La habitación de Bennett parece más ordenada que la última vez que estuve aquí. Su escritorio está limpio, sin otra cosa encima que una taza repleta de bolígrafos y un libro de texto abierto. Bennett coge una libreta roja hecha girones y le quita la goma elástica con que la mantiene cerrada. Se deja caer sobre la cama, me indica con un gesto que me tumbe a su lado y abre la libreta por una página del final. Toda superficie disponible está recubierta de tinta. Inclino la cabeza y estudio las fechas, las horas, los símbolos matemáticos y las ecuaciones complejas que abarrotan ambas páginas.
—La precisión es muy importante. —¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto? ¿Toda la noche? ¿Todo el día?—. Tengo que encontrar el momento perfecto para nuestra llegada. —Señala sus cálculos—. Como te he dicho, cuarenta y seis horas no son suficientes. Eso nos llevaría a las dos de la tarde del sábado, cuando estábamos en Wisconsin, a casi tres horas de distancia. —Apunta con el dedo a una línea temporal que atraviesa la página—. Tiene que ser un momento en que estuviéramos juntos, y no puede ser mientras íbamos en el coche, pues estábamos en movimiento. Así que tenemos que retroceder hasta la mañana, hacia la hora en que pasé a recogerte.
—De acuerdo. Vamos. —Me incorporo y abro las manos sobre mi regazo, pero él no las toma entre las suyas.
—No tan deprisa, fiera. Eso no es todo. —Pasa la página—. La cosa es la siguiente: en cuanto estemos cerca de nuestros otros yos, ellos desaparecerán. Por lo tanto, tenemos que volver al momento exacto en el que estábamos en el coche, en el camino de acceso a tu casa, pero antes de que yo metiera la marcha atrás. —Hago memoria. ¿Cuánto rato estuvimos allí sentados? Debió de ser solo unos segundos, lo justo para que nos abrocháramos el cinturón y yo preguntara adónde íbamos. Luego nos pusimos en marcha. Señala la página—. Creo que tenemos que aterrizar hacia las ocho y siete minutos de la mañana.
—Vale. —Esta vez no lo apremio.
—Pero no puedo pifiarla. —Se incorpora junto a mí—. Quiero hacer una prueba antes. Retrocederemos cinco minutos y aterrizaremos en el pasillo, justo delante de mi habitación. Cuando abra la puerta, nuestros otros yos se desvanecerán, y nosotros ocuparemos su lugar. —Se acerca a su mesa y vuelve con una bolsita de galletas saladas. Las deposita sobre la cama—. Son para ti, por si las necesitas cuando retrocedamos.
—Gracias. —Me levanto y le tiendo las manos. Esta vez las toma entre las suyas.
—El hecho de que realicemos esta prueba no significa que vayamos a hacer el intento de verdad —advierte—. Sigo sin estar seguro de poder llevarlo a cabo.
—Entendido.
—¿Estás lista?
Asiento con la cabeza.
—Cierra los ojos —dice.
Obedezco. Y cuando los abro, estoy en el pasillo, contemplando la fotografía de la graduación de su madre del instituto. Me vuelvo hacia la izquierda y lo veo allí, inquieto, cerciorándose de que Maggie no anda cerca.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Sí. —Tengo el estómago revuelto, pero antes de que piense mucho en ello, Bennett me agarra del brazo con una mano y hace girar el pomo de la puerta de su cuarto con la otra. Echa una ojeada al interior, abre del todo la puerta y entra, tirando de mí. La habitación está vacía.
Apretándome la barriga con las manos, voy directa hacia la cama, pero la bolsita de galletas saladas no está allí.
—¿Dónde están las galletas?
—Mecachis. Lo había olvidado. —Bennett cruza el dormitorio, hurga en su mochila y regresa con la bolsa—. Bueno, al menos sabemos que ha dado resultado.
No lo pillo.
—¿Lo sabemos? ¿Por qué?
—Las galletas no están sobre la cama porque yo no las había dejado allí todavía.
—Ah, vale. Vaya. —Cojo las galletas y me pongo a mordisquearlas despacio, de nuevo con la esperanza de no vomitar en su habitación.
Bennett atraviesa otra vez la habitación y recoge del suelo dos mochilas rojas, las mismas que ayer estaban adornadas con cuerdas y mosquetones, y contenían pies de gato, sándwiches y botellas de plástico de Gatorade. Hoy parecen mucho más ligeras.
—Espérame aquí, ¿de acuerdo? Vuelvo enseguida. —Sale de la habitación y reaparece unos minutos más tarde, más cargado.
Otra bolsa repleta de galletas saladas.
Dos Frapuccinos de Starbucks.
Dos aguas embotelladas.
Se acerca a su escritorio, coge algo del cajón superior y se dirige al armario. Empieza a extraer de él álbumes de fotos, anuarios viejos de Westlake y varias cajas con fotografías sueltas que amontona en el suelo. Cuando el mueble está vacío, Bennett se inclina hacia dentro y saca un fajo de billetes.
—¿Cuánto dinero hay ahí? —pregunto.
—Mil dólares para cada uno —responde sin rodeos—, por si nos separamos. Ten. —El fajo cae dentro de mi mochila con un golpe sordo.
Mientras vuelve a guardarlo todo en el armario, yo pienso en Brooke y en su mochila llena de efectivo.
—¿Alguna vez has rehecho algún suceso del pasado con Brooke?
Sacude la cabeza.
—No. Y no porque ella no lo haya intentado. —Habla mientras coloca los libros y fotos en su sitio—. Me lo pidió cuando suspendió el examen final de Historia y estuvo a punto de repetir el último curso. También cuando mi padre la pilló fumando. O cuando fue a un baile del instituto con un tipo odioso llamado Steve. —Cierra la puerta del armario y regresa a su escritorio—. Caray, ahora que lo pienso, tienes muchas cosas en común con ella. Tiemblo solo de pensar en el día en que os conoceréis.
Noto que me sonrojo.
—¿Llegaré a conocerla?
Se encoge de hombros.
—Claro. Cuando vuelva a casa la traeré para presentártela. Además, venimos a menudo para ver a Maggie, de todos modos.
—¿En serio? ¿Regresáis aquí para visitar a Maggie?
—Sí. Constantemente. —Me empuja suavemente con el hombro—. No quiero ser brusco, pero ¿te importa si te lo cuento más tarde, cuando haya terminado de cambiar el curso de la historia y todas esas cosas? —Me dedica una sonrisa burlona.
—No. Para nada.
—Gracias. —Va al grano otra vez—. Aterrizaremos a las 8.07, justo al lado de los arbustos que hay a un lado de tu casa. A mi señal, corre hacia el coche.
—Entendido.
Me alarga mi mochila y me la echo al hombro mientras él hace lo mismo con la suya.
—Ah, y no me sueltes las manos, aunque eso te dificulte moverte con rapidez. Pase lo que pase, tenemos que procurar permanecer juntos. —Sus instrucciones me recuerdan las que me dio antes de que escalara la roca, cuando me mostró el dispositivo de aseguramiento y me explicó que me mantendría unida a él.
Me toma de las manos. Lo miro directamente a los ojos. Nunca antes había percibido miedo en ellos.
—Bennett.
—¿Sí?
—¿Recordaré… todo lo del sábado? —No quiero olvidar la expectación que sentí en el coche, la euforia de la escalada, la vista desde la cima. Quiero conservar en la memoria el momento en que detuvo el Jeep en el camino de acceso a mi casa y tuve la sensación de que por fin lo conocía.
—Recordarás los dos días…
—Pero ¿cómo es posible? —lo interrumpo—. No recuerdo nada de lo que pasó en la librería antes de que te marcharas y volvieras.
—Porque no ibas conmigo. Esta vez recordarás ambas versiones, como yo. Y ahora, cierra los ojos.
Pero no puedo. Me estoy poniendo nerviosa, y no me cabe duda de que él nota el temblor de mis manos entre las suyas.
—¿Estás seguro de que esto no es un error? —pregunto.
—¿Me tomas el pelo? —Resopla y me mira desconcertado—. No, no estoy seguro. Estoy desafiando al destino. Estoy jugando con el tiempo.
Me muerdo el labio, imagino a Emma, y siento que mi determinación se fortalece de nuevo.
—Gracias —digo. No es suficiente, pero es cuanto puedo ofrecerle.
Me sujeta con más fuerza de lo habitual.
—Cierra los ojos.
Cuando los abro, me encuentro en un sitio que me resulta bastante familiar: nuestro jardín lateral. No es que venga por aquí con frecuencia, pero la pintura amarilla descascarillada confirma que hemos aterrizado en el lugar que Bennett había planeado. Al otro lado de la ventana que tenemos encima, papá seguramente acaba de sentarse para terminarse su café y el Sun-Times.
—¿Lista? —pregunta Bennett.
Asiento con la cabeza.
—¡Ya!
Corremos de los arbustos al camino de acceso, tirando el uno del otro como si participáramos en alguna competición estrambótica a medio camino entre la carrera de tres piernas y la cuchara con huevo.
El coche está vacío. Lo hemos conseguido. Estoy a punto de soltar una carcajada de alivio cuando me percato de que el vehículo se mueve hacia atrás sobre el camino de acceso, cada vez más deprisa. Bennett me guía hacia el lado del conductor; nos esforzamos juntos por subir la manija de la puerta, y conseguimos levantarla, pero no sucede nada más.
Masculla una maldición.
—¡Está cerrada por dentro!
Alzo la vista hacia la ventana de la cocina con el corazón desbocado ante la posibilidad de que mi padre nos vea, pero, por fortuna, no hay nadie allí.
Bennett y yo corremos junto al coche hasta que llega al final del camino y lo seguimos con la mirada cuando cruza la calle, se frena al pasar por un montículo de nieve y se detiene cuando topa con un árbol. Las ruedas quedan girando sobre el hielo.
Esta vez, cuando me vuelvo hacia la ventana, advierto que mi padre está ahí de pie, observándonos. Lo pierdo de vista por un momento y reaparece cuando la puerta principal se abre de golpe.
—¿Qué narices…? —Corre sobre el césped y se para cuando llega frente a nosotros. Bennett y yo bajamos las manos—. ¿Qué narices…? —repite.
—Hola, papá.
—¿Annie? —Nos mira alternadamente a Bennett y a mí, y me recuerdo a mí misma que él está viviendo este momento de un modo muy diferente que nosotros. Desde su punto de vista, los tres estábamos hace unos instantes en el recibidor, él le ha estrechado la mano a Bennett y me ha dicho que lo invite a cenar. Y ahora estamos en medio de la calle.
—Papá, Bennett vendrá a cenar el martes, ¿te parece bien? —digo y rompo a reír a mandíbula batiente, incapaz de contenerme. Mi padre me contempla como si se me hubiera ido la olla por completo.
Bennett intenta no mirarme.
—¿No tendrá por casualidad una palanqueta, señor Greene?
Esto me hace reír con más ganas, y noto que a Bennett le está costando mantener la seriedad.
Papá coloca las manos ahuecadas contra el cristal y mira por la ventanilla del conductor.
—¿Cómo demonios os las habéis apañado para dejaros las llaves dentro de un coche que iba marcha atrás?
No tengo idea de cómo responderá Bennett a esto, pero al menos el misterio impide que mi padre caiga en la cuenta de que llevamos mochilas y una ropa completamente distinta. Se me escapa la risa de nuevo.
—Estaba arrancando el motor cuando… me ha parecido que tenía un neumático pinchado, así que… hemos salido a comprobarlo, y supongo que había metido marcha atrás, y cuando cerramos las puertas, me imagino que… los seguros se accionaron automáticamente. —Se inclina hacia mi padre—. Creo que estoy un poco nervioso hoy, señor.
Papá clava los ojos en Bennett y luego me lanza una mirada inquisitiva.
Estoy carcajeándome tan ruidosamente que tengo que esconderme detrás del coche para no contagiar a Bennett, que por el momento está consiguiendo guardar la compostura. Me apoyo en la parte trasera del todoterreno, intentando recuperar el aliento, pero en cuanto echo un vistazo por la ventanilla, se me corta la respiración.
Cuando Bennett abrió el maletero en el aparcamiento de Devil’s Lake, vi dos mochilas rojas llenas a reventar de material de escalada. Ahora llevamos esas mochilas a la espalda, y a través del parabrisas trasero veo rollos de cuerda y varias piezas de metal de colores; dos arneses; los zapatos nuevos que Bennett compró para mí, encima del montón, junto a las bolsas de plástico con comida y cuatro botellas de Gatorade. Hemos retrocedido en el tiempo, pero todo el equipo sigue estando en el mismo sitio que hace cincuenta y dos horas.
Aunque algunas cosas permanezcan igual, es evidente que este día está a punto de cambiar.