Me incorporo, sobresaltada, y cojo el reloj de la mesilla de noche. Las diez y veintidós. ¡De la mañana! ¿En qué momento me he acostado? ¿Cómo puedo haberme quedado dormida? Entonces me viene todo a la memoria: me vi rebotada hacia aquí, y Bennett sigue desaparecido.
Me pongo a toda prisa la ropa de deporte, bajo volando las escaleras y descorro el pestillo de la puerta, haciendo caso omiso de la reprimenda de mi madre por dormir hasta tarde, su insistencia en que coma algo antes de hacer ejercicio, y sus preguntas sobre por qué voy a entrenar en domingo. Lo cierto es que no voy a entrenar, sino a correr.
Cuando llego a casa de Maggie, a cuatro manzanas de distancia, me percato en el acto de que el coche de Bennett no está en el camino de acceso, y el estómago me da un vuelco con tal rapidez que temo volver a vomitar. Subo al porche de un salto y toco el timbre.
Nadie responde.
Llamo de nuevo y espero.
Echo una ojeada entre los visillos de la sala de estar, pero no percibo señales de actividad; ni movimientos, ni sonidos. ¿Dónde está él? ¿Y Maggie? Apoyo la espalda contra la ventana y hundo el rostro entre las manos. ¿Y ahora, qué?
Como mi cerebro no concibe ninguna buena idea, obedezco a mis pies, que me exigen de forma inequívoca que regrese al aparcamiento, el último sitio donde vi a Bennett en un lugar donde le correspondía estar. O, mejor dicho, en un lugar donde no le correspondía estar, pero donde yo quería que estuviera. Aquí. En mi ciudad.
Mis zancadas me parecen rígidas y torpes mientras mis pies golpetean el asfalto, pero, conforme el paisaje se emborrona al pasar, lo que más me choca es lo que captan mis ojos. El sol baña todas las casas frente a las que paso en un resplandor cálido y parece prender fuego a los parterres de rosales y tulipanes nuevos que forman separadores coloridos entre los caminos de acceso de ladrillo rojo y las extensiones de un césped tan verde que casi reluce. El aire que respiro es caliente y húmedo, y, a diferencia del frío, que me escuece en los pulmones, este aire me produce la sensación de haber inhalado una almohada que me asfixia desde dentro.
Tres kilómetros más adelante, llego por fin al edificio de oficinas y me paro en seco. El coche de Bennett no está y, por un momento, me dejo llevar por la ilusión de que todo ha sido un sueño. Pero entonces diviso la mancha amorfa de vómito que cambia de color bajo el sol abrasador, y no necesito otra confirmación de que aquello sucedió de verdad.
Noto que las lágrimas se acumulan detrás de mis ojos, pero las reprimo y giro sobre los talones para volver por donde he venido. Como no tengo adónde ir, corro de nuevo hacia la casa de Maggie, la única persona que quizá sepa dónde está él, o al menos adónde han llevado su coche.
Atravieso el mismo barrio, torciendo a un lado y a otro entre las mismas casas y vehículos junto a los que he pasado corriendo hace unos minutos. Cuando avisto el letrero de Greenwood, más adelante, aprieto el paso, y entonces veo el Jeep de Bennett, que se dirige hacia mí. El intermitente derecho se enciende, y el coche gira y desaparece.
Doblo la esquina como una exhalación, justo a tiempo para ver el vehículo detenerse en el camino de acceso. Él está en casa. Mis pies empiezan a moverse a una velocidad que nunca antes había alcanzado. Sabía que él volvería.
—¡Bennett! —grito, aporreando la ventana de atrás con la mano abierta, y rodeo el coche a la carrera hasta la puerta del lado del conductor—. ¡Bennett!
La puerta se abre despacio, y Maggie posa los pies en el asfalto y se apea con cuidado.
—Me temo que no —dice con voz suave y contenida. Me interpongo en su camino y me inclino hacia un lado para echar un vistazo al asiento del pasajero y al de atrás. No hay nadie allí.
—¿Dónde está? Maggie, ¿dónde está Bennett?
Cierra la puerta tras de sí, tapándome la vista del interior. Su cabello cano brilla bajo el sol, tiene el rostro demacrado, y sus ojos —los ojos de Bennett— escrutan los míos como si buscaran algo en ellos sin saber concretamente qué.
—¿O sea que de verdad no sabes dónde está? —pregunta.
Sacudo la cabeza, aunque esto no es del todo cierto. Sé dónde está. Podría explicárselo, pero ella nunca me creería.
Me rodea los hombros con el brazo y me guía hacia el porche.
—Ven, hablemos dentro.
Con las piernas temblorosas, subo los escalones a su lado, entro en la casa tras ella y espero a que cuelgue su chaqueta y su bolso en el armario. La sigo hasta la cocina y me quedo de pie en un silencio incómodo mientras ella saca dos tazas del aparador y llena de agua una tetera.
Cuando se vuelve, me ve apoyada en el marco de la puerta, arrastrando los pies adelante y atrás, inquieta.
—Tranquilízate. Toma asiento. —Señala la mesa de la cocina y devuelve su atención a las bolsitas de té. Me siento.
Aunque debería estar pensando en lo que voy a decirle, paseo la vista por la habitación y me fijo en los armarios de un blanco radiante, la encimera de granito oscuro, el florero de la repisa. Mis ojos se posan en un paisaje de montaña pegado a la ventana de la cocina por medio de una ventosa con un gancho, y sigo con la mirada los rayos de sol que atraviesan los vidrios de colores, cruzan la cocina y proyectan formas anaranjadas, azules y verdes sobre la mesa blanca.
—Mi hija hizo eso para mí cuando estaba en el instituto —comenta Maggie desde el otro extremo de la habitación. No me da tiempo a responder, por fortuna, pues tampoco sé qué decir—. Me encanta el aspecto de la luz cuando pasa por esa ventana. Esos colores me dejan boquiabierta. —Coloca la taza de té frente a mí, y un rayo azul rebota en uno de sus lados.
—Vengo de la comisaría —me informa Maggie mientras se acomoda en su asiento—. Anoche encontraron el coche de Bennett en un aparcamiento. La alarma estaba sonando, y finalmente un vecino llamó para quejarse. —Se lleva la taza a los labios y bebe un sorbo.
—¿Ah, sí?
Me lanza una mirada suspicaz por encima del borde de su taza.
—¿No estuvisteis juntos anoche?
Intento coger el té, pero las manos me tiemblan demasiado, así que me limito a deslizar el plato hacia mí.
—Sí, estuvimos juntos. Fuimos al cine con unos amigos. Dejamos el coche en ese aparcamiento. —Alzo la vista hacia ella—. Entonces discutimos, yo volví a casa a pie, y no lo he visto desde entonces. —La explicación me suena un poco estudiada, pero espero estar proporcionándole suficientes elementos de la verdad para ahuyentar sus sospechas.
—¿Y no sabes adónde fue?
Niego con la cabeza, pese a que en este caso es mentira. Sé adónde fue, pero, como ya he dicho, ella jamás lo creería.
—Pues no tengo ningún motivo para perder el tiempo intentando localizar a un estudiante de la Northwestern que simplemente me alquila una habitación. No tengo por qué pasar tantas molestias por un perfecto desconocido, ¿verdad? —El matiz de amargura y de altanería en sus palabras confirma lo que yo ya sabía: que ella también le ha cobrado afecto a Bennett. Escondo las manos bajo la mesa y las entrelazo con firmeza para dejar de temblar—. Lo que me parece más curioso es que la policía me haya telefoneado a mí después de encontrar el coche. —Las arrugas de su rostro se hacen más profundas por la preocupación y la extrañeza—. ¿Sabes por qué me han llamado a mí?
Noto que mis facciones se contraen.
—No —digo.
—En primer lugar, porque yo consto en el registro como propietaria de ese coche. Y en segundo lugar, porque según la academia Westlake, donde al parecer cursa el bachillerato, yo soy su abuela. —Toma otro poco de té con lentitud y apoya los antebrazos sobre la mesa—. Imagino que sabes que yo tenía entendido que él estudiaba en la Northwestern. También doy por sentado que sabes que, en realidad, no soy su abuela.
Intento otra vez llevarme la taza a los labios, pero cuando me dispongo a beber, descubro que el té aún quema. Devuelvo la taza a su plato.
Maggie toma un buen trago, como si su elevada temperatura no la afectara.
—¿Tienes idea de por qué me mintió, Anna? —«Mantén la calma. Respira. Bebe un sorbo de café hirviendo»—. ¿Por qué dijo en el colegio que soy su abuela?
Me entran ganas de contestar «porque lo eres» y relatarle los acontecimientos de los últimos tres meses, empezando por el día en que Bennett se mudó a nuestra ciudad. Sin embargo, no puedo revelarle que el niño que aparece en las fotos que tiene sobre la repisa y el chico que ha estado viviendo en una de sus habitaciones de invitados son la misma persona.
—No lo sé, Maggie. —Su expresión no cambia—. No lo sé. —Repito las palabras como si esto las hiciera verdaderas.
Clava esos ojos en mí, y se me revuelve el estómago por el sentimiento de culpa. Exhala un suspiro profundo.
—No sé qué hacer. La policía quiere que presente una denuncia por desaparición si no ha vuelto al cabo de veinticuatro horas. Si sabes algo, Anna, debes decírmelo. Por favor.
Bajo la mirada hacia mi taza y bebo un sorbo.
—El chico ha estado viviendo en mi casa y me ha mentido desde el principio. Había llegado a apreciarlo, pero ahora resulta que ni siquiera sé quién es. Nunca lo he sabido. —Maggie me mira directamente a los ojos—. Pero algo me dice que tú sí.
Lleva razón, por supuesto. Lo sé. Y en este momento, desearía contárselo todo, porque quiero que sepa quién es él, porque estoy harta de ser la única que lo sabe y, sobre todo, porque quiero que lo aprecie otra vez. Y lo apreciaría si al menos supiera quién es en realidad y lo que ha hecho por ella.
Quisiera avisarle de que, dentro de cuatro años, se le diagnosticará Alzheimer. El deterioro será gradual hasta el 2000, después se acelerará de forma irreversible. En 2001, empezará a olvidar algo más que pequeños detalles o hechos menores. Se olvidará de pagar sus facturas, de dónde tiene invertidos sus ahorros, de proporcionar a alguien información suficiente para que la ayude antes de que sea demasiado tarde. Para el año 2002, no será capaz de valerse por sí misma. Habrá borrado de su memoria a su familia. Su hija, la madre de Bennett, estará demasiado lejos en todos los sentidos para aliviar sus padecimientos. Y entonces, cuando Bennett tenga ocho años, Maggie morirá.
Sin embargo, cinco años después, Bennett empezará a retroceder en el tiempo hasta 1995, 1996, 2000 y 2003. Más adelante, Brooke empezará a acompañarlo. Los dos llamarán a la puerta de Maggie, simulando ser estudiantes que piden donativos, solo para oír su voz. Cuando ella esté ya muy enferma, se presentarán en plena noche para limpiar su cocina y pagar sus facturas. Mientras ella esté fuera haciendo recados durante el día, Bennett cortará su césped, y Brooke plantará flores. Esconderán dinero en diversos rincones de la casa, porque, aunque saben que eso le causará confusión, también saben que ella lo encontrará. Y, al final, Bennett le confiará a Maggie su secreto. Aunque ella solo lo recordará por unos instantes, morirá sabiendo que los últimos años de su vida habrían sido muy distintos de no ser por el don de Bennett.
—¿Anna? —Maggie interrumpe mis pensamientos.
—No dejes que la policía lo busque. —Se me forma un nudo en la garganta, y aunque quisiera decir muchas más cosas, me quedo callada.
Ella abre mucho los ojos, intrigada.
—¿Por qué no? Por favor, tienes que decírmelo. ¿Qué es lo que sabes, Anna?
Le sostengo la mirada, pero, al cabo de un momento, bajo la vista a la mesa bañada de luz multicolor. ¿Qué es lo que sé? Bueno, he aquí una pregunta a la que puedo responder. En cierto modo. Deslizo el dedo a lo largo de un reflejo verde.
—Te aseguro que no sé cómo dar con él. Pero sé que está a salvo —digo, con la voz reducida a un susurro—. Sé que ha vuelto a San Francisco. Sé que no quería marcharse, pero no tenía elección. Sé que no quería mentirte ni hacerte daño.
—¿Quién es?
Durante los últimos dos meses, no había sentido la tentación de divulgar el secreto de Bennett —ni a mi familia, ni a mi mejor amiga—, pero ahora que estoy aquí sentada, contemplando los ojos tristes de Maggie, desearía que ella lo conociera tan bien como yo. Tengo que recordarme a mí misma que eso no me incumbe.
—No puedo decírtelo, Maggie. Tardó mucho tiempo en abrirse a mí, y cuando por fin lo hizo, le prometí que no compartiría su secreto con nadie. Aunque me muero por decírtelo, es su historia, no la mía. Pero no es mala persona. —Tengo ganas de añadir «te quiere», pero me muerdo la lengua—. Tendrás que esperar a que él te lo diga cuando regrese.
—¿Y eso cuándo ocurrirá? —pregunta, inclinándose hacia delante.
Otra pregunta a la que no puedo responder, pero esta vez no porque no quiera romper mi promesa, sino porque es verdad que no lo sé.
—No tengo idea, pero una vez me prometió que volvería, y tengo que creerle.
Me quedo observándola, aguardando sus palabras siguientes. Tengo náuseas.
—¿Qué le digo a la policía?
Intento pensar deprisa.
—Que surgió una emergencia en San Francisco. Que alguien de su familia… cayó enfermo. Un amigo lo llevó al aeropuerto, y él dejó su coche en el aparcamiento. Pero ha llamado para comunicarte que está bien. Ha… —Respiro hondo para terminar la frase sin venirme abajo—. Ha vuelto a San Francisco, con su familia.
—¿Me estás pidiendo que mienta? ¿A la policía?
—No es mentira. Él está allí. Puedes decirles eso, o no decir nada, presentar una denuncia por desaparición y dejar que lo busquen. Pero no lo encontrarán.
—Si regresa…
—Cuando regrese —la corrijo—, yo seré la primera en saberlo. Me aseguraré de que tú seas la segunda, y de que él te lo cuente todo. ¿De acuerdo?
Asiente varias veces, meditando sobre mi solución.
—¿Qué hago con sus cosas? ¿Y con su coche?
El coche. Según Bennett, el todoterreno pertenecía a Maggie, pero ahora que interpreto esta afirmación dentro del contexto general, todo encaja.
—Creo que él lo compró para ti.
Ella frunce el entrecejo y vuelve a fijar la mirada en mí.
—¿Por qué demonios iba a hacer una cosa así? No me conoce lo bastante para comprarme un coche nuevo.
Le sonrío y suelto un suspiro.
—No… pero sí. Sé que eso no tiene pies ni cabeza… —Mi voz se apaga mientras estas palabras resuenan en mi mente y, por algún motivo, repito la frase que leí anoche en San Francisco. La frase que escribiré en una carta dirigida a Bennett dentro de diecisiete años. Dio resultado con él. Quizá también dé resultado con su abuela—. Algún día —digo—, todo esto cobrará sentido para ti. Por ahora, tendrás que fiarte de mí.