Emma para el coche frente a la librería para que me baje, y antes incluso de que nos hayamos detenido por completo, vuelve la cabeza rápidamente hacia la tienda de discos del otro lado de la calle.
Vale, esto es un poco extraño.
—¿Vas a ir ahí? —pregunto mientas abro mi puerta y me apeo en la acera. Me inclino hacia el interior del coche para oír su respuesta.
—No, hoy no. Hoy quiero que se pregunte si voy a pasarme por allí y luego, ya sabes, me eche un poco de menos al ver que no aparezco.
Pongo los ojos en blanco. No creo que ese sea el estilo de Justin, pero luego caigo en la cuenta de que si se me pasó por alto completamente la atracción que él sentía por mi mejor amiga, tal vez es que en realidad no sé gran cosa sobre el estilo de Justin.
—Está bien, Em. Nos vemos mañana.
—Adiós, cielo —dice, y arranca.
Las campanillas de la puerta de la librería tintinean como de costumbre, pero hoy me recorre un escalofrío inesperado cuando las oigo. Por lo general las relaciono con recuerdos agradables, como el de algún sábado por la mañana en que vine a ayudar a mi abuelo a colocar libros en los estantes, o el de la primera vez que mi padre me dio un juego de llaves y me dejó cerrar la tienda por la noche. Durante los últimos dos días, he estado agradecida porque capturaron al intruso antes de que pudiera llevarse nuestro dinero, pero hasta ahora no había cobrado conciencia de que el tipo me robó mis campanillas.
—Hola, Annie. —Papá está tras el mostrador, introduciendo números en la calculadora y formando una pila pequeña con los recibos del día.
Le planto un beso en la mejilla.
—Hola, papá. —Me devuelve el beso y sigue haciendo números. Aunque no comentamos que la tienda parece distinta hoy, sé que los dos tenemos esa sensación.
—Voy corriendo al banco para ingresar el dinero —dice sin mirarme—. A partir de ahora, no quiero que te quedes en la tienda hasta la hora del cierre. Ya me encargo yo. —Me gustaba cerrar la tienda. Contemplo a papá mientras junta todos los recibos, los grapa y mete el dinero de la caja registradora en la bolsa con cremallera—. Me he encargado de que nos instalen un sistema de alarma este fin de semana. Es bastante completo, por lo que parece. Incluso tiene mando a distancia, así que basta con pulsar un botón desde cualquier parte de la librería para que la policía reciba una llamada de inmediato.
Lo miro de soslayo.
—Lo que es genial, siempre y cuando uno lleve el mando encima.
—Bueno, sí, supongo. —Se ríe—. Eso es un poco exagerado, ¿no?
—No, para nada. Podemos comprar unos cinturones a juego, con una funda pequeña. —Acerco la mano a mi funda imaginaria, desenfundo mi mando invisible y lo apunto con él. Él me imita.
—¿Sabes? Estaba pensando… —empieza a decir mi padre.
—Oh, no.
—Estaba pensando que tal vez sea hora de que contrate a un estudiante de la Northwestern para que me ayude en la tienda. Tú ahora estás más ocupada, entrenando para el campeonato estatal. Además, pronto vendrán los exámenes finales…
—Falta un mes.
—Dentro de nada, estarás liada con las solicitudes de ingreso en la universidad…
—Dentro de seis meses.
—Y aunque no me lo has presentado como es debido, me parece que ahora tienes novio.
—No tengo novio.
—Y tienes cosas mejores que hacer que pasarte una noche de cada dos sentada en esta librería que huele a viejo, ¿no crees? Sería un trabajo estupendo para un estudiante universitario.
—No, no lo sería, porque ya es un trabajo estupendo para mí. Gracias, papá, pero estoy bien. Me gusta trabajar aquí. —Además, necesito dinero para mi fondo de viajes, y este es un sitio tan bueno como cualquier otro para ganarlo.
Me atrae hacia sí y me abraza.
—¿Estás segura?
—Totalmente —digo, con la voz amortiguada por su jersey de lana.
Cuando me suelta al fin, se pone el abrigo y coge la bolsa con el dinero. Sale por la puerta y, unos instantes después, las campanillas tintinean de nuevo.
Alzo la vista y veo a Bennett caminando directo hacia mí.
—Hola.
—Hola —me responde.
Nos quedamos ahí, incómodos, cambiando el peso de una pierna a otra e intentando pensar algo que decir.
—Qué bien que hayas venido. —Me retuerzo las manos—. Quería darte las gracias otra vez por la postal. Fue un detalle muy bonito.
—No ha sido nada. —Al ver que se sonroja me alegro de no ser yo, por una vez—. También conseguí una para mí. Como recuerdo del día. —Parece tan nervioso como yo—. En fin, solo he venido a saludarte y a buscar ese libro. Sobre México. Para la clase de Argotta.
—Ah, sí, claro.
Me sigue hasta la sección de viajes y deslizo el dedo por las cubiertas, deteniéndome para extraer mis favoritos. Una vez que he reunido una buena selección de seis o siete, me siento con las piernas cruzadas en la alfombra bereber y me reclino contra la estantería.
—Siéntate. —Le indico con un gesto que se acomode a mi lado, y Bennett se coloca en la misma posición que yo. Cojo uno de los libros de la pila y lo sujeto en alto—. Este es una caca. Casi no tiene fotografías. —Lo dejo en el suelo, iniciando un montón nuevo, y cojo otro. De pronto me asalta una extraña sensación de déjà vu—. Hala.
—¿Qué pasa?
Me quedo mirándolo por unos instantes.
—¿Nos sentamos así la otra noche, antes del atraco y de que «rehicieras» lo sucedido?
—Sí. Todo ocurrió de forma casi idéntica. —Sonríe. Luego añade, sorprendido—: ¿Me estás diciendo que lo recuerdas?
—No sé. Tal vez no.
Elige un volumen del montón y me lo enseña.
—Este está bien para viajar de forma económica, pero eso no es precisamente lo que buscamos. —Con una amplia sonrisa, lo coloca encima del que casi no tiene fotografías.
Suena como algo que diría yo. Coge otro.
—En este hay una lista de hoteles y restaurantes de primera categoría, un poco caros para nosotros. Pero las fotos son chulas.
Sí. Es cierto. Y esto empieza a ponerme los pelos de punta.
Coge otro libro y, cuando abre la boca —quizá para repetir otra frase mía—, lo interrumpo.
—¿Por qué no dices directamente cuál es el que te recomendé?
Se inclina sobre mí, extiende la mano hacia un estante y saca un libro.
—Disculpa. —Me roza el brazo y se sienta de nuevo en el suelo, pero más cerca de mí; tan cerca que nuestras rodillas se tocan—. Este es tu preferido.
Muevo la cabeza afirmativamente.
—La información más detallada. Fotos impresionantes. Recomendaciones de hoteles económicos, pero no pensiones o cosas por el estilo. Y también propone excursiones de tres o cinco días, además de estancias más largas, así que podemos combinarlas…
—Quiero que me cuentes lo que falta del segundo secreto.
Me contempla por un momento.
—¿En dónde me había…?
—Puedes rehacer detalles menores del pasado para influir en el resultado, pero no borrar un suceso por completo. Puedes viajar a cualquier lugar del mundo y a otras épocas, pero solo entre unas fechas determinadas.
Me mira como si le asombrara mi capacidad para recordar sus palabras con tal exactitud, pero ¿cómo no iba a recordarlas? Me he pasado la noche dándole vueltas a la cabeza.
—Ya. —Sonríe ligeramente—. Solo puedo viajar a épocas que coincidan con el tiempo que llevo de vida. No puedo retroceder al día anterior a mi nacimiento, ni viajar un segundo más allá de la fecha actual. La primera vez que lo intenté, dio resultado, pero, en fin, las cosas se torcieron. Después lo he intentado miles de veces, pero no lo consigo.
Trazo en mi mente una línea temporal que comienza el año en que él nació y que llega hasta la actualidad.
—¿O sea que no puedes viajar a un momento anterior a 1978 o posterior a hoy?
Recoge una de las guías de viaje de México y se pone a pasar rápidamente las páginas como si fuera un folioscopio, rehuyendo deliberadamente mi mirada.
—No. Puedo viajar más lejos en el futuro.
—Pero creía que no podías… Entonces, ¿cómo…? —No lo pillo. Y él no me está ayudando demasiado—. Vale, te lo preguntaré de otra manera: ¿cuál es el año más lejano al que has viajado después de 1995?
Inspira bruscamente.
—2012 —responde sin mirarme.
—Pero ¿eso no cae fuera de «el tiempo que llevas de vida»?
Su expresión parece indicar que no, y noto que se me forma un nudo en la boca del estómago. Arquea las cejas, como esperando a que yo extraiga conclusiones.
—Espera… ¿Cuándo naciste?
Creo que transcurre un minuto entero antes de que él me responda. Al menos es la impresión que tengo.
—El 6 de marzo. De 1995.
Fijo la vista en él durante un rato.
—Eso fue el mes pasado.
—Sí, lo sé.
—¿El 6 de marzo de 1995?
—Sí.
De pronto lo entiendo. Las fotos en la sala de estar de su abuela. Los retratos enmarcados de su hija con un bebé en brazos. Un bebé llamado Bennett.
—No puede ser. —Sigue sin alzar la mirada hacia mí—. Las fotografías en la repisa de la chimenea de Maggie… —Ni siquiera soy consciente de haberlo dicho en voz alta, pero él posa los ojos en mí finalmente y asiente—. Maggie es tu abuela.
Asiente de nuevo.
—Y tu «yo» de verdad es… —No consigo articular las palabras «un recién nacido»—. Está en San Francisco. —Por eso no hay fotos del Bennett mayor en la pared de Maggie.
—Bueno, yo soy mi «yo» de verdad. —Estira el brazo y le da un golpe para demostrar que es sólido. Luego se vuelve hacia mí—. Pero sí: en 2012 tengo diecisiete años. En 1995, en sentido estricto…, no.
Me imagino una línea temporal totalmente distinta, que se inicia en 1995 y termina en 2012.
—¿Qué hay de… tu otro yo, el de las fotografías?
—Todavía está en San Francisco, seguramente en una cuna, contemplando un móvil colgado del techo o algo así. —Me estremezco y él me mira de reojo, pero intento sacudirme esta sensación y disimular lo pasmada que estoy por este asunto del bebé Bennett. Debo de parecer confundida más bien, porque él me aclara—: Puedo estar en dos sitios distintos a la vez, pero no puede haber dos versiones de mí en el mismo lugar.
—¿Qué pasaría si te encontraras contigo mismo en el mismo lugar?
—Bueno, nunca permito que ocurra por accidente. Pero si lo hago a propósito, mi yo más joven desaparece y yo ocupo su lugar, como ocurrió la noche del atraco. Entonces rehago el pasado.
Bajo la vista hacia los libros y jugueteo con las páginas.
—¿Me mentiste respecto a la enfermedad de tu abuela?
—No del todo. Es cierto que tiene Alzheimer, pero… no en 1995.
—¿Y por qué cree que eres un estudiante de la Northwestern? —Esta vez alzo los ojos hacia él.
Suspira.
—Es lo que le dije cuando fui para alquilar la habitación.
Sigue apretándome el brazo con la mano, pero lo aparto para hacer el tonto con un hilo suelto de la alfombra mientras me esfuerzo por no hiperventilar.
Puede viajar hacia delante desde 1995, porque todo lo que ocurre a partir de este punto es su futuro.
Vive con una mujer que no tiene idea de que él es su nieto.
No debería estar aquí en 1995.
—Este es tu pasado —digo.
—Sí.
—¿Cuánto ha durado tu estancia más larga en el pasado? —Cierro los párpados de nuevo, incapaz de mirarlo.
—Treinta y seis días —lo oigo susurrar.
—¿Y cuándo fue eso?
—Mañana se cumplirán treinta siete días —responde al cabo de un momento.
Cierro los ojos de nuevo. Me parece que no estoy llevando muy bien todo esto.
Y aún no lo he oído todo. No sé quién es la persona sobre la que farfullaba aquella noche en el parque, ni cómo llegó él aquí, ni de dónde vino, ni qué hace en Evanston, ni por qué no se ha marchado todavía, pese a que en teoría solo debía pasar un mes aquí.
Al fin abro los párpados y le escruto el rostro.
Soy dieciséis años mayor que él. Pero no lo soy.
Él es un año mayor que yo. Pero no lo es.
Me mira directamente a los ojos.
—Oye, sé que esto es raro. E incluso ahora que te he explicado el resto del segundo secreto, te falta conocer el tercero. —Levanta la vista al techo y se impone el silencio por unos instantes antes de que se vuelva de nuevo hacia mí—. El caso es que se supone que no debería estar aquí, Anna. Ni en Evanston, ni en 1995. En principio no debería conoceros ni a ti, ni a Emma, ni a Maggie. No debería ir a ese colegio, ni hacer estos deberes, ni pasar el rato en vuestro café. —Me toma de las manos como si se dispusiera a transportarme a algún sitio, pero no salimos de la habitación; simplemente nos acercamos el uno al otro—. Nunca me quedo en ningún sitio. Lo visito, lo observo y me marcho. Jamás me quedo.
No estoy segura de cómo debo reaccionar a esta información. ¿Le digo que se marche? ¿Le pido que se quede? Antes de que pueda plantearme otras alternativas, se arrima a mí, me sujeta la cara con las manos, y yo topo de espaldas con la estantería cuando él me besa con intensidad, como si no deseara otra cosa que estar aquí, como si un beso largo y profundo pudiera hacer que nada de lo que me ha dicho sea cierto. Y, aunque sé que todo es cierto y que es una estupidez increíble sentir lo que siento por alguien cuyo lugar no está aquí —y que, cuando se vaya, no estará precisamente a un vuelo de distancia—, separo las manos de la alfombra bereber, las llevo a su espalda y lo atraigo hacia mí hasta que acabo recostada sobre los estantes. Porque sé que está aquí ahora, y porque estoy casi segura de que no quiero que esto termine. Nunca.
De pronto, se aparta.
—Lo siento mucho.
—No tiene importancia —digo, intentando recuperar el aliento.
—No. Sí que la tiene. Esto no es lo que planeé. No debería haber complicado más aún la situación. —Se pone de pie y se alisa el cabello con los dedos—. Tengo que irme. Lo siento mucho.
—Bennett. —Intento sonreírle, fingir que lo que acaba de ocurrir no me ha afectado, pero él ni siquiera me mira—. No pasa nada, Bennett. Por favor, no te vayas.
Pero él ya ha atravesado la puerta, dejándome sola con el resto del segundo secreto y las palabras que ha pronunciado justo antes de besarme. «Jamás me quedo».