Aunque mi cuarto continúa a oscuras, algo me dice que ya es de día. Doy una vuelta en la cama, me desperezo y echo un vistazo a la radio despertador digital de mi mesita de noche. Las nueve y cuarto. No recuerdo cuándo fue la última vez que me desperté más tarde de las siete, sobre todo en un día de clase.
De pronto todo lo que sucedió anoche me viene a la memoria, y caigo en la cuenta de que Bennett llegará dentro de cuarenta y cinco minutos.
Me levanto de un salto, me pongo el chándal y bajo las escaleras a toda prisa. No he probado bocado desde el almuerzo de ayer, lo que explica por qué estoy muerta de hambre. Encuentro una nota en la encimera, junto a la tostadora:
A.:
Me alegra que te hayas quedado durmiendo. Papá está en la librería, y yo en el trabajo. Llama si necesitas cualquier cosa. Los dos volveremos a casa hacia las cinco. Relájate. Y, por favor, nada de correr hoy.
Besos,
Mamá.
Saco un tazón del armario y lo lleno hasta el tope de cereales. Como tan deprisa que apenas saboreo los bocados, pero los Corn Flakes con leche llenan el incómodo vacío de mi estómago. De improviso, empiezo a sentir náuseas de nuevo. Me pusieron una navaja contra el cuello. Estaba en peligro y, al momento siguiente, ya no lo estaba.
Bennett puede desaparecer. Y reaparecer. Puede hacer que otras personas desaparezcan y reaparezcan. Tiene un talento secreto, soy la única que lo sabe, y hoy me contará todo sobre ello.
Me ducho y me lavo el cabello, y, mientras me seco, echo mano del aceite corporal que huele a vainilla y me deja la piel suave. Me aplico un poco de rímel y de brillo de labios, y corro a mi armario para buscar algo que ponerme.
Cuando suena el timbre, bajo volando las escaleras y aterrizo con un golpe sordo en el vestíbulo. Respiro hondo y abro la puerta de un tirón.
—Hola. —Estoy más que aturdida.
—Hola. —Parece desconcertado—. Caray, pareces… incluso… emocionada de verme. No habrás olvidado lo que pasó anoche, ¿verdad?
Le sonrío.
—Me salvaste la vida. Y hoy voy a enterarme de cómo lo hiciste. —Sigue pareciendo desconcertado—. Porque vas a contarme cómo lo hiciste, ¿no?
Enarca las cejas.
—¿Tengo que contártelo en el porche?
—No. Ostras, perdona. Pasa. —Retrocedo para franquearle el paso y cierro la puerta mientras él me mira con una sonrisa de alivio. Cuelgo su abrigo en la percha y él me sigue hasta la cocina—. ¿Un café? —pregunto, pero empiezo a servirle uno sin esperar respuesta. Le entrego una taza extragrande con una imagen del arco de Northwestern en un lado, y nos sentamos cara a cara en los taburetes de la cocina. Se impone el silencio mientras él toma sorbos de su café y yo lo observo, encaramada en mi asiento y preparada para que se esfume de nuevo en cualquier momento. Aunque no parece querer irse a ningún sitio, lo noto un poco aterrado.
—¿Estás bien? —Sostengo mi taza de café entre las manos, pero aún no lo he probado, por lo que no es la cafeína lo que me tiene inquieta, como una moto.
—Sí. —Se remueve en el taburete y juguetea nerviosamente con el asa de su taza—. Lo que pasa es que no sé muy bien por dónde empezar.
Le dirijo una mirada alentadora.
—Empieza por el principio.
—Tienes que saber que eres, literalmente, la primera persona a quien se lo cuento. —Hace una pausa y clava los ojos en mí, como esperando una reacción—. Mis padres lo saben, mi hermana lo sabe, pero nunca les he hablado de ello. Más bien se enteraron por casualidad. Pero sois los únicos que lo sabéis: mi familia, y ahora tú. —Asiento con la cabeza para que prosiga—. Para serte sincero, no tenía ninguna intención de decírselo a nadie más. Si no hubiera ocurrido lo de anoche…
Ya entiendo. Apenas me conoce, y seguramente hay un montón de personas con quienes preferiría compartir su valioso secreto. Pero no pienso ahorrarle el mal trago. No puedo. Ahora no.
—Puedes fiarte de mí. Es tu secreto, no el mío. No se lo revelaré a nadie.
—Gracias —farfulla y se queda callado de nuevo—. El caso es que… no te imaginas lo gordo que es esto. No quiero que alucines.
Me acodo en la encimera de la cocina y lo miro.
—Te prometo que no alucinaré. —Entorna los párpados, como para dar a entender que no debería prometer eso—. Haré lo posible por no alucinar —me corrijo.
Se inclina hacia delante, con los codos sobre la encimera. Esos ojos de color azul grisáceo son arrebatadores, sobre todo en contraste con su tez y su pelambrera. Está adorable así, todo nervioso e intranquilo.
—Oye, Anna. Esto… —dice, gesticulando hacia sí y hacia mí como hizo en la calle aquella noche en que estuvo a punto de besarme en el café—. Esto es una idea pésima.
—Probablemente —convengo.
Se ríe y sacude la cabeza, como reprendiéndose por haber cedido ante mí.
—Te propongo un trato. Cuando te lo haya explicado todo, tú decidirás qué pensar al respecto, y, si es demasiado para ti, te aseguro que lo entenderé. Yo volveré a ser el bicho raro que se irá pronto, y tú podrás seguir adelante con tus amigos y con tu vida.
—¿O?
—O… te parecerá muy interesante. Y quizás un poco emocionante. Y de algún modo eso compensará el hecho de que soy un monstruo de la naturaleza.
—No eres un monstruo. Además, ya he visto lo que eres capaz de hacer, Bennett, y es increíble. Si no me asusté por eso, dudo mucho que puedas hacer o decir otra cosa que cambie lo que siento por ti. —Maldición. No debería haber dicho esto último. Me echo hacia atrás para estudiar su expresión.
Sin embargo, él no parece disgustado, y creo que incluso está complacido.
—Me alegra oír eso. Pero solo conoces una parte.
Suelto una carcajada histérica.
—¿Cuánto más hay?
—Algo más. —Me mira fijamente. Se aparta de la encimera ayudándose con las manos y se pone de pie. Se acerca a la cafetera con la taza, se sirve café y añade dos cubitos de la máquina de hielo que hay en la puerta del congelador—. ¿Dónde guardáis los vasos para el agua? —Tiene una actitud enérgica, como la de un vendedor que se prepara para hacer una demostración de un producto de limpieza nuevo y milagroso.
—En aquel armario —señalo—, a la izquierda de la pila.
Saca dos vasos iguales y los llena de agua fría del grifo. Los deposita junto con la taza sobre la encimera y la rodea para sentarse de nuevo en el taburete.
—Vale. —Respira hondo—. Quiero que te quedes ahí sentada y observes. Voy a irme, pero regresaré dentro de un minuto. —Consulta su reloj—. ¿Estás lista?
—Sí. —Muevo la cabeza afirmativamente, intentando disimular la preocupación.
Posa la vista en mí por un momento y sonríe. Luego cierra los ojos. Veo que se vuelve transparente —vislumbro la foto de la pared en la que salgo yo con mis padres tras su figura traslúcida—, y permanece así por una fracción de segundo antes de desaparecer. En el taburete no hay nadie. Camino en torno a la encimera hasta su lado y toco la superficie.
Pues sí. No queda ni rastro de él.
Noto que mi respiración se acelera mientras aguardo durante lo que parece más de un minuto, sin apartar la vista del taburete, y de pronto él está ahí otra vez. Exactamente en el mismo sitio. Opaco y sólido, como se supone que debe ser. Como si nada hubiera pasado. Pero algo ha pasado.
Se bebe los dos vasos de agua con avidez y luego se toma el café de un trago.
—¿Necesitas algo?
Él niega con la cabeza, contemplando las baldosas.
—¿Adónde has ido?
—A mi habitación. He contado hasta sesenta y he vuelto. —Alza la cara y me mira con expresión vacilante mientras examina mi reacción.
—¿Para qué son el agua y el café? —Recuerdo lo específicas que fueron sus instrucciones sobre lo que debía pedirle anoche en la cafetería, así como las botellas de agua y las tazas de café que vi desperdigadas por su habitación la noche que lo visité sin ser invitada.
—Me deshidrato cuando viajo, y la cafeína me alivia la migraña. No suele dolerme el viaje de ida a un lugar. Es la vuelta lo que me mata.
—Como aquella noche en el parque.
—Exacto.
—Vale, así que sabes desaparecer y reaparecer. ¿Eso es todo?
—Dicho así, suena como si fuera un mago de tercera. —Se ríe—. ¿No te parece suficiente?
—Por supuesto —contesto, nerviosa—. Me refería a que…
—Te estoy tomando el pelo. —Se pone serio de nuevo—. De hecho, eso es solo lo primero.
—¿Lo primero?
—Sí. Tal como te he dicho, hay más secretos.
Fijo los ojos en él.
—¿Cuántos más?
—Dos. —Se encoge de hombros—. Dos secretos más.
—Un momento —digo—. ¿Tu habilidad para desaparecer no es más que el primero de tres secretos?
Asiente.
—Te lo he dicho. No te lo explicaré todo hoy, pero te contaré… mucho.
—¿Qué? ¿No me crees capaz de soportarlo? —El corazón empieza a latirme a toda velocidad mientras cavilo sobre mi propia pregunta. O tal vez sea solo porque el rostro de Bennett está muy cerca del mío.
—Si hay alguien capaz de soportarlo, esa eres tú. Pero aún te queda mucha información por asimilar. —Me echa una mirada como esperando a que yo le replique, y en realidad me lo estoy planteando—. Mira, hoy te explicaré cómo te saqué de la librería anoche. Y más adelante te contaré lo demás. Confía en mí si te digo que es mejor avanzar paso a paso, ¿de acuerdo?
Parece muy decidido. Seguramente discutir con él sería inútil.
—De acuerdo. —Enderezo la espalda en mi asiento y le presto toda mi atención, lo que no supone el menor esfuerzo para mí—. Estoy lista. Empieza por el principio.
* * *
Bennett imita mi postura, poniéndose derecho en su taburete, como si hubiéramos descubierto un remedio para semejante grado de nerviosismo. Respira hondo un par de veces para prepararse e inicia su relato.
—Una noche, cuando tenía diez años, estaba en la cama leyendo un libro sobre la mitología griega (de niño me molaban mucho los dioses y las leyendas), y pensé lo guay que sería poder conocer ese mundo. Entonces me incorporé, vestido con mi pijama de La guerra de las galaxias, e intenté «esforzar mi voluntad» para viajar allí. Cerré los ojos, me imaginé la Grecia antigua y repetí la fecha una y otra vez. Y…, bueno, nada ocurrió. Pero entonces me puse a pensar cuál era la segunda mejor opción y empecé a visualizar en mi mente los estantes repletos de libros sobre mitología en la biblioteca de mi escuela. Así que cerré los ojos, evoqué una imagen de la biblioteca y me concentré. De pronto sentí frío, mucho más del que hacía en mi habitación, y cuando abrí los ojos estaba de pie frente a una estantería de metal. Casi me da un patatús. Estaba oscuro, no había nadie, así que eché a correr hacia las grandes puertas metálicas que daban al exterior. Pero me detuve. Me esforcé por tranquilizarme. Cerré los ojos, me imaginé mi habitación y me concentré. Cuando los abrí, había vuelto a casa.
Coge su café y bebe un sorbo, mientras yo permanezco sentada, pendiente de cada palabra, observando cómo frunce los labios contra el borde de la taza y cómo se relame para limpiarse los restos.
Deja su taza sobre la encimera, y yo me obligo a apartar la vista de su boca para posarla en sus ojos.
—Un momento. ¿De verdad fuiste a tu escuela, en plena noche?
Hace un gesto afirmativo.
—Lo hice varias veces más aquella semana, sin alejarme mucho de casa; iba al parque, al cine, a la tienda de comestibles. Me quedaba cerca de un minuto, no más. Con el tiempo, empecé a interactuar con la gente para asegurarme de que pudieran verme y oírme, y así era. Yo estaba allí de verdad.
—¿Qué hay de las migrañas? —pregunto.
—Al principio no me daban. Los viajes no resultaban dolorosos en absoluto. Mi mayor problema en ese entonces era que no tenía idea de cómo contárselo a mis padres. Me aterraba que me llevaran al médico o a un hospital psiquiátrico.
No me imagino ocultando un secreto así a mis padres con dieciséis años, mucho menos con diez.
—Cuando tenía doce años, decidí averiguar qué me pasaba cuando me marchaba. Coloqué nuestra videocámara en un trípode, pulsé el botón de grabar y me concentré en un asiento de las últimas filas del cine que había en la misma calle. Me quedé ahí sentado, esperé a que el cronómetro marcara exactamente diez minutos y regresé. En el vídeo yo salgo sentado en mi habitación con los ojos cerrados; luego desaparezco y la cámara se queda grabando una silla desocupada. Al cabo de diez minutos, aparezco de nuevo. —Se interrumpe, me mira y continúa—. Unas semanas después, mis padres se enteraron. Mi madre despertó en plena noche y encontró mi cama vacía. Registró toda la casa y, como yo no estaba por ninguna parte, decidió llamar a la policía. Ya había marcado el número cuando yo me materialicé ante sus ojos. Le pegué un susto tremendo. —Sonríe al recordarlo—. Se lo expliqué todo aquella noche. Les mostré el vídeo. —Hace otra pausa—. ¿Cómo lo llevas?
—Me estoy haciendo a la idea. —Al menos, eso creo. Me percato de que estoy asintiendo, así que debo de comprenderlo a un nivel inconsciente—. ¿Y qué hicieron tus padres cuando se enteraron?
Hace girar los hombros hacia atrás y sacude ligeramente los brazos.
—Mi madre se puso histérica. Aún no se ha recuperado. Quiere que vaya a que me examinen médicos y psiquiatras, cualquiera que pueda «curarme», aunque no tengo permitido explicarles mi «enfermedad». En cambio, mi padre… A mi padre le encanta. Cree que podría convertirme en una especie de superhéroe de cómic o algo así. Como ve que tengo un control total sobre mi poder, no está preocupado, pero se ha puesto un poco pesado. —Baja la mirada a la encimera—. El caso es que mis padres tienen puntos de vista distintos respecto al asunto, así que cuando no están discutiendo conmigo sobre mi «don», discuten entre ellos.
Siento pena por él.
—Anoche me salvaste la vida. Díselo a tus padres.
—Lo de anoche fue divertido. —El entusiasmo le ilumina la cara—. Siempre me había preocupado lo que pasaría si realizaba varios saltos consecutivos, pero anoche hice un montón seguidos, y solo me dio dolor de cabeza al final de todo. Empiezo a sospechar que tiene algo que ver con la adrenalina… —Se queda callado de golpe—. Pero fue una estupidez. Si la migraña me hubiera venido cuando me trasladé de la estantería a tu lado, el tipo podría haberte matado.
—Pero no fue eso lo que pasó.
Cierra los párpados con fuerza, los abre y me mira.
—No pensé antes de actuar, Anna —se lamenta con pesar sincero—. Simplemente vi que estabas en un apuro y reaccioné. No puedo hacer eso. Tengo que planearlo y calcularlo todo para no… meter la pata.
Le sonrío de oreja a oreja.
—Bueno, si no te importa, seguiré estándote agradecida de todos modos.
Me devuelve la sonrisa y me observa, aunque no estoy segura de qué es lo que busca.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—¿Qué te parece si continuamos esta conversación en algún otro lado?
—¿De verdad quieres salir ahí? —Señalo la nieve y el granizo que caen copiosamente al otro lado de la ventana, añadiendo más centímetros a la gruesa capa que cubre el césped desde la tormenta de anoche. El camino de acceso ha desaparecido por completo.
—En realidad estaba pensando en un sitio más cálido. Un sitio… tropical. —Mi expresión debe de reflejar mi perplejidad, pues él pregunta directamente—: ¿Te apetece probarlo?
—¿Puedo ir contigo? —Supongo que debería haber atado cabos antes; incluso mientras digo esto me percato de lo boba que parezco.
Él asiente y una gran sonrisa se despliega en su rostro.
—Si te parece demasiado pronto, lo entenderé.
—No, no… Solo estoy… —tartamudeo—. ¿Me dolerá?
—A mi hermana le provoca dolor de estómago. Mi madre nunca lo ha probado, pero a mi padre no le produce ningún efecto secundario. En rigor, tú ya eres la tercera persona que ha viajado conmigo. —Me viene a la memoria lo sucedido anoche en el parque, y recuerdo que se me revolvió un poco el estómago, pero no quiero que cambie de idea, así que no le hablo de ello—. Será todo un experimento.
—Sobreviviré. Creo. —Se me escapa una risotada nerviosa—. ¿Cuánto tiempo estaré fuera? ¿Qué pasa si mi padre se presenta en casa?
Bennett me explica que tiene la intención de hacernos volver a este punto exacto, solo un minuto después de marcharnos.
—Pero mientras no estemos —añade—, aquí el tiempo transcurrirá con normalidad para todos. Quizá sea mejor que llames a tu padre, para que no se preocupe si llega a casa antes que nosotros. —Aunque no estoy segura de haberlo entendido del todo, marco el teléfono de la librería, le aseguro a mi padre que estoy despierta y me siento bien, lo que parece tranquilizarlo. Mientras hablo, veo que Bennett se afana por la cocina, llenando tazas de café y vasos de agua.
—¿Lista? —pregunta cuando cuelgo el auricular. Yo sonrío y muevo la cabeza afirmativamente, más que nada para convencerme a mí misma de que lo estoy. Bennett se acerca a la ventana de la cocina frente a la que yo estoy de pie, y me toma de las manos. Las suyas irradian calor y fuerza, y por algún motivo inexplicable tengo la impresión de estar a salvo, pese a que el terror se ha apoderado de mí.
—Cierra los ojos —me indica, y así lo hago, sonriendo segundos antes de que se me contraiga el estómago.
Siento como si alguien me retorciera los intestinos y los masajeara por dentro, y aunque no resulta doloroso, tampoco es agradable. Justo cuando empiezo a notar náuseas, una luz brillante que me atraviesa los párpados me obliga a apretarlos con más fuerza. Entonces percibo una brisa cálida que me sopla en el rostro y que me aparta el cabello de la frente.
Bennett me da un apretón en las manos.
—Ya puedes abrir los ojos. Hemos llegado.