Una serie de pitidos estridentes y chillones resuena en la habitación, y, de forma automática, mi mano cae con fuerza sobre el reloj digital de mi mesilla de noche para regalarme diez minutos más. Me quedo acostada hasta que la culpabilidad se cuela bajo las suaves mantas y se acurruca junto a mí. Entonces cedo, bajo los pies al suelo con un golpe sordo pero audible y, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, camino a través de la oscuridad hacia el armario, con los brazos extendidos ante mí para mayor seguridad.
Diez minutos más tarde, la música me martillea los oídos mientras tomo las curvas habituales, me cruzo con el hombre de la cola de caballo cana y llego a la superficie esponjosa de la pista. Voy corriendo, absorta en mis pensamientos, cantando el estribillo, cuando un movimiento en las gradas me llama la atención. Dirijo la mirada hacia allí y veo a Bennett sentado en el banco de metal —tal como el primer día, con la misma parka negra y la misma sonrisita—, y esta vez no lo pienso dos veces. Giro y corro por en medio del campo de césped verde, saludándolo con el brazo mientras me acerco a él. Subo los escalones de cemento de dos en dos.
—¿Lo ves? Me estás acosando —jadeo cuando estoy a una distancia a la que puede oírme—. Lo sabía.
Se pone de pie, pasea la vista por la pista y baja a mi encuentro.
—Hola. Te besaría, pero estoy toda sudada. —Me quedo de pie junto a él y levanto el bajo de mi camiseta para secarme la frente con él—. ¿Qué haces aquí? ¿Y adónde vas con esa chaqueta? Debemos de estar a unos veinte grados aquí fuera.
—Oh, Dios mío. Me reconoces. Anna, ¿sabes quién soy?
—Sí. Estooo… ¿por qué no iba a saberlo?
Cuando aprieta los labios y presiona la punta de sus dedos contra sus sienes, empiezo a percatarme de que algo no va bien.
—He estado intentando volver. —Su tono es cortante, y tiene los ojos desorbitados de espanto—. No he conseguido volver. ¿Qué día es hoy?
—Martes… —reflexiono por un instante—, 16 de mayo, creo. —Añado lo que sería obvio para la mayoría de la gente, pero tal vez no para él—: Estamos en 1995. Bennett, me estás asustando. ¿Qué ocurre?
—Oh, Dios mío —dice de nuevo, entre dientes—. Sigo aquí. —Se vuelve hacia mí—. Sigo aquí.
En efecto, lo tengo delante, así que asiento con la cabeza. Doy un paso hacia atrás y escruto su rostro mientras él procesa la información.
—Anna, lo siento mucho. He estado intentando reunirme contigo desde que… —Al parecer, empieza a digerir la situación.
—¿Qué? ¿Desde cuándo?
—Anna, escúchame. Esto es importante. Brooke está en casa. Comunícale… es decir, comunícame a mí… que Brooke está en casa. Y pídeme que te enseñe… —Pero antes de que pueda decir una palabra más, se desvanece.
—¿Qué? —imploro—. ¿Que me enseñes qué? —Pero estoy hablándole a un espacio vacío mientras me pregunto desde qué lugar y qué momento ha venido, y qué se supone que debe enseñarme.
Escudriño las gradas con la mirada, buscándolo como si aún pudiera estar allí, pero sé que no lo está. Cuando Bennett desaparece, se va muy lejos.
Bajo las gradas, cruzo el campus y regreso a la calle a toda velocidad. «Brooke está en casa». Los árboles desfilan borrosos ante mis ojos, y solo me detengo ante los semáforos, intentando desterrar de mi mente la imagen de Bennett evaporándose contra su voluntad. El corazón me late tan deprisa que temo que estalle cuando llego al porche de Maggie y aporreo la puerta. Me doblo en dos mientras aguardo a que Bennett me abra.
—Anna. —Maggie está claramente sorprendida de verme sudorosa y congestionada, y el tono de voz con que me dice «buenos días» evidencia que no le parece bien que yo esté aquí a estas horas.
—Buenos días, Maggie. —Resuello—. Perdona por presentarme tan temprano. ¿Está Bennett?
Abre la puerta por completo y me invita a pasar.
—Creo que aún no se ha ido a clase. Debe de estar arriba.
—Gracias —digo, y paso junto a ella a toda prisa, subo la escalera y enfilo el pasillo hacia la puerta de Bennett.
Llamo a la puerta, intento percibir algún sonido procedente del otro lado, y como no oigo ninguno, el pánico empieza a apoderarse de mí. Él me ha dicho que estaba tratando de volver. «¿Y si se ha ido ya?». Pero abre la puerta sin nada encima más que un pantalón de chándal, el cabello mojado y una sonrisa. Sigue aquí.
Le echo los brazos al cuello y me siento aliviada al aspirar el olor de su champú y notar la calidez de su piel húmeda.
—Eh, ¿qué pasa? —pregunta animado, aunque por la fuerza con que lo mantengo abrazado deduce que hay un motivo para mi visita—. ¿Estás bien?
Me aparto un poco.
—Algo va mal.
Tira de mí con suavidad hacia el interior de la habitación y cierra la puerta. Yo no había estado aquí desde que nos sentamos en su cama y le rogué que rehiciera un día. Aunque solo fue hace un mes, tengo la sensación de que han transcurrido años.
—Te he visto en la pista, como aquel día de marzo.
—¿Ya estás con eso otra vez? ¿Cuántas veces tengo que decirte que nunca he estado en…?
—Bennett. Acabo de ver… a otro… tú. —Había planeado darle la noticia con un poco más de tacto, pero al menos ahora he captado toda su atención—. Estabas de nuevo en la pista, pero esta vez he podido hablar contigo, y tú me conocías. Y te ha extrañado mucho que yo te conociera a ti.
—¿Estás segura? —pregunta, y yo muevo la cabeza afirmativamente, con los ojos muy abiertos y una certeza absoluta—. ¿Qué he dicho exactamente? ¿Cuáles han sido mis palabras exactas?
—Me has preguntado qué día era hoy, y cuando te lo he dicho, te has sorprendido. Entonces te has percatado de que tú —estiro el brazo y le poso la mano en el pecho— de que tú seguías aquí. —Me contempla con las cejas juntas y la frente tensa a causa del desconcierto—. Me has pedido que te diga que Brooke está en casa.
—¿Qué?
Asiento.
—Es lo que has dicho.
Consulta su reloj, como si saber qué hora es fuera a ayudarlo a resolver este enigma.
—¿Ella está en casa? —pregunta, sin dirigirse a nadie en concreto.
Hago un gesto de confirmación.
—Y eso no es todo. —Vuelve a estar pendiente de mis palabras—. Has dicho que habías estado intentando volver aquí desde que pasó algo. Y me has indicado que te pida que me enseñes una cosa, pero no has llegado a especificar qué. Te has quedado a media frase porque has desaparecido, como si no pudieras evitarlo. —«Como si hubieras perdido el control», tengo ganas de añadir, pero me contengo.
Desplaza la vista por la habitación y la dirige hacia la ventana, rehuyendo mi mirada.
—Bennett, ¿qué está pasando? —Aprieto los puños contra mis muslos, esperando que él diga algo, cualquier cosa, que me haga sentir mejor.
—No lo sé.