Según la época del año, la reserva forestal de Schiller Woods puede ser preciosa o espeluznante; el sitio ideal para una boda o para rodar una película de terror. Cuando papá gira y atravesamos con el coche la puerta de la verja, advierto que donde antes se extendía un manto de nieve gris y medio derretida, ahora hay un prado verde exuberante. Me apeo y respiro hondo; el parque entero huele a nuevo.
—He echado esto de menos —digo mientras cierro la puerta, sintiéndome contenta por primera vez en semanas. Papá parece sorprendido de verme tan animada, pero no puedo evitarlo; me encanta esta competición.
Los entrenadores de cross de nuestra zona crearon la carrera no competitiva pero obligatoria, por si acaso los seis meses que hemos pasado corriendo sobre una pista esponjosa en vez de en barro pringoso, y saltando sobre vallas de metal en vez de sobre árboles caídos, nos habían llevado a dudar de nuestra verdadera pasión. He recorrido esta ruta lo suficiente para saber qué desniveles y curvas hay a lo largo de los próximos cinco kilómetros, dónde están los tramos complicados y dónde habrán colocado con toda seguridad los obstáculos.
Mis compañeras de equipo y yo estamos reunidas en torno a una mesa de picnic a unos metros de la línea de salida, realizando estiramientos y escudriñando el terreno en busca de nuestras mayores competidoras, mientras mi padre va a por café. Al cabo de pocos minutos, regresa con un vaso de papel y un mapa plegado.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta, extendiendo el mapa sobre la mesa e inclinándose sobre él.
—Bien. —Alza la vista, esperando a que le dé más detalles, pero guardo silencio. Aun así, es cierto que me encuentro bien. Estoy volviendo a la normalidad desde que, hace dos días, tomé la decisión de ir a La Paz. Ahora solo necesito encontrar la manera de comunicárselo a mis padres.
—¿Dónde está? —pregunta papá por lo bajo.
Levanto el brazo y me estiro hacia él mientras señalo con la barbilla.
—Allí. Dorsal número treinta y dos. Camiseta azul. —Me tenso más a fin de darle tiempo para que la localice y la evalúe con la mirada.
—Humm. —La observa, aunque no sé en qué se fija exactamente—. De acuerdo: no olvides establecer un buen ritmo. No reserves tus fuerzas solo para destrozarla al final. Mantén la presión desde el principio. No dejes de ir adelantando ni de permanecer en la cabeza de carrera. En cuanto tengas esa camiseta azul en la mira, aprieta aún más a partir de la última marca. —Escruta la multitud de nuevo. No entiendo por qué está tan nervioso, pues esta vez no me juego una beca.
—Entendido.
—¿Dónde está tu marca? —pregunta él, haciendo un gesto hacia el mapa.
Apoyo el dedo en el dibujo.
—Al parecer esta bomba hidráulica está a doscientos metros de la meta.
Estudia las otras opciones y asiente.
—Sí. Eso está bien. Creo que así es como tendrás más posibilidades. Bien. Voy a ocupar mi puesto entre los demás padres preocupados. —Me da una palmada en la espalda—. No te rompas nada.
—No lo haré. —Respiro hondo y me dejo caer hacia delante. Mientras me estiro, contemplo boca arriba el papel con el número 54 que llevo prendido al pecho, y oigo que mis compañeras y adversarias se congregan a mi alrededor. Sacudo mis extremidades y me coloco en el sitio que me corresponde.
Estamos de pie frente a la línea de salida, unas al lado de otras. Aunque solo son las siete de la mañana, ya estamos chorreando sudor por el calor y la humedad mientras hacemos estiramientos y repasamos mentalmente el recorrido. Cuando suena el disparo de salida, corremos a una velocidad moderada sobre la hierba y nos adentramos en el bosque. Ya empiezo a echar en falta el barro y la nieve medio derretida. Subimos por una pendiente empinada llena de ramas caídas y otros restos, antes de descender abruptamente hacia la espesura, donde el terreno es aún más irregular.
Avanzamos en pelotón durante el primer kilómetro y medio, adelantándonos unas a otras cuando pasamos por huecos estrechos entre árboles. Poco antes de llegar al segundo kilómetro, cruzamos un riachuelo poco profundo y saltamos sobre una serie de troncos. Mantengo el ritmo, ataco las cuestas y salvo obstáculos, y aunque sé que tengo personas alrededor, me da la impresión de que van desapareciendo a lo largo de los kilómetros, conforme las dejo atrás y me acerco a la cabeza de carrera.
Esto está mejor. No siento los pies tan ligeros como de costumbre, pero al menos mientras corro, rodeada por el bosque y el cielo, se me empieza a despejar la cabeza. Aquí tengo el control, voy a la par con el grupo, pero noto que no estoy presionando ni batallando como debería si quisiera ganar esta carrera.
Noto el martilleo de mis zapatillas sobre el camino y de mi corazón acelerado contra mi pecho, y dirijo la vista hacia las chicas que tengo delante. Justo cuando tomamos una curva y empezamos a bajar por un sendero angosto, veo, mucho más allá de la líder de la carrera, la bomba hidráulica. Es mi marca. Al principio, avivo el paso lentamente, para que las cinco chicas que me preceden no lo interpreten como una amenaza. Adelanto rápidamente a una. Luego a otra. Voy en tercer lugar cuando llegamos a la señal que indica que faltan cuatrocientos metros. Entonces clavo los ojos en esa camiseta azul y me lanzo a por ella con todas mis fuerzas. Por un momento, recupero una sensación que antes me era muy conocida. Mis pies se mueven más deprisa. «¿Dónde está tu espíritu luchador?», oigo preguntar a Emma.
—Aquí mismo —resoplo, sin importarme si alguien me oye, y acelero aún más. Algo ha cambiado. Siento que algo es distinto hoy. Recuerdo las palabras de su carta, «creo que puedo arreglar eso», que me resuenan en los oídos mientras mantengo la vista fija en las corredoras de delante.
Las dos chicas que van en cabeza saltan el último obstáculo y entonces me llega el turno a mí. Subo corriendo por el árbol caído, me propulso y mis pies se despegan del suelo. Sin embargo, noto que la punta de mi zapatilla topa con un nudo, tropiezo y me tambaleo hacia delante, dando grandes zancadas para no caerme. Las chicas que acabo de dejar atrás pasan zumbando junto a mí.
Recobro el equilibrio, respiro hondo y hago un esfuerzo por ganar terreno otra vez. Asciendo por la colina a toda velocidad, con las piernas ardiendo, hasta que adelanto de nuevo a las dos chicas. Luego rebaso a la siguiente. Pero estoy demasiado rezagada respecto a la chica de la camiseta azul. En cuanto diviso la línea de meta —y veo que ella está más cerca que yo—, meto la directa. Me concentro en la cola de caballo rubia que oscila frente a mí. Con un último impulso, acelero para alcanzarla.
Pero ella es más rápida. Ella es la que rompe la cinta, aunque yo le piso los talones. Me detengo y caigo hacia delante, jadeando, enjugándome el sudor de la cara y sonriéndole al suelo.
—Buena carrera —la oigo decir, y me tuerzo de costado para ver a la chica a la que estuve a punto de vencer en la final estatal doblada en dos junto a mí, respirando tan trabajosamente como yo. Me tiende la mano. Me da igual haber quedado segunda, y mi sonrisa es auténtica.
—Gracias —respondo entre jadeos mientras se la estrecho—. Me has animado a luchar.
Ella junta las cejas en señal de confusión, pero no siento la necesidad de aclarar mis palabras. Aunque me haya quedado sin el trofeo por el primer puesto, en algún momento del recorrido he encontrado lo que me faltaba.
* * *
De vuelta en casa, subo volando las escaleras, me dejo caer en el suelo y me pongo a revolver en mi mochila hasta que encuentro la carpeta amarilla que desenterré del fondo del cajón de mi escritorio el jueves. La abro, leo la carta de la familia de acogida por centésima vez y contemplo su fotografía de veinte por veinticinco centímetros. En ella aparecen de pie delante de su casa, abrazados por la cintura. Cuatro hijos: una chica de mi edad, un chico que parece un poco mayor y, en primer término, dos niñas con vestido que parecen gemelas.
Ahora, cuando alzo la mirada hacia el mapa, de pronto lo único que quiero es que vuelva a ser real. Saco el alfiler de Praga y oigo el golpecito del metal contra el plástico de la caja. Extraigo los alfileres de París, El Cairo, Ámsterdam, Berlín, Quebec. Pocos minutos después, he retirado todos los alfileres que no debían estar allí, todos los que estaban clavados en sitios en los que nunca he estado pero que había marcado como visitados, y los he devuelto al sitio donde pertenecen.
Solo quedan ocho alfileres:
Springfield, Illinois.
Ely, Minnesota.
Grand Rapids, Michigan.
South Bend, Indiana.
Ko Tao, Tailandia.
Parque estatal de Devil’s Lake, Wisconsin.
Vernazza, Italia.
San Francisco, California.
Ocho alfileres son muy pocos, pero al menos son auténticos. El noveno también lo será.