Me he pasado la última hora con la espalda apoyada contra los pies de mi cama, con la sudadera que Bennett se puso después de nuestra primera cita en Ko Tao y con la vista fija en el vestido tubo de seda negra que me compré para la subasta de esta noche. Cuando lo traje a casa y colgué la percha del marco de la puerta del armario, ese vestido me parecía casi mágico, como si unos pajarillos y ratoncitos de dibujos animados lo hubieran cosido para mí mientras dormía.
Pero hoy se cumple una semana de la noche en que reboté desde 2012. El famoso «desde que…». Y ahora el vestido ha pasado a convertirse en una pieza de museo más, junto con mi mapa, una bolsa con arena, seis postales y cuatro alfileres nuevos; todas las cosas que no puedo mirar sin pensar en él.
Continúo contemplando el vestido cuando alguien llama a mi puerta. Aunque no es algo inesperado, no sé cuál de mis padres ha perdido al cara o cruz.
—Adelante —murmuro.
¿Emma?
Alzo la mirada hacia ella desde el suelo. Lleva la prenda que le ayudé a elegir, un vestido largo de color naranja oscuro y escote palabra de honor con el que está tan deslumbrante aquí como en el probador. Se ha recogido el cabello detrás de la nuca en un moño apretado, con algunos mechones sueltos que le enmarcan la cara.
—Vaya. Estás preciosa.
—Gracias. —Se sienta en el suelo junto a mí, se recuesta contra los pies de la cama y extiende los brazos hacia mí.
La miro de reojo.
—Se te arrugará todo el vestido.
—No te preocupes. —Me mira de arriba abajo, desde el pelo crespo y los ojos inyectados en sangre hasta las mallas y los dedos de los pies. Estoy segura de que la horroriza comprobar que no me he hecho la pedicura.
—¿Qué haces aquí, Em?
Me da un apretón suave en la mano.
—Lo siento. Sé que quieres estar sola, pero tu madre ha insistido en que subiera. —Desvío la vista y pongo los ojos en blanco. Tanto mamá como papá han estado dándome la lata toda la semana con esta estúpida fiesta, pese a que he dejado muy claro que no voy a ir. Bajo ninguna circunstancia. Pero que hayan enviado a Emma como refuerzo es una crueldad imperdonable—. Y yo quería ver cómo estabas.
—Estoy bien.
Clava los ojos en mí con incredulidad y luego se vuelve hacia el vestido.
—Sería una pena que yo fuera la única que te lo haya visto puesto jamás. Estabas espectacular.
No puedo mirarlo sin sentir náuseas.
—Gracias.
Guardamos silencio durante lo que parecen varios minutos, yo con la vista fija en la alfombra, ella desplazando la mirada entre el vestido y yo.
—No voy a cambiar de idea —digo al fin.
—Lo sé. Pero deberíamos quedarnos aquí durante al menos un cuarto de hora o así, para que tu madre crea que lo he intentado de verdad. —Se vuelve hacia mí, me sonríe y me da un golpecito con el hombro—. ¿Vale?
Esbozo una sonrisa sombría.
—Gracias. —Emma lo entiende. Lo entendió desde un primer momento.
El domingo pasado, al salir de casa de Maggie, corrí directamente hasta la de Emma y me desmoroné en su porche. Nos quedamos sentadas en su habitación, con ella pasándome pañuelos de papel mientras yo hablaba durante horas, y se creyó cada palabra de la historia que inventé. Un familiar de Bennett había enfermado, y él había tenido que tomar un vuelo nocturno de vuelta a San Francisco después de que saliéramos del cine. No estaba seguro de cuándo regresaría, si es que regresaba algún día, y lamentaba no poder despedirse. Nos echaría de menos.
Al día siguiente, referí el mismo relato a algunas otras personas y esperé a que la noticia se propagara por el Donut. No hizo falta más: al cabo de unas horas, todo el mundo sabía por qué Bennett se había ido a casa, y yo era la única que sabía que todo era mentira.
Ahora miro a mi mejor amiga, toda maquillada, contenta y preparada para asistir a la fiesta que espera ilusionada desde hace seis meses, y sé que yo debería ir también. Debería acudir para presenciar lo que Emma y Danielle ayudaron a planificar, para ver bailar a mis padres y a Justin en esmoquin. Pero no puedo salir y fingir que estoy feliz. Sin Bennett, no. Es demasiado pronto para eso.
—¿Estás enfadada conmigo porque no voy a ir?
Ella sacude la cabeza.
—No, no estoy enfadada. Es solo que… —Clavo la vista en ella, esperando a que prosiga, pero no lo hace. Baja la vista al suelo y hace girar un hilo suelto de la alfombra entre los dedos.
—¿Qué? —pregunto.
—Nada.
—¿Qué? —repito.
Respira hondo y suelta el aire con un suspiro.
—Que te echo de menos, eso es todo. Sé que lo añoras, todos lo añoramos, pero… yo te echo mucho de menos a ti.
Suelto una risita forzada.
—Pero si estoy aquí.
—No, no es verdad.
La miro y sé que lleva razón. Desde el día que me encontré con el otro Bennett en la pista y me dijo que había estado intentando volver aquí, he estado haciendo justo lo contrario: desaparecer poco a poco.
Ella deja de juguetear con la alfombra y me escudriña el rostro.
—Oye, Anna, eres mi mejor amiga, y hay muchas cosas de ti que me encantan. Me encanta que me hagas reír, que te gusten la música y los libros, que quieras viajar por el mundo, que te tomes tan en serio lo de correr… Pero ¿sabes qué es lo que más me gusta de ti? ¿Sabes qué me conquistó de ti desde el momento en que nos hicimos amigas?
Poso los ojos en ella y espero.
—Eres la persona más fuerte que conozco. Eres independiente, no te preocupa lo que piensen los demás, confías en tu instinto… y eres una luchadora. Es algo por lo que siempre te he envidiado. Si Justin se marchara de la ciudad, dejándome aquí, me pasaría el día llorando, convertida en un desecho humano. Pero… —Deja la frase en el aire, como si la hubiera dicho sin querer. Pero ¿qué? ¿Esperaba más de mí? ¿Le sorprende que sea tan débil?—. ¿Dónde está tu espíritu luchador? —Me mira durante un minuto, antes de inclinarse y tomarme de la mano otra vez—. Oye, sé que solo ha pasado una semana. Lo que pasa es que… —Se lleva mi mano a los labios y besa el dorso—. Quiero recuperar a mi amiga.
Alzo la mirada hacia ella, deseando poder contárselo todo. Quiero centrarme de nuevo en ella y en el resto de mi vida normal —mis padres, el cross, los libros de viajes—, pero no sé si seré capaz de recobrar mi espíritu luchador mientras siga agobiada bajo el peso de todos estos secretos.
Emma no me suelta, y permanecemos así sentadas, aguardando a que transcurran los quince minutos de rigor.
—Debería ir tirando. Tengo que recibir a los invitados vip. —Emma se pone de pie y se alisa el vestido. Inspecciona su peinado en el espejo y se da unos toques en los ojos con la punta del dedo.
—Lo siento, Emma.
Lleva la mano al pomo, se detiene para enviarme un beso por el aire, sale y cierra la puerta tras de sí.
Aunque no alcanzo a oírlos, me imagino a Emma al pie de la escalera, hablando con Justin y mis padres en voz baja. Me acerco a la ventana y echo un vistazo al exterior en el momento en que Justin y Emma salen en dirección al coche. Cuando él se dispone a abrir la puerta, levanta la vista, me ve y agita la mano levemente en un saludo triste. Suben al coche, arrancan y se ponen en marcha.
Al poco rato, mis padres se despiden y me preguntan «¿seguro que estarás bien?» desde la escalera antes de marcharse también. Desde la ventana contemplo el lugar de la acera donde Bennett me besó por primera vez, aunque es un recuerdo que no conservo en la memoria. Me fijo en el árbol del otro lado de la calle, que detuvo su coche cuando iba marcha atrás porque no había calculado con exactitud el instante al que debíamos retroceder. Aunque a veces cometía algún error que otro, tenía el control en todo momento. Si pudiera regresar aquí, lo haría.
Y entonces, caigo en la cuenta: él ya habría regresado. Bennett estaba equivocado, y la carta estaba en lo cierto. No va a volver. Está atrapado, contra su voluntad y definitivamente contra la mía. A menos que yo tome una decisión distinta. Y no tengo la menor idea de qué significa eso.
Dejo la ventana abierta y me acerco de nuevo al mapa. Me quedo ahí de pie durante un rato, estudiándolo, y me pongo a trazar líneas invisibles con el dedo entre los ocho alfileres rojos, deslizándolo de un lado a otro, arriba y abajo, conectando los puntos entre sí para formar figuras. Entonces me detengo. Llevo mi dedo a Evanston y describo un círculo en torno a los cuatro primeros alfileres: Springfield, Minnesota, Michigan, Indiana. Luego poso el dedo en San Francisco y dibujo un círculo mucho más grande que abarca Ko Tao, Vernazza, Wisconsin y se cierra en San Francisco.
Debería haber más. Se supone que debería tener más.
Introduzco la mano en el envase de metacrilato y saco un alfiler. Lo miro. Contemplo el mapa. Clavo el alfiler en París. Saco otro. Examino el mapa. Clavo el alfiler en Madrid. Doy un paso hacia atrás, observo el mapa de nuevo y, satisfecha con su nuevo aspecto, meto la mano otra vez en la caja polvorienta. Hinco un alfiler rojo en Sydney. Cojo el envase, lo vuelco boca abajo sobre mi mano y noto que algunos alfileres sueltos me pinchan la palma.
Clavo alfileres en Tokio.
El Tíbet.
Auckland.
Dublín.
Costa Rica.
São Paulo.
Praga.
Los Ángeles.
Continúo así, cogiendo alfileres y tachonando el mapa con ellos hasta que queda cubierto de marcas en lugares que nunca conoceré y la caja de plástico transparente está tan vacía como yo.