Bennett está de pie frente a la estantería empotrada en la pared, examinando mis trofeos y dorsales.
—Vaya. ¿En cuántas carreras has participado?
—Ochenta y siete. —Atravieso la habitación y dejo caer la bolsita con arena en mi mesilla de noche. Golpea la superficie con un sonido suave, una grata confirmación de que es real.
Bennett recorre el dormitorio, analizando cada trofeo y cada fotografía.
—Es increíble. Eres muy buena.
—Pareces sorprendido.
—No. —Me mira a los ojos y noto que se me corta el aliento—. No estoy sorprendido, sino impresionado.
Desvía su atención de los trofeos hacia lo que hay entre ellos: mis CD. Camina a lo largo de los estantes, deslizando el dedo por el lomo de plástico de las fundas hasta que encuentra uno, lo saca, examina la carátula y lo devuelve al sitio que le corresponde por orden alfabético. Reclinada sobre mi mesa, lo observo mientras echa una ojeada a Cheshire Cat, de Blink-182, Sixteen Stone, de Bush, y Siamese Dream, de The Smashing Pumpkins.
—Menuda colección tienes.
Seguramente da la impresión de que me he gastado todo mi sueldo de la librería en CD.
—Mi padre es muy amigo del dueño de la tienda de discos de la acera de enfrente. Intercambiamos libros por música. Soy yo quien más sale ganando.
Extrae algunas fundas más y se detiene, con la punta del dedo sobre una de las recopilaciones.
—¿Qué son? —pregunta, cogiendo una de las veinte carcasas pintadas con los remolinos de acuarela típicos de Justin.
—Música para correr. Mi amigo Justin la selecciona para mí. Su padre es el propietario de la tienda de discos.
Asiente y aparta la vista antes de que yo alcance a ver su expresión. Mientras continúa inspeccionando mi colección de discos, pulso el botón de reproducir en mi cadena de música, luego el de seleccionar al azar, y de inmediato empieza a sonar la letra de «Walk on the Ocean».
We spotted the ocean
At the head of the trail[3].
—Oye, yo he visto tocar a estos tíos —dice sin apartar la mirada de los estantes—. En un club pequeño de Santa Bárbara. Son bastante buenos.
—¿Los has visto en vivo? —Aunque ya me ha quedado claro, me siento obligada a decir algo, pues noto una opresión en el pecho por estar ahí de pie, recordando la remota isla de Ko Tao y escuchando una canción que cuenta una historia de un viaje a un océano lejano, de caminar sobre piedras, y de volver a casa sin fotos que lo demuestren.
—Es una especie de hobby.
—¿A quién más has visto?
Se encoge de hombros y hace un gesto hacia la estantería.
—Prácticamente a todos estos. —Como si los destinos exóticos del mundo no fueran suficientes.
—¿En serio? —Mis ojos se posan en el tablón de corcho que tengo encima de mi mesa, donde está clavada mi solitaria entrada para un concierto de Pearl Jam, y suspiro. Incluso las cosas que guardaba como tesoros hasta hace un par de días me parecen patéticas y banales cuando las veo a través de sus ojos.
Sigue la dirección de mi mirada hasta la mesa, se acerca y examina el trozo de papel.
—No puede ser.
—¿El qué?
Sacude la cabeza enérgicamente, como si intentara desterrar un pensamiento no deseado.
—Nada. Yo tengo un cuenco enorme lleno de entradas de conciertos… —Abre los brazos para mostrarme el tamaño del cuenco y confirma mi suposición. Seguramente le parece increíble que yo solo haya ido a un concierto.
Y entonces se fija en el mapa. Ahora me siento aún más insignificante.
Se dirige hacia él para estudiarlo más de cerca, y se queda allí de pie, con los brazos cruzados, muy serio, examinándolo como si fuera una obra en una galería de arte. Me tapo los ojos, avergonzada y me obligo a colocarme a su lado.
—Mi padre lo hizo para mí. Se supone que era para que marcara los lugares a los que viajara. —Me retrotraigo a la noche en que, en el café, le hablé de mis planes para ver mundo, y lo miro a la cara, de reojo y disimuladamente. Me pregunto qué está pensando. No; en realidad sé qué está pensando. Al igual que mi entrada solitaria, los cuatro alfileres de mi mapa deben de presentar un cuadro lastimoso, sobre todo para alguien que nunca ha conocido límites.
—Como ves, he empezado bien.
Sin embargo, él se limita a escudriñar el mapa.
—Es fantástico —comenta. Tras una larga pausa, da un paso atrás para contemplarlo entero—. ¿Sabes qué? No he estado en ninguno de esos lugares. —Suelto una risotada—. Lo digo en serio —añade. Ya, claro. Como si no estuviera tomándome el pelo.
Coloco las manos con la palma hacia arriba, como platos de una balanza, y las muevo arriba y abajo como si sopesara los destinos.
—Veamos. Es martes. ¿Me voy a hacer piragüismo en Boundary Waters o rafting en el Amazonas? ¿El Amazonas o Boundary Waters? —Recalco esta última región como si fuera la más interesante o exótica de las dos—. No pasa nada, Bennett. No tienes por qué fingir que te parece «fantástico». —Dirijo la vista a un punto situado detrás de él, en vez de a sus ojos—. A decir verdad, solía ponerme un poco triste al ver el mapa. Supongo que todavía me pasa a veces.
Él acorta la distancia que nos separa, y creo que dejo de respirar cuando noto el calor de su piel cerca de la mía. Aunque la sudadera, que le viene demasiado grande, no le marca los músculos como la camiseta, no dejo de imaginar sus hombros fuertes debajo, el vigor con que braceaba en el agua, el modo en que su cuerpo emergió de la espuma del mar.
—¿Por qué te pones triste?
Me vuelvo hacia él, con la opresiva sensación en el pecho de estar guardándome lo que quisiera decir en realidad.
—Cuatro alfileres —balbuceo al fin, y le dedico una sonrisa forzada, intentando actuar como si no me importara demasiado. Nos miramos fijamente sin decir una palabra.
Entonces Bennett se inclina hacia mí y saca un alfiler del bote de plástico transparente que tengo detrás, sujetándolo por la afilada punta. Lo sostiene en alto. La diminuta cabeza redonda y roja parece enorme en el espacio que media entre nosotros.
—Cinco —dice, extendiendo la mano.
Cojo el alfiler de entre sus dedos y me quedo contemplándolo, con los labios apretados para no romper a llorar.
—Ni siquiera sé dónde está —confieso finalmente con una carcajada de vergüenza.
—Justo aquí —dice en tono amable y en absoluto condescendiente mientras señala un punto no marcado del golfo de Tailandia.
Observo la mota en el mapa, no mucho más grande que la punta misma del alfiler, y me pregunto cómo algo tan minúsculo puede representar las cuatro horas más extraordinarias de mi vida. Luego miro a Bennett, con el chándal de mi padre y las greñas espolvoreadas todavía de arena. Su expresión, dulce y cordial, denota, si cabe, una gratitud más profunda que la mía. Me ha hecho este regalo hoy, pero no puedo evitar la sensación de que yo también le he hecho uno.
Echo otra ojeada al alfiler y doy unos pasos hacia el mapa. Sigo reprimiendo las lágrimas, feliz y abrumada, mientras estiro las manos trémulas y lo aprieto con fuerza hasta clavarlo en la diminuta isla de Ko Tao.
He preparado sándwiches de queso derretido y estamos sentados en el sofá, comiendo e intentando pensar algo que decir. Él no ha comenzado a revelarme sus otros secretos, y ya hemos superado la etapa de las charlas insustanciales, así que enciendo la tele y cambio de un canal a otro para hacer algo, pero no hay gran cosa que ver a las dos y media de un día entre semana. Por otra parte, a Bennett no parece importarle; los anuncios le resultan mucho más divertidos que los programas, pero se niega a explicarme por qué. Y, lo que es más grave, no parece preocuparle que el día esté tocando a su fin sin que él me lo haya contado todo. Ni siquiera conozco el resto del segundo secreto.
Levanto el mando a distancia con un gesto teatral, fijo los ojos en él y apago el televisor. El silencio se impone en el salón y él se vuelve hacia mí.
—Estoy preparada para lo que falta del segundo secreto.
—¿No has tenido suficiente por hoy?
Niego con la cabeza.
—De acuerdo. —Se reclina contra los cojines y se tuerce hacia mí. Apoya el brazo en el respaldo del sofá y, por un momento, es como si nos encontráramos de nuevo en el café, confiándonos nuestros secretos. Me dirige una sonrisita breve, y este gesto pequeño e insignificante me da ganas de inclinarme hacia él y besarlo de una vez. Pero temo que, si lo hago, nunca me enteraré de lo demás.
Respira hondo.
—Aunque puedo ir a cualquier lugar del mundo, los viajes en el tiempo están… limitados. Puedo retroceder a otras épocas, pero solo si están comprendidas entre ciertas fechas. —Me mira con fijeza, como esperando a que yo reaccione, y, al ver que me quedo igual, abre la boca para proseguir.
—Espera. —Alzo el dedo frente a mí y aguzo el oído.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Oigo que una puerta de coche se cierra. Mamá o papá habrían aparcado en el garaje, así que solo puede tratarse de una persona.
—Emma —digo, presa del pánico. No quiero que Bennett se marche todavía, pero tampoco quiero explicar qué hace sentado en mi salón.
—No te preocupes. Me iré. —Me toma de la mano y me da un leve apretón—. Nos vemos mañana —agrega. Su mano, que aún está sujetando la mía, se torna transparente ante mis ojos. Luego desaparece del todo, junto con el resto de su cuerpo. Me pregunto si alguna vez me acostumbraré a esto.
Ella golpea con fuerza la puerta delantera y luego toca el timbre por si acaso.
—¡Ya voy! —grito mientras deslizo los dos platos con los restos de sándwiches de queso debajo del sofá e inspecciono el salón en busca de otros indicios de que no he pasado el día sola. Cuando abro la puerta, Emma entra tan rápidamente que por poco se cae al suelo.
—¡Oh, Dios mío! —chilla mientras deja caer su mochila en el suelo y me estrecha entre sus brazos—. ¡Me han contado lo que pasó anoche! ¿Cómo estás?
¿Lo de anoche? ¿El atraco? ¿De verdad sucedió anoche?
—Estoy bien —me oigo decir por encima de los latidos ensordecedores de mi corazón.
—¡He intentado venir desde que me he enterado, pero Dawson me ha pillado intentando salir del cole, y no me ha dejado escapar! —Su voz suena aguda y melodramática—. He estado tan preocupada… ¿De verdad que estás bien? ¿Quieres hablar de ello? —Se deja caer exactamente en el mismo lugar en que Bennett estaba sentado hace un momento.
—En realidad, no —resoplo, pero los ojos ansiosos de Emma me dicen que su faceta protectora necesita asegurarse de que me encuentro bien, mientras que su faceta cotilla está deseando conocer todos los detalles. Como no puedo explicarle que me he pasado la tarde en una isla tailandesa y no sé si estoy preparada para hablarle de Bennett, decido que lo mejor será darle lo que quiere—. Todo sucedió tan deprisa…