Vamos en el coche de mi padre después del campeonato local de atletismo, donde he conseguido el mejor tiempo en la carrera de 3200 metros y me he clasificado para la final del estado.
—¿Puede dejarme en mi casa, señor Greene? —pregunta Bennett desde el asiento trasero, con voz robótica. Habla así desde que mi conversación con el otro Bennett le causó un impacto profundo.
No sé qué está ocurriendo. Sé que Brooke ha vuelto a casa y que él sigue aquí y hay algo que se supone que debe enseñarme. Sé que se ha pasado toda la semana respondiendo a mis preguntas con monosílabos y sonrisas forzadas antes de abismarse de nuevo en sus pensamientos. Ya me ha dejado plantada dos veces esta semana por quedarse solo, pensando, y ni siquiera estoy segura de si iremos al cine con Emma y Justin esta noche.
—Te recojo a las siete —dice sin mirarme. Lo observo mientras baja del coche y desaparece tras la puerta principal de Maggie.
Al menos ahora sé algo.
* * *
El teléfono rompe a sonar en el instante en que atravieso la puerta, y apenas consigo articular la palabra «diga» antes de que la voz de Emma retumbe por el auricular.
—Iremos de compras al centro. Paso a recogerte dentro de media hora.
Bajo la vista hacia mis zapatillas deportivas y el número que aún llevo prendido al pecho.
—Hoy no, Em. Acabo de llegar de las pruebas de atletismo. —Además, quisiera agregar, ya tengo planes para hoy. Pasaré la tarde intentando encontrar la manera de conseguir que las cosas entre Bennett y yo vuelvan a ser como antes.
Por si esto fuera poco, las frases «el centro» y «paso a recogerte» me traen a la mente imágenes horribles de Emma acostada en una habitación estéril con cortes en la cara, y tubos y agujas sobresaliéndole del cuerpo como apéndices extraterrestres. Prácticamente la oigo hacer un mohín al otro lado de la línea, pero imaginarla así no hace más que fortalecer mi determinación.
—No voy a ir de compras, Emma.
—Anna Greene. La subasta se celebrará el fin de semana que viene. ¿Qué vas a ponerte?
—Ya tomaré algo prestado de tu armario. Como cada año.
Chasquea la lengua como si fuera incapaz de entender cómo ha acabado teniéndome a mí como mejor amiga.
—Pues entonces ayúdame a mí a escoger un vestido. Necesito algo nuevo, vistoso y divino.
—En realidad no estoy de humor para…
—Anda —gimotea por teléfono—. Necesito que me asesores.
No es verdad, pero echo un vistazo al reloj y suspiro.
—¡Gracias! —balbucea—. ¡Te doy cuarenta y cinco minutos para arreglarte! —Cuelga en cuanto pronuncia la última palabra.
—Así que te vas de compras con Emma —comenta papá, y doy media vuelta bruscamente. No me había percatado de que él estaba allí.
—Eso parece.
—Bueno —dice, sacándose la cartera y tendiéndome su tarjeta de crédito—. Ten. Así no tendrás que pedir prestado un vestido.
* * *
Vamos en coche al centro —Emma parlotea sin parar, y yo voy callada, con los nudillos blancos de tanto apretar la manija de la puerta— y nos pasamos el soleado sábado de compras por Michigan Avenue. Emma elige para la subasta un elegante vestido color naranja oscuro que combina a la perfección con el color aceituna de su piel. Yo escojo un vestido tubo mucho más sencillo y mucho más adecuado para mí que cualquiera de las prendas del armario de Emma. Mientras giro frente al espejo triple, me imagino caminando del brazo de Bennett, entre los estudiantes con sus parejas, los miembros del personal con sus cónyuges, los padres y las madres, por el mirador del piso noventa y nueve de la Torre Sears, y noto una opresión en el pecho cuando me asalta el pensamiento que intento ahuyentar: ¿y si el sábado que viene él no está aquí?
Soy consciente de que algún día tendrá que ir a su casa, pero sé que regresará y se quedará hasta que nos graduemos. ¿O no? Quiero creer lo que me dijo en Vernazza hace dos semanas: «¿Qué pasaría si al final no me marchara?», pero no concuerda con lo que me dijo en la pista hace cinco días: «He estado intentando reunirme contigo desde que…».
Dos compras más y cuatro horas después, Emma decide que tenemos que volver a casa de inmediato, antes de que gaste un centavo más. Cuando estamos caminando hacia el coche, se le ocurre una idea.
—¡Oh, Anna! —Me sobresalto mientras el chillido resuena a través de la estructura del aparcamiento—. ¡Ven a mi casa, y te ayudaré a arreglarte para nuestra cita de esta noche! ¡Te buscaré un conjunto, te peinaré y te maquillaré! ¡Venga, será divertido!
¿Divertido? Ya he sido su conejillo de Indias, y no es esa la palabra que emplearía para describir la experiencia.
Una vez acomodadas dentro del Saab, con las bolsas en el maletero y la música sonando en el estéreo, Emma se vuelve hacia mí.
—¡Ya sé con qué estarás perfecta!
* * *
Emma y yo pasamos el resto de la tarde preparándonos. Ella me viste y me desviste, me pincha y me zarandea, me da tirones y me cepilla el pelo. Finalmente, levanta los brazos, declara que ha concluido su obra y me hace girar, sujetándome por los hombros, para que me contemple en el espejo de cuerpo entero que tiene en su habitación.
—¡Tachán! —grita mientas yo me miro. De acuerdo, tengo que reconocer que no he quedado mal. Me ha recogido los rizos negros con una pinza y ha tirado de algunos hacia abajo a los lados para que me queden algunos mechones sueltos en torno a la cara. Aunque noto una capa espesa de maquillaje sobre la piel, ha elegido muy bien los colores, y no parezco un payaso. Miro mis pies, estoy casi de puntillas gracias a los tacones aparatosos, y subo la vista por las medias negras hasta la faldita corta y ajustada. La camiseta ceñida de algodón es mucho más escotada de lo que estoy acostumbrada a llevar, así que cruzo los brazos sobre el pecho como si necesitara taparme.
—No hagas eso. —Me obliga a colocar los brazos a los costados y los sujeta allí—. Estás deslumbrante.
Suspiro, pero relajo los brazos.
—¿Estás segura?
—Segurísima. —Se acerca a la ventana y mira al exterior—. ¿Dónde están esos tíos? Ya se han retrasado veinte minutos.
Mientras estoy ahí de pie, estudiando mi reflejo, se me acelera el pulso. ¿Y si él no viene? ¿Y si se ha ido ya?
—¡Deslumbrante! —exclama Emma de nuevo—. ¡Uauh! Y a que no sabes quién es el siguiente que te dirá lo mismo. —Corro hacia la ventana, junto a ella, apoyo el rostro contra el cristal y veo a Bennett y a Justin bajar del coche y caminar hacia la puerta principal. Suelto un aire que no sabía que estuviera conteniendo—. Ooooh…, fíjate en ellos. Nuestros chicos están de un guapo subido. —Emma tira un beso al aire en dirección a Justin, me agarra de la mano y me arrastra escaleras abajo—. Venga.
Se acerca rápidamente a la puerta principal como si estuviera a punto de estallar de emoción, la abre y saluda a los chicos con un acento más marcado que de costumbre. No puedo evitar sonreírle. O tal vez sonría porque es cierto que ellos están muy apuestos. O quizá porque, aunque llevo tacones altos, una falda mucho más corta de lo que mi madre me dejaría ponerme y más delineador de ojos que Marilyn Manson, este momento me produce una sensación de normalidad que no he tenido en toda la semana.
Bennett debe de sentir algo parecido, pues, cuando me ve, se deshace en cumplidos y me abraza con fuerza, como para confirmar que está aquí —que está aquí de verdad—, y por primera vez desde que nos enteramos de que Brooke estaba en casa, da señales de que yo soy lo que más le importa y de que no hay un sitio más importante en el que debería estar.
Cuando llegamos al cine, caminamos uno al lado del otro; Bennett con el brazo sobre mis hombros, y Justin y Emma de la mano. Mientras hacemos cola para comprar palomitas, Justin me comenta, en un tono fraternal, que estoy muy guapa esta noche. Emma me advierte que deje de intentar robarle el novio, y Bennett enlaza el brazo con el suyo, le dice en broma que él será su pareja y la conduce hacia la sala sosteniendo contra el pecho el cubo de palomitas gigante.
Y así transcurre el resto de la noche. Los cuatro nos comportamos con toda naturalidad, y Bennett y yo somos los de siempre, y reina una normalidad total, en absoluto fingida o forzada, sino tan auténtica y distendida que me lleva a pensar que él ha encontrado una solución para arreglar las cosas, y que esta sigue siendo la vida que él desea de verdad; una vida segura, aburrida y de todo punto normal.
Me acurruco contra su hombro, cojo un gran puñado de palomitas y miro la pantalla, contenta, como si no hubiera topado con su otro yo ni me hubiera enterado de que existe un «desde que…» sobre el que ninguno de nosotros tiene el menor control. Como si las citas dobles y las palomitas con extra de mantequilla fueran las cosas más importantes del mundo para nosotros, nuestra aventura intrépida siguiera en marcha y no hubiera relojes a la vista en kilómetros a la redonda.
* * *
Bennett deja a Justin y a Emma en sus respectivos hogares, y cuando arranca en dirección a la mía, se me cae el alma al suelo ante la perspectiva de regresar a casa. No quiero que mi noche normal termine. No quiero pensar en cuándo puede marcharse Bennett o en cuándo volverá, y desde luego no quiero que despierte mañana tan absorto en sus cavilaciones que se le olvide lo divertida que ha sido esta noche.
—¿Va todo bien?
Extiendo la mano y le toco el brazo.
—En realidad, no. Quiero que hables conmigo.
Recorremos un par de manzanas más, y entonces él gira hacia el pequeño aparcamiento de un edificio de oficinas y apaga el motor. La luz de los faros se extingue, y los dos permanecemos sentados en silencio, con la vista fija en el parabrisas pero sin mirar nada en particular.
Finalmente, se vuelve hacia mí en su asiento.
—Lo que te dije en Vernazza era totalmente cierto —asegura en voz baja y firme, con una mirada triste y distante.
Espero a que pronuncie la palabra «pero». Como no lo hace, completo la frase por él.
—Pero crees que no puedes quedarte, ¿verdad?
—No lo sé, Anna —suspira—. Estoy pisando un terreno inexplorado. Nunca antes había sucedido algo similar. —Escruta la oscuridad a través de la ventana.
—¿Qué se supone que debes enseñarme, Bennett?
Sacude la cabeza.
—He estado intentando deducirlo, pero la única posibilidad que se me ocurre es que él… que yo estuviera refiriéndome a algo que no puedo enseñarte.
—¿Por qué no?
—Porque… está en mi habitación. En mi habitación de verdad, en San Francisco, en 2012. Dudo que sea una buena idea traerlo aquí, y sé que sería una mala idea llevarte a ti al futuro.
—Pero en la pista fuiste tú quien me habló de ello. Dijiste que tenía que verlo, fuera lo que fuese. De verdad creo que deberías enseñármelo, Bennett.
Aprieta los labios.
—Preferiría limitarme a hablarte de ello.
—Tienes que enseñármelo. Lo dejaste claro. —Estiro el brazo por encima de la consola central y lo tomo de las manos—. Además, quiero ver tu habitación.
—Ni lo sueñes. —Aparta las manos y aferra el volante. Me mira a los ojos—. Ya te he dicho, Anna, que puedo llevarte a cualquier lugar del mundo que desees, pero nunca a un momento anterior o posterior a esta fecha y esta hora. No debes ver tu propio futuro.
—No estaría viendo mi futuro, sino tu presente. Representaría el papel de observadora, como haces tú.
—No debo llevarte al futuro.
—¿Quién lo dice?
—Yo.
—¿Y si estás equivocado?
—¿Y si no?
—También creías que no debías deshacer un accidente de coche, y sin embargo la cosa salió bastante bien. Oye —añado—, se supone que tienes que enseñarme algo, y, además, si al final te marchas…, si por algún motivo es verdad que no puedes… —Las palabras se me atragantan. Soy incapaz de articularlas—. Necesito saber dónde estarás.
Me contempla durante un buen rato. No tengo idea de qué está pensando.
—Por favor —le suplico—. Solo unos minutos. Me enseñas lo que necesito ver, y me traes de vuelta enseguida.
Cierra los ojos, y se impone el silencio mientras yo me quedo sentada, mirándolo. Pasan los minutos, y él por fin saca la llave del contacto y se la guarda en el bolsillo de los vaqueros. Le tiendo las manos.
—Cinco minutos —le oigo decir. Y cierro los ojos.