A las ocho de la mañana en punto, un todoterreno se detiene en el camino de acceso y yo cierro la ventana de golpe y bajo la escalera a saltos. Por centésima vez, me pregunto adónde quiere llevarme Bennett. Tenía la vaga esperanza de que nuestro próximo viaje nos llevara mágicamente a París, pero me he pasado la noche estudiando mi mapa en busca de destinos que puedan requerir que sus visitantes lleven un atuendo deportivo. ¿Los Alpes suizos? ¿Machu Picchu? ¿Borneo? En realidad me da igual adónde vayamos, pero lo de la ropa para correr me tiene en ascuas.
Papá llega antes que yo a la puerta y le da la mano a Bennett mientras me lanza una mirada severa, y advierto que ya está ansioso por que yo regrese a casa para reñirme por no haberlos presentado como es debido. Le suelta a Bennett el sermón sobre que conduzca con cuidado y me traiga de vuelta a casa antes de la hora límite, y mientras caminamos hacia la puerta clava los ojos en mí y articula con los labios la palabra «cena». Yo asiento con la cabeza y cierro la puerta tras nosotros.
—¿Este es tu coche?
Bennett me abre la puerta de su flamante Jeep Grand Cherokee y espera a que suba. No me extraña. Como toda la gente que conozco, lleva un vehículo demasiado chulo para un estudiante de bachillerato.
—Es de Maggie. —El interior está inmaculado y huele a coche nuevo. Bennett cierra mi puerta, camina hasta el lado del conductor, sube y hace girar la llave en el contacto. El motor se enciende con un ronroneo.
—¿Estás lista? —pregunta, sin arrancar aún. Se reclina en el asiento de piel, con la cabeza ladeada, contemplándome mientras yo le escruto el rostro en busca de alguna pista.
—Claro. ¿Adónde vamos?
—Haremos un viaje por carretera. —Se abrocha el cinturón de seguridad con un chasquido metálico y me sonríe.
—¿Vamos a ir en coche? ¿Será un trayecto muy largo?
—De un poco más de tres horas en cada sentido. —Mira por encima de su hombro y sale del camino de acceso marcha atrás.
—Para llegar… ¿adónde, exactamente?
Enarca las cejas y adopta una expresión siniestra.
—Sigue siendo una sorpresa.
—¿Necesitaré algo más?
Me mira de arriba abajo. Llevo pantalón de chándal, zapatillas para correr y un forro polar con cremallera. Tal como él me indicó.
—No. Vas perfecta.
—Ya. Entonces ¿para qué conducir durante tanto rato cuando podríamos, ya sabes…? —Hago un gesto extraño, como si conociera el signo universal para designar el viaje en el tiempo.
—¡Ah, aquí hay alguien que se está volviendo un poco caprichosa! —Avanza a través del barrio hacia la carretera interestatal, en dirección norte—. En primer lugar, el viaje en coche nos dará tiempo de sobra para hablar. En segundo, no he salido de Evanston desde que llegué. Y, en tercero…, bueno, quería hacer algo normal por ti.
—«Normal».
—Ya me entiendes. Algo que no tuviera nada que ver con ese don tan extraño que tengo.
Me acomodo en el asiento, intentando disimular la desilusión.
Charlamos y escuchamos música, y tres horas y veinte minutos más tarde, llegamos al parque estatal de Devil’s Lake. Lo sé porque es lo que dice el letrero, no porque Bennett me haya informado sobre ello durante el trayecto. Se detiene en una plaza de aparcamiento, nos bajamos y nos acercamos a la parte de atrás del coche. Abre el maletero. Dentro hay dos mochilas rojas llenas a reventar, y de forma casi inconsciente doy un paso hacia atrás, perpleja ante el neopreno, el velcro y las brillantes piezas de metal que cuelgan de las correas externas.
—¿Qué es eso? —Señalo con un gesto una de las bolsas.
—Eso, Anna, es una mochila.
—Sí, ya me he dado cuenta, gracias. ¿Para qué?
—Es para ti.
—¿Qué hay dentro?
—Bueno, tú llevas el almuerzo. Y los zapatos. Y los arneses. Yo llevo el resto del equipo.
—El equipo.
—Cuerdas, mosquetones…
—¿Me has traído hasta aquí para matarme y enterrarme?
—No. Te encantará. Confía en mí.
—¿Qué es exactamente lo que me encantará?
—Escalar en roca.
No me animo a decirle que, aunque me considero bastante valiente y acepto con gusto los desafíos, tiendo a evitar los deportes que requieren que los pies abandonen la firmeza del suelo, como el paracaidismo, el puenting… y la escalada en roca.
Me da una palmada en la espalda como si fuéramos colegas de toda la vida.
—Eres deportista. Te va a encantar. —Me agarra por los hombros, me hace dar media vuelta y me coloca la mochila en la espalda. Se echa la segunda mochila sobre los hombros, tira de las correas para ajustársela, y alza el brazo para cerrar el maletero.
Con una alegría un poco excesiva, me toma de la mano y me guía hasta el sendero, mientras yo sigo intentando que no se note lo defraudada que estoy por saber que no tomaré un café au lait a la orilla del Sena.
Avanzamos en silencio por un camino tranquilo, y un kilómetro más adelante llegamos a un lugar que Bennett considera «perfecto». A mí más bien me parece una roca muy, muy alta. Y, si no me equivoco, estamos a punto de escalarla.
—Quédate aquí —me indica, abriendo nuestras mochilas y empezando a extraer el equipo. Lo observo mientras se cambia de zapatos, se pone un arnés grueso en torno a la cintura y se echa al hombro un voluminoso rollo de cuerda—. Vuelvo enseguida. —Dicho esto, comienza a trepar por la escarpada pared de piedra, aparentemente con un esfuerzo mínimo. No tarda mucho en alcanzar la cima, auparse sobre la cornisa y perderse de vista. Al cabo de unos minutos, empiezo a preguntarme si me ha abandonado aquí.
—¡Eh! ¿Estás bien? —grito.
Su rostro asoma por encima de la roca.
—De maravilla. Enseguida bajo. Apártate.
Sigo sus instrucciones, retrocediendo seguramente un poco más de lo necesario, y dos cuerdas blancas gruesas aparecen en lo alto de la peña y caen pocos metros por delante de mí. Acto seguido, él se desliza por ellas, rebotando en la roca conforme desciende. Cuando llega al suelo, se le ve contento y radiante.
—¿Estás lista?
—No.
—Ten. Para empezar, ponte los pies de gato. —Introduce la mano en mi mochila y saca un par de zapatos de aspecto extraño con suela de goma delgada y terminados en punta.
—Qué estilosos. —Los cojo y los examino. Parecen sin estrenar—. ¿Los has comprado para mí?
—Son un regalito —responde con una sonrisa.
—¿Cómo sabes mi talla? —Me calzo los pies de gato. Me vienen perfectos.
Se encoge de hombros, rebusca de nuevo en mi mochila y extrae un segundo arnés, más pequeño, presumiblemente también para mí. Coge una bolsita y me la engancha al cinturón.
—Esto es tu magnesio.
—Magnesio. —Me pongo de pie. Los zapatos de elfo me producen una sensación rara.
—Para ayudarte a que te agarres mejor —explica mientras sostiene el arnés abierto para ayudarme a ponérmelo. Me lo ciñe a la cintura, recoge un extremo de la cuerda y me rodea con los brazos para manipular algo que está en la parte posterior del cinturón. Huele bien.
Alzo la vista hacia la pared vertical.
—Ni todo el magnesio del mundo me ayudaría a escalar eso.
—Sígueme, cobardica. —Coge la otra punta de la cuerda, la inserta en un artilugio metálico y lo engancha a su arnés—. Es un dispositivo de aseguramiento. Te mantendrá unida a mí. —Aunque no las tengo todas conmigo respecto a la escalada, esto último me arranca una sonrisa—. Lo único que quiero que hagas ahora es aprender a fiarte del mecanismo. Que confíes en mí y te convenzas de que no vas a caerte. —Me guía hasta una parte de la peña cubierta de hendiduras y grietas profundas. Asegura que es una estupenda «roca para principiantes» y me indica dónde apoyar los pies y las manos en los primeros movimientos que espera que haga.
—No estoy muy segura sobre esto —confieso.
—¿Por qué no? —Parece auténticamente decepcionado por mi aprensión—. No corres ningún peligro. ¿Qué puede pasarte?
—Bueno, para empezar, podrías desvanecerte en el aire cuando yo vaya por la mitad de esa roca.
—Nunca me ha pasado.
—Vale, pero, a diferencia de la mayoría de la gente, tú a veces desapareces de verdad.
—Eso no sucederá. —Aunque esa maldita sonrisa suya no debería tranquilizarme, lo cierto es que lo hace.
—Mira que eres cruel. —Me río, me acerco a la roca y meto los dedos en la bolsa de magnesio.
—Bueno, lo primero que debes hacer es comprobar que yo te haya sujetado bien con la cuerda. Luego dices: «Estoy lista para escalar».
—¿«Estoy lista para escalar»?
—Entonces yo digo «te estoy asegurando», y tú dices «subo».
—«Subo» —repito, irritada.
—Adelante. —Su entusiasmo me da un poco de rabia.
Levanto la pierna derecha hasta la hendidura, tal como él me ha enseñado, subo las manos y me aúpo. Noto que mi trasero sobresale hacia atrás en un ángulo extraño, así que encuentro otro asidero y me izo hasta él.
—Lo sabía. ¡Tienes talento para esto!
Busco otra grieta y me agarro a ella. En cierto modo es como un rompecabezas que consiste en encontrar un asidero para las manos y un punto de apoyo igual de firme para mis pies a la distancia adecuada.
—Vale, para un momento.
Justo ahora que empezaba a pillarle el truco.
—¿Por qué?
—Suéltate del todo, como si te cayeras.
Pero si no me caigo.
—¿Qué… me suelte?
—Sí. Apártate de la roca dando un empujón y suéltate.
Respiro hondo. Doy un empujón a la roca. Me suelto.
Inspiro bruscamente mientras me balanceo hacia atrás. Me quedo colgando. Oscilando.
—Solo quiero que experimentes esa sensación. Te tengo bien sujeta. Ahora mismo solo estás a unos tres metros del suelo, pero cuando estés más arriba, sentirás exactamente lo mismo si resbalas, o si necesitas descansar, ¿entendido?
—Entendido. —Es verdad que me siento a salvo, pese a que la sensación es muy rara.
—Cuando estés lista, balancéate hacia la pared y di «escalando».
Sigo sus indicaciones.
—Adelante —oigo que dice su voz desde abajo.
Continúo buscando sitios adecuados donde encajar las manos y los pies, maniobrando para alcanzarlos, sorprendida porque no me caigo. No miro hacia abajo. Ni siquiera me siento tentada de hacerlo. Estoy concentrada en resolver este rompecabezas de piedra, intentando descifrar la clave que me llevará hasta la cima. Cuando menos me lo espero, veo la luz del sol. Y el cielo.
Me empujo hacia arriba y levanto los brazos, al estilo Rocky Balboa, dando saltos adelante y atrás en la cumbre.
Luego descubro que el descenso es más aterrador.
Bennett me grita instrucciones desde el suelo, indicándome cómo descolgarme por la pared, y dónde plantar los pies.
—¿Me agarro de la cuerda? —pregunto a voz en cuello, sin bajar la vista.
—No, tú apoya los pies en la roca e inclínate mucho hacia atrás. Sé que da un poco de yuyu, pero te tengo bien sujeta. Relaja los brazos.
Al parecer no soy capaz de relajar ninguna parte del cuerpo.
—¿Y si me caigo?
—No te caerás. Anna, suelta la cuerda, o te darás la vuelta. —Obligo a mis brazos a quedar colgando a mis costados—. Confía en mí —añade.
Con los ojos cerrados, dejo que me baje. Necesito toda mi concentración para mantener los pies delante de mí, con las piernas paralelas al suelo que tengo debajo, pero consigo coger el ritmo, y al poco rato vuelvo a estar en tierra firme.
—¡Has estado increíble! —exclama Bennett, abrazándome—. ¿Qué te ha parecido?
—Bien. —Estoy eufórica, aunque los brazos aún me tiemblan un poco—. La verdad es que ha sido alucinante.
—Sabía que te gustaría. —Deja de estrecharme con tanta fuerza, y yo empiezo a apartarme de él, pero entonces noto que sus manos bajan de mis hombros hacia el arnés, para desatar la cuerda. Está tan cerca que percibo su respiración, y me cuesta un gran esfuerzo permanecer quieta mientras sus dedos batallan por deshacer el nudo que tengo detrás. Un minuto después, la cuerda cae al suelo, sus manos se separan del cinturón y se posan en la parte baja de mi espalda. Me atrae hacia sí y me besa, provocándome una descarga aún mayor de adrenalina.
—Ahora me toca a mí —declara con una sonrisa.
—¿Qué? —consigo decir.
—¿Estás preparada para aprender a asegurar al compañero de escalada?
—¿En serio? ¿Me crees capaz de sujetarte?
—Totalmente. —Retrocede un paso, y en cuanto sus manos dejan de tocarme empiezo a echarlas en falta. Abre el mosquetón de metal, lo desengancha de su arnés y lo prende al mío. Acto seguido, ocupa su posición frente a la roca.
—Subo —dice.
—Adelante —respondo.