Una vez que Justin se ha marchado, Danielle se pasa por el hospital, y nos pillan a las dos intentando colarnos en la habitación de Emma. La enfermera se dispone a echarnos con malos modos cuando la madre de Emma llega y la convence de que nos deje quedarnos. Pero Danielle no aguanta mucho; al cabo de diez minutos, sigue sin reunir el valor suficiente para regresar a la habitación, y finalmente la señora Atkins la abraza por los hombros y le sugiere que vuelva mañana. Danielle promete venir por la mañana, pues no tiene intención de ir al colegio de todos modos.
La madre de Emma y yo nos pasamos las tres horas siguientes charlando sobre temas banales y mirando por la ventana, y cuando por fin el reloj da las seis, no puedo evitar sentirme aliviada. Rendida, doy a Emma un beso en la frente y me despido de su madre con un abrazo.
Me dirijo a la sala de espera para reunirme con mamá cuando oigo el tintineo lejano del ascensor. Doblo la esquina y topo literalmente con alguien. Los dos nos apartamos disculpándonos entre dientes, hasta que nos reconocemos.
—Aquí estás —dice él.
—¿Qué haces tú aquí? —digo yo exactamente al mismo tiempo.
—Estaba buscándote. —Bennett tiene el rostro contraído de preocupación—. ¿Por qué no me has avisado de lo de Emma?
No tengo respuesta. Seguramente se me debería haber pasado por la cabeza llamarlo para comunicárselo, pero no fue así. Solo puedo encogerme de hombros mientras él me atrae hacia sí y me pregunta si estoy bien. Muevo la cabeza afirmativamente contra su pecho.
Creo que en este punto se supone que debería romper a llorar. Si hubiera un momento indicado para ello, sería este, con mi cuerpo apretado contra el suyo, su cabeza apoyada sobre la mía y su mano en mi espalda, pero no puedo. En vez de ello, le hablo de los tubos, las máquinas, los puntos, los médicos y la rehabilitación que ella tendrá que soportar cuando vuelva en sí. Le digo que tiene un aspecto terrible, que parece una desconocida. Y que me siento fatal por decirlo.
El ascensor tintinea de nuevo, y esta vez mi madre sale de él. Su expresión refleja su sorpresa por pillarme entre los brazos de un chico al que solo ha visto una vez y a quien jamás he mencionado durante una de las cenas familiares de los martes.
—Vaya. Hola.
—Hola, mamá —digo, nerviosa—. Ya conoces a Bennett…, de aquella noche…, en la librería.
Ella asiente y le tiende la mano.
—Así es. Hola, Bennett. —Le estrecha la mano durante un buen rato, sin quitarle la vista de encima.
Espero a que ella le dedique su típica sonrisa de enfermera, con la que se gana enseguida la simpatía de la gente, pero eso no sucede. Aunque su mirada no es fría, no destila calidez precisamente, y cuando por fin suelta la mano de Bennett, este se muestra un poco aliviado. Ella aparta los ojos de él y los clava en mí.
—¿Cómo sigue Emma?
Me encojo de hombros.
—Igual. Su madre está con ella ahora.
—Voy a ver cómo está y a preguntar si puedo ayudar en algo. ¿Quieres venir?
No me imagino siquiera entrando de nuevo en esa habitación.
—Llevo todo el día aquí, mamá. ¿Te importa si… Bennett me lleva a casa?
Ella se vuelve rápidamente hacia él, y lo mira de arriba abajo con honda preocupación.
—¿Qué tal conduces?
—Bien. Soy muy prudente. —Como esto no parece tranquilizarla, añade—: Seré especialmente prudente.
—Hace mucho viento.
—Conduciré despacio, señora Greene.
—De acuerdo, entonces. —Me atrae hacia sí y me da un abrazo fuerte y un beso en la frente—. Nos vemos en casa, Anna. —Pero en vez de encaminarse hacia la habitación de Emma, se queda unos momentos más—. ¿Sabes, Bennett? Según el padre de Anna, ella te invitará a cenar para que te conozcamos un poco. ¿Te lo ha propuesto ya?
Él posa la vista en mí, y luego en ella.
—Aún no, señora Greene, pero estoy seguro de que…
—¿Te viene bien el martes?
—¿El martes? —Bennett me mira. Me tapo la cara con la mano—. El martes me viene de perlas —le oigo decir.
—Excelente. Nos vemos entonces. —Mamá me besa de nuevo en la frente antes de dar media vuelta y alejarse por el pasillo.
En el ascensor, Bennett fija los ojos en mí.
—A cenar. —Asiente—. El martes.
—Lo siento.
—No, está bien. Me gustan las cenas familiares. —El ascensor se detiene y caminamos de la mano hacia el aparcamiento—. De hecho, ya no recuerdo la última vez que cené en familia. No somos muy aficionados a eso.
—Nosotros solo lo hacemos los martes. Cerramos la tienda temprano para que mi padre y yo podamos llegar a casa a tiempo, y mi madre nunca se encarga del turno de noche. Insiste en que cenemos juntos un día por semana, y ese día es el martes.
Bennett abre la puerta de mi lado del coche, y yo me subo. Volvemos a estar solos, en el Jeep, como anoche a esta misma hora. Sin embargo, ahora avanzamos en la dirección opuesta, y no nos reímos ni nos propinamos puñetazos por encima de la consola central. No jugamos a las preguntas y las respuestas.
—¿Estás bien? —susurra Bennett una y otra vez, y yo asiento con la cabeza, de forma poco sincera.
Las farolas y señales de tráfico desfilan a cámara lenta, borrosas, como si Bennett estuviera conduciendo muy por debajo del límite de velocidad. Mamá debe de haberlo aterrorizado. O tal vez esto sea una sensación mía; quizá sea cierto que todo se mueve a cámara lenta.
—Estaban solos. —Digo al fin, mirando hacia la ventanilla del pasajero—. Justin estuvo solo durante cuatro horas hasta que llegaron sus padres. Emma estuvo sola durante dos. —Deslizo el dedo por el cristal, escrutando la oscuridad—. No sé por qué ese detalle me angustia tanto, pero no dejo de imaginarlos en zonas distintas del hospital, rodeados de perfectos desconocidos. Tal vez sea lo habitual en estos casos, quizás obliguen a los padres a esperar fuera, pero ¿cómo pueden dejarlos tan abandonados?
—Sabían que los padres ya estaban en camino.
—¿Ah, sí? —pregunto, y Bennett extiende el brazo hacia su derecha para tomarme la mano.
Nos quedamos callados por un momento, hasta que confieso lo que me corroe en realidad.
—Yo no estaba allí.
Se vuelve hacia mí.
—Tardé ocho horas en llegar.
—No te sientas culpable, Anna. Llegaste tan deprisa como pudiste.
Me da un apretón en la mano, y aunque nada de lo que diga puede hacerme sentir mejor, su contacto me resulta reconfortante. Bajo la vista hacia nuestros dedos entrelazados y apoyados sobre la consola —todavía tiene las uñas un poco sucias de la escalada de ayer— y recuerdo cómo acariciaba las líneas de su palma cuando estaba plácidamente recostada sobre su pecho. Sus manos tienen un tacto tan normal que a veces me olvido con facilidad de lo extraordinarias que son.
—Oh, dios mío. —Me aparto de él—. Para el coche.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Para… el coche. —Estoy temblando, me siento como una estúpida y me parece increíble que no se me haya ocurrido antes.
Bennett gira por una calle de un barrio residencial y frena. Se queda contemplando el parabrisas, y en este instante comprendo que, aunque yo no había pensado en ello, él sí. Sabe exactamente lo que estoy a punto de pedirle, porque si bien yo me he olvidado momentáneamente del poder que posee Bennett Cooper, él siempre lo tiene presente.
—Rehazlo. —Me vuelvo en el asiento para colocarme de cara a él—. Bennett. Por favor. Rehazlo. Rehaz el día.
—No puedo —replica sin mirarme.
—Sí puedes. Puedes arreglar esto. Si retrocedemos hasta antes de que ocurra el accidente, impediremos que coja el coche. ¡Lo arreglaremos! ¿No, Bennett?
Se apea y cierra de un portazo, dejándome en el asiento del pasajero, temblando. Los faros iluminan la furia de su rostro cuando golpea el capó con los puños, y me sobresalto. Camina de un lado a otro, me da la espalda y se apoya en la parte delantera del coche. Veo que sus hombros suben y bajan. Supongo que debería arrepentirme de habérselo pedido, pero no me arrepiento.
Al cabo de un rato se acerca, abre la puerta y ocupa su asiento. Está más tranquilo, pero sigue trémulo de rabia. Agarra el volante con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos.
—Por favor, no vuelvas a pedirme que haga eso.
—Oye, ya sé que tienes tus reglas. —Recalco la palabra «tus» y espero que pille la indirecta—. Entiendo lo de tu dichoso efecto mariposa y tu superstición sobre lo que pasa si alteras el futuro…
—No es mi dichoso efecto mariposa. Es el efecto mariposa, a secas, y es un concepto esencial de la teoría del caos, que no tiene absolutamente nada que ver con la superstición. Un pequeño cambio en una parte de un sistema complejo puede tener consecuencias importantes en otra parte. No es algo que me haya inventado yo, Anna.
—De acuerdo, ya lo pillo, pero puedes hacer ligeras modificaciones, ¿no? Cambiar detalles pequeños. ¿Qué diferencia hay entre esto y lo que haces para tus padres, o lo que hiciste el viernes antes de la clase de español, o lo que hiciste aquella noche en la librería? Lo que habría podido ser un futuro terrible para mí, tal vez el final de mis días, no lo fue, gracias a tu intervención. Y, fíjate… —Abro los brazos hacia los lados—. No ha ocurrido ninguna desgracia. Seguimos aquí. No se ha desatado el caos de la mariposa.
—Las cosas no son tan sencillas. Algo tiene que salir mal al final. Simplemente no puedo rehacer lo sucedido.
Clavo los ojos en él, como para forzarlo a alzar la vista hacia mí, hasta que por fin lo hace.
—¿No puedes o no quieres?
—No quiero.
—¿Por qué no?
—Oye, no debería haber rehecho ninguno de esos sucesos, Anna, pero eran distintos. Retrocedí cinco minutos en el tiempo, una hora, a lo sumo, pero no un día entero. No impedí que el tipo te pusiera una navaja al cuello ni que intentara atracar la librería; solo te saqué de allí y me encargué de que la policía llegara antes. Respecto a aquel día en el colegio, asistimos a clase, y fue como si no hubiéramos pasado aquella hora fuera. Se trata de cambios menores e insignificantes. Pero evitar un accidente de coche implica borrar un acontecimiento importante.
—Lo siento, pero no entiendo la diferencia.
—¿Ah, no? Pues mi padre tampoco. —Se muerde el labio y se vuelve hacia la ventana—. Mira, es como una bola de nieve. Si rehago algo malo que le sucedió a una persona inocente, de pronto será responsabilidad mía impedir que todos los aviones que se han estrellado despeguen y convertirme en un sistema de alarma para todos los desastres naturales. Y entonces un día se producirá una catástrofe aún peor precisamente por culpa de lo que hice para prevenir la última tragedia. Este don es mío, y yo decido el uso que debo darle. Mi función es observar, no cambiar el futuro, punto. Ya estoy quebrantando todas las normas solo por estar aquí.
—Son normas que tú mismo has creado. ¿Cómo sabes que son correctas? Tal vez se supone que deberías ponerlas a prueba.
—No estoy de acuerdo. —Fija la mirada en mí hasta que bajo los ojos—. Por si no lo recuerdas, Anna, la última vez que puse a prueba las normas por una chica, las cosas no salieron muy bien. Para ella misma.
No le falta razón, pero no pienso darme por vencida. No puedo, ahora que a mi mejor amiga la han abierto en canal y la han reconstruido, quitándole algunas partes y remendándole otras con un hilo. Puede que conduzca de pena, pero merece un futuro.
—No estamos hablando de mí. Ni deberíamos estar hablando de ti.
Posa en mí sus ojos tristes, y sé que desearía ayudarla, ayudarme a mí, ser un héroe, aunque cree que no debería serlo.
—No es por mí, Anna, sino por… todas las personas implicadas. No puedo. Lo siento, pero es demasiado peligroso.
—¿Te lo pensarás al menos? —Esbozo una sonrisa con la esperanza de que me la devuelva, pero no lo hace. Se limita a arrancar el coche y a girar en U.
—No. No vuelvas a pedírmelo.