—Ah, qué bien que has llegado. —Como las campanillas que acaban de anunciar mi llegada, el tono de mi padre es demasiado alegre para mi estado de ánimo actual—. ¿Te importa si me voy a casa?
¿Importarme? Cielo santo, no. Por favor, márchate para que pueda caminar de un lado a otro de la librería vacía, preguntándome si he dejado a Bennett agonizando solo en su dormitorio antiguo y desordenado.
—Para eso he venido —digo, intentando sonar tan despreocupada como él.
—Gracias. Tu madre ya ha llamado dos veces para preguntarme a qué hora llegaré. Tal vez se esté entusiasmando más de la cuenta con esto de la fiesta.
Se ha puesto guapo. Levanto las manos y le coloco bien la corbata.
—Estaremos en el Museo de Historia de Chicago. Me imagino que llegaremos a casa hacia la medianoche, pero no nos esperes levantada. Ya sabes lo que pasa cuando tu madre está de palique con sus amigas.
—Vete. Pasadlo bien.
Lo agarro por los hombros y lo hago girar de cara a la puerta de la calle.
Da unos pasos hacia delante antes de detenerse y volverse hacia mí.
—Te agradezco de nuevo que trabajes en una tarde de viernes. Esto no interfiere en tu vida social, ¿verdad?
—Desgraciadamente no.
Una vez que papá se ha marchado, recorro la tienda enderezando libros y pensando en la expresión que tenía Bennett. Cuando paso junto a la puerta principal me detengo por un momento, tentada de dar la vuelta al letrero de regresamos dentro de diez minutos y echar una carrera hasta su casa. Cuando paso por la trastienda, siento el impulso de coger el teléfono y llamar a Emma para contarle todo lo sucedido. Cuando paso frente a la ventana y veo el coche patrulla aparcado delante del café, me vienen ganas de correr hasta allí y enviarlos al 282 de Greenwood. Sin embargo, no hago nada de eso. En cambio, me dirijo a la zona infantil, cojo el puf forrado de tela vaquera, lo arrastro hasta la sección de viajes y me dejo caer en él, con la guía Lonely Planet de Moscú.
Estoy en cuclillas en el suelo de la trastienda, marcando la combinación de la caja fuerte, cuando tintinean las campanillas de la entrada. Me apoyo en las manos y veo a alguien de pie frente al mostrador delantero, con un gorro de lana en la cabeza y un abrigo negro colgando del brazo.
—¡Lo siento, estamos cerrando! —grito. Selecciono el último de los tres números, tiro de la pesada manija de acero y echo dentro la bolsa de vinilo que contiene el dinero.
Echo un vistazo a mi reloj mientras regreso al mostrador.
—Lo siento, cerramos a las…
Bennett se vuelve hacia mí, y una ligera sonrisa asoma lentamente a su rostro.
Me paro en seco.
—Hola. —Intento disimular mi sorpresa, pero creo que no lo hago muy bien. Tiene mucho mejor aspecto que hace solo tres horas. Las ojeras han desaparecido, y ya no tiene los ojos inyectados en sangre. Se le ve distinto, relajado, con su pantalón de algodón marrón oscuro y su jersey azul claro que produce una especie de efecto mágico en combinación con sus ojos. Y no puedo evitar fijarme en que despide un olor a recién salido de la ducha. Le ha mejorado la cara, pero sigue pareciendo cansado.
—Hola, Anna.
—¿Estás bien? —Me invade tal alivio que quisiera correr a abrazarlo.
—Sí, estoy bien. —Sonríe—. Vaya… —Pasea la vista por la librería—. ¿Así que aquí es dónde trabajas?
Asiento con la cabeza.
—Es bonito. —Da unos pasos hacia mí y se acoda en el mostrador—. Me alegro de que estés aquí. No estaba seguro de si trabajabas los viernes por la tarde.
—Normalmente no, pero mis padres van a ir a una fiesta en el centro. —No sé qué decir. Me acerco al mostrador e imito su pose.
—Oye, quería pedirte disculpas. He estado demasiado brusco antes.
—No tiene importancia.
—Sí, sí la tiene. Has sido muy amable al ir a verme. —Su expresión es suave, su voz amable, y no queda el menor rastro de irritación en sus ojos.
—Debería haberte llamado o algo así en lugar de ir.
—No, yo no debería haberme marchado del parque aquella noche. No me acordaba de que estabas allí hasta que me lo dijiste. —Me mira como si quisiera adivinar qué pienso e intentara decidir qué rumbo dar a la conversación—. En fin, gracias por ayudarme. Siento no habértelo dicho antes.
—De nada.
Sin apartar los ojos de mí, ensancha su sonrisa.
—¿Puedo compensarte?
—¿Compensarme?
—¿Te apetece un café?
—¿Un café?
—Sí. Un café. —Desplaza la vista por la tienda vacía—. A menos que estés ocupada.
Noto que se me arruga la frente.
—¿Seguro que estás en condiciones de tomar café?
Se encoge de hombros y hace un gesto afirmativo.
—De hecho, me alivia la migraña. Vamos. Es lo menos que puedo hacer después de echarte a patadas de mi casa.
Mientras permanece allí de pie, aguardando mi respuesta, pienso en lo que me ha dicho Emma en el Donut hace unas horas. «Venga, confiesa. El tío te gusta, ¿a que sí?». Aunque tengo la sensación de que no lo conozco lo suficiente, lo cierto es que sí, me gusta.
—De acuerdo. Claro. —Tal vez para cuando nos hayamos terminado el café lo conozca mejor. Quizás incluso tenga respuestas a las preguntas que él no deja de suscitar en mi mente.
Recorro la librería apagando las luces, y cambio el letrero de abierto a cerrado. Mientras echo el cerrojo, Bennett me quita la mochila de la espalda y se la echa al hombro.
* * *
Caminamos en silencio hasta la esquina. El ruido procedente del café suena cada vez más fuerte conforme nos acercamos, y percibo el aroma, que flota en el aire gélido y se eleva hasta disiparse entre las nubes. En el momento en que entramos, veo que un grupo se marcha, y avanzamos en zigzag entre las mesas atestadas hasta arrellanarnos en el sofá de terciopelo arrugado del rincón.
—¿Qué quieres que te traiga?
—Unas cuantas explicaciones. —Me agacho para sacar el billetero de mi mochila—. Y un café con leche, por favor.
—Entendido. —Me toca la mano, y yo me riño a mí misma en mi fuero interno por el escalofrío que me provoca su contacto. Se aleja y regresa con dos tazas pequeñas rebosantes de espuma y un biscotto bañado en chocolate balanceándose en el borde de cada una.
Las deposita en la mesa y ocupa de nuevo su sitio en el sofá. Lo miro con expectación.
—Las conversaciones importantes requieren biscotti —declara, con lo que se gana una sonrisa por mi parte.
Levanta su taza, atraviesa la espuma con su galleta italiana y, después de sumergirla unas cuantas veces, se la lleva a la boca y mastica. Cuando caigo en la cuenta de que estoy contemplándolo fijamente, desvío la atención hacia mi taza. El café calentito resulta relajante.
—Bueno. ¿Por dónde empiezo? —Moja su galleta, con los ojos puestos en mí—. Supongo que por la noche del domingo. Respecto a lo ocurrido en el parque…, tengo que reconocer que mis recuerdos son algo confusos, pero me imagino que te hablé sobre las migrañas, ¿no?
Con la inquietud reflejada en mi cara, asiento de nuevo.
—Sinceramente, no sé qué sucedió. Estaba caminando por la ciudad cuando sentí que empezaba a dolerme la cabeza. Antes de que pudiera asimilar lo que estaba pasando, me dio fuerte… —Toma otro bocado y un sorbo antes de proseguir—. El caso es que no estoy seguro de cuánto rato pasé sentado en ese parque antes de que me encontraras. Solo recuerdo que intenté llegar a casa.
—Yo te habría ayudado. ¿Por qué no esperaste simplemente a que regresara? —Bajo la mirada a mi taza y bebo un poco. Cuando alzo la vista de nuevo, descubro que me observa.
—Me marché en cuanto fui capaz de andar de nuevo. —Hace una pausa, escrutando el aire en busca de algo que no veo, y me mira de nuevo a los ojos—. Lo siento. No recuerdo por qué te fuiste.
—Corrí hasta el café para conseguirte un poco de agua.
Asiente, con expresión de que empieza a recordar.
—Lo siento. No era mi intención dejarte plantada. No podía pensar con claridad. —Sacude la cabeza, como si quisiera ahuyentar de su mente el recuerdo de aquella noche.
Aunque nunca se me ha ido la cabeza hasta ese punto, entiendo que resulte desorientador.
—¿Y te has encontrado mal toda la semana?
—El dolor iba y venía. Pensaba ir al colegio el jueves, pero cuando desperté noté que me empezaba otro dolor de cabeza, y temí que volviera a pasarme lo mismo. Habría sido embarazoso desmayarme en mi segunda semana aquí. —Me sorprende enterarme de que le importa lo que pensemos—. Y ahora tengo un montón de deberes que hacer durante el fin de semana para ponerme al día. Cuando te has ido, una mujer del colegio ha venido a traerme todo el material.
—La señora Dawson.
—La esperaba a ella cuando has llegado tú. Supongo que por eso me ha sorprendido tanto verte.
—¿Sorprendido? —Arqueo una ceja—. ¿Es así como lo llamas?
Apoya el brazo sobre el respaldo del sofá.
—Siento mucho haberte echado.
Sonríe y se inclina hacia mí, y yo hago lo mismo de forma casi inconsciente.
—No pasa nada.
—Es que me dejaste… de una pieza.
—¿Te dejé de una pieza?
Baja la mirada, la sube de nuevo y me dedica una sonrisa tímida.
—Tenía un aspecto horrible. Una chica guapa llama a mi puerta, y yo estoy en chándal, oliendo fatal, y con pinta de no haber dormido en un mes. —No aparta sus ojos de los míos—. No debería haber sido tan grosero contigo.
—No le des más vueltas. —Sonrío.
—Gracias por no decírselo a Maggie. No quiero que se preocupe.
—Claro, es lógico. —Sigue mirándome fijamente, y dada la tensión que se respira en el ambiente, me apresuro a cambiar de tema—. Tu abuela parece simpática —comento, y advierto que el rostro se le ilumina.
—Sí, es genial.
—¿Así que te has mudado desde San Francisco para vivir con ella?
—Temporalmente. Solo estaré aquí durante un mes, ¿sabes? Mientras mis padres están en Europa.
—Ah —digo. Agacho la cabeza mientras se me cae el alma a los pies—. No lo sabía. —Supongo que eso explica por qué no se ha molestado en hacer amigos.
—Sí, bueno… Tengo la impresión de que puedo contarte la verdad. ¿Eres capaz de guardar un secreto? —Cuando muevo afirmativamente la cabeza, continúa—. No es solo que mis padres estén de viaje.
—¿Ah, no? —Doy otro mordisco a mi biscotto y mastico. Espero que entienda que es una forma de animarlo a seguir hablando.
—Se suponía que yo debía ir con ellos, pero cometí un error —admite—. La pifié de mala manera. Mis padres lo entienden, pero digamos que Evanston es el mejor lugar donde puedo estar ahora mismo. Cuidar de Maggie es mucho mejor que pasarme un mes con ellos… o en un reformatorio. —Por su sonrisa de oreja a oreja, intuyo que esto ha sido una broma.
—¿Y? —pregunto.
—¿Y qué?
—¿No vas a decirme qué hiciste para merecer estar en esta versión helada del infierno?
Sacude la cabeza y suelta una risita desenfadada.
—Créeme, es mejor que no lo sepas.
—Oh, vamos, no será tan terrible. No has matado a nadie. —Me interrumpo de golpe y poso los ojos en él—. ¿Verdad?
Remueve su taza, examinándola en busca de respuestas, como si dentro hubiera hojas de té en vez de posos de café.
—No, no he matado a nadie. Pero alguien… desapareció. Y fue por culpa mía.
Me viene a la memoria la imagen de él sentado en aquel banco helado del parque, meciéndose adelante y atrás, y balbuciendo que tenía que encontrar a alguien. Le cuento lo que oí y me dispongo a preguntarle a qué se refería, pero al fijarme en su cara algo me dice que no siga por ahí. Como el silencio se prolonga, lo presiono para que me proporcione más información.
—Eso no es un gran secreto. ¿En serio no piensas revelarme nada más?
—Por ahora. —Su expresión se alegra cuando pregunta—: Bueno, ¿cuánto tiempo llevas viviendo en Evanston?
Me quedo mirándolo.
—¿Quieres hablar de eso ahora? —pregunto.
—Quiero hablar de eso ahora —responde.
Decido dejarlo correr por el momento, pero le lanzo una mirada que deja claro que le queda mucho por explicarme. Suspiro.
—Toda la vida. Es la misma casa en la que se crio mi padre. La misma en la que se crio mi abuelo.
—Vaya. —Me mira con lo que en un principio me parece una expresión dulce y comprensiva; luego me percato de qué hay en realidad detrás de sus ojos: lástima. Como si yo fuera un hobbit que nunca ha salido de la Comarca.
—Sí. —Me siento insignificante—. Vaya.
Se inclina aún más hacia mí, salvando el poco espacio que quedaba entre nosotros, como si estuviera auténticamente interesado en la vida patéticamente sencilla que llevo.
—¿Alguna vez te has sentido… atrapada?
Me entran ganas de hablarle de mi mapa y mis planes para viajar por el mundo, pero cuando empiezo a formular las palabras en mi cabeza, me parecen tan lastimosas como su mirada. Sí, en este momento estoy atrapada, pero no lo estaré siempre. Por otro lado, en el fondo, siento que la realidad que me empeño en negar asoma a la superficie: por mucho que sueñe, lo más probable es que siga aquí cuando sea una anciana canosa y me dedique a mecerme y a tejer en mi porche cuando no esté en la librería que me pertenecerá y que atenderé con la ayuda de mis nietos, que me tomarán por una vieja chiflada por negarme a acercarme a la sección de viajes. La palabra «atrapada» se queda muy corta.
—Todos los días —digo.
—No me imagino lo que es pasar tanto tiempo en un mismo lugar. —Me echo hacia atrás, pero él apoya la cabeza en la mano y rellena el hueco que acabo de dejar—. He viajado por todas partes. He visto más de lo que la mayoría de la gente llega a ver a lo largo de su vida. —Esto no me hace sentir mejor. Seguramente él lo nota, porque de repente cambia el chip—. Pero tienes algo que yo nunca he tenido. —Su expresión se suaviza y adquiere un aspecto casi melancólico—. Raíces profundas. La historia de un lugar. Has visto crecer a los niños que conociste en el jardín de infancia. Aparte de mis padres y mi hermana, tengo la sensación de que todas las personas que conozco son, en cierto modo… —hace una pausa para buscar la palabra exacta— temporales.
Ahora me toca a mí mirarlo con lástima. Aunque conozco a Justin desde hace más tiempo que a mis otros amigos, me cuesta verlos como a seres temporales.
—No me digas que estudiarás en Northwestern. —Como no deja de sonreír, sigo hablando, como si me hubieran inyectado suero de la verdad.
—Por Dios, no. Al menos espero que no. Enviaré la solicitud, porque todo el mundo lo hace, pero te aseguro que es mi última opción. —Le hablo de mi afición a correr y de mis planes de conseguir una beca. Él parece estar pendiente de cada una de mis palabras, pero no tengo la más remota idea de por qué. Tiene los ojos muy abiertos, llenos de interés, y esta vez, cuando me viene a la mente mi mapa, decido que puedo mencionárselo—. También tengo otro plan —digo—, uno sobre el que mis padres no saben nada.
Sonríe entusiasmado.
—¿También me revelarás un secreto?
—Sí, pero, a diferencia de ti, yo sí te lo contaré todo —replico, lo que hace que su sonrisa se ensanche tanto que los ojos le quedan reducidos a pequeñas ranuras—. Estoy pensando en tomarme un año después de graduarme para viajar. Sé que iré a la universidad, pero creo que debería aprovechar la oportunidad que se me presentará cuando termine el bachillerato, ya sabes, para ver mundo. —Bajo la vista al sofá—. Claro que mis padres jamás darían su visto bueno a este plan.
—¿Por qué no viajas cuando acabes la universidad?
Es lógico que me haga esta pregunta. He visto dónde vive.
—Tendré que ponerme a trabajar de inmediato para pagar mis préstamos de estudiante —le explico—. Aunque me concedieran una beca de cross y ayuda financiera o lo que sea, no me lo pagarían todo. —Su sonrisa me alienta a continuar—. Supongo que me da miedo que, si no me voy pronto, nunca me iré, y es algo que simplemente… necesito hacer.
Mantiene los ojos clavados en mí. No logro adivinar qué está pensando.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—Eres interesante. —Sus labios se curvan en una media sonrisa—. «Y guapa», quisiera añadir yo. «Antes has dicho que soy guapa». Ya intuía yo que eras interesante. —Me observa, y espero que no advierta que las mariposas empiezan a revolotear de nuevo en mi estómago.
Al sostenerle la mirada, caigo en la cuenta de que durante la última hora me he olvidado de los pequeños —y grandes— misterios que me han obsesionado durante las últimas dos semanas. La forma en que desapareció de la pista de atletismo aquel día y luego lo negó. Su extraña reacción la primera vez que oyó mi nombre. El estado en que se encontraba cuando me topé con él en el parque aquella noche. Incluso la visita surrealista a la casa de su abuela hace solo unas horas. No sé qué ha descubierto sobre mí que le resulte tan interesante, pero sé que yo estoy más fascinada de lo que debería por todo lo que ignoro sobre él. Solo quiero resolver este rompecabezas, pero las piezas más importantes no paran de caer al suelo, al revés y fuera de mi alcance.
Pero las dudas se borran de mi mente otra vez cuando él se inclina hacia delante y desliza lentamente el pulgar por el contorno de mi mandíbula hasta el mentón. Cierro los ojos mientras desplaza el dedo hacia mi boca y me roza el labio inferior, y noto que me acerco, como atraída por el campo gravitatorio que lo rodea. Hace ademán de besarme, y yo cierro los ojos de nuevo e inspiro brevemente, esperando el contacto de sus labios.
Pero el beso nunca llega. En vez de ello, noto que se detiene. Su aliento me acaricia la mejilla, y la palabra «perdón» me llena el oído en un susurro.
—¿Por qué? —murmuro.
—Por esto —suspira—. Lo siento. No puedo…
—¿Y qué pasa con las aventuras intrépidas? —Espero que capte mi tono socarrón.
Siento su risa en el cuello y él suspira de nuevo.
—Me temo que ya estoy viviendo una. Una aventura diferente. —Me echo hacia atrás para mirarlo a los ojos, y me pregunto por qué parece triste. Me frota la mejilla suavemente con el pulgar y se aparta de mí.
Echa un vistazo a su reloj.
—Es tarde; tengo que regresar con Maggie. ¿Te acompaño a casa?
Me hundo en el sofá, confundida. Desalentada.
—No hace falta. Vivo a pocas calles de aquí.
—Me sentiría fatal si te pasara algo.
—¿Si desapareciera? —pregunto con sarcasmo—. Sí, por lo visto es el efecto que produces en la gente. —Estoy lo bastante cerca de él para ver que pone mala cara y luego adopta una expresión severa.
—Gracias. —Se aleja a toda prisa, lo que complace a la parte de mí que está molesta porque no me ha besado—. Vuelvo enseguida. —Se va en dirección al aseo, dejándome sola en el sofá, con ganas de darme cabezazos contra la pared.
—Bennett, lo siento mucho —digo en cuanto regresa—. Intentaba hacerme la graciosa.
Se agacha para recoger mi mochila del suelo.
—No pasa nada. No te preocupes.
Nos ponemos con dificultad nuestras abultadas chaquetas, pasamos en silencio entre los asientos y las mesas, y salimos a la calle. Caminamos el uno al lado del otro, pero hay una distancia visible entre nosotros. Apenas abrimos la boca a lo largo de tres manzanas, y no puedo evitar reparar en que el Bennett con el que me he pasado la última hora conversando no se parece en nada al que está acompañándome a casa.
—Es aquí —digo cuando llegamos frente a mi casa. Observo que Bennett alza la mirada hacia la construcción estilo American Craftsman, del siglo XIX, con su pintura amarilla descascarillada y el porche que la rodea por completo, su mayor atractivo exterior, o, en realidad, el único. Aunque la luz de la cocina está encendida, no se aprecia actividad dentro, y mis padres tardarán horas en volver.
—¿Te apetece…?
—No —me interrumpe con sequedad. Deja mi mochila en el suelo, a mis pies—. Oye, tienes razón… sobre lo que has dicho antes. —Su tono es más cordial, pero casi da la impresión de que lo está forzando.
—Oh, vamos. Estaba de broma. —Intento levantarle el ánimo, pero él se mete las manos en los bolsillos y se niega a mirarme. Aunque no creo que mi comentario fuera tan insultante, ha bastado para impulsarlo a irse al baño y volver convertido en un chico totalmente distinto. El anterior estaba a punto de besarme. El de ahora se muere de ganas de marcharse.
—No sabes nada de mí.
Me acerco y le dedico una sonrisa coqueta, con la esperanza de traer de vuelta al Bennett de antes.
—Conozco dos de tus secretos. —El recuerdo del amago de beso en el café me infunde valor suficiente para extender los brazos y agarrarlo por las solapas de su abrigo de lana—. Eso tiene que servir para algo, ¿no?
Se me acerca como cuando estábamos en el sofá, pero esta vez tiene el rostro tenso y se detiene bastante más lejos de mis labios. Alza las manos y me sujeta las muñecas para apartarlas de sus solapas, y yo lo suelto por reflejo. Su expresión se torna aún más fría.
Me cuesta creer que mi comentario lo haya ofendido tanto.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Da un gran paso hacia atrás.
—Escucha: esto no volverá a ocurrir. ¿Me has entendido, Anna? Esto —repite, señalándome a mí y luego a sí mismo— no va a ocurrir esta vez.
—¡No tengo ni idea de qué me hablas! ¿A qué te refieres con «esta vez»?
—A nada. —Cruza los brazos sobre el pecho y clava los ojos en los míos—. Oye, pasaré dos semanas más aquí, y solo porque no me queda otro remedio. Luego me marcharé y jamás volverás a verme. Así que, por favor, sigue adelante con tu vida. —Gira sobre los talones y lo veo alejarse por la nieve.