La semana pasada estaba triste. Esta semana, solo estoy enfadada; enfadada con él por no hablarme de la carta y enfadada con mis amigos por actuar como si él nunca hubiera estado aquí, pero, sobre todo, estoy enfadada conmigo misma por haber bajado por completo la guardia y haber aceptado toda esta situación como si fuera absolutamente normal. Tengo los puños cerrados con fuerza.
—¡Practiquemos la conversación! —anuncia el señor Argotta, y avanza entre las hileras de asientos, dividiéndonos en parejas y repartiendo tarjetas. Me señala a mí y luego a Alex. Con expresión resignada, coloco mi pupitre de cara a él.
—¡Hola! —saluda Alex, sonriente—. Oye, ¿dónde estabas el sábado? Te echamos en falta. —No entiendo por qué se ha esperado hasta el jueves para preguntarlo.
Me encojo de hombros.
—Estoy entrenando para la final estatal.
—¿Entrenas los sábados por la noche?
—No, Alex. Todas las mañanas. Ahora corro todas las mañanas. También las de domingo. —Antes de terminar la frase me avergüenzo del tono que he empleado, pero no pido disculpas. Por el contrario, sigo hablándole con esta actitud, pues de hecho me hace sentir mejor verlo incómodo por una vez—. Bueno, ¿tienes la tarjeta de conversación o no?
Farfulla algo entre dientes, coge la tarjeta que tiene sobre el pupitre y le echa una ojeada.
—Ah, esto está bastante bien. —La lee en voz alta—. «Participante número uno: estás solicitando empleo como camarero/a en uno de los restaurantes más lujosos de Madrid. Participante número dos, eres el/la propietario/a del restaurante».
Miro en torno a mí en busca de algo que golpear.
—No está mal, ¿eh? —comenta Alex sin percatarse de que estoy agarrándome con furia a los lados del pupitre de madera—. ¿Quieres ser la camarera o la propietaria?
—Ninguna de las dos cosas. —Echo mi silla hacia atrás y corro hacia la puerta, dejando mi mochila en el suelo y mi libro de texto en el pupitre. Dejando atrás a Alex y esa estúpida tarjeta de conversación. Dejando atrás al señor Argotta, que me llama con su acento marcado y una voz cargada de inquietud, y luego de frustración. Pero no me detengo. Ni siquiera vuelvo la mirada. Corro por el Donut, paso junto a las taquillas. Y entonces me topo literalmente con Danielle.
Se estrella contra una fila de taquillas, y su pase de madera para ir al baño sale despedido sobre el suelo.
—¿Qué narices…?
Enjugándome las lágrimas, la ayudo a ponerse de pie.
—Lo siento mucho, Danielle.
Se dispone a decir algo, pero entonces advierte que he estado llorando.
—Anna, ¿te encuentras bien?
—Tengo que salir de aquí —digo.
—¡Anna! —la oigo gritar a mi espalda, pero ya me he marchado, atravieso la puerta doble y corro hacia el único sitio donde creo que me sentiré mejor.
***
Él está aquí.
No como yo quisiera, pero del único modo en que puedo verlo ahora: en las fotos de un niño pequeño, enmarcadas y colocadas sobre una repisa, y en los ojos de su abuela, que me prepara té y ni siquiera me pregunta qué hago sentada en su cocina a las 11.20 de un día de clase.
Bebemos de nuestras tazas respectivas. Intentamos pensar algo que decir, pero se nos ocurre muy poca cosa. Ella tiene un montón de preguntas, y yo un montón de respuestas, pero no puede plantearme las suyas porque sabe que yo no compartiré las mías. Así pues, nos quedamos sentadas en un silencio denso interrumpido solo por el sonido de las tazas de porcelana al chocar con sus platitos a juego.
Finalmente Maggie se decide a hablar.
—Comencé a limpiar su habitación la semana pasada. He pensado guardar sus cosas en el desván hasta que… —Su voz se apaga y yo me sonrío. Me gusta que crea que él va a volver—. ¿Quieres…? —empieza a preguntar y se fija en mi expresión para decidir si continuar la frase o no—. ¿Quieres quedarte tú con alguna de sus cosas hasta que regrese?
Muevo la cabeza afirmativamente. Como no tenemos nada más de que hablar, subimos la escalera con nuestras tazas y avanzamos por el pasillo, entre las fotos de la madre de Bennett cuando era niña y las de Maggie cuando era joven, hasta la habitación con muebles de caoba que él ocupaba.
—Te traeré más té —dice Maggie, cogiendo mi taza casi llena, sale y cierra la puerta tras de sí, dejándome sola en el cuarto de Bennett.
Hay unas cajas apiladas cerca de la pared, bajo las ventanas, pero, por lo demás, todo está igual que siempre. Abro las puertas del guardarropa y echo una ojeada al interior. Su uniforme está ahí, junto con varias prendas que nunca llegué a verle puestas. Su abrigo de lana cuelga de una percha, más a mano, y aunque fuera hace una temperatura de treinta grados, me lo pongo, levanto el cuello acercándolo a mi nariz y aspiro su aroma.
Cierro el guardarropa y camino hacia el escritorio. No hay nada encima, ni siquiera un bolígrafo o una fotografía. Me siento en la silla de madera y abro el cajón superior. Allí es donde encuentro lo que queda de él. Saco los objetos de uno en uno y los coloco sobre el escritorio: su carné de estudiante de Westlake. Uno de mis alfileres rojos. Una postal en blanco de Ko Tao. La postal que le escribí en Vernazza. Un lápiz amarillo muy gastado. Un mosquetón. Una llave suelta.
Empujo todo lo demás a un lado, cojo la llave y me acerco al armario. Moviéndome con rapidez, extraigo y amontono los álbumes de fotos y los anuarios viejos, hasta que vislumbro la pequeña cerradura dorada en el rincón del fondo. Introduzco la llave, la hago girar y tiro de la pequeña puerta. Dentro, encuentro fajos de billetes de uno, cien y veinte dólares, sujetos con gomas elásticas.
Encima de uno de los fajos, veo su libreta y recuerdo que la utilizó para planificar el viaje en el tiempo que seguramente le salvó la vida a Emma. La cojo y me pongo a hojearla. Cada página está repleta de líneas de tiempo y ecuaciones matemáticas, tablas de edades y acontecimientos históricos, y nombres de empresas con símbolos de dólar al lado. Por último, llego a la página que me mostró una vez: los cálculos temporales que nos llevaron al camino de acceso a mi casa y nos permitieron impedir que Emma condujera hacia el centro de Chicago.
Al pasar a las primeras páginas de la libreta, veo otra cosa que me resulta familiar: mis palabras, pero escritas con su letra:
En un futuro próximo, nos reuniremos. Y luego te marcharás para siempre. Pero creo que puedo arreglar eso; solo tengo que tomar una decisión distinta esta vez. Pídeme que viva por mí, no por ti. Dime que no espere a que vuelvas. Creo que eso lo cambiará todo.
Él encerró en un círculo palabras y expresiones clave como «para siempre» y «cambiará todo», y añadió comentarios, signos de interrogación y de exclamación, como si hubiera estado estudiando el texto, tratando de descifrarlo. Pero no lo consiguió, pese a haberlo intentado durante meses. Y ahora es demasiado tarde; se ha ido para siempre. «¿Por qué no me lo dijo?». Me aseguró que me lo diría todo.
Miro hacia la puerta, por si entra Maggie. Coloco la libreta roja encima de los fajos, cierro la puerta pequeña, y devuelvo los álbumes de recortes y de fotos a su sitio. Cuando todo vuelve a estar tal y como él lo dejó, me dirijo de nuevo hacia su escritorio.
Abro el cajón, pongo la llave dentro y examino los otros objetos. Cojo cada uno y le doy vueltas entre los dedos, empezando por la postal de Ko Tao. Me viene a la mente el día que me entregó la mía, en el césped del colegio. Me pareció increíble que hubiera regresado allí solo para eso. «También conseguí una para mí. Como recuerdo del día», había dicho.
—Ten —susurra Maggie, y yo me sobresalto y me vuelvo hacia ella. En vez de las tazas de té, lleva una bolsa pequeña que tiende hacia mí.
—Gracias.
Baja la vista hacia las cosas amontonadas sobre el escritorio de Bennett y me posa la mano en el hombro.
—¿Te encuentras bien, cariño? —Asiento con tristeza—. Es un muchacho tan amable… Espero que regrese.
Sujeto la bolsa bajo el borde del escritorio y lo deslizo todo hasta que cae dentro. Luego me enderezo, abrazo a Maggie y le doy las gracias por dejar que guarde estos objetos. Ella me estrecha contra sí con fuerza.
—Deberías hacer un viaje a California —digo, apartándome de ella ligeramente—, para conocer a tu nieto. Seguro que eso significaría mucho para tu hija.
—No sé… Mi hija y yo no hemos estado muy unidas últimamente.
La miro directamente a los ojos y, aunque son idénticos a los de su nieto, no veo el menor rastro de él. Solo veo a Maggie.
—Deberías ir de todos modos.
—Quizá lo haga.
Le sonrío. No hay necesidad de esperar a que Bennett sea lo bastante mayor para empezar a introducir pequeños cambios que influyan en el futuro de Maggie, sobre todo si yo puedo ayudarla a enderezar las cosas antes.
Le doy un beso en la mejilla y cierro el cajón del escritorio, dejando la llave dentro.
***
Regreso al colegio treinta minutos después de la hora de salida, y mientras camino por el Donut oigo que mis pasos resuenan en los pasillos vacíos. Espero que el aula no esté cerrada con llave, que mi mochila siga allí, y que Argotta ya se haya marchado a su casa. La probabilidad de que se cumplan las tres condiciones es extremadamente baja.
Llego frente a la puerta de la clase, y lo primero en lo que se posan mis ojos es en mi mochila, que está apoyada contra la mesa de Argotta. Cuando alzo la mirada desde el suelo, lo veo allí, corrigiendo ejercicios.
—¿Señor Argotta? —En cuanto oye mi voz, deja de escribir pero no despega la vista de su trabajo.
—Señorita Greene. Qué detalle por su parte haber vuelto.
—Lo… lo siento mucho. Es que… —Ahora me mira, primero con curiosidad, luego con espanto. Tengo la camiseta empapada en sudor, la cara congestionada y cubierta de manchas rojas, y el pelo encrespado a causa de la humedad. Argotta pestañea con rapidez varias veces pero no me hace preguntas.
—No tienes que darme explicaciones. Tu amigo, el señor Camarian, me ha hablado del… impacto… que ha tenido sobre ti la marcha del señor Cooper. —No estoy segura de que Alex posea la información necesaria para explicar ese «impacto», pero si es verdad que el Donut lo sabe todo, como afirma Danielle, seguramente la posee. Y ahora el sentimiento de culpa me oprime el pecho. ¿Cómo puedo haber sido tan cruel con él?
Argotta se agacha para levantar la mochila y pasármela, pero al notar lo mucho que pesa, la empuja hacia mí. Me acerco, la recojo y me la echo al hombro.
—Gracias. —Doy media vuelta para irme.
Estoy a punto de cruzar la puerta cuando oigo que él se aclara la garganta detrás de mí.
—¿Sabe qué día es hoy, señorita Greene?
Me paro en seco.
—Primero de junio, señor.
—Exactamente. —Pongo cara de exasperación. No estoy de humor para esto—. Lo que significa que ayer fue el último día de mayo —añade. Me vuelvo hacia él—. Tenía la esperanza de que aceptaras esa plaza de intercambio en México, señorita. Tal vez ahora que tus planes para el verano han cambiado…
Entonces me acuerdo del día que me entregó la carpeta de color amarillo subido, y caigo en la cuenta de que ni siquiera me he tomado la molestia de abrirla. Seguramente debería estar al tanto de los detalles, pero los desconozco por completo.
—Ah, sí. ¿Cómo dijo que se llamaba el lugar?
—Me parece que era una de las etapas en tu plan de viaje, ¿no? Una ciudad preciosa llamada La Paz. Está convirtiéndose en un destino muy popular. Es un buen momento para visitarlo.
—¿La Paz?
—Sí. —Me observa mientras yo intento disimular el desconcierto. ¿La Paz?—. Tienes tu vale para los vuelos, y te acogería una familia excelente. El viaje te saldría prácticamente gratis. Sé que seguramente tienes la agenda llena para el verano, pero es una oportunidad magnífica, y, si te interesa, todavía estoy a tiempo de mover algunos hilos.
Argotta clava la vista en mí y aguarda una respuesta. Como no se la doy, se reclina en su asiento y cruza los brazos sobre el pecho. Tengo ganas de ir allí, pero no creo que deba. ¿Y si Bennett regresa? No puedo marcharme. Tengo que esperarlo aquí. Sin embargo, el cuerpo entero me tiembla cuando recuerdo las palabras que acabo de leer en la libreta de Bennett, las que le escribiré en una carta dentro de diecisiete años: «Dime que no espere a que vuelvas».
—¿Va todo bien, señorita?
«Creo que eso lo cambiará todo».
Hago un gesto afirmativo, con la sensación de estar muy lejos, y cuando hablo, mi voz parece la de otra persona.
—Es una buena oportunidad, ¿no? Para salir de aquí.
—¡Exactamente! —exclama, levantando los brazos de golpe y pegándome un susto—. ¡Vete, vete! ¡Nada te lo impide! ¡Ve a ver mundo, señorita!
Me sonríe, y noto que le devuelvo la sonrisa. Porque de pronto lo sé: este es el momento crucial.
Ignoro qué sucedió con la otra Anna. Tal vez Argotta nunca le habló de ello. Tal vez todas las plazas estaban cubiertas desde el principio. Tal vez los acontecimientos se desarrollaron exactamente de la misma manera, pero ella decidió pasar el verano aquí, cabizbaja, esperando a que Bennett regresara. Pero ahora mismo, no me cabe la menor duda de que esa Anna, de pie frente a Argotta, le dio las gracias cortésmente y rechazó su oferta. Y eso no es lo que voy a hacer yo.
—¿Todavía tienes la solicitud? —pregunta, y yo asiento. No estoy muy segura de dónde la he metido, pero sé que la encontraré; y ahora estoy deseando llegar a casa para rebuscar en mi escritorio.
—Te doy hasta el lunes para que me comuniques lo que quieres hacer.
Tal vez mis padres necesiten unos días para pensárselo, pero yo no. Me abalanzo hacia el señor Argotta y lo abrazo.
—¡Muchas gracias, señor! —Me aparto, y él parece un poco sorprendido, pero cuando comprende que el abrazo era mi forma de decir sí, sus ojos reflejan una gran satisfacción.
—Estás tomando una decisión acertada, señorita.
Espero que esté en lo cierto. No tengo la certeza de que sea una decisión acertada, pero sé que es distinta.
De pronto, me percato de una cosa: estoy rehaciendo el pasado de esa Anna.