—Hemos llegado.
Abro los párpados. Aunque la habitación está en penumbra, advierto que estamos de pie en el centro de una pared curva de ventanas a través de las que se domina la ciudad, y lo único que veo son las luces que titilan en el horizonte y se extienden hasta la orilla del agua oscura.
—Caray. ¿Este es tu cuarto? —Me cuesta apartar los ojos de las vistas para fijarme en el espacio que me rodea.
No es más acogedor que su habitación en casa de Maggie; está demasiado limpio y desprovisto de carácter, pero al menos vislumbro un cuadro enmarcado en una de las paredes. La cama está cuidadosamente hecha, y sobre el descomunal escritorio de vidrio y metal de un rincón hay una pantalla plateada y negra y un reloj digital que marca las 11.06.
—¿A qué día estamos?
—A 27 de mayo de 2012. —He viajado diecisiete años hacia el futuro y estoy en el dormitorio de verdad de Bennett. Me acerco a su escritorio y reparo en un marco con una foto de él abrazando a Maggie por los hombros. Los dos sonríen. El hecho de que él aparezca más joven me descoloca por un momento, pero lo que me estremece es ver a una Maggie totalmente cambiada. Está avejentada y frágil, demacrada, a años luz de la Maggie de 1995. Bennett aparta de mí el retrato y lo coloca boca abajo sobre el escritorio, con una expresión que parece indicar que ella murió poco después de que le tomaran esa foto.
Miro en torno a mí de nuevo. Visualizo mi cuarto, con sus paredes tapizadas de dorsales de papel y fotografías, sus baldas recubiertas de discos y trofeos, y caigo en la cuenta de que su habitación refleja mucho menos su personalidad. Pero entonces veo un cuenco de cristal enorme sobre su mesilla de noche, y sé exactamente qué contiene. Algo muy propio de él.
Me siento en el borde de la cama y hurgo entre las entradas. U2 en Kansas City, 1997. Red Hot Chili Peppers, Lollapalooza, 1996. Pixies en la Universidad de California en Davis, 2004. Lenny Kravitz en el Paramount de New York, 1998. Smashing Pumpkins en Osaka, 1996. Van Halen en Los Ángeles, 2004. Los Ramones en The Palace, Hollywood, 1996. Eric Clapton, Cleveland, 2000. Veo un montón de billetes con nombres impresos de grupos de los que nunca he oído hablar, y me imagino que empezaron a tocar en algún momento posterior a 1995. Hay cientos de entradas en el cuenco.
Cuando alzo la mirada veo que Bennett rebusca algo en el fondo del cajón más grande de su escritorio, extrae una caja de madera y levanta la tapa. Luego se acerca a mí con un papel en la mano.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Una carta.
Dejo caer las entradas en el interior del cuenco.
—¿Se supone que debes mostrarme una carta?
—Eso creo. —Me mira y respira hondo, como para armarse de valor—. El año pasado estaba pasando el rato en el parque con unos amigos cuando una mujer se me acercó. —Titubea por un instante, pero yo continúo mirándolo fijamente, y de pronto su rostro se relaja con la sonrisa que he llegado a conocer tan bien—. Era preciosa. Tenía unos ojos castaños grandes y una espesa cabellera negra y rizada. Me preguntó si podía hablar conmigo en privado y me entregó esto. —Alisa la carta y me la tiende.
—¿Qué dice?
—Tienes que leerla.
—No quiero leerla. —La empujo hacia él y aparto la vista de las palabras. Le he rogado que me trajera, que me enseñara esto, pero ahora que estoy aquí, sé que eso no es lo que quiero. Quiero regresar a Evanston. Quiero seguir fingiendo que todo es normal.
Me pasa la carta de nuevo.
—Necesito que te informes de todo ahora.
Noto que se me tuerce el gesto.
—Creía que ya estaba informada de todo, Bennett.
—Pues no es así. Por favor.
Bajo la mirada y leo:
4 de octubre de 2011
Querido Bennett:
Me preocupa contarte más de lo que debo y romper alguna de las reglas que me enseñaste hace tiempo. Espero haber elegido mis palabras con suficiente cuidado. Algún día, tanto mi visita como esta carta cobrarán sentido para ti. Por ahora, tendrás que fiarte de mí.
Durante los últimos diecisiete años he llevado una vida plena y sólida. No ha sido la aventura intrépida que yo esperaba, pero he sido feliz. Aun así, no me he olvidado de que una vez me diste a elegir entre dos caminos y, de algún modo, contra mi voluntad —y creo que también contra la tuya—, acabé atrapada en el equivocado. El que no escogí. Darte esta carta es la cosa más arriesgada y aterradora que he hecho en toda mi vida, pero tengo que saber adónde me habría llevado el camino que yo elegí.
En un futuro próximo, nos reuniremos. Y luego te marcharás para siempre. Pero creo que puedo arreglar eso; solo tengo que tomar una decisión distinta esta vez. Pídeme que viva por mí, no por ti. Dime que no espere a que vuelvas. Creo que eso lo cambiará todo.
Con cariño,
Anna
Siempre he firmado con una A mayúscula que más bien parece una a minúscula grande, redondeada en vez de angulosa. Al parecer, en 2011 sigo firmando igual.
—¿Esta carta está escrita… por mí?
Él asiente.
—¿Por una especie de yo… del futuro? —Estas palabras sonarían extrañas a oídos de cualquiera excepto de Bennett Cooper, que se limita a mover la cabeza arriba y abajo, como si le parecieran perfectamente sensatas.
—¿Cuánto hace que tienes esto? —pregunto, y me recuerdo a mí misma que tengo que respirar.
Posa el dedo sobre la fecha.
—Desde el octubre pasado. —Por lo menos lo dice en un tono de culpabilidad.
—O sea que leíste esto… antes de ir a Evanston.
—Muchas veces. —Al verlo asentir, me viene a la mente aquel primer día en el comedor, cuando le dije cómo me llamaba y él palideció de golpe. Me conocía. Ya me había visto. Cinco meses antes. Dieciséis años después.
Me agarra los brazos con ambas manos, lo que es un alivio, pues me flaquean un poco las piernas.
—Entiéndeme, por favor, Anna. Fui a Evanston en busca de Brooke. De verdad. Suponía que la encontraría y podría regresar a casa en cuestión de días. Solo asistí a Westlake porque lo había prometido. ¿Te imaginas cómo me sentí aquel día en el comedor cuando oí tu nombre, me fijé en tu pelo y en tus ojos y supe que eras tú, que eras Anna? —Señala la carta—. Esta Anna. Supe que eras la persona que había conocido cinco meses atrás, en un parque cualquiera y un día cualquiera de 2011. Allí estabas, en 1995, en un comedor de un colegio en una ciudad de la que me moría de ganas de marcharme. —Se le entrecorta la voz.
»Al principio, intenté evitarte. Seguramente debería haber seguido así. Estas palabras estuvieron dándome vueltas en la cabeza durante las primeras semanas, y yo no sabía qué tenía que hacer. No quería ser el responsable de que llevaras esta vida —prosigue, bajando la vista hacia la carta—. No quería hacerte daño.
De pronto lo comprendo. No sé cómo he podido ignorar esta realidad hasta ahora, pero está ahí, ante nosotros, y es inevitable. Él no regresará. No se quedará. Perderemos el contacto durante diecisiete años o más; quizá jamás volvamos a vernos.
«En un futuro próximo, nos reuniremos. Y luego te marcharás para siempre». Y él lo ha sabido desde el principio.
—¿Cómo has podido no decírmelo?
Él mantiene los ojos clavados en el suelo, sin hablar.
—No lo sé; creía que podría impedir que ocurriera —dice al cabo de un momento—. Cuando el tiempo me rebotaba una y otra vez hacia aquí, y yo insistía en regresar a Evanston, sentía que me hacía más fuerte, que estaba aprendiendo por mí mismo a pasar una larga temporada en un mismo sitio. La carta no especificaba cuánto tiempo había permanecido allí, solo decía que «me marcharía para siempre». Supuse que si volvía y me quedaba…, si no me marchaba… —Deja la frase en el aire, y cuando me mira, sus ojos destilan remordimiento—. No fue sino hasta que viste a mi otro yo en la pista la semana pasada cuando comprendí que no había solucionado las cosas, después de todo.
—Deberías habérmelo dicho. —Apenas consigo murmurar estas palabras. Sigue muy seguro de su habilidad, sigue mintiéndome, pensando que eso me protegerá del sufrimiento. Pero no puede protegerme, y menos aún cuando soy yo quien tiene que tomar una decisión diferente, cuando en teoría soy yo quien sabe cómo arreglar esto—. ¿Qué se supone que debo hacer de forma diferente? —pregunto, y espero en silencio a que él diga lo que piensa y me instruya respecto a alguno de los matices más sutiles de los viajes en el tiempo que se me haya escapado hasta ahora; algo que haga que todo esto cobre lógica. Quiero que me explique exactamente qué sucederá a continuación y que me asegure que todo saldrá bien.
Sin embargo, él baja la mirada de nuevo hacia la alfombra.
—No lo sé —dice.
La última vez que me defraudó, hice un gran esfuerzo por no llorar delante de él, pero esta vez me da igual. Esta vez no soy capaz de contenerme, y dejo que esas lágrimas calientes y llenas de rabia fluyan sin intentar detenerlas siquiera.
Lloro porque él ha perdido el control de verdad e incluso lo reconoce; porque arrastra esta carga desde un primer momento y ha seguido guardándome secretos pese a que me había jurado no volver a hacerlo, y todo para protegerme. Pero, sobre todo, lloro por ella, la Anna de treinta y un años que se pasó casi dos décadas echando de menos a un chico desgreñado y con ojos de color azul grisáceo que le cambió la vida un día nevado en Evanston, Illinois.
¿Cómo pudo ocultarme que existía una carta que describía nuestro destino y dejaba claro que él no podía quedarse; y que él lo sabía desde el principio?
—¿Cómo has podido…? —empiezo a recriminarle, pero no puedo terminar. Necesito decirlo, pues de lo contrario, sé perfectamente qué pensará: que me ha arruinado la vida; que no debería haberse quedado conmigo de entrada; que habría debido marcharse a la primera oportunidad. Y lo quiero demasiado para permitir que piense eso.
Me enjugo las lágrimas, y antes de que cualquiera de los dos pueda decir una palabra más, los músculos de mi estómago se contraen, me doblo en dos y me aferro al edredón de su cama. Es como si me ardieran las entrañas. No puedo moverme ni hablar, pero oigo que Bennett grita mi nombre y noto que extiende los brazos hacia mí. Los sonidos y las imágenes me parecen lejanos y apagados. Su rostro está borroso y deformado, como si lo mirara a través de un objetivo desenfocado. Mi estómago se retuerce y se encoge con una ferocidad que me obliga a inclinarme de nuevo y me oigo gritar. Muy fuerte.
Y entonces la oscuridad y el silencio me envuelven.