Durante la cena, todos están de buen humor, quizá porque por fin sonrío en vez de crear un ambiente deprimente en torno a la mesa del comedor. Pero intuyo que la atmósfera está a punto de cambiar.
—Quiero hablar con vosotros sobre este verano —digo.
Mamá levanta la vista hacia mí, masticando, y papá mantiene los ojos fijos en el plato mientras corta su pollo con el cuchillo.
—Claro. Cuéntanos —dice él.
Inspiro profundamente y exhalo.
—He estado hablando con mi profesor de español sobre un programa de intercambio en México. Él organiza los viajes y selecciona personalmente a los estudiantes que participan en el programa, y acaba de decirme que hay una familia estupenda que puede acogerme este verano. En La Paz. —No tenía previsto soltarlo tan de sopetón. Todas estas palabras quedan flotando por encima de la mesa, y mis padres intercambian miradas de desconcierto.
»Lo sé, es un poco precipitado —prosigo—, pero lo he pensado muy bien. Siempre he querido viajar y, bueno, necesito pasar un tiempo lejos… de aquí. —Como nadie mueve un músculo ni dice una palabra, continúo hablando—: No os costará un centavo. Gané el billete de avión en la clase del señor Argotta, y me alojaría en casa de esa maravillosa familia. En esencia, nos saldrá gratis. —Me oigo repetir lo que me dijo Argotta y tengo la sensación de que está aquí, dándome ánimos.
—¿La Paz? —pregunta mi madre, incapaz de disimular la preocupación.
—Sí. Está en la península de Baja California. Junto al mar de Cortés. En México —especifico, por si se le ha escapado este detalle.
—Eso está lejos.
Le sonrío y me encojo de hombros.
—En cierto modo, de eso se trata, mamá.
—De ninguna manera. —Suspira y se remueve en su silla—. ¿Qué sabes tú acerca de esa familia?
Me acerco a la encimera, donde he dejado antes el paquete con la información, y lo llevo a la mesa. Coloco las fotografías y la carta de manera que puedan verlas, y les describo lo que he averiguado sobre ellos. Él es empresario; ella, fotógrafa de la naturaleza. Tienen una hija de mi edad. Saco de la carpeta el formulario cumplimentado y lo pongo junto a las fotos.
—Solo falta vuestra firma.
Mamá coge la solicitud, la examina y la deposita de nuevo sobre la mesa.
—¿Cuándo te irías?
—Dentro de dos semanas.
—¡Dos semanas!
—Es un poco apresurado.
Papá permanece demasiado callado. Como no sé de qué lado está, lo miro como rogándole que se ponga firmemente del mío.
—¿Cuánto tiempo estarías fuera? —pregunta.
Va a costarles digerir esto.
—Diez semanas.
—¿Diez semanas? ¡Eso es todo el verano! —Mamá aparta su silla de la mesa y camina hacia la cocina. Papá me mira y yo poso en él unos ojos suplicantes.
—Por favor, papá —susurro. Nos llega el sonido del agua que corre en la cocina.
—Eso es mucho tiempo —señala mi padre, en voz lo bastante alta para que ella lo oiga, y la imagino inclinada sobre el fregadero, asintiendo con vehemencia—. Aun así —continúa—, parece una oportunidad de oro. —Mamá regresa a la mesa con una expresión de pánico que se transforma en otra de rabia, como si le pareciera increíble que él haya expresado su opinión sin consultarla primero. Pero papá no da el brazo a torcer—. Ella ha querido viajar desde que era pequeña —le recuerda—. Esta es una buena manera de ver el mundo, de convivir con una cultura diferente.
Mis labios articulan en silencio la palabra «gracias» cuando ella no nos mira.
Mamá deja el vaso en la mesa con un golpe más fuerte de la cuenta. Se sienta y clava la vista en mi padre.
—¿Estás pensando seriamente en dejar que nuestra hija de dieciséis años viva en un país extranjero durante dos meses, con unas personas que ni siquiera conocemos?
—Argotta dice que me ayudará a pulir mucho mi dicción y a desarrollar un buen oído para el idioma. Dos meses seguramente no bastarán para que lo hable con fluidez, pero sí para que mi nivel mejore mucho.
—No sé… —Mi madre nos mira alternadamente a mi padre y a mí, mi padre nos mira a ella y ya mí, y estamos en un punto muerto.
—Es un gran honor que te seleccionen —alego. Ella no tiene por qué saber que nadie más quería esa plaza. Me hace gracia oírme a mí misma discutir con tal pasión, teniendo en cuenta el poco entusiasmo que mostré cuando Argotta me hizo la propuesta por primera vez, pero eso fue cuando Bennett estaba aquí y no requería la autorización de mis padres para los viajes internacionales—. Mamá, esto es importante para mí. Necesito hacer esto.
Como ella no nos mira a ninguno de los dos, nos quedamos callados, empujando la comida de un lado a otro del plato, intentando mantener la vista apartada de las fotos de la familia feliz que tenemos ante nosotros, sobre la mesa.
* * *
—¿Dejas que me baje aquí, por favor? —pregunto, aunque estamos a dos manzanas de la librería.
—¿Por qué aquí? —Emma acerca el coche al bordillo y, cuando nos detenemos, sus ojos siguen la dirección de mi dedo hacia el toldo de color azul vivo de la agencia de viajes Me Voy Me Voy Me Fui.
—Ah. —Parece muy abatida—. Espera. Aparco y te acompaño.
Estoy a punto de ponerme a discutir con ella, pero luego decido que podría resultarle terapéutico verme comprar el billete y comprender que este viaje es una realidad inevitable, pues no parece haber asumido que, por primera vez en tres años, vamos a pasar el verano separadas.
Cuando abrimos la puerta vidriera, nos saludan las mismas campanillas tintineantes que tenemos en la librería. Emma y yo nos sentamos en las únicas sillas disponibles, mientras una mujer más bien joven con gafas gruesas, una melena de puntas abiertas y un peinado pasado de moda aparece y se sienta frente a nosotras. Apenas alcanzo a verla detrás del monitor gigantesco.
—Hola. Necesito un billete de ida y vuelta a La Paz, México, por favor. —Rebusco en mi mochila y extraigo mi ejemplar de la guía Let’s Go de México, que ahora está muy gastada, lo abro por la página dedicada a La Paz, que tiene la esquina doblada, y saco el vale que guardaba bajo la cubierta.
—Quisiera usar esto. —Lo deslizo sobre la mesa y me viene a la mente la cara que puso Argotta cuando esta mañana le entregué el formulario cumplimentado y firmado por mis padres.
La mujer coge el vale, le da la vuelta y lo deja en la mesa, frente a sí.
—¡Claro! ¿En qué fecha quieres salir? —pregunta con un entusiasmo un poco exagerado, y cuando dirige su atención a la pantalla de ordenador, Emma pone los ojos en blanco.
—El 20 de junio, por favor. Es un martes. —Los dedos de la agente de viajes vuelan sobre el teclado. Cada pocos minutos, deja de teclear para consultar el monitor, y al cabo de un momento los dedos vuelan de nuevo.
—Déjame ver esto. —Emma coge mi ejemplar de la guía de México y comienza a hojearla. De vez en cuando se detiene para enseñarme la foto de una playa al ocaso o para hablarme de los fabulosos lugares para practicar el submarinismo o de la deliciosa comida.
—¡Fíjate en esto! —Emma se vuelve en su asiento y me pone el libro delante de las narices—. Fíjate en estos mercados…, llenos de artesanía de cerámica y comida. No es justo; a ti ni siquiera te gusta ir de compras.
La agente de viajes carraspea y me lee las diferentes horas de salida entre las que puedo elegir.
—Yo te llevaré al aeropuerto —tercia Emma—. Coge el del mediodía.
—¿Estás segura? —pregunto.
—Sí. Totalmente —responde sin despegar la vista del libro.
—Cogeré el vuelo de las doce y cuarto —le digo a la mujer, que se pone a aporrear el teclado de nuevo.
Emma vuelve a la página con la foto del mercado al aire libre.
—Mira qué sombreros. Aquí dice que el tejido es tan denso que podrías llenarlos de agua. ¿Por qué iba alguien a querer llenar de agua su sombrero? —Alza la mirada hacia mí y se encoge de hombros—. No sé por qué, pero he estado pensando que necesito más sombreros. ¿Tú qué opinas? ¿Me quedan bien los sombreros? —pregunta, y yo aspiro bruscamente. Aunque está sentada a mi lado, sin una sola cicatriz, por un momento no puedo evitar verla acostada en una sábana muy blanca, con su delicado cuerpo cubierto de cortes y la piel atravesada por tubos mientras le hablo de mi plan de viaje a México. Pego un salto cuando la impresora cobra vida y comienza a runrunear y a emitir sonidos metálicos agudos justo detrás del escritorio.
—¿Los sombreros? —repito.
—Sí, los sombreros. Esos objetos que la gente se pone en la cabeza para protegerla del sol y ocultar sus problemas capilares. Sombreros. —Me mira con los ojos muy abiertos—. ¿Qué opinas? ¿Me favorecen los sombreros? Algunas personas no saben combinarlos con la ropa, pero creo que yo me las apañaría, ¿sabes?
La contemplo fijamente, hasta que al final recupero la voz.
—Sí, los sombreros te favorecen. —Noto que palidezco. «Los sombreros te sientan de maravilla», recuerdo que dije el día que estaba sentada en su cama, sujetándole la mano y hablándole de la península de Yucatán. Luego me vine abajo. Y después le dije que aguantara y que yo lo arreglaría todo.
—Aquí tiene. —Con una sonrisa radiante, la agente me tiende un sobre fino decorado con peces de colores—. ¡Que lo pase usted de fábula en su viaje! ¡Y esperamos volver a atenderla en el futuro, señorita Greene!
Emma me toma del brazo y salimos juntas de la oficina.
—Ahora que hemos hecho algo que tú querías, me toca a mí. Vamos a ver a Justin —dice, tirando de mí por la calle en dirección a la tienda de discos.