Aunque las mañanas de mayo siguen siendo frías, ahora puedo correr con ropa más ligera, sin los guantes, los calcetines de lana ni el gorro. Apenas reconozco al hombre de la cola de caballo cana con pantalón corto y una camiseta fina, y cuando levanta la mano para dedicarme un saludo amistoso, se lo devuelvo con una sonrisa débil. Es un día soleado, todo está verde y hermoso, pero eso no basta para contrarrestar mi humor de perros. Mis pies impactan contra el asfalto con más fuerza de la que deberían, e incluso antes de llegar a la pista noto un dolor ardiente en las espinillas a causa del martilleo repetido y excesivo. Dentro de unas horas pagaré las consecuencias de castigar mis pies de este modo.
Cuando llego a la clase de español, encuentro a Bennett sentado en su pupitre, exactamente donde debe estar, y no me quita el ojo de encima mientras camino por entre las filas de asientos en dirección a él. Me siento con una expresión glacial.
Unos minutos más tarde, noto unos golpecitos en el hombro. Aprovecho que Argotta nos da la espalda porque está escribiendo conjugaciones en la pizarra para volverme, coger el papel doblado y desplegarlo. «Tenemos que hablar».
Apretujo la nota hasta reducirla a una bola pequeña y la tiro al suelo, hacia donde está Bennett.
Argotta se vuelve hacia la clase y pasamos los diez minutos siguientes practicando en grupo y en voz alta cada una de las conjugaciones. Cuando da media vuelta para apuntar otra serie de infinitivos, siento otro golpecito en el hombro.
Bennett me tiende el papel arrugado de nuevo.
«Lo siento mucho. NUNCA volverá a ocurrir».
Me guardo la nota en el bolsillo, me pongo de pie, me dirijo hacia el frente del aula y descuelgo del gancho de la pared el pase para ir al baño. Recorro el Donut a paso veloz hasta el lavabo y me echo agua fría en la cara. Ahora que lo he visto, no sé cómo puedo estar tan enfadada con él. Me atrae demasiado, estoy demasiado cautivada por todo lo que he llegado a conocer de él, como para sentirme así. Quisiera entender por qué actuó de ese modo, explicarle por qué me dolió tanto y convencerme de que está arrepentido de verdad para no tener que seguir tan molesta con él.
Fijo la vista en el espejo durante largo rato, contemplando mi reflejo hasta que se vuelve borroso y se transforma en la imagen de una desconocida. Respiro, me miro y reúno fuerzas. Mientras camino de regreso, repaso en mi mente lo que voy a decir.
Pero después de la clase no me da tiempo para abrirle mi corazón. En cuanto salimos al pasillo, Bennett me guía a contracorriente, desafiando las leyes del Donut, avanzando contra el torrente de cuerpos hambrientos que se dirigen al comedor. Abre de un empujón la puerta doble que da al patio interior del colegio y se para en seco. Casi todo el mundo está fuera, debido al buen tiempo, y no vemos un solo lugar que nos ofrezca intimidad.
Sin hablar, ambos retrocedemos por el pasillo, en busca de un rincón tranquilo.
—Sígueme —dice él, como si yo tuviera alternativa, y tira de mí, zigzagueando entre los grupos de personas que quedan hasta que llegamos frente a una hilera de taquillas situada en el otro extremo del colegio. Se detiene frente a la que tiene el número 422, y descubro que es la suya. Hace girar la rueda de la combinación a derecha e izquierda, y levanta la manija de metal con un chasquido. A diferencia de mi taquilla, que está tapizada con fotos y horarios, y atestada de libros y paquetes de chicle, la suya está vacía y totalmente desprovista de personalidad. Como su habitación en la casa de Maggie, es funcional pero temporal.
Apila nuestras mochilas dentro y cierra con un portazo.
—¿Podemos salir de aquí?
Me toma de las manos y echa una ojeada al pasillo desierto para cerciorarse de que estamos solos. Antes de que yo entienda lo que ocurre, me invade esa sensación a la que no acabo de acostumbrarme, como si alguien me retorciera y estrujara los intestinos. Mantengo los ojos cerrados, inspiro, y por el olor que percibo y los cantos de los pájaros que se llaman unos a otros, sé que ya no estamos en el Donut.
Abro los párpados.
Aunque es temprano por la mañana, la temperatura es cálida en el pequeño puerto, y giro en redondo, contemplando el paisaje. Todo cuanto me rodea es amarillo, azul o rojo, un despliegue de colores primarios, y está delimitado en tres de sus lados por colinas, y por el mar abierto en el cuarto. Veo una iglesia coronada por una cruz verde subido; una ladera cubierta de casas de colores vivos, divididas en secciones por escaleras sinuosas construidas en la pronunciada pendiente. Salvo por unos pocos pescadores que están en el muelle, nos encontramos solos en esta población pequeña y hermosa, cuyos habitantes siguen durmiendo antes de bajar a desayunar y tomar café.
Sonrío con la cabeza gacha para que Bennett no me vea; no merece esa satisfacción. Aunque es un momento absolutamente increíble, él no está jugando limpio.
—De acuerdo —digo, con una voz que destila veneno—. Me rindo. No tengo idea de dónde estamos.
—En un lugar tranquilo.
Me guía a través del puerto bordeado de coloridas barcas de pesca hasta las peñas que se adentran en el mar como un embarcadero. Cuando llegamos a la orilla, se encarama a las piedras lisas, y yo lo sigo mientras él salta de una a otra. Finalmente se sienta entre dos rocas gigantescas en una más baja que forma una especie de banco estrecho en el que apenas cabemos los dos apretujados. Me mira de reojo, con su rostro justo al lado del mío, y me lanza una sonrisa esperanzada.
—¿Sigues enfadada?
No sé si abrazarlo o tirarlo de la roca de un empujón.
—Sí, Bennett, sigo enfadada. Qué, ¿vas a llevarme a una isla cada vez que metes la pata? Ni siquiera me has pedido permiso.
—Solo buscaba un sitio apartado en el que pudiéramos hablar. Y no es una isla, sino una aldea de pescadores. —Parece más abatido de lo que debería—. Es Vernazza.
Cierro los ojos y escucho el rumor de las olas que rompen contra las rocas en vez del corazón que late con fuerza contra mis costillas. Vernazza. Italia.
—Lo siento mucho. —Ya he perdido la cuenta de las veces que lo ha dicho. Me sujeta el mentón para forzarme a mirarlo, pero yo me suelto—. Debería habértelo contado.
—El problema no es que no me lo hayas contado antes. —Bajo la vista hacia las piedras, intentando poner en orden mis ideas. Puedo perdonarle que no me lo haya dicho. Casi entiendo sus motivos para callárselo. Lo que no soy capaz de pasar por alto es que lo haya hecho; me robó el libre albedrío.
—Entonces ¿cuál es el problema?
—Tienes el poder de influir en la vida de la gente, Bennett. Y no lo digo en un sentido romántico o cursi. Puedes cambiarme la vida, literalmente. Aquella noche, me la cambiaste sin darme a elegir, y eso simplemente no se hace.
—Tú no diste a elegir a Emma. O a Justin —replica—. Cambiamos su vida, y, si mal no recuerdo, no les pedimos su consentimiento antes.
—Eso es totalmente distinto.
—No, no lo es —explica—. No tenemos idea de qué sucedió entre el momento en que cada uno de ellos despertó hasta el instante en que se estrellaron con otro coche. Quizás uno de ellos hizo o dijo algo especialmente importante, y nosotros lo borramos sin dejar rastro. Lo alteramos. Pero lo hicimos porque creíamos que era lo correcto; queríamos evitar que sufrieran. Mi razonamiento no fue diferente.
—Pero tuve que suplicarte que te plantearas siquiera la posibilidad de rehacer aquel día. ¿Qué hay de tu convicción de que no hay que cambiar las cosas, eh? ¿Qué? ¿Las reglas solo son aplicables cuando te interesa a ti?
—Lo hice para protegerte.
—No puedes protegerme en todo momento.
—Verás, el caso es que sí que puedo, y lo haré. Aunque para ello tenga que mentirte.
No puedo mirarlo. En vez de ello, tiendo la vista hacia las olas suaves y las observo lamer las rocas y recular.
—No quiero que me protejas, Bennett, al menos de ese modo. El hecho de que seas especial no te da derecho a decidir sobre las experiencias que vivo, las cosas que sé y los sentimientos que tengo. Las cosas no funcionan así.
—Oye, Anna, cuando cambié lo que sucedió aquella noche, la situación era distinta. Intentaba aislarme lo máximo posible de todo el mundo. No quería que pasara esto.
Lo fulmino con la mirada.
—Pero he cambiado de idea —aclara. Guardamos silencio durante un rato largo—. No he vuelto a hacerlo desde entonces —añade al fin—. Ni volveré a hacerlo jamás.
Fija los ojos en mí, y sé que su sinceridad es absoluta —y que está ansioso por zanjar este asunto—, pero me da la impresión de que aún no entiende cuánto me hiere que haya traspasado un límite que nunca creí necesario definir, y menos aún con él.
—¿Te acuerdas de cuando me pediste que decidiera si quería estar contigo o no? —pregunto—. Me revelaste todos tus secretos, y dejaste que fuera yo quien tomara la decisión.
Se vuelve hacia el agua y asiente.
—El hecho de que me dieras la posibilidad de elegir significó mucho para mí. Y eso es lo que hace que me cueste tanto entender cómo pudiste elegir por mí.
—Me equivoqué.
—Además… —empiezo a decir, pero las palabras se me atragantan—. Perdimos tres semanas. Habríamos podido estar juntos tres semanas más.
Exhala un suspiro, y se pone muy serio cuando de pronto cobra conciencia de que no solo me quitó algo a mí, sino que nos arrebató algo a los dos. Me pide disculpas de nuevo, y por fin percibo el remordimiento que esperaba. En cuanto me abraza y me aprieta con fuerza contra sí, noto que la rabia empieza a remitir.
—No volverá a ocurrir.
—Lo sé —digo, asintiendo con tristeza, y me aparto para que me mire a los ojos mientras pronuncio las siguientes palabras—: Escucha, Bennett, en cierto modo no me molesta que puedas alterar los acontecimientos de mi vida, aunque te parezca extraño. —Esbozo una sonrisa, la primera auténtica que le he dirigido desde que me enteré de lo que hizo—. Pero esta es mi vida. Soy yo quien debe decidir qué ocurre después. —Le ofrezco la mano—. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —responde, estrechándomela.
—Bueno, ¿vas a pasearme por este lugar o no?
* * *
Vernazza es tal como me la describió. Nos alejamos del puerto en dirección a lo que parece el centro del pueblo, por callejuelas estrechas pavimentadas con adoquines grandes y flanqueadas por tiendas pequeñas que aún no han abierto. Bennett se acerca a una puerta situada bajo un toldo sobre el que ondea una bandera italiana, y la abre para que yo pase al interior. Las campanillas de la puerta tintinean, y por un momento tengo la sensación de estar entrando en la librería de mi padre. Pero entonces me llega el olor a pan, meloso y calentito, que impregna cada recoveco de la panadería.
La mujer de detrás del mostrador se hace a un lado, desliza un montón de panecillos retorcidos sobre una fuente que está detrás del vidrio, y levanta la vista hacia nosotros.
—Buongiorno.
—Buongiorno —responde Bennett—. Cappuccini, per favore. —Alza dos dedos, y ella se coloca detrás de la descomunal cafetera exprés.
Reparo en un expositor de postales que hay junto al escaparate. Me acerco a él, lo hago volverse y contemplo las fotos multicolores de Vernazza y poblaciones vecinas que desfilan ante mí. Noto que Bennett me observa. Me vuelvo justo a tiempo para verlo señalar un tarro de vidrio del mostrador. La mujer saca dos biscotti bañados en chocolate y los pone en platos de color azul brillante. Bennett me apunta con el dedo. Estoy justo debajo de un rótulo que reza «6 x £ 1,000» en una caligrafía fluida que supongo que es de la mujer.
—¿Me cobra también seis postales, per favore?
—Seis mil liras, cielo —dice ella.
—¿Me presta esto? —oigo que pregunta Bennett, pero no alcanzo a ver de qué habla. Camina hacia la puerta haciendo equilibrios con los biscotti sobre las tazas de café y la abre con la cadera—. Escoge seis que te gusten —me indica—. Nos vemos fuera, en la terraza. —Las campanillas tintinean de nuevo cuando la puerta se cierra tras él.
Cuando salgo, Bennett está ante una de las mesas, inclinado hacia atrás en su silla bajo uno de los amplios parasoles amarillos, tomándose su café a sorbos. Me siento a su lado, y él hace un gesto hacia la pila de postales.
—¿Qué has cogido?
Las extiendo sobre la superficie de vidrio de la mesa.
—Elige una.
—¿La que sea?
—La que sea —dice—. Elige una y dámela. —Escojo la fotografía del puerto con las barcas de pesca, lo primero que vi cuando llegamos aquí, y se la alargo a Bennett. Saca dos bolígrafos de debajo del borde de uno de nuestros platitos azules y me pasa uno—. Y ahora, elige otra para ti. Yo te escribiré una postal, y tú escríbeme una a mí. —Se inclina sobre su tarjeta como para ocultármela y se pone a escribir.
Bajo la mirada hacia las barquitas de mi postal, y, por primera vez desde hace unos días, algo me viene a la memoria: «Él nunca se queda». Es posible que, en un día no muy lejano, ya no estemos juntos como ahora, y que estas postales sean lo único a lo que podamos recurrir cuando nos echemos mucho de menos el uno al otro. Empiezo a sentir la presión de tener que estar a la altura de unas expectativas románticas muy elevadas, y antes que nada ordeno mis pensamientos. Luego escribo:
Querido Bennett,
Desde que tengo memoria, he soñado con ver qué hay más allá del único mundo que jamás he conocido; más allá de mi vida segura y normal. Y ahora, aquí estoy, en una pequeña aldea de pescadores, tan lejos de mi casa —y tan lejos de lo «normal»— como puedo estar. Aunque esto es asombroso, estoy segura de una cosa: no significaría nada para mí si no estuvieras sentado aquí, a mi lado. Puedes llevarme adónde quieras. O a ningún sitio. Me da igual el lugar del mundo en que te encuentres: allí es donde quiero estar.
Hago una pausa y miro vacilante a Bennett antes de agregar las siguientes tres palabras. Tal vez «te quiero» sea un poco fuerte, pero noto que la frase me oprime el pecho, ansiosa por abrirse paso hasta el papel. Así que me dejo llevar y escribo:
Te quiero,
Anna
Antes de que me dé tiempo de acobardarme, empujo la postal hacia él. Contemplo a Bennett mientras termina su mensaje, coloca la tarjeta con la foto hacia arriba y la desliza hacia mí por encima de la mesa. Recogemos cada uno la nuestra y las leemos al mismo tiempo.
Anna:
Siento mucho no habértelo dicho, pero te prometo que jamás volverá a suceder. A partir de ahora, tu futuro estará siempre en tus manos.
Con cariño,
Bennett
Al menos ha escrito «con cariño». Deposito la postal en la mesa con las palabras hacia abajo, y fuerzo una sonrisa.
—Gracias.
Se vuelve hacia mí, confundido, consciente de que ha metido la pata, pero sin saber por qué. Me doy cuenta de que me observa mientras cojo mi biscotto y le doy un mordisco.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Nada.
—No es verdad. Estás decepcionada.
Me encojo de hombros y trago el bocado.
—Es que tu postal es… un poco floja. —Le dedico una mirada indulgente—. Además, no tienes por qué seguir disculpándote. —Creía que a estas alturas me conocía mejor: en cuanto tomo una determinación, no me echo atrás—. ¿De verdad era eso lo que querías expresar?
—No —contesta—. Sé exactamente qué quiero expresar. Pero no necesito una postal para eso.
—Está bien, te escucho.
—De acuerdo, allá voy. —Respira hondo, como si se preparara para una hazaña épica—. Esto… Eres… Eres increíble, Anna. Me encanta tu pasión por recorrer el mundo, pero tengo que reconocer que no acabo de entenderla. Cuando me fijo en esta vida «normal» a la que estás tan ansiosa por renunciar, no la veo aburrida o previsible; veo a amigos que te quieren y una familia que se sacrificaría por tu felicidad. Veo la clase de seguridad que yo nunca he tenido y que siempre he querido. Yo tal vez te haya dado acceso al mundo que mejor conozco, pero tus padres y tú me habéis abierto las puertas de un mundo que no existe en un mapa.
»Cuando estoy aquí, los dos disfrutamos de la vida que deseamos: tú tienes tus aventuras intrépidas y yo no tengo nada, lo que me parece perfectamente aceptable. Y, lo que es más importante, nos tenemos el uno al otro.
—Toma, aquí tienes tu postal. Confío en que lo pondrás todo por escrito. —Le paso una en blanco y sonrío, aunque solo hablo medio en broma.
—Dudo que pueda volver a una vida de la que tú no formes parte —continúa, como si no lo hubiera interrumpido.
Me quedo mirándolo fijamente, inexpresiva.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo… que estoy perdidamente enamorado de ti; te quiero. Y supongo que me estoy preguntando… ¿qué pasaría si al final no me marchara?
Las palabras que me oprimían el pecho hace unos minutos ahora salen de su boca, y si bien ansiaba verlas en un papel, creo que no estaba preparada para oírlas pronunciadas en voz alta. Me quiere. Le gustaría quedarse conmigo. Aunque me está costando asimilar las dos ideas, me siento mareada por el torrente de esperanza que ahora inunda mis venas. Y creo que sigo mirándolo fijamente.
—¿Te parece bien? —pregunta.
—¿Cuál de las dos cosas?
—Pues… —sonríe—. Las dos, supongo.
—Sí. —Permanezco sentada, asintiendo, deseando corresponder a su declaración pero sin saber cómo. Y en vez de expresarle mis sentimientos, tomo el camino más fácil—. ¿Durante cuánto tiempo te quedarás?
—¿Hasta la graduación?
Pienso de nuevo en lo que me dijo en la librería la noche que me besó por primera vez —«nunca me quedo»—, y ahora estoy bastante segura de que percibe la incredulidad en mis ojos.
—Creía que no podías.
Se encoge de hombros.
—Yo también lo creía, pero ya ves…, llevo bastante tiempo aquí.
—¿Y qué pasa con Brooke?
—Cuando por fin regrese a casa y yo ya no tenga una excusa para estar aquí, le diré a todo el mundo que Maggie me necesita y que quiero quedarme con ella. Les hablaré de ti…
—Vamos, ¿de verdad crees que se lo tomarán bien? ¿No se pondrán furiosos?
Niega con la cabeza, pero dice «como fieras», antes de desplegar una gran sonrisa.
Noto que se me ilumina el rostro mientras sus frases se repiten una y otra vez en mi cabeza: «Estoy perdidamente enamorado de ti; te quiero. ¿Qué pasaría si al final no me marchara?». Quiere quedarse conmigo.
—Eso implica un montón de cenas de los martes —le advierto—. ¿Crees que serás capaz de soportarlo?
—También implica un montón de viajes —replica—. ¿Crees que serás capaz de soportarlo tú? —Se inclina sobre las otras postales, aparta mi capuchino a un lado y me sujeta la cara entre las manos. En lo más hondo de su beso late una nueva promesa sobre nuestro futuro, pero en la superficie, lo único que cosquillea y estimula cada una de mis terminaciones nerviosas es la intensidad de nuestro presente.
Pasamos el resto del día en las Cinque Terre.
Y luego pasamos la noche allí.