos sin aliento. Me contaste que por las noches contemplabas las estrellas y te imaginabas que estabas en otra parte del mundo hasta que te dormías. Luego me hablaste de todos tus planes para viajar, para llegar a ser fotógrafa o periodista, alguien que recorriera el mundo, y que pensabas vivir primero en París. Ibas a apuntarte a clases de francés ese verano y mudarte allí justo después de la graduación.

—Pues sí, suena a algo que yo habría podido decir. —‌No puedo creer que se acuerde de todo esto. Teníamos once años. Incluso ahora que me ha refrescado la memoria, los detalles que se conservan tan vívidos en su mente permanecen borrosos y vagos en la mía—. ¿Cómo es posible que se te haya quedado grabado todo eso?

Se ríe entre dientes.

—Aquella fue la noche en que dejé de considerarte mi mejor amiga…, bueno, mi única amiga. —‌Entorno los párpados e inspiro con brusquedad, observándolo y esperando a que me diga que es broma, pero él solo sonríe y se encoge de hombros, como si no pudiera evitarlo.

—¿Por qué nunca me lo dijiste?

—No quería estropear nuestra amistad. Supuse que si algo tenía que pasar, al final acabaría pasando. —‌Vuelve a encogerse de hombros y me mira.

—Entonces ¿qué estás diciendo? ¿Qué pasa con Emma?

Sonríe con franqueza.

—Emma es increíble. Es bonita, graciosa y absolutamente asombrosa. Pero sigue sin ser tú. No es mi mejor amiga.

—No estás siendo justo con ella. La conoces desde hace pocos meses, y en cambió a mí me conoces de toda la vida. Dale una oportunidad.

—Ya lo sé. Se la daré. Lo que pasa es que todavía no acabo de creerme que estemos juntos. Para serte sincero, cuando le pedí que saliera conmigo, no esperaba que dijera que sí. Tal vez una parte de mí solo quería ver si te ponías celosa. Pero me llevé una sorpresa enorme cuando aceptó, y no sé…, parecía colada por mí.

—Lo estaba. Lo está. —‌Y, hasta este momento, yo creía que él también lo estaba. Pienso en el día en que estábamos sentados en la cafetería del hospital y él me habló de su cita con Emma, del largo rato que habían pasado charlando, de cuánto lo había sorprendido ella. Lo recuerdo inclinado sobre el cuerpo maltrecho de Emma, acariciándole el pelo y susurrándole chistes al oído, sin ojos para nadie más que para ella. ¿Cómo pude equivocarme?

Entonces me acuerdo de que no hubo hospital. Aparte de Bennett, soy la única persona que sabe que existen dos versiones de aquel día: la primera terminaba con un accidente terrible, y la segunda con nosotros cuatro en el cine, comiendo palomitas, y, en el caso de ellos dos, con sonrisas en vez de batas de hospital. Al final de la primera, Justin velaba a una Emma malherida, y en cambio, al final de la segunda, ambos salían en una cita doble con Bennett y conmigo.

Algo importante les había sucedido aquel día —‌entre el momento en que salieron de la casa de Emma y el instante fatal en que llegaron al cruce— que los había unido más. O tal vez el accidente en sí había marcado la diferencia. Fuera como fuese, lo borramos. Lo rehicimos. Lo cambiamos.

Tal vez Bennett estaba en lo cierto: aunque poner a prueba el destino y jugar con él no siempre tiene consecuencias evidentes e inmediatas, al final algo acaba saliendo mal.