Tengo el rostro húmedo y lo único que percibo es un intenso olor a piel. Cuando desdoblo las piernas y bajo los brazos para recobrar el equilibrio en el asiento, lo único que percibo es el tacto de la piel. Abro los ojos.
Me encuentro de nuevo en el aparcamiento oscuro, en Evanston, completamente sola en el Jeep de Bennett.
—No… —No tengo más palabras, así que repito la única que soy capaz de pronunciar—. No. No. ¡No! —Miro alrededor y noto que el pánico me recorre las extremidades. No dejo de volverme hacia el asiento del conductor, esperando que Bennett aparezca como por arte de magia, como suele hacer, pero no se materializa, ni tampoco las llaves, que deberían estar en el contacto. Entonces recuerdo que Bennett se reclinó en este asiento y se las guardó en el bolsillo de sus vaqueros.
El reloj digital del salpicadero marca las 11.11. Solo he estado ausente durante cinco minutos, después de todo.
Ahora sé lo que sentía Bennett en el parque aquella noche; que el tiempo te rebote en contra de tu voluntad no se parece en nada a viajar. No consigo sentarme con la espalda recta ni respirar hondo; solo puedo jadear e intentar no entrar en pánico. Me vienen arcadas aún más violentas que las de antes, y escudriño el interior demasiado pulcro del coche, pero no encuentro nada en lo que pueda arrojar —ni siquiera un vaso desechable de café—, así que me tapo la boca y me recuesto en el asiento.
Inspiro.
Contengo el aire.
Inspiro.
Contengo el aire.
Necesito vomitar.
Y luego necesitaré un vaso de agua.
Inspiro.
Contengo el aire.
Llevo la mano a la manija de la puerta, pero cuando me dispongo a tirar de ella hacia mí, una lucecita que parpadea en el tablero me llama la atención. La alarma está activada. En cuanto abra la puerta, se disparará. Pero noto de nuevo un sabor metálico en la boca mientras mi estómago se comprime formando una bola apretada, y cuando doy un empujón a la puerta, la alarma rompe a ulular y ahoga los sonidos que hago al devolver sobre el suelo de hormigón.
Cuando ya no me queda nada dentro, me seco los labios con la manga y miro alrededor mientras la alarma del coche sigue recordándome que no tengo las llaves. Veo que se enciende una luz al otro lado de la calle, y sé que tengo que poner tierra de por medio antes de que alguien llame a la policía. Registro el coche por última vez en busca de las llaves que sigo esperando que aparezcan milagrosamente.
Aunque estoy lejos de casa, arranco a trotar en dirección a mi barrio al paso más veloz que me permite la ropa que llevo. Si pudiera correr a la velocidad habitual, llegaría a casa en quince minutos, pero más bien será una caminata de media hora, gracias a la falda ajustada y los fastidiosos tacones de Emma. Además, no dejo de pararme a buscar con la mirada el Jeep de Bennett. Una pequeña parte de mí cree que en cualquier momento se detendrá junto al bordillo y nos quedaremos aquí, de pie y a oscuras, discutiendo sobre la carta, hasta que la alegría de tenerlo de nuevo a mi lado me mueva a perdonarlo. Pero su Jeep no aparece.
Cuando por fin llego a casa, subo pesadamente los escalones de la puerta y entro; intento pasar sigilosamente junto a la cocina, pero mi padre me pilla.
—¿Qué tal la película? —Echa un vistazo por la ventana y, al no localizar el Jeep, añade—: ¿Dónde está Bennett? ¿Por qué no te ha traído en su coche?
No quiero ni imaginar la pinta que tengo ahora mismo, con el rímel corrido, los párpados hinchados, sudorosa y reventada.
—Hemos estado en el café —miento.
Papá se fija en mi falda diminuta y en mi pelo alborotado, y clava en mí una mirada severa que nunca había visto en él. Entorna los ojos.
—Tienes muy mala cara. ¿Qué ha pasado, Anna? Más vale que me digas la verdad.
La verdad. He ido al cine. Luego, he ido a San Francisco. He estado mirando entradas de conciertos, me he puesto contenta por un momento, pero de pronto me he enfurecido. He vomitado en un aparcamiento, y ahora estoy en casa. Digo lo primero que se me ocurre.
—Hemos reñido. Bennett no sabe dónde estoy. Lo siento. —Noto que las lágrimas me resbalan de nuevo por las mejillas—. Ha sido una tarde horrorosa.
—¿Te encuentras bien? —Papá suaviza la expresión, y yo trato de responder que no, pero ningún sonido sale de mi boca. Me atrae hacia sí y me abraza con fuerza mientras yo sollozo sobre su hombro. Al final, el llanto remite—. La próxima vez, ve a la librería y llámame para que vaya a buscarte, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Lo siento.
—No pasa nada. Seguro que todo te parecerá mejor por la mañana. —Me da unas palmaditas en la espalda, y me encamino hacia las escaleras—. Annie. —Me vuelvo hacia él—. Si por la mañana sigues igual, ven a verme, ¿entendido?
Sonrío y subo los escalones con dificultad. Mi habitación está tal y como la dejé. Se supone que debía lavar ese montón de ropa esta mañana, antes de ir de compras. Mis libros de texto y mis libretas están apilados de cualquier manera sobre el escritorio. Mi cama sigue sin hacer.
«Esto no puede ser el final». Me acerco a la ventana y bajo la vista, con la esperanza de que el coche de Bennett aparezca y aparque en el camino de acceso. Me viene a la mente la imagen de él sentado en su cama, con la carta entre las manos y la mirada de impotencia en su rostro mientras, por primera vez en su vida, otra persona se desvanecía ante sus ojos.
La carta.
El día que oyó mi nombre en el comedor del colegio, supo exactamente quién era yo. Supo que estábamos juntos aquí. Y supo que se marcharía para no volver. Lo sabía todo, y yo no sabía nada.
De repente, todo lo que hizo durante su primer mes en Evanston cobra sentido. No quería conocer a nadie porque no tenía pensado quedarse, ni quería intimar conmigo porque sabía que al final nos separaríamos. Aun así, me dio la posibilidad de elegir. Recuerdo palabra por palabra lo que me dijo aquel día, cuando estábamos sentados en lo alto de la peña que acabábamos de escalar. «Existes en 2012, como yo, pero en un futuro del que yo no formo parte. El hecho de que me hayas conocido aquí en 1995, en un lugar y una época a los que no pertenezco… te cambiará toda la vida». No solo estaba dejando que yo decidiera si quería continuar con él mientras permaneciera aquí; estaba dejándome elegir si quería o no ser esa Anna, la chica a la que había roto el corazón a los dieciséis años, que había madurado y que no lo había olvidado.
Recuerdo sus palabras. Mis palabras.
«Acabé atrapada en el camino equivocado».
«Te marcharás para siempre».
«Solo tengo que tomar una decisión distinta esta vez».
«Creo que eso lo cambiará todo».
No tengo idea de lo que significan estas frases. ¿Qué decisión distinta se supone que debo tomar? ¿Qué se supone que tiene que cambiar?
La calle está oscura y en silencio, iluminada por la luna llena y un cielo sin nubes cuajado de estrellas. Atravieso la habitación, me detengo frente a mi mapa, y coloco el dedo en Evanston, Illinois. Lo deslizo hacia la izquierda hasta el punto marcado como san francisco, california. Ojalá solo nos separase esta distancia. Pero no es así. Nos separan esta distancia y diecisiete años.
Saco un alfiler de la caja y me quedo mirándolo. Lo hago girar entre las yemas de los dedos. Tal vez si lo visualizara y lo deseara con todas mis fuerzas, también podría transportarme a otro lugar. Acerco la cabeza de plástico rojo a mis labios y cierro los ojos, como si poseyera el mismo don que Bennett, y me concentro en desaparecer de esta habitación y reaparecer en la suya. Evoco la vista que se abarcaba desde la ventana, el cuenco lleno de entradas, el escritorio y la cama, aprieto más los párpados y dejo que la imagen de ese espacio inunde mi mente mientras repito en voz alta las palabras «21 de mayo de 2012. 21 de mayo de 2012», una y otra vez, en un susurro.
Cuando abro los ojos, sigo aquí, sujetando mi patético alfiler, de pie frente a mi mapa del mundo, con las lágrimas corriendo por mis mejillas.
Contemplo el punto marcado como san francisco. El alfiler emite un chasquido leve y triste cuando atraviesa la superficie.