26

Coloco mi punto de libro entre las páginas de la guía de Italia de Rick Steves, edición de 1995, y apago la luz, pensando en museos, calles adoquinadas y gelato. Hace casi un mes que Bennett me llevó a Tailandia, me reveló su primer secreto y me regaló una postal. Me prometió que en nuestro siguiente viaje iríamos a Italia, pero desde que rehicimos el accidente de Emma, se muestra reacio a utilizar su pequeño talento, aunque solo sea para hacer turismo. Aunque no se lo he recordado —‌me conformo con tenerlo aquí y fingir que es un chico normal en todos los aspectos—, estoy estudiando el manual de conversación, por si acaso.

Cierro los ojos para pensar en él, y cuando empiezo a conciliar el sueño, noto que algo no va bien. Como si un peso me arrastrara hacia el borde de la cama.

—Hola —‌me dice una voz al oído—. Soy yo. —‌Mis párpados se abren de golpe, y un amago de grito escapa de mis labios—. Chsss —‌sisea la voz, y una mano me tapa la boca para amortiguar el sonido. El corazón me late a cien por hora, tengo los ojos desorbitados de terror, y pestañeo hasta que al fin consigo distinguir su silueta en la oscuridad.

—Soy yo. Tranquila. —‌Repite las palabras mientras yo intento convencer a mi corazón de que recupere su ritmo normal—. Tranquila, Anna, soy yo.

—¿Gué habces aguí? —‌pregunto, entre un chillido y un susurro, pero las palabras salen embarulladas contra su palma.

—¿Qué? —‌Se ríe por lo bajo y me quita la mano de la boca.

—¿Qué haces aquí? —‌vuelvo a preguntar, esta vez con claridad, mientras me incorporo y le propino un puñetazo en el brazo—. Me has dado un susto de muerte.

Sigue tratando de aguantarse la risa.

—Perdona. Habría llamado a la puerta, pero… —‌dice, dando unos golpecitos a su reloj—. Aunque tu madre me adora, dudo que le hiciera mucha gracia recibir una visita a las once y media de la noche de un día entre semana.

Siento que se me baja el pulso, y me ciño las mantas en torno a la cintura.

—¿Va todo bien?

—Sí, todo va bien. Lo siento. No era mi intención asustarte. Solo estaba acostado en la cama, y de pronto no podía esperar a mañana para verte. Así que me he levantado, me he puesto el chándal, me he imaginado tu habitación, y zas, aquí estoy.

—¿«Zas»?

—Zas. No estarías dormida, ¿verdad?

—Casi. —‌Vuelvo a apoyar la cabeza sobre las almohadas y suspiro. No sé muy bien cómo tomarme que haya aparecido en mi habitación (zas) sin que lo haya invitado.

Me tapa con las mantas hasta la barbilla. El cuarto está en penumbra, apenas iluminado por la luz de la luna que se cuela por la ventana, pero al parecer él alcanza a ver mi expresión.

—Oye… ¿estás enfadada?

Sacudo la cabeza.

—No, no mucho.

—¿Un poco sí?

Arrugo la nariz.

—Sí, tal vez.

—Lo siento. No debería haberme presentado así. Me voy.

Ahora me siento culpable. Está tan mono así, compungido, que cuando se dispone a ponerse de pie, lo agarro del brazo.

—No te vayas —‌digo.

—De verdad, no pasa nada. Nos vemos mañana —‌musita y me besa con suavidad en la frente. El corazón se me acelera de nuevo, pero esta vez no es por el miedo. Hace cinco minutos lo echaba de menos, y ahora está aquí, en mi habitación, sentado en mi cama, a contraluz de la luna.

—No estoy enfadada, en serio. —‌Sin pensarlo, tiro de él hacia la cama, y cae despatarrado junto a mí, ligeramente sorprendido. Me tiendo boca abajo sobre su pecho y le sonrío. Tiene un aspecto adorable con la cabeza contra mi almohada—. No te vayas.

Me mira por un momento antes de llevar su mano a la parte de atrás de mi cuello y besarme, más apasionadamente que de costumbre. Aunque una parte del abultado edredón sigue interponiéndose entre nosotros, siento el calor que irradia su cuerpo, la intensidad de cada beso, con independencia de dónde me lo da. En los labios. En el cuello. En el pecho. Durante cinco minutos largos, me abandono por completo a él, besándolo, deslizando los dedos bajo su camisa para notar cómo se le tensan los músculos de la espalda cada vez que me estrecha contra sí. Pero entonces vuelvo a la realidad, me percato de dónde estoy y me aparto de él para echar un vistazo a la puerta.

—Tranquila —‌me susurra él al oído, y noto su aliento en mi cuello—. No te preocupes por eso.

Me separo de él solo un poco.

—Mis padres…

—No te preocupes por eso —‌repite. Durante unos minutos, dejo que tome la iniciativa y me pierdo en sus besos. Pero no consigo ignorar la puerta durante mucho rato. Lanzo otra mirada hacia allí, y él me pilla haciéndolo.

Se detiene, jadeando, y me sonríe. Tengo el cabello desparramado, y él lo aparta a un lado para verme la cara. Me posa la mano en la mejilla.

—Soy yo, ¿recuerdas? —‌dice—. Si entra alguien, simplemente… desapareceré y regresaré cinco minutos antes. —‌Su sonrisa adquiere un tinte travieso—. Nunca sabrán que ocurrió. Ni siquiera tú lo sabrás. Entonces podrás tumbarme sobre la cama como acabas de hacer, y podremos hacer esto —‌sonríe de oreja a oreja— otra vez.

Desvío la vista de la puerta y me inclino hacia él para besarlo de nuevo. Pero, de pronto, me asalta un pensamiento. No sé de dónde sale, por qué me viene a la cabeza ahora ni por qué nunca se me había ocurrido preguntarlo antes, pero aquí está la duda, corroyéndome.

—Nunca me has hecho eso, ¿verdad? —‌Aunque sonrío, tengo el rostro contraído—. Me refiero a rehacer algo que me ha pasado, sin que yo me entere.

Su sonrisa se desvanece demasiado deprisa.

—¿Bennett?

Se queda callado. Echa la cabeza hacia atrás y la hunde en mi almohada.

—Una vez. —‌Las palabras brotan de sus labios con una sonora exhalación. Siento un nudo en el estómago que aumenta de tamaño mientras lo miro fijamente y espero a que prosiga. No añade una palabra más. Se queda allí, tendido, aguardando a que yo dé el siguiente paso.

—¿Cuándo? —‌Me incorporo, me envuelvo en las mantas y espero.

Se vuelve hacia mí.

—¿Te acuerdas de aquella primera noche en que te pasaste por casa de Maggie y yo estuve tan grosero contigo?

Asiento con la cabeza.

—Me acerqué a la librería a disculparme, y luego fuimos a tomar un café.

Asiento de nuevo.

—Te acompañé a tu casa.

No dejo de asentir, pues, por el momento, me acuerdo de todo eso. Lo que quiero que me cuente es la parte que no recuerdo.

—Te besé.

—¿Me besaste? —‌De eso me acordaría.

Ahora es él quien asiente. Me quedo contemplándolo en silencio. Porque es imposible. Aquella noche estaba deseando que me besara, y en cambio él había dicho una serie de cosas sin sentido sobre algo que no volvería a ocurrir. Aunque en aquel momento no entendí a qué se refería, ahora lo veo claro. Me había besado. Eso es lo que había ocurrido.

—Fue demasiado. Yo tenía miedo de cómo podías interpretarlo y… —‌Tuerce el gesto—. Te besé. Luego, al llegar a casa, tomé conciencia de lo que había hecho, así que retrocedí e hice las cosas bien. Te acompañé a tu casa. Me despedí. —‌Y yo me quedé en la acera, tiritando, desconcertada, siguiéndolo con la vista mientras se alejaba, pensando que había hecho algo mal. Me pasé los veinticuatro días siguientes preguntándome por qué sentía algo por esa persona que me trataba con indiferencia absoluta.

Ya no soy capaz de mirarlo, así que me recuesto contra el cabecero, cierro los ojos y me froto las sienes. Cuando abro los ojos de nuevo, tiene la mirada fija en mí, con una expresión de arrepentimiento sincero. Vuelvo a cerrar los ojos, esta vez con fuerza.

—¿Cuándo lo hiciste? —‌pregunto—. Quiero saber en qué instante exacto retrocediste. —‌No podía correr el riesgo de encontrarse consigo mismo, y aquella noche estuvimos juntos en todo momento. De pronto, me viene a la memoria. Yo había hecho una broma tonta sobre su propensión a perder a la gente, y él se había ido al aseo. Recuerdo que cuando regresó me dio la impresión de que era una persona totalmente distinta. Resulta ser que lo era—. El baño —‌digo.

Él asiente.

Suelto un resoplido de exasperación.

—No pensabas confesármelo nunca, ¿verdad?

—No había motivo para ello, pero te lo estoy confesando ahora —‌alega y clavo la vista en él, echando humo—. Oye, no quería herir tus sentimientos. Fue antes de…

—Entonces ¿me mentiste? ¿Para proteger mis sentimientos?

Me hace callar.

—No te mentí. Simplemente no te lo dije. No es lo mismo.

—Para mí, sí.

—Baja la voz, Anna. No quiero que tus padres vengan a ver qué pasa.

—¿Mis padres? ¿Por qué te preocupan mis padres? Desaparecerás sin más, y yo me quedaré aquí intentando inventar una excusa para explicar por qué estoy gritando. Sola. En mi cuarto. —‌Bajo la voz de todos modos y continúo hablando, en susurros—. O, mejor todavía, ¿por qué no lo rehaces todo y ya está? Así no tendrás que volver a mantener esta conversación.

—Nunca haría eso. —‌Pronuncia cada palabra pausadamente, como para recalcar que habla en serio.

—¿Por qué no? Es perfecto. Sales, vuelves hace diez minutos y lo rehaces todo. Yo te haré un placaje y me pegaré el lote contigo como he hecho esta vez. Claro que nunca sabré que «esta vez» ha existido.

Noto que los ojos se me llenan de lágrimas y lucho con todas mis fuerzas por contenerlas tras una presa, para evitar que causen daños irreparables. Si lloro, él creerá que estoy triste. Pero no es así; estoy furiosa. Son lágrimas, espesas y calientes, cargadas de esa clase de rabia que impulsa a algunas personas a atravesar paredes con el puño.

—Anna —‌dice con serenidad—. Lo hice una vez. No lo he vuelto a hacer, desde que decidí contártelo todo. Desde que supe que quería estar contigo.

Muevo la cabeza afirmativamente.

—Ah, ya entiendo. Desde que tú lo decidiste. —‌Pienso en aquellas semanas, casi un mes, en que llegaba a la clase de español todos los días y me preguntaba por qué él ya no me miraba desde aquella noche; por qué sentía que había establecido un vínculo tan fuerte con alguien que parecía odiarme—. Pues esa noche que deshiciste, incluso antes de que la deshicieras, fue la noche en que yo supe que quería estar contigo. Pero supongo que eso no cuenta para nada, ¿verdad?

El silencio se apodera de la habitación. Clavo los ojos en él. Él baja la vista hacia el edredón.

—Cometí un error —‌admite al fin—. Lo hice una vez. No he vuelto a hacerlo. Jamás volvería a hacerlo. —‌Noto que mi semblante se relaja, así que aprieto los labios para no ablandarme. Y para mantener las malditas lágrimas en su sitio.

—Creo que quiero que te vayas.

—¿Qué?

—Que te vayas. Ahora. Por favor. —‌Empleo deliberadamente las mismas palabras, el mismo tono con que él me echó de su casa hace dos meses.

—Vamos, Anna…

—Eres un hipócrita. —‌Cierro los párpados, y por un momento no hay más movimiento que mis temblores, ni más palabras que las que se han pronunciado y siguen flotando en el aire de la habitación. Abro los ojos, lo miro con severidad y agrego—: Vete. Zas.

Noto que el colchón sube cuando levanta su peso de la cama. Abro los ojos, suponiendo que él habrá desaparecido, pero está allí de pie. Tiene un aspecto triste con los párpados cerrados, pero no muevo un músculo ni digo una palabra. Solo veo cómo el mapa que tiene detrás se torna cada vez más nítido a medida que la figura transparente de Bennett se desvanece.