Para cuando alcanzo la cima por novena vez, me tiemblan los antebrazos. Respiro hondo, me aúpo a la cornisa y lanzo la pierna hacia arriba para apoyarla en la superficie. Consigo ponerme de pie y contemplo las copas de los árboles que se extienden a lo largo de kilómetros, interrumpidas solo por el lago de color azul brillante que hay en medio. Bajo la mirada y sonrío a Bennett, maravillada y triunfal.
—Quédate ahí —grita desde el suelo, echándose la mochila a la espalda, y acto seguido sube la pared de roca en escalada libre en la mitad de tiempo que he tardado yo utilizando la cuerda. Una vez en la cumbre, se quita el polvo con las manos.
—¿Tienes hambre? —Se sienta, abre la mochila y extrae varias bolsas de plástico y cuatro botellas de Gatorade—. No sabía qué preferirías. ¿Pavo con queso suizo, o rosbif con Cheddar?
—Gatorade. —Extiendo el brazo, muerta de sed pero entusiasmada al ver las botellas de color amarillo chillón, abro la tapa y tomo un buen trago. Con el rabillo del ojo, veo que Bennett hace lo mismo, y cuando ha terminado, se reclina contra una roca elevada y cierra los ojos.
El sol brilla alto en el cielo, y aunque el aire está fresco, la peña está caliente. Hace un día casi ideal para esto. Me siento junto a él y elijo el de pavo con queso suizo. De pronto, tengo un hambre atroz. Supongo que él también, porque, aunque dejamos de comer varias veces para sonreírnos, ninguno de los dos habla mientras damos buena cuenta de nuestros sándwiches.
—Bueno —digo por fin—. Así que escalada en roca.
—¿Te ha parecido una buena cita?
—Inesperada.
—¿Te ha desilusionado?
Paseo la vista de nuevo por el paisaje, que parece el de un cuadro.
—Para nada. —Mientras contemplo el bosque y el sol que se filtra entre las ramas, pienso que, aunque un viaje a Wisconsin tal vez no contribuya gran cosa a ampliar mi grupo de alfileres del Medio Oeste, por lo menos, a diferencia de Ko Tao, es un lugar al que siempre podré volver cuando él se haya ido. Cuando lo añore, como sé que ocurrirá.
Ahora que lo sé todo, me he pasado la noche pensando en ello. Él pertenece a una época diecisiete años posterior a la mía. Puede viajar a cualquier parte del mundo con solo imaginarla. Ha perdido a su hermana y, cuando la encuentre, tendrá que marcharse de 1995 y regresar a 2012. Y, al parecer, todo esto significa algo importante para mí, aunque no consigo dilucidar qué. Pero él se encuentra aquí ahora, y quiere estar conmigo. Y aunque lo primero me pone un poco nerviosa, lo segundo me impulsa a sonreír. Lo miro.
Bennett da unas palmaditas en la roca, frente a sí, y yo me acerco rápidamente y me acomodo allí, con los codos apoyados sobre sus rodillas y la cabeza inclinada hacia delante. Se me escapa un quejido cuando me aprieta los hombros. Tengo los músculos ridículamente doloridos.
—Bueno, ¿cómo te aficionaste a la escalada? —Tengo un millón de preguntas que hacerle, pero esta es la que me resulta más fácil.
Me presiona la base del cuello con los pulgares, y yo respiro profundamente hasta que noto que se me relajan los músculos.
—Hay un pueblecito en la costa del sur de Tailandia llamado Krabi. —Aunque no le veo el rostro, percibo la sonrisa en su voz—. La playa de Railay es célebre por sus formaciones rocosas, pero yo no lo sabía hasta que topé con unos mochileros que me hablaron de ella. Realicé mi primera escalada con ellos, y me he quedado enviciado desde entonces.
Sube las manos por mi espalda a un ritmo lento y coordinado hasta que llegan de nuevo a mis hombros. Abro los ojos justo a tiempo para verlo inclinarse hacia delante, agarrar un mechón de mi cabello y enrollárselo en torno al dedo. Luego lo desenrolla, le da un tirón suave, lo suelta y noto que los rizos recuperan su forma como resortes.
—¿Cómo consigue tu pelo hacer eso?
—¿Hacer qué? ¿Parecer una maraña de muelles diminutos? —Está tan cerca que siento su aliento en la parte posterior del cuello, y tuerzo el gesto al pensar que mi cabello debe de oler más a sudor que a champú con aroma a vainilla.
—Llevo un mes sentándome detrás de ti en la clase de español, deseando hacer esto. —Tira hacia abajo de otro manojo de rizos y se ríe cuando rebotan hasta su posición original—. ¿Y tú qué? ¿Cómo te dio por correr?
Me vuelvo para verle la cara, y él deja que los rizos se escapen entre sus dedos.
—Oh, no, de eso nada.
—¿Qué?
—Creía que hoy yo haría todas las preguntas. Me dijiste que pensara en más preguntas que formularte. —Me inclino hacia atrás sobre su pecho y apoyo la cabeza en su hombro. Me sube y me baja con el suave ritmo de su respiración, y cuando me aparta con delicadeza el pelo de la frente, exhalo un suspiro y me recuesto sobre él con abandono—. Además, tú eres mucho más interesante que yo.
—Eso no es cierto. —Se pone a juguetear de nuevo con mi cabello.
—De acuerdo —accedo—. Nos turnaremos. Una pregunta cada uno. Pero apuesto diez pavos a que a ti se te acabarán las preguntas antes que a mí. —Le tiendo la mano, y él la estrecha.
—Trato hecho —dice.
—Empiezo yo. —Alzo la mirada con una sonrisa—. ¿Qué es lo que más echas de menos de tu época?
—Mi teléfono móvil —responde sin pensarlo.
—Venga ya, te hablo en serio. —Espero a que se ría, pero no lo hace—. ¿De verdad echas de menos un teléfono?
—¿Qué creías que respondería?
—No lo sé. Supongo que esperaba que dijeras que a tu familia.
—Las familias siguen siendo más o menos iguales, pero tú no has visto los teléfonos móviles del siglo XXI.
—¿Qué tiene de especial el tuyo?
—Muchas cosas, pero no puedo hablarte de ellas.
—Pues qué aburrimiento —comento con una risita—. ¿De qué me sirve que estés aquí si no puedes hablarme del futuro?
—Sirvo para muchas cosas —asegura, y aparta los dedos de mi cabello, los deja detrás de mi oreja por un momento y luego los desliza por mi clavícula. Cierro los ojos e intento acoplar mi respiración a la suya mientras me acaricia—. Además, no quiero estropearte todas las sorpresas. Te gustan las sorpresas, ¿no?
—Por la cuenta que me trae. Tú eres una fuente constante de ellas. —Inspiro hondo y trato de concentrarme en mis preguntas—. ¿Lo que estás diciendo es que nunca conoceré el futuro? ¿Jamás veré el lugar dónde vives en realidad?
Imita en voz baja la chicharra de un concurso televisivo.
—Esa es otra pregunta. Me toca a mí.
—Vamos…
—Oye, eres tú quien ha propuesto el trato. Una pregunta cada uno —alega. Suelto un suspiro de exasperación—. ¿Dónde estabas cuando te enteraste del suicidio de Kurt Cobain?
—Humm. Caray. —Aunque ya ha pasado un tiempo, recuerdo perfectamente el día—. Ocurrió hace casi exactamente un año. Fui a casa de Emma después de clase, y estábamos en su habitación escuchando la radio cuando el locutor anunció que se había pegado un tiro. Entonces sacamos todos los CD de Nirvana que ella tenía y los escuchamos de cabo a rabo.
Sus dedos permanecen unos instantes sobre mi hombro antes de resbalar por mi brazo.
—Fue una semana muy extraña —prosigo—. La gente lloraba, como… Lloraban de verdad, como si lo conocieran. Me costaba entenderlo. En fin, todo aquello fue bastante triste —Desplaza el pulgar adelante y atrás contra el dorso de mi mano, y cuando bajo la vista, descubro que estoy haciendo lo mismo con la suya—. ¿Y tú dónde estabas?
Noto que se encoge de hombros.
—Fue en 1994 —dice, y por un momento, no lo pillo. Hasta que caigo en la cuenta.
—Ostras. —Dejo de frotarle la mano—. Vaya, eso da mal rollo.
—Lo siento.
—Y no puedo creer que haya malgastado una pregunta.
Me aparta el cabello hacia un lado y me besa en la parte de atrás del cuello.
—¿Sabes qué? Esa te la regalo —dice en un susurro cerca de mi oreja. Me estremezco ligeramente.
—Basta. Estás haciendo que se me olviden las preguntas.
—Bien. Quiero ganar esos diez pavos. —Me da otro beso y pierdo por completo el hilo de mis pensamientos—. Querías saber si te llevaría a conocer tu propio futuro.
—Ajá.
—No puedo. Bueno, técnicamente supongo que podría, pero nunca he hecho algo así, y no tengo idea de lo que sucedería.
—Qué, ¿te da miedo que yo no exista en 2012 o algo así?
—No, eso no es en absoluto lo que me preocupa. Pero solo puedo viajar adelante y atrás a lo largo del tiempo que ya he vivido, y tú aún no has vivido más allá de este momento. Te llevaré a cualquier parte del mundo a la que quieras ir, pero nunca antes o después de esta fecha concreta.
—¿En serio?
Posa la barbilla en la curva de mi cuello y asiente. Supongo que podré soportarlo. Nunca he sentido la necesidad de alejarme de esta fecha o este momento; solo de este lugar.
—Además, no puedes saber lo que te ocurrirá en el futuro. Eso le quitaría toda la diversión. —Me besa el hombro—. Bueno, háblame de Emma.
—¿De Emma?
—Sí. Cuéntame cosas de ella. ¿Cómo os hicisteis amigas?
Las comisuras de mis labios se tuercen hacia arriba cuando me acuerdo de aquel día.
—La conocí en mi primer día en Westlake. —Miro a Bennett, que arquea una ceja, pidiéndome que continúe. Suelto una risita.
—Mi madre quería que diera buena impresión, así que me obligó a ponerme el pichi. —Hago una mueca y me recorre un escalofrío al recordar el uniforme—. Teníamos un vestido de cuadros muy feo que era una de las prendas aprobadas por el colegio, pero nadie lo llevaba. También me obligó a ponerme leotardos y una cinta de encaje en el cabello. Fuera hacía una temperatura como de cuarenta grados, y me pasé todo el día deseando ponerme un pantalón corto y una camiseta en vez de aquello. Tenía calor, me picaba todo y el pelo se me había puesto así. —Levanto las manos a los lados de mi cabeza, y él se ríe—. Pero entonces una chica con unos pómulos muy marcados y corrector dental se plantó a mi lado después de la sexta hora y me preguntó si quería juntarme con ella después de clase. Aunque yo me moría de ganas de llegar a casa y cambiarme de ropa, le dije que sí. Y eso fue todo, más o menos. Emma es mi mejor amiga desde entonces.
Cuando vuelvo la vista hacia Bennett, no puedo evitar imaginar que mañana estaré en el café, contándole a Emma cada detalle de este día. Estoy segura de que mi cita está yendo mucho mejor que la suya.
—Háblame de tu familia —le pido, desviando oficialmente la conversación hacia él.
Exhala un suspiro profundo.
—No hay mucho que contar. Mi madre es un poco… difícil de tratar. Si le pregunto por algo que aparece en las noticias, ella acaba hablando sobre médicos. Nunca le hago preguntas sobre avances científicos, porque eso conduce inevitablemente al tema de los médicos. Cree que tengo un problema importante. Lo único que desea es tener un hijo normal.
Ciño sus brazos en torno a mi cintura y me pongo a deslizar la punta del dedo sobre su mano. La tiene seca después de la escalada, y las rayas de la palma están llenas de polvo de magnesio sucio.
—Ahora mi padre cree que soy una especie de ser mágico. Después de descubrir lo que era capaz de hacer, no me dejaba en paz. Durante el primer año investigó todas las catástrofes que hubo entre 1995 y el presente, y elaboró una lista enorme de cada desgracia, y de cada una de sus causas, para que yo viajara al pasado y las evitara.
—¿Y lo hiciste?
—No. A ver, no creo que deba alterar el curso de las cosas solo porque puedo. Habrás oído hablar del efecto mariposa, ¿no? Un pequeño cambio puede tener consecuencias enormes sobre otra cosa. Ni siquiera creo que pudiera rehacer los acontecimientos a gran escala. —Se queda callado durante un rato, mientras yo escucho el silencio, reclinada sobre su pecho—. Al final encontró otra manera de aprovechar mi don. En su propio beneficio.
Continúo moviendo el dedo a lo largo de las rayas de su palma, porque al parecer así lo animo a seguir hablando.
—Cuando Brooke y yo éramos pequeños, no teníamos mucho dinero. Entiéndeme: teníamos un piso decente y todas esas cosas, pero supongo que mi madre estaba un poco mal acostumbrada, por haberse criado aquí, en la monstruosidad de la casa de Maggie. Además, mi padre detestaba su empleo (trabajaba en un banco del centro; ni siquiera sé qué hacía), pero siempre estaba de mal humor, y discutía constantemente con mi madre.
»Entonces se le ocurrió su idea genial. Volvió a sus investigaciones, centrándose esta vez en las empresas y en la evolución positiva de sus acciones.
—¿Qué? —Dejo de acariciarlo y me vuelvo hacia él—. No lo habrás hecho, ¿verdad?
—Lo hice. Retrocedía a cada una de las fechas de su lista, una semana más o menos antes de que se produjera un acontecimiento empresarial importante, y cuando llegaba le enviaba a mi padre una carta con información privilegiada sobre las acciones. Él compraba. Las acciones se disparaban. Yo volvía atrás en el tiempo y le mandaba otro mensaje para indicarle cuándo debía vender. Entonces papá pasó a tener un empleo nuevo.
—¿Eso no es ilegal?
—En sentido estricto, no. Las leyes sobre el uso de información privilegiada te prohíben comprar o vender basándote en datos que no son públicos. La información que utilizábamos siempre era pública.
Le lanzo una mirada de incredulidad.
—De acuerdo, la cosa no está del todo clara. Pero oye, he conseguido que me dejen tranquilo…, al menos hasta hace poco. Brooke y yo nos aficionamos a viajar para asistir a todos los conciertos que nos apetecían. Mamá consiguió la vida llena de lujos que deseaba, y papá llegó a creer que era él quien le brindaba esa vida. Todo el mundo estaba contento, y no hacíamos daño a nadie.
—Deduzco que tu padre hizo bastante dinero.
—Bueno, la economía ha tenido sus altibajos, pero si sabes exactamente dónde debes invertir…
—¿Puedes ganar mucho? —aventuro.
—Ya lo creo. Millones, incluso.
—¿Millones?
—Bueno, esa no era nuestra intención.
—Ya, claro —digo con una carcajada—. Si esa no era vuestra intención, entonces todo está bien. —Es un viajero en el tiempo por accidente, y también un millonario por accidente—. Bueno, ¿y cómo accedes a ese dinero?
—Esa es otra pregunta.
—Lo sé.
Sacude la cabeza pero sonríe mientras cede ante mí.
—En efectivo. Para este viaje en concreto, traje mucho, acuñado antes de 1995, y lo tengo escondido en mi habitación, en casa de Maggie.
—¿Y Brooke?
—Llevaba una mochila llena de pasta. —Aparta la mano de la mía y me toma del mentón para que lo mire. Entonces me planta un beso en la nariz—. Ya está. Has preguntado bastante. Me toca.
Aunque estaba muy a gusto recostada sobre él, me he cansado de torcer el cuello para verle la cara. Me siento con las piernas cruzadas, doy media vuelta, me arrastro hacia él y apoyo las rodillas sobre sus piernas.
—Hola.
—Hola. —Esboza una sonrisa, pero advierto que su expresión juguetona se torna seria—. ¿Sabes? Lo que te dije el otro día lo decía en serio. El hecho de que yo esté aquí… —su voz se apaga, y él guarda silencio durante un rato—. Influye en ti más que en mí.
No me gusta este giro hacia temas trascendentales, así que imito su sonido de chicharra de concurso.
—Por favor, formule su frase en forma de pregunta.
—¿Eres consciente de lo que todo esto implica para ti?
—No. —Y ahora se supone que debería importarme, pero me da igual, al menos ahora mismo. No quiero pensar en qué puede hacer, adónde puede ir y cuándo puede marcharse, porque en este momento los dos estamos exactamente en el mismo lugar al mismo tiempo. Ahora mismo solo quiero besarlo.
Me pone las manos en la cintura.
—Es como la lista de sucesos de mi padre. Podría retroceder y modificar un montón de detalles pequeños que seguramente alterarían el resultado, sin que mi vida pasara a ser distinta. Pero las vidas de otras personas sí se verían afectadas. Quizá mejorarían. Pero también es posible que empeoraran. Que yo esté aquí contigo ahora mismo supone un cambio. No para mí, sino para ti. Existes en 2012, como yo, pero en un futuro del que yo no formo parte. El hecho de que me hayas conocido aquí en 1995, en un lugar y una época a los que no pertenezco…
—Será divertido —lo interrumpo.
—Te cambiará toda la vida.
—Tal vez a mejor.
—Tal vez. Tal vez no.
—Bueno, ya te conozco, Bennett. ¿Qué remedio me queda?
—Recuerda lo que dije en tu casa ese primer día: que te lo contaría todo, pero te dejaría decidir.
Me abrazo a su cuello y lo beso.
—Cierto. Oigamos, pues, cuáles son mis opciones.
Inspira con brusquedad.
—Primera opción: puedo volver a ser el chico nuevo y raro del colegio, guardar las distancias con todo el mundo hasta que Brooke aparezca y yo pueda regresar a casa. Tú y yo podemos saludarnos en los pasillos y a lo mejor intercambiar miraditas de vez en cuando, como dos personas que comparten un secreto. Pero ya está. Tu vida a partir de este momento no será distinta en ningún aspecto.
—Ni hablar. —Lo beso de nuevo—. ¿Cuál es la otra opción?
—La segunda opción —dice con una sonrisa—: paso contigo el tiempo que me queda, salimos como las personas normales y viajamos por el mundo como las que no son normales. Cuando localice a Brooke, volveré a casa, pero luego regresaré aquí de forma puntual. Y me imagino que seguiré regresando hasta que te hartes de mí. —Se echa hacia atrás para observar mejor mi expresión.
Hasta este punto todo me había parecido bastante sencillo, pero ahora que me obliga a reflexionar sobre ello seriamente, me doy cuenta de lo peliaguda que es la decisión. Tengo dos futuros posibles: la existencia sin riesgos pero rutinaria que conozco tan bien, o una vida de aventuras pero también de incertidumbres constantes. Me llevará a lugares de todo el mundo, pero se marchará. Habrá ocasiones en que estemos juntos, y otras en que estaremos separados, no solo por muchos kilómetros, sino por casi dos décadas. La parte racional de mi ser me impulsa a tomar el camino seguro, por muy poco atrayente que me parezca. Pero entonces miro a Bennett a los ojos y esto, por algún motivo, refuerza mi confianza en mi decisión. Aun así, hay una cuestión más que necesito aclarar.
—No lo entiendo. ¿Por qué ibas a renunciar a la vida que llevas solo para estar conmigo?
—Porque tú… —Se interrumpe. Inspira. Vuelve a empezar—. Me gustaba tu espíritu aventurero. Creía que sería divertido llevarte a algún sitio al que jamás irías en circunstancias normales. Pero ahora hay algo más. Ahora solo quiero conocerte mejor. —Estas palabras me aceleran el pulso de nuevo, y yo cierro los ojos y respiro hondo. Cuando los abro, él continúa mirándome.
—¿No me dijiste una vez que esto era una idea pésima?
Se ríe entre dientes.
—Sí. Creo que eso dije.
—Tenías razón, ¿sabes?
—Te lo advertí.
—A pesar de todo, elijo la segunda opción.
—¿Estás segura?
—Sí.
Una amplia sonrisa se dibuja en su rostro, él me abraza con más fuerza y me da un beso cálido, dulce, largo, lento, lánguido, y sé que esto es lo que quiero.
Y sé que tengo que invitarlo a cenar, porque no me cabe la menor duda: esto es serio.
* * *
Durante el viaje de regreso seguimos haciéndonos preguntas el uno al otro, y cuando nos detenemos delante de mi casa, tengo la sensación de haber conseguido lo imposible: conocer de verdad a Bennett Cooper. Mientras él pone el Jeep en punto muerto, yo alzo la vista hacia mi hogar y noto una opresión en el pecho. Llevamos casi once horas juntos, pero sigo sin querer separarme de él.
Apaga el motor y se inclina para besarme, pero yo alzo la mano y le pongo el dedo contra los labios.
—Espera. Tengo otra pregunta. —Se detiene y espera a que yo continúe—. ¿Por qué me observabas en la pista de atletismo de la Northwestern en tu primer día en Westlake?
—¿Ya estamos otra vez con eso? —Se reclina en su asiento.
—Pues sí. No me has respondido todavía.
—Sí que te he respondido. No sabía de qué hablabas el día que Emma me abordó en el comedor, y sigo sin saber de qué hablas.
—¿O sea que no eras tú?
—Oye, lo sabes todo sobre mí. Te repito que yo no estaba allí aquel día. Sigo sin haber ido a Northwestern, y menos aún a las seis y media de la mañana a temperaturas bajo cero. Ese rollo raro te va a ti, no a mí. —Se ríe con suavidad, y yo desearía creerlo. Tanto sus palabras como su expresión me dicen que debería. Al fin y al cabo, tiene razón: no hay motivo para que me mienta ahora que me lo ha contado todo—. Como ya te he respondido a eso antes, y además varias veces, te concedo una pregunta más.
Me alegra retomar la sesión de preguntas y respuestas, así que sonrío y pienso en otra:
—¿Cuál es tu lugar favorito del mundo?
Despliega una sonrisa de oreja a oreja y los ojos le brillan cuando comienza a hablar.
—Esa es fácil. Vernazza, una pequeña aldea de pescadores en la costa noroeste de Italia, en las Cinque Terre, y solo se puede llegar por tren, o al menos es lo que hace la mayoría de la gente. Es un pueblecito increíble, con calles estrechas y adoquinadas, barcas coloridas amarradas a lo largo del puerto, una hilera tras otra de casas minúsculas, pintadas con colores vivos, que ascienden por la ladera de la colina. Es espectacular. —Sus ojos se posan en mis labios, se inclina hacia delante y esta vez cierro los párpados, esperándolo—. Te encantará —asegura, y mientras nos besamos, el pueblecito cobra vida en torno a nosotros.
* * *
—¡Ya estoy en casa! —grito en dirección al salón, y empiezo a subir las escaleras con una mezcla de aturdimiento y cansancio. Tengo los antebrazos y las caderas doloridos, y me han salido ampollas por culpa de mis zapatitos nuevos de elfo. Estoy deseando darme una ducha, meterme en la cama y dejarme vencer por el sueño sin pensar más que en Bennett.
—Annie, ¿puedes venir un momento? —grita papá, y al oírlo doy media vuelta y me arrastro hacia la voz. Cuando doblo la esquina y entro en la cocina, veo que mis padres apartan sus sillas de la mesa y empiezan a caminar hacia mí. Mala señal.
—¿Qué hay? —pregunto, preparándome para una reprimenda por haber pasado el día con un chico al que ellos ni siquiera conocen. Sin embargo, cuando se acercan más, advierto que mamá ha estado llorando.
—¿Qué? —insisto, mirando alternadamente a uno y a otro—. ¿Qué ha pasado?
—Justin… —Mi madre me abraza, pero yo me resisto y doy un paso hacia atrás.
—¿De qué hablas? ¿Qué pasa con Justin?
Mamá rompe a llorar, así que mi padre interviene.
—Cariño, ha sufrido un accidente de coche. Creo que ocurrió hacia el mediodía, pero nos hemos enterado hace como una hora.
—¿Un accidente de coche? ¿Estás seguro?
Mi madre intenta recuperar la compostura y se apresura a enjugarse las lágrimas de las mejillas.
—Todavía no disponemos de mucha información, cielo. Tengo entendido que iba hacia el centro y alguien se saltó un semáforo en rojo. Los Reilly están ahora en el hospital, y estoy segura de que él querrá verte. Estábamos esperando a que llegaras para poder ir allí contigo.
—¿Por qué iba Justin hacia el centro? Ni siquiera tiene coche. —De pronto, caigo en la cuenta—. Oh, Dios mío. Iba con Emma.