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Clavo un alfiler en la pequeña ciudad de Vernazza y retrocedo para deleitarme contemplando la nueva marca que señala un punto intermedio entre el sureste asiático y el estado de Illinois.

Gracias al don de Bennett, he llegado a casa sin que mis padres se enteraran siquiera de que había pasado la noche fuera, y aunque no estoy segura de qué sucedió aquí, tengo una idea bastante aproximada: no regresé al colegio, ni me presenté a trabajar en la librería, ni cené en casa. Es posible que llamaran a la policía, y que algunos vecinos rastrearan las calles linterna en mano. Pero veintidós horas después, cuando Bennett me devolvió a aquel lugar situado frente a su taquilla —‌el lugar en que, el día anterior, habíamos hecho una pausa en nuestra discusión para tomarnos de la mano, cerrar los ojos y desaparecer del pasillo—, resultó que apenas había transcurrido menos de un minuto y nadie estaba preocupado, pues nadie había reparado en mi ausencia.

Pese a que sé lo terrible que debió de ser el día original para mis seres queridos, la verdad es que no me arrepiento. Durante aquellas veintidós horas, Bennett y yo subimos por los escalones de la colina hasta el camino que va de Vernazza a Monterosso, el más empinado de los que comunican entre sí las cinco aldeas. La ruta, que serpenteaba entre huertos de olivos y viñedos, nos desafió con subidas empinadas y senderos angostos y, al final, nos recompensó con vistas impresionantes de ambas poblaciones y del Mediterráneo.

Pasamos la tarde en Monterosso, pero cuando nos hartamos de los turistas y empezamos a añorar la tranquilidad de Vernazza, alquilamos una lancha para que nos llevara de vuelta a nuestro punto de partida. Mientras surcaba veloz el agua azul, saltando y rebotando sobre las olas, yo iba perezosamente recostada sobre el pecho de Bennett, sonriendo a las nubes. Justo antes de que llegáramos al puerto, él me abrazó y se inclinó hacia delante.

—Pasa la noche conmigo —‌me susurró al oído. Ahora que recuerdo, no dudé ni por un instante cuál sería mi respuesta. Y, desde luego, no pensé en llamadas de pánico, carteles con mi foto, policías o partidas de búsqueda vecinales, aunque debería haberlo hecho. En vez de eso, me quedé allí como una egoísta, arropada por los brazos de Bennett, contemplando cómo el sol de la Liguria (esta hermosa región de Italia) se elevaba sobre la bahía desde una diminuta pensione enclavada en la ladera.