12

Estamos exactamente en la misma posición que en la cocina, de pie, el uno frente al otro, y tomados de las manos. Sin embargo, cuando bajo la mirada, veo que estoy pisando arena.

Achicando los ojos por el sol, dirijo la vista hacia el agua azul verdosa que se extiende hasta donde alcanza la vista, detrás de él. Es una cala pequeña; resulta visible en toda su extensión en ambas direcciones. Unas rocas gigantescas contienen las aguas serenas y color turquesa de la bahía hasta donde se encuentran con las del océano, y unas peñas altas e irregulares se elevan hacia el cielo, como sujetalibros que aprisionan firmemente la arena blanca entre ellas. Me vuelvo hacia atrás; allí no hay más que una densa maraña de árboles. No hay nadie a la vista. Por ninguna parte.

Bennett me observa. Aún me sujeta las manos, por fortuna, pues estoy casi segura de que he dejado de respirar.

—Lo sé, es un tópico manido: una playa solitaria en una isla desierta… —‌Se interrumpe y me mira—. Anna, ¿te encuentras bien?

Soy incapaz de apartar los ojos del paisaje. No puede ser real.

—¿Dónde estamos? —‌Sin duda le he soltado las manos, porque ahora me alejo de él, como si una fuerza invisible me atrajera hacia el agua.

Su voz me sigue.

—Es uno de mis lugares preferidos de todo el mundo… Ko Tao. Una isla diminuta de Tailandia. Solo se puede llegar por mar, y no hay embarcadero. De hecho, la gente tiene que caminar por el agua hasta…

—Anda ya. —‌Me detengo y doy media vuelta de cara a él—. ¿Estamos en Tailandia? ¿Justo en este momento… estamos en Tailandia?

—Bienvenida a Tailandia. —‌Sonríe y abre los brazos.

—Estoy en Tailandia. —‌Tal vez la repetición me ayude a asumirlo.

Mis pies se desplazan hacia el agua, que se extiende centelleante y cristalina ante mí. Es como un espejismo de dibujos animados, que ofrece un aspecto hermoso y refrescante hasta que uno de los personajes se inclina hacia delante con incredulidad, y en el instante en que lo toca con el dedo desaparece sin dejar rastro. Estoy tan preparada para presenciar un fenómeno así que, cuando me arrodillo, sumerjo la mano en el mar y noto la humedad, me llevo una sorpresa.

Percibo la mirada de Bennett sobre mí mientras giro en redondo, despacio, contemplando cada centímetro cuadrado de esta isla, cada palmera, cada piedra, cada ola, cada valva. Soy consciente de la expresión que me asoma a la cara. Tengo los ojos desorbitados, la boca abierta y la frente arrugada. Supongo que estoy ridícula, hasta que miro a Bennett. Sonríe maravillado, como si el asombrado fuera él. Cierro los ojos y aspiro… todo.

—¿Estás bien?

Respondo afirmativamente con la cabeza.

—Bien. Vamos. —‌Bennett me toma de la mano y caminamos juntos por la playa. El agua nos pasa por encima de los pies antes de retroceder de nuevo, y avanzamos pisando la arena mojada hasta que dejamos atrás las rocas gigantescas. Bennett me guía cuesta arriba hasta una zona aislada que está seca y caliente, y yo me quito el jersey de manera que lo único que se interpone entre mi piel y la arena ardiente es mi camiseta. Me tumbo boca arriba y me derrito.

—Aquí se está mucho mejor que en mi cocina —‌digo al cielo, y luego me vuelvo hacia Bennett.

Está recostado en el suelo, apoyado en un codo y observándome con una sonrisa de satisfacción. Me coloco de costado, reflejando su pose. Los dos tenemos una mano ocupada sosteniéndonos la cabeza, pero al parecer ninguno de los dos sabe qué hacer con la otra. No sé si es por el calor que irradia la arena o por lo irresistible que está con su camiseta delgada y sus vaqueros, pero tengo ganas de extender el brazo hacia él y descansar mi mano libre sobre la pequeña porción de piel que asoma entre ambas prendas. Me imagino que me atrae hacia sí para besarme y que rodamos juntos sobre la arena como si nos encontráramos de pronto en una sesión de fotos para el anuncio hortera de alguna colonia de marca. Pero entonces me viene a la memoria la noche en que me acompañó a casa después de tomar café y yo reuní el valor para agarrarlo por las solapas de su abrigo. Acabé sola en la nieve, sintiéndome rechazada. Como no me atrevo a tocarlo, me pongo a trazar círculos pequeños en la arena con el dedo.

—Vaya… —‌digo—. Así que Tailandia.

Me dedica una sonrisa que rezuma seguridad en sí mismo.

Lo contemplo por un momento, preguntándome por qué estaba tan preocupado respecto a traerme aquí. ¿Quién no querría participar aunque solo sea un poco en algo tan imposible, tan mágico?

—No lo entiendo. ¿Cuál es la parte negativa?

Me sonríe de un modo que parece indicar que he cumplido el requisito para pasar al nivel siguiente, como si tuviera una lista en la mente con una casilla en blanco junto a las palabras: «Ser teleportada a una isla desierta sin perder los papeles». Prueba superada.

Pero sé que aún le quedan secretos por contarme. Dos más, concretamente. Seguramente debería quedarme aquí tendida, disfrutando la vista sin comerme el coco, pero no puedo. Necesito respuestas.

—¿Cómo supiste anoche que necesitaba ayuda?

—No lo sabía. Estaba allí porque quería comprar un libro sobre México, para la redacción sobre viajes que nos pidió Argotta.

Aunque estoy confundida respecto a buena parte de lo que sucedió anoche, no me cabe la menor duda de que estaba sola cuando entró el matón con la navaja.

—De eso, nada. No estabas en la librería.

Estira el brazo hacia mí y se me desboca el corazón al pensar que va a tocarme, pero en vez de ello coge un puñado de arena y la deja resbalar entre sus dedos.

—¿Estás segura de que quieres oír esta parte?

Clavo la vista en él y finalmente asiento con la cabeza.

—El atraco no se produjo tal y como lo recuerdas. —‌Una vez que toda la arena ha caído de su mano, se frota la palma contra los vaqueros y me mira para evaluar mi reacción.

Yo me limito a arquear las cejas y esperar.

—Llegué a la librería. Tú y yo charlamos sobre México. Luego el tipo irrumpió por la puerta.

—Qué va. Lo recuerdo perfectamente. Estaba sola, sin lugar a dudas…

—Deja que te explique —‌me interrumpe—. En tus recuerdos estabas sola, es cierto. Pero la primera vez no ocurrió así.

—¿La primera vez?

—La primera vez que estuve en la librería. Hablábamos sobre nuestros planes de viaje. Cuando la puerta se abrió de golpe, te levantaste del suelo para atender al que pensabas que era un cliente, y él te agarró. Pero no me vio. Tuve tiempo de desaparecer.

Pienso en el truco que Bennett acaba de ejecutar ante mí —‌Dios santo, ¿hace cuánto rato? ¿Unos quince minutos?—, cuando estaba sentado en el taburete de mi cocina, se desvaneció en el aire y se materializó en el mismo lugar un minuto después. Aunque anoche hubiera desaparecido, eso no explica cómo pasé de tener una navaja en el cuello a estar debajo de un olmo durante una tormenta de nieve.

—Me esfumé de la librería, retrocedí cinco minutos, reaparecí en la trastienda y llamé a la policía desde tu teléfono.

Aquella voz. El ruido procedente de la trastienda.

—Te oí… —‌Empiezo a recordar detalles sueltos, pero sigo sin encontrarles sentido. ¿A qué se refiere con eso de «la primera vez»?—. Un momento. ¿Acabas de decir que retrocediste? ¿Cinco minutos?

Mueve la cabeza afirmativamente.

—Así es. Retrocedí.

—¿En el tiempo?

Ladea la cabeza y esboza una sonrisa tímida.

—También… sé hacer eso.

—¿Así que retrocediste en el tiempo… y cambiaste el pasado?

Sonríe avergonzado, como si le supiera mal, pero no hubiera podido evitarlo.

—Digamos más bien que lo rehíce.

—Entonces ¿por qué no me avisaste simplemente que alguien estaba a punto de atracar la librería, o echaste el cerrojo antes de que él entrara? —‌No es mi intención quedar como una desagradecida, pero no puedo evitar pensar que habría sido agradable ahorrarme el mal trago de tener una navaja contra el cuello.

—No puedo hacer eso —‌replica—. No impido que se produzcan los acontecimientos, sino que modifico hechos menores, detalles pequeños que pueden influir en el resultado. Si hubiera impedido el atraco en su totalidad (y nunca he hecho nada semejante, así que ni siquiera estoy seguro de que pueda), tal vez habría ocurrido algo más terrible. El tipo habría podido atracar a otra persona a punta de navaja sin que lo pillaran. Quizá te habría visto regresar a pie a casa un par de horas después y… —‌Su voz se apaga y se queda callado por un momento—. En fin, tengo por norma no cambiar los acontecimientos importantes.

—¿O sea que no podías impedir el atraco, pero sí volver cinco minutos antes?

Hace un gesto de asentimiento.

—En realidad, ni siquiera debería haber hecho eso, pero sí.

—Y llamaste a emergencias desde el teléfono de la trastienda.

Él mueve la cabeza afirmativamente de nuevo.

—¿Por qué no se presentó la policía?

—Se presentó, pero no a tiempo. Después de telefonear, me escabullí de la trastienda y me escondí detrás de una estantería. Cuando él te llevó hasta la caja fuerte, decidí que no podía seguir esperando a la poli. Tenía que sacarte de allí por mí mismo. Por si acaso.

De pronto lo pillo: ¿Bennett no solo desaparece y reaparece en un sitio distinto, sino que viaja hacia atrás en el tiempo? Quisiera mostrarme valiente, imperturbable y digna de oír lo que falta, pero no consigo digerirlo todo.

—Ese era el segundo secreto que ibas a revelarme, ¿verdad?

Asiente.

—En parte.

—¿En parte? —‌Abro mucho los ojos. Me recuesto otra vez en el suelo y tiendo la mirada hacia el cielo.

—¿Te encuentras bien? —‌pregunta. Noto que mi cabeza forma un montoncito de arena cuando la muevo arriba y abajo. Pero tiene razón; cuesta asimilar tanta información. Me coloco el brazo encima de los ojos para protegerlos del sol, y permanecemos ahí tumbados en silencio durante unos minutos. Tengo un brazo sobre los párpados y el otro sobre la arena que nos separa. De pronto noto el cosquilleo de unos gránulos calientes que resbalan por la superficie de mi brazo y se apilan lentamente sobre la palma de mi mano. Cuando alzo la vista, advierto que Bennett está inclinado sobre mí, observando el hilillo de arena que cae de su mano a la mía—. ¿Lo ves? —‌dice con una amplia sonrisa—. Te dije que alucinarías.

—No estoy alucinando.

—Y una porra —‌replica con una risa nerviosa—. Estás alucinando pepinos.

Me incorporo apoyándome sobre los codos y deshaciendo su montoncito de arena, y lo miro. Luego paseo la mirada por el marco paradisiaco que nos rodea —‌palmeras, arena blanca y agua color turquesa—, esta postal en la que él acaba de introducirnos por arte de magia, y empiezo a entender lo inverosímil que es en realidad todo esto. Nos habrían hecho falta dos vuelos, un barco y más de treinta horas para llegar aquí desde Chicago. Yo debería estar a muchos husos horarios de aquí, y debería estar oscuro. Yo tendría que estar quejándome de la baja sensación térmica, y no disfrutando del contacto de la brisa cálida con la piel. Y, sobre todo, debería estar en la clase de Historia universal avanzada. Me vuelvo hacia Bennett con una sonrisa sincera.

—Gracias por traerme aquí.

Parece aliviado.

—No hay de qué.

—Tus poderes son… —‌Todas las palabras que se me ocurren se quedan cortas, pero me conformo con «asombrosos».

—Gracias. —‌Aunque aún no he oído lo que falta del segundo secreto, siento que estoy haciendo pequeños progresos y que cada vez estoy más preparada para ello.

—Oye, sé que no puedo darte todas las respuestas que quieres, al menos hoy, pero puedo ofrecerte esta aventura intrépida. —‌Se pone de pie, se sacude la arena de los tejanos y me tiende la mano.

—¿Sabes? Nunca había visto el mar. —‌Intento teñir mi voz de desenfado y coquetería, como si lo que estoy confesando no tuviera nada de raro.

—Lo sé. Me lo dijiste anoche. Intentabas decidir qué playas incluirías en tu itinerario para poder correr en la arena por las mañanas y nadar en el mar.

De acuerdo, eso es raro.

—Y supongo que me hiciste alguna sugerencia.

—La Paz —‌dice con toda naturalidad. Esto es decididamente raro. Y no me hace mucha gracia que hayamos mantenido una conversación que no recuerdo. Pero antes de que pueda irritarme, él cruza los brazos sobre su torso, se agarra la camiseta por abajo y se la quita por encima de la cabeza. Tiene los brazos más musculosos de lo que imaginaba, su pecho es perfecto y creo que me he quedado boquiabierta.

Adelanta la pierna y, con el dedo gordo del pie, traza una línea en la arena frente a nosotros.

—No es La Paz, pero hay agua y arena. —‌Con una sonrisa radiante, se agacha como si fuera a participar en una carrera—. Prepárate, Greene.

No estoy segura de si espera que me quede en sujetador y braguitas, pero solo de pensarlo noto un calor en la cara que no tiene nada que ver con la temperatura del lugar. Bajo la vista a mis pies descalzos y mis vaqueros. Me pregunto hasta qué punto se transparentará mi camiseta gris. Pero cuando contemplo el mar y estrujo la arena entre los dedos de los pies, decido que me da igual. Riendo, me coloco en posición de salida.

—Listos. —‌Se vuelve hacia mí con una sonrisa pícara—. ¡Ya! —‌grita, y salimos disparados. Corremos lo más deprisa que podemos hasta que la arena se torna más oscura y húmeda y las olas acaban por alejarnos de la cálida playa.

Nado hasta adentrarme en la corriente. Me zambullo. Noto que las olas me acarician el cuerpo cuando me impulso contra ellas. Miro hacia un lado, y veo a Bennett allí, abriéndose camino en el agua con los brazos antes de sumergirse de nuevo. Lo sigo por debajo de la superficie, dejando que los ojos me escuezan a causa de la sal y que su sabor me inunde la boca. Disfruto cada instante de cada sensación punzante, deseando que este momento no acabe jamás.

Cuatro horas después, regresamos a casa, donde solo ha transcurrido un minuto. Las tazas de café aún humean. El agua sigue estando helada. Y yo estoy a punto de arrojar.

—No tienes muy buena cara. —‌Bennett me conduce al sofá del salón y me indica que me recueste. Una voz que suena muy lejana dice—: Te traeré unas galletas saladas. —‌Y a lo lejos oigo puertas de armarios que se abren con un chirrido y se cierran con un golpe sordo. Bennett regresa con una caja enorme de galletas.

Se sienta en el borde del sofá y baja la mirada hacia mí.

—Interesante. —‌Me contempla con fascinación, como si yo fuera un pegote de una sustancia pringosa no identificada en una placa de Petri—. También a ti te revuelve el estómago.

Veo que me ofrece una galleta blanca pero ni siquiera puedo cogerla. Me tapo la boca y cierro los ojos para que la habitación deje de dar vueltas. «Dios mío, por favor —‌suplico para mis adentros—. No permitas que vomite delante de él. Por favor. Es lo único que te pido». No estoy segura de si es por efecto del tiempo o por intervención divina, pero al cabo de unos minutos terribles, la sensación remite y consigo abrir los ojos. Él sigue aquí, con expresión de culpabilidad y con la galleta salada en la mano. Esta vez la acepto, le doy un mordisquito en la esquina y luego tomo un bocado más grande.

—Lo siento mucho —‌dice, pero yo fijo la vista en él, desconcertada, y aunque tengo la boca llena intento hablar—. ¿Qué has dicho? —‌pregunta. Parece muy preocupado.

Trago en seco.

—Ha valido la pena. —‌Esbozo una sonrisa y cojo otra galleta. Me como algunas más y me incorporo cuando me tiende un vaso de agua y me ordena que beba a sorbos pequeños. Mis ojos logran enfocar mejor el salón.

Me rasco la pernera con una uña y examino la tierra húmeda y apelmazada que se me ha adherido al pantalón. Hemos vuelto a casa, al frío y la nieve, pero estoy mojada y cubierta de arena de una isla tailandesa.

—No fastidies. —‌Empiezo a recobrar la energía. Me río, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Esto es flipante. —‌Me vuelvo hacia Bennett y advierto que sus vaqueros tienen el mismo aspecto que los míos.

Me levanto, sintiéndome un poco mejor, y él me sigue escaleras arriba hasta la habitación de mis padres. Saco unos pantalones de chándal y una camiseta de la cómoda de mi padre, le paso la pila de prendas dobladas y le enseño dónde está el baño.

A solas en mi cuarto, me despego la ropa de la piel. Me quito la camiseta, sacudo el cabello y, al observar maravillada la arena que sale volando y se dispersa sobre mi cubrecama, no puedo contener una risita. Después de ponerme un pantalón deportivo negro y ceñido y una sudadera de una carrera de diez kilómetros que corrí el año pasado, me acomodo en la cama. Deslizo la palma sobre los gránulos, pensando en Ko Tao, en el sol abrasador y en la sal del mar, y de pronto me siento muy agradecida por cada partícula de arena —‌en mi cama, en la alfombra, en el pelo, en mi ropa—, porque constituyen el único recuerdo tangible que conservo de la experiencia que he vivido hoy.

—¿Dónde pongo esto? —‌La voz de Bennett me devuelve bruscamente a la realidad, y cuando me vuelvo hacia él, lo veo de pie frente a mi puerta, adorable con la sudadera de la Maratón de Chicago de mi padre.

Recojo mis prendas arenosas del suelo y me reúno con él en el pasillo.

—Dame, yo me encargo —‌digo, y añado su montón al mío.

Me sujeta de los brazos con suavidad cuando paso por su lado.

—Oye…, ¿te encuentras bien? Por un momento me ha parecido que estabas triste.

—No, para nada —‌replico con una carcajada—. Es solo que me habría gustado tener un souvenir, una postal o algo así. Es una tontería. Enseguida vuelvo. —‌Bajo las escaleras flotando, casi sin tocar la madera con los pies.

No solo he salido de Evanston.

He salido del país.

Coloco la pila de ropa cubierta de tierra encima de la secadora y me dirijo a la cocina en busca de una bolsa de plástico.

Y Bennett está en mi habitación.

Regreso al cuarto de la lavadora, y echo un vistazo escaleras arriba cuando paso por delante.

Bennett ha cerrado los ojos, me ha tomado de las manos y me ha llevado a Tailandia.

Froto nuestras prendas para hacer caer toda la arena posible dentro de la bolsita, y luego la cierro de forma hermética.

Ahora hemos vuelto… ¿y él está en mi habitación?

Pongo la ropa dentro de la lavadora y me quedo ahí de pie, sujetando la bolsa de arena, escuchando cómo el agua llena el tambor y rememorando lo que sucedió anoche. Recuerdo la expresión en el rostro de Bennett cuando estábamos en la sección de autoayuda de la librería y me preguntó con voz temblorosa: «¿Te da miedo lo que soy capaz de hacer?». En aquel momento no me daba miedo. ¿Y ahora?

No me asusta su facultad de desaparecer y reaparecer. Ni siquiera me asusta que pueda viajar atrás en el tiempo. No me asusta lo que es capaz de hacer. En realidad, me encanta. Pero hay otras cosas sobre él que ignoro, y noto que se me forma un nudo en lo más profundo del estómago. Sí que tengo miedo, de lo que pueda ocurrir; de que algo me suscite dudas sobre si de verdad quiero conocerlo, incluso después de haber nadado durante toda la tarde en un mar tan salado que estábamos literalmente boyantes. Pase lo que pase, no será tan terrible como para que yo no quiera vivir esta aventura intrépida. Me lo imagino solo en mi cuarto, y de pronto me muero de ganas de verlo de nuevo. Sujetando con fuerza la bolsa de arena, subo, saltando los escalones de dos en dos.