19

Papá conduce, mamá va en el asiento del copiloto, y yo en el de atrás. Nadie ha dicho una sola palabra a lo largo de los últimos veinticinco kilómetros.

Estamos siguiendo la ruta que Emma siempre toma para ir al centro, así que miro por la ventanilla en busca de restos de faros rotos, o bolitas de vidrio templado, o trozos de plástico rojo de las luces traseras; algo que indique dónde estaban en el momento en que su cita dio un giro dramático. No encuentro nada.

Cuando llegamos al hospital, mi padre nos deja frente a la entrada principal y se va a buscar un sitio donde aparcar. Mamá y yo no tardamos mucho en localizar a los padres de Justin. En cuanto entramos en la sala de espera, se ponen de pie, con los ojos enrojecidos e hinchados, y nos dan las gracias por venir. La señora Reilly explica lo sucedido, y aunque estoy a su lado, sus palabras entran y salen de mi cabeza, y solo proceso los detalles esenciales. El accidente se produjo justo pasadas las dos. Los padres de Justin no llegaron aquí hasta las cuatro y media. Los de la chica llegaron poco después del accidente, por fortuna, pues ella está más grave. Están en la séptima planta, en la UCI. Ella ha salido ya del quirófano, pero su estado aún se considera crítico. Justin se recuperará, pero permanecerá hospitalizado durante la noche, en observación.

Debo de haber encontrado una silla, porque ahora estoy sentada en ella. Veo que mamá —‌que parece moverse a cámara lenta— atrae a la señora Reilly hacia sí y le musita algo al oído.

—¿Quién? —‌pregunta la señora Reilly, con la voz una octava más alta—. ¿Quién es Emma? —‌Los desconocidos vuelven la mirada hacia ella, supongo que aliviados por poder presenciar una escena que los distraiga del motivo por el que están sentados en la sala de espera de urgencias un sábado por la noche.

—La chica que estaba con Justin hoy. Es Emma, la mejor amiga del colegio de Anna. —‌Justin. Emma. Y Justin. Emma y Justin. Me cuesta respirar. Esto no puede estar pasando.

Mamá habla con la señora Reilly en susurros, para que yo no alcance a oír sus palabras. No hace falta. Las voces de todo el mundo me suenan muy lejanas, de todos modos.

Al cabo de unos minutos, mi madre se pone de pie y viene a sentarse junto a mí.

—Preciosa. —‌Me frota la espalda describiendo pequeños círculos. Es una sensación que me resulta muy familiar, pese a que hacía años que ella no trazaba el dibujo invisible que me hacía conciliar el sueño de inmediato—. Justin se pondrá bien, pero el otro coche chocó contra el lado del conductor, así que Emma se llevó la peor parte del impacto. Los Reilly habían intentado indagar con quién estaba Justin, pero nadie les decía nada, y supongo que los padres de Emma han pasado toda la tarde con ella en la UCI. Si estuviéramos en el Northwestern Memorial, yo sería un miembro del personal, pero aquí… —‌Percibo la frustración en su voz. Detesta no tener contactos en este lugar—. Quédate aquí. Iré arriba a ver qué averiguo.

Aunque no he abierto la boca desde que salimos de casa, ahora recobro la voz.

—No. —‌Me levanto—. Te acompaño.

* * *

Emma ofrece un aspecto pequeño y frágil contra las sábanas blancas. Tiene los ojos cerrados, y la piel de debajo —‌hasta sus característicos pómulos— está abultada, negra y brillante. Unas marcas rojas salpican el lado izquierdo de su rostro, señales —‌como me han explicado sus padres cuando me preparaban para que la viera— que le han dejado los fragmentos de vidrio que los médicos han tenido que extraerle. Un tubo de plástico transparente le sale de la nariz, y, aun teniendo en cuenta sus heridas, creo que esto es lo que más la cabrearía.

Pese a su lastimosa apariencia externa, eso ha sido bastante fácil de arreglar. La mutilación real es invisible. El bazo se le reventó a causa del impacto, y han tenido que extirpárselo, pero el equipo quirúrgico ha tardado dos horas en encontrar el origen de la hemorragia interna. Hay una fractura craneal pequeña que, según dicen, debería soldar sola, pero necesitarán hacerle una resonancia magnética para determinar si ha sufrido daños cerebrales permanentes. Una vez que sanen sus lesiones internas, le reconstruirán el hombro izquierdo. Tiene tres costillas rotas, pero al menos no le han perforado los pulmones. Los médicos comunicaron esto último como «la buena noticia».

El otro vehículo chocó contra ellos a ochenta kilómetros por hora, justo cuando Justin y ella atravesaban por el cruce. La señora Atkins lo describió como «colisión en T». Añadió que Emma seguramente no lo vio venir siquiera. No, estoy convencida de que no.

Me siento en la cama junto a Emma y sujeto delicadamente su mano suave y perfectamente cuidada con la mía, aún cubierta de polvo de magnesio y con tierra incrustada bajo las uñas. El accidente ha acaecido hacia las 14.00. Mientras yo estaba recostada sobre Bennett, riendo, abrazándolo y besándolo, mi mejor amiga estaba siendo destrozada por trozos de metal y vidrio, transportada a toda velocidad en una ambulancia y abierta en canal para recomponerla por dentro. Me he enterado seis horas después. He tardado una hora en llegar al hospital. Y otra más en poder tomarla de la mano. Ocho horas en total.

Los runruneos, golpeteos y pitidos de las máquinas resultan agobiantes en esta habitación tan diminuta. Me dan ganas de desenchufarlas, una a una, para darle el silencio y la tranquilidad que merece, pero entonces recuerdo que quizá no estaría viva sin ellas, así que, en vez de irritarme, intento buscarles cualidades musicales. «Bom-pi. Bom-pi-rrrr. Bom-pi».

Permanecemos calladas; Emma porque no puede hablar, y yo porque no se me ocurre nada que decir. Creo que se supone que debería hablarle, para que sepa que estoy aquí. Pero cada vez que abro la boca, las palabras se niegan a salir.

Oigo que la puerta corredera se abre, y me quedo boquiabierta. Justin está allí, de pie, con una bata de hospital, cubierto de moretones y vendas, incapaz de mover la cabeza por la abrazadera de plástico azul que lleva ceñida al cuello. Tiene el pelo apelmazado y manchado por algo que parece sangre. Lleva la muñeca enyesada.

—Justin. —‌Dejo la mano de Emma sobre las sábanas y corro hacia él. Me paro en seco, por miedo a hacerle daño, así que me siento aliviada cuando extiende los brazos para estrecharme entre ellos. Aunque los arañazos en su cara y su cuerpo sean superficiales, hacen que parezca un muñeco de porcelana que ha caído al suelo y cuyos pedazos alguien ha vuelto a pegar entre sí. Me da la impresión que el pegamento aún no se ha secado del todo.

—¿Cómo te encuentras? —‌Lo agarro por una parte del brazo que parece intacta, pero él suelta un grito ahogado y yo retrocedo de golpe, como si quemara—. Lo siento mucho.

—Tranquila —‌dice Justin. Me da un abrazo vacilante e incompleto—. ¿Cómo está ella?

Me limito a sacudir la cabeza.

Observo que se pone muy serio conforme asimila la información, y luego sigo la dirección de su mirada hacia Emma, en el otro extremo de la habitación. Estoy casi segura de que estamos pensando lo mismo. Él está bien. Ella no. Justin se acerca a la zona de la cama en que yo estaba sentada y ocupa mi lugar. Le coge la mano y le acaricia el dorso con el pulgar.

—¿Sabes? Ahora deberías estar en casa, escribiendo sobre mí en tu diario —‌comenta. Advierto que le sonríe a Emma, y me fijo en la cara de ella para ver si le devuelve la sonrisa, pero no lo hace. Se encuentra muy lejos de aquí. Lo que no impide que él continúe hablando—. Había recopilado un montón de chistes geniales para contártelos. He leído el periódico esta mañana para que pudiéramos hablar de temas de actualidad. Créeme, te habrías quedado fascinada. Y ahora, mira qué pintas tengo. —‌Baja la vista hacia su pecho—. Me he desgarrado mi mejor jersey.

Sigue sonriéndole, hablándole como habría debido hablarle yo.

—Ella estaba buscando un CD. —‌Aunque aún la mira, sé que el comentario va dirigido a mí, así que me siento en la otra punta de la cama y tomo la otra mano de Emma. El rostro de Justin se crispa ante mis ojos—. Estábamos charlando sobre un grupo independiente británico que nos gusta, y ella me pidió que encontrara su estuche de discos, que estaba en el suelo. —‌En cuanto me viene a la mente la imagen del estuche de ante rosa que le regalé por su cumpleaños, el estómago me da un vuelco. Yo siempre guardaba sus CD en ese estuche. Debería haberlos dejado sueltos, apilados en la guantera y en el suelo, donde los tenía ella. No debería haberle regalado jamás ese estuche—. Se puso a hurgar entre los discos y… —‌Se le apaga la voz.

Simplemente le doy un apretón en la mano. No hay nada que añadir, pues nuestro silencio compartido confirma lo que yo ya sabía. Ella no estaba prestando atención; el accidente ha sido por culpa suya. Y se ha estrellado mientras sujetaba mi regalo, lo que me hace sentir responsable, aunque no debería.

Alguien da unos golpecitos en la puerta, que se abre antes de que tengamos tiempo de reaccionar. La enfermera asoma la cabeza.

—Lo siento, chicos. No puedo daros más tiempo —‌declara en una voz apenas lo bastante fuerte para que la oigamos por encima de los ruidos de las máquinas—. En teoría ni siquiera debería haberos dejado entrar —‌agrega, como si nos dispusiéramos a protestar—. Solo los familiares lo tienen permitido. —‌Lo sabemos. Nos lo ha dicho tres veces desde que mi madre ha echado mano de sus influencias para conseguirnos esta visita de diez minutos que se me han hecho demasiado cortos.

Le doy otro apretón en la mano a Emma, estiro el brazo hacia delante y deslizo el dedo sobre el pómulo en el que no le han puesto puntos.

—Mañana vuelvo —‌le prometo al oído. Camino hasta la puerta y espero a Justin.

Le acaricia el cabello hacia atrás y le da un beso en la frente.

—Yo también te veo mañana. —‌Se pone de pie y recorre con la mirada la habitación deprimente y fría—. Te traeré música. Tal vez eso te ayude.

Al principio, creo que quiere decir que la música ayudará a ahogar los incesantes pitidos, pero al ver cómo la contempla, me parece que se refiere a que la música la ayudará a volver del lugar donde está, sea cual sea.

* * *

Emma no tiene mejor cara el domingo, pero la habitación presenta un aspecto más alegre. Ramos enormes de flores de colores vivos ocultan las superficies anodinas, alguien ha pegado varias postales en una pared libre, y una colección de globos de Mylar que llevan las palabras «Que te mejores» escritas con una letra elaborada decoran el rincón próximo a la pequeña ventana.

—Diez minutos —‌nos dice la enfermera de la UCI con rotundidad—. Es solo para que le hagáis compañía hasta que sus padres regresen de almorzar. Se supone que no deberíais estar aquí. —‌Mira hacia atrás para cerciorarse de que nadie la vea, antes de correr la cortina y cerrar la puerta.

Aunque Justin no ha regresado a casa todavía, su madre ha traído una cadena de música enorme y una serie de discos compactos, tal como él le ha pedido. Ahora se acerca a un lado de la cama de Emma, conecta el aparato a un enchufe situado cerca de los monitores, y abre la caja de un CD. Es uno de sus recopilatorios caseros, pero no puedo evitar advertir que en este no hay espirales pintadas con acuarelas. Pulsa el botón de reproducir, y los sonidos de las máquinas quedan eclipsados de inmediato; su «rrr-bom-pi» pasa a un segundo plano como acompañamiento de la música. Tomo asiento en la cama, junto a Emma, y la miro, deseando poder hablar con ella como hizo Justin ayer, pero cada vez que abro la boca me siento incómoda. Él me observa.

—¿Quieres que salga un momento? —‌Eso sería aún peor. Aunque ya no tendría una razón para no hablarle, seguiría sin ser capaz.

—No —‌respondo.

Él rodea la cama hasta el otro lado, toma la otra mano de Emma, y nos quedamos sentados así. Transcurren nuestros diez minutos, luego veinte, y la enfermera no reaparece para echarnos, así que permanecemos donde estamos. Contemplo en silencio cómo el pecho de Emma sube y baja al respirar. Justin, también callado, parece hipnotizado por las señales luminosas rojas de la pantalla. Es verdad que, gracias a la música, esta espantosa habitación parece menos estéril, pero no produce ningún otro efecto. Emma sigue estando muy lejos.

Los Atkins regresan, y yo vuelvo la vista hacia Justin. Le han dado el alta hace media hora, y sus padres están todavía en la planta baja, encargándose del papeleo. Él parece agotado, como si le costara mantener los ojos abiertos.

—¿Te apetece salir a tomar el aire? —‌le pregunto, y después de pensárselo un poco, asiente con la cabeza. Dejo todas mis cosas dentro, a fin de tener una excusa para volver a la habitación de Emma.

Cuando salimos al pasillo, Justin se inclina contra la pared.

—Qué mal rollo. —‌Se frota la cabeza, sin acordarse de los puntos de sutura—. Ay. Maldita sea.

Lo guío hasta el ascensor.

—Deberías irte a casa, Justin. Descansa. Vuelve mañana, cuando te encuentres mejor. —‌Desearía poder decirle que Emma ya no estará aquí mañana, pero los dos sabemos que eso no es verdad.

El ascensor nos lleva a la planta baja y, tras seguir las señales, llegamos al patio. Paseamos durante unos minutos, pero sopla un viento gélido, por lo que, en cuanto hemos tomado el aire que necesitábamos, decidimos entrar de nuevo y buscar a los padres de Justin. Encontramos la oficina de registro sin dificultad, y los padres de Justin continúan allí sentados, esperando a que el empleado termine de tramitar el alta. La señora Reilly nos dice que aún hay para rato, así que los dos salimos en busca de la cafetería.

—Así que… Emma y tú… —‌digo cuando estamos sentados, bebiendo el peor café que he probado jamás y turnándonos para picotear una rosquilla rancia.

Justin me dedica una sonrisa de culpabilidad.

—¿Qué pasa?

—Nada. —‌Coge un trozo de la rosquilla y dirige la mirada a la ventana—. Lo siento mucho. Debería haberte contado lo nuestro. No me gusta ocultarte secretos, Anna, pero supongo que la situación me parecía un poco… rara. Te conozco de toda la vida, y… —‌Deja la frase en el aire y se acerca el vaso de poliestireno a los labios, toma otro sorbo y clava los ojos en mí—. Debería habértelo dicho.

—Sí. Deberías. —‌Sonrío para que sepa que no estoy enfadada—. No importa. En serio. Emma me lo dijo. Además, eres mi amigo. Emma es mi amiga. Me alegro por vosotros.

—Entonces ¿te parece bien que salgamos juntos?

Decido no confesarle que aún no puedo unir sus nombres en mi mente sin que aparezca un signo de interrogación.

—Por supuesto. Me parece estupendo.

Los dos bajamos la vista hacia la mesa. Él desliza el dedo a lo largo del dibujo grabado en la formica, y yo junto mis migajas de rosquilla en un montoncito.

—Háblame de vuestra cita. Es evidente que iba bien hasta que… —‌Me arrepiento en el acto de haber pronunciado estas últimas palabras, pero Justin no parece afectado por ellas. Sonríe, sin despegar los ojos de la mesa.

—Estaba siendo un día redondo. Solo habíamos salido a cenar una vez antes, ¿sabes? Y habíamos ido a tomar un café, lo que había estado bien, pero fue divertido estar juntos en su casa. Ver su habitación y sus cosas. Pasar el rato, sin más. —‌Mira fijamente la ventana que tengo detrás—. Mantuvimos una conversación increíble sobre… —‌Enmudece, pero sus labios se curvan en una ligera sonrisa.

—¿Sobre qué?

Sacude la cabeza y posa los ojos en mí de nuevo.

—Olvídalo… Como te decía, es una tía genial.

Apoyo la barbilla en la mano y le sonrío.

—Te gusta mucho, ¿verdad? —‌pregunto, y él hace un gesto afirmativo. Se reclina en su asiento y cruza los brazos.

—Sí. Reconozco que no me lo esperaba y que ni siquiera estaba del todo seguro hasta ayer, pero sí, me gusta mucho. Supongo que en cierto modo me sorprendió. —‌Ignoro si Emma siente lo mismo por él, pero Justin desde luego parece loco por ella. Por lo visto, hay tíos que sí graban discos para chicas a las que solo quieren como amigas.

—A mí también me sorprendió —‌declaro, y casi sin querer repito las palabras que le dije a Bennett ayer en la roca, describiéndole los pómulos y el corrector dental de Emma, así como lo amable que se había mostrado con la chica nueva de pelo crespo. Sonrío y la imagino tal como es ahora. O, más bien, tal como era hasta ayer. Tiene los mismos pómulos, pero ya no lleva corrector, ni molestos aparatos ortopédicos en las piernas. Es simplemente la hermosa, divertida y encantadora Emma, que se gana a todas las personas que conoce, incluidos una deportista obsesiva como yo y un escéptico como Justin. De pronto caigo en la cuenta de que estamos mirándonos con expresión triste, como preguntándonos qué hacemos aquí, hablando de ella así.

Justin rompe el silencio.

—Bueeeeno… —‌dice, alargando la palabra—. Pasemos a un tema más agradable: ¿qué tal te fue a ti en tu cita?

La pregunta me retrotrae al día de ayer, y noto que una sonrisa empieza a asomar a mis labios cuando pienso en Bennett y en mí, acurrucados en una peña, intercambiando preguntas, anécdotas, besos y polvo de magnesio. Pero entonces un sentimiento de culpa se apodera de mí. No está bien que sonría mientras Emma yace inconsciente seis pisos más arriba.

—Estuvo bien.

Mantengo mis emociones a raya mientras le describo a Justin la escalada de la roca y la sensación que experimenté al alcanzar la cima y contemplar el paisaje. Le cuento que Bennett y yo charlamos largo y tendido sobre música, la afición a correr, los viajes y nuestras familias. De pronto, me acuerdo de algo: ahora mismo yo tendría que estar en el café, comentando nuestras citas respectivas con Emma, y no en una aséptica cafetería de hospital, hablando con Justin. Me quedo callada, dirijo la vista más allá de él y la fijo en la máquina situada al fondo de la sala.

—Debió de ser divertido —‌lo oigo decir, pero su voz suena baja y lejana. Miramos en direcciones opuestas y guardamos silencio durante un rato largo.

—¿A qué hora vendrá a recogerte tu madre? —‌pregunta él al fin.

—A las seis. —‌Echo un vistazo a mi reloj. Son solo las tres.

—Debería ir a buscar a mis padres, pero puedo quedarme y volver a casa en vuestro coche, si quieres. Prefiero no dejarte sola. —‌Parece sincero pero extenuado. Salta a la vista que permanecer despierto está consumiendo toda su energía.

—No te preocupes. Me hará bien pasar un rato a solas con ella.

Me mira con fijeza.

—De acuerdo. Si estás segura… —‌Extiende los brazos por encima de la mesa y me da un apretón reconfortante en las manos.

Le dedico una sonrisa lánguida.

—Segurísima —‌le miento en un tono muy convincente.

Pero lo hago por él. Si no pareciera tan cansado y dolorido, le diría lo que pienso de verdad: que ahora que estamos aquí sentados, vuelvo a ver a Justin exactamente como antes —‌como al amigo con el que me siento cómoda, que me graba música, me hacer reír y es la única persona con quien puedo hablar de cualquier cosa—, y que lo que más deseo es que me abrace con fuerza y me asegure que todo saldrá bien, porque, si lo hace, tal vez yo lo crea.