9

Treinta y cinco días. Bennett lleva treinta y cinco días en la ciudad, lo que, según mi definición de mes de calendario, significa que hace cuatro o cinco días que debería haberse marchado. Sin embargo, cada día, cuando llego a clase de español, lo encuentro allí. Apenas hemos hablado desde aquella noche de hace tres semanas en que fuimos al café, y él nunca me mira; si nuestros ojos se encuentran por casualidad, me dirige una sonrisa superficial y yo desvío la vista. Pero sigo obsesionada con todo lo ocurrido aquella noche, y no logro entender cómo se las arregla para poner mi mundo patas arriba sin que cambie absolutamente nada.

—¡Os traigo noticias! —‌canturrea Argotta, con una sonrisa radiante y los brazos abiertos. Recorre la clase con la mirada, manteniéndonos a todos en vilo, y no despegamos la vista de él mientras regresa a su mesa y se sienta en el borde—. ¿Cuántos de vosotros habéis oído hablar de mi Desafío Anual de Viajes?

Algunos levantamos la mano.

—Bien —‌dice—. Pues este año, incluso vosotros os llevaréis una sorpresa. Y es que este año el premio será jugoso y emocionante. —‌Baja de la mesa de un salto y tira de una larga pestaña marcada con la palabra méxico. El mapa del país, gigante y codificado con colores, se desenrolla desde el techo—. Pero primero, os explicaré en qué consistirá vuestro trabajo. Cada uno de vosotros debe planear unas fabulosas vacaciones de dos semanas en México. Partiréis de nuestro bonito aeropuerto internacional O’Hare, pero podéis aterrizar donde queráis. A partir de ahí, debéis trazar un itinerario que os permita visitar el mayor número posible de destinos en México en catorce días. La persona que desarrolle el plan de viaje más lógico, interesante y económico ganará el desafío. —‌Se dirige hacia el frente del aula y se detiene—. ¿Os parece bien? —‌Veinte cabezas asienten a la vez—. Estupendo. Debéis entregar vuestros planes de viaje el lunes que viene. Tenéis una semana. —‌Nos da la espalda y borra la pizarra.

Todos guardamos silencio, mirándonos entre nosotros. Al final, Alex se aclara la garganta y alza la mano.

Argotta da media vuelta y echa los brazos hacia arriba.

—¡Oh, un momento! —‌Camina de un lado a otro, delante de la clase, con una gran sonrisa—. Me imagino —‌dice despacio, alargando cada palabra— que querréis saber cuál será el premio para el ganador, ¿no? —‌Se queda de pie, al frente de la sala, asintiendo y sonriendo mientras nosotros movemos la cabeza afirmativamente. Alex baja el brazo—. Claro, claro. —‌Argotta habla pausadamente para aumentar la tensión del ambiente—. Veréis: tengo un amigo que trabaja para una de las principales compañías aéreas. —‌Apuesto a que se ha pasado la mañana ensayando esto frente al espejo del baño—. Le hablé a mi buen amigo de mi Desafío Anual de Viajes, y le ha parecido una idea tan buena que se ha encargado de que la compañía done un vale de viaje por quinientos dólares al ganador.

Todos nos volvemos hacia los lados e intercambiamos miradas. No puedo evitar posar los ojos en Bennett, que esboza una sonrisa obligatoria y aparta la vista hacia la ventana.

—Bueno, ¿qué os parece? —‌Argotta escruta nuestras caras—. ¿Hay alguien aquí que sabría aprovechar un vale por quinientos dólares?

Por supuesto, todos lo sabríamos aprovechar. Pero yo soy la única que cree que ese vale podría cambiarle la vida.

* * *

Me siento con las piernas cruzadas en la alfombra, frente al estante correspondiente a México, examino los lomos de los libros. La tienda está vacía y, dada la tormenta que ha durado toda la tarde, es probable que siga estándolo. Lo que me viene de perlas, pues tengo unas vacaciones que planear.

Retiro de la estantería la guía Let’s Go de México y coloco otros tres volúmenes gruesos encima. Hojeo la Guía Verde Michelin de bolsillo y extraigo de ella un libro delgado que en realidad es un enorme mapa de carreteras desplegable. Al poco rato, he acumulado una buena pila de guías, cada una de las cuales resultará útil para mi investigación en al menos un aspecto. Cojo mi libreta de espiral y contemplo el montón. Entonces decido que necesito un café con leche.

Me pongo el abrigo, cuelgo en la puerta el letrero de volvemos dentro de diez minutos, salgo y echo el cerrojo. Aunque son solo las seis, fuera está oscuro como boca de lobo y, de no ser por el calendario, nadie sabría que debería estar creciendo hierba en el suelo y hojas en todas esas ramas peladas. Aunque faltan dos meses para las vacaciones de verano, está cayendo una nevada de aúpa. Otra vez.

Pido un café con leche para llevar, regreso a la librería, me siento de nuevo en la sección de viajes y me pongo a subdividir la pila de libros en montones más pequeños sobre la alfombra. Sé lo que quiero: una mezcla equilibrada de zonas arqueológicas y playas, donde pueda correr sobre arena y nadar en un mar de verdad. Trazo una línea vertical en el centro del papel y comienzo a elaborar mi lista.

La columna de la izquierda se llena enseguida de yacimientos arqueológicos: las ruinas mayas de Tulum, Chichén Itzá y Uxmal. La columna de la derecha resulta ser más problemática. En Cancún está el Gran Arrecife Maya, así que hay que agregarlo a la lista, pero no estoy segura de querer incluir destinos tan conocidos como Los Cabos, Acapulco o Cozumel. Como todos ellos parecen sitios bonitos, los añado, con pequeños signos de interrogación en el margen.

El granizo repiquetea contra la ventana, y una de las ramas del roble gigante roza constantemente contra el vidrio. He dejado de sobresaltarme cada vez que oigo el chirrido, pero sigue poniéndome de los nervios. Intento abstraerme de ello y dejar que las pintorescas plazas de Mazatlán y los mercados al aire libre de alfarería y cerámica de Guadalajara me alejen de la nieve y el viento.

Pero cuando percibo el ruido de nuevo, me levanto, me asomo por detrás de la estantería y me acerco sigilosamente a la ventana. La ventisca sigue agitando violentamente el árbol, pero la rama que chirriaba contra el cristal ahora está rota, colgando mustia y silenciosa sobre la acera. Entonces oigo algo a mi espalda, y giro en redondo. Esta vez no procede de la calle, sino de la trastienda, y no es un sonido causado por la tormenta…, sino una voz. Conteniendo la respiración, aguzo el oído.

Me acerco al teléfono del mostrador con el corazón desbocado.

—¿Quién está ahí? —‌grito hacia la trastienda mientras descuelgo el auricular y marco el número de emergencias con manos trémulas. Me quedo totalmente inmóvil, escuchando y con la vista fija en la puerta trasera mientras espero a que alguien me coja el teléfono—. ¡Contesta! —‌susurro al micrófono.

De pronto, la puerta principal se abre con brusquedad y yo vuelvo la cabeza rápidamente en la dirección opuesta mientras las campanillas suenan sin su agradable tintineo habitual. Cuelgo el teléfono y me encamino hacia allí a toda prisa.

—¡Hola! —‌Tengo la voz temblorosa. Me llevo la mano al pecho, como si eso bastara para aplacar los latidos, e intento actuar con normalidad—. ¿En qué puedo ayudarle?

Él escudriña la tienda con la vista y luego mira hacia atrás, a la calle. Cuando me dispongo a pedirle que me acompañe a la trastienda para averiguar la causa del ruido que he oído antes, cierra la puerta con tal fuerza que las campanillas chocan contra el vidrio, y se baja el pasamontañas para taparse la cara. Acto seguido, echa el cerrojo.

—La pasta. —‌Su voz suena profunda tras la tela de lana, pero mi atención se centra en la navaja brillante que saca de sus vaqueros anchos—. Ya mismo.

Las extremidades me tiemblan tanto que me cuesta señalar el mostrador.

—Ahí. No está cerrada con llave. Lléveselo todo. —‌También me cuesta hablar.

Antes de que pueda alejarme más, me atrae hacia él, me pone la navaja contra el cuello y me empuja más allá de la caja registradora.

—¡La caja fuerte! —‌me grita al oído sujetándome con más fuerza.

—En la tras… —‌digo con voz vacilante, pero ciñéndome al plan que me explicó mi padre cuando empecé a trabajar aquí—. La combinación es nueve-quince-treinta y tres. No tenemos alarma. No llamaré a la policía. Solo tiene que coger el dinero y marcharse.

Hago cálculos mentales. En la caja registradora hay unos cincuenta dólares, a lo sumo. La caja fuerte contiene una suma más próxima a los mil.

Me arrastra de vuelta hasta la caja registradora, abre el cajón y me suelta por un momento para tirar el dinero dentro de su bolsa. Me agarra de nuevo y me empuja hacia la trastienda, mientras yo mantengo la mirada baja intentando no pensar en el frío acero de la navaja ni en el modo en que jadea contra mi oreja.

—¡Camina!

Me viene una oleada de náuseas.

Supongo que por eso estoy teniendo visiones.

Entorno los ojos para enfocar mejor eso que se ha movido cerca de las estanterías. Estoy casi segura de haberlo visto, aunque sé que es imposible. La librería estaba vacía, y la puerta cerrada con llave.

Miro por encima de las baldas de libros con los párpados entrecerrados y vislumbro una mata de pelo negro que avanza hacia el pasillo. Yergo la cabeza para ver mejor, pero me detengo al notar la fría hoja contra la garganta. Cuando llegamos a la trastienda, el hombre me quita la navaja del cuello y me empuja hacia delante. Caigo al suelo con violencia, frente a la caja fuerte.

—Ábrela —‌me ordena. Hago girar la rueda de la combinación (a la derecha, a la izquierda, a la derecha) y tiro de la pesada manija hacia abajo. La puerta se abre del todo, y él me aparta de un empujón.

Entonces percibo de nuevo el movimiento, que surge despacio de las sombras y que solo resulta visible desde el ángulo en que me encuentro, y observo, asombrada, que Bennett se lleva el dedo a los labios. Aunque es imposible que los dos podamos reducir a un hombre armado con una navaja y una desesperación salvaje, mi primera sensación es de alivio.

Se aparta de mi línea de visión directa, pero aún alcanzo a verlo con el rabillo del ojo, acercándose con sigilo. Me quedo callada y quieta.

Aunque el ladrón está distraído con el contenido de la caja fuerte, ocurren tres cosas, de forma tan rápida y seguida que parecen casi simultáneas. Bennett desaparece por completo, y de repente advierto que está arrodillado en el suelo, junto a mí. Me toma de las manos y cierra los ojos. Seguramente yo sigo su ejemplo, porque cuando los abro, la librería se ha esfumado, al igual que el atracador con su navaja. Bennett y yo estamos en exactamente la misma posición —‌él de rodillas, yo sentada, aferrándome aún a sus manos—, pero ahora nos encontramos junto a un árbol del parque de la vuelta de la esquina, azotados por el viento y la nieve.