Bennett no asiste a la clase de español el lunes. Tampoco el martes. Estoy muerta de preocupación, pero la señora Dawson, de secretaría, parece bastante más tranquila.
—¿Podría darme al menos su número de teléfono? —le suplico—. Solo quiero asegurarme de que esté bien. —Pese a que recurro a mi voz más responsable, no consigo el efecto deseado.
Fiel a la promesa que le hice a Bennett, hay detalles de la historia que he omitido, como el episodio del parque, el sudor que le empapaba el rostro, los lamentos sobre que tenía que encontrar a alguien. No estoy segura de a qué se refería exactamente Bennett con «no le hables a nadie de esto», pero espero que no estuviera pidiéndome que no mencionara la migraña, pues no se me ocurre ninguna otra excusa para pedir sus datos personales.
—Sé que solo quiere ayudar, señorita Greene, pero no puedo facilitarle la información confidencial de otro alumno. Lo siento —dice en un tono condescendiente, sin atisbo de disculpa—. Seguro que mañana lo veremos de nuevo por aquí.
Me entran ganas de preguntarle «¿cómo demonios lo sabes?», pero en cambio le doy las gracias entre dientes y me voy del despacho arrastrando los pies. No debería haberme apartado de su lado. Él solo quería que le hiciera compañía, y en vez de eso lo dejé solo en un banco de un parque sombrío y desierto, sudando y jadeando.
Me dirijo hacia el vestuario y me cambio de ropa, pero mientras escucho la cháchara del equipo, la idea de correr en círculo en una pista de atletismo repleta de gente empieza a horrorizarme. Me escabullo antes de que alguien repare en mí y salgo a la pista abandonada y helada de cross. Mientras corro, intento concentrarme en los sonidos del viento y el bosque, en el ritmo de mis pies, que chapotean en el camino embarrado, pero no oigo más que una voz en mi cabeza que repite: «¿Puedes quedarte conmigo un rato, Anna? Por favor». Me siento fatal.
* * *
La señora Dawson falló en su pronóstico. Bennett no se presentó en el colegio el miércoles. Ni el jueves. La tarde del viernes, mientras recorro el Donut entre la quinta y la sexta horas —acongojada ante la perspectiva de pasarme el fin de semana sin saber qué ha sido de él—, la solución me viene a la mente sin más. Es mi única opción.
Me acerco a paso veloz a la taquilla de Emma y la espero allí, pero no aparece. Cuando suena el timbre, saco mi libreta de espiral y escribo deprisa y corriendo: «Tengo que hablar contigo». Doblo el papel hasta formar un cuadrado pequeño, lo introduzco en una ranura de su taquilla y me encamino rápidamente hacia mi siguiente clase.
Cuando el timbre suena otra vez, regreso a toda velocidad a la taquilla de Emma y la encuentro allí, leyendo mi nota.
—Necesito tu ayuda, Em —borboteo—. ¿Crees que podrías conseguirme algo de la secretaría?
—Probablemente.
—Necesito el número de teléfono de Bennett Cooper. Se lo he pedido a Dawson y no me lo ha dado. Pero le gusta que vayas a su despacho a charlar sobre tus planes para la subasta del colegio, así que tal vez a ti sí te lo dé. —Se dispone a decir algo, pero la interrumpo—. Por favor, no me preguntes para qué lo necesito.
Emma aprieta los labios y arquea las cejas. Clava la mirada en mí y despliega su superpoder que me impulsa a contárselo todo.
—Oye, me encontré con él el domingo por la noche, y estaba… enfermo. Ahora lleva toda la semana sin venir. Solo quiero cerciorarme de que esté bien. —Coloco la espalda contra su taquilla y me preparo para un interrogatorio inquisitorial cuando de pronto sus labios despliegan una enorme sonrisa.
—¡Quieres tirarte al Greñas! —Se ríe mientras yo vuelvo la vista alrededor con los ojos desorbitados para comprobar si alguien la ha oído—. Venga, confiesa. El tío te gusta, ¿a que sí? —Nos quedamos mirándonos. No respondo—. ¿A que sí? —repite.
Suelto el aire que ha estado oprimiéndome el pecho.
—Solo estoy preocupada por él.
Fija en mí sus grandes ojos.
—De acuerdo, tal vez un poco.
Sonríe de oreja a oreja.
—¿Lo ves? Lo has reconocido. El primer paso es admitir que estás impotente —afirma, corrompiendo el primero de los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos—. Veré qué puedo hacer. Nos vemos en el aparcamiento, cuando acaben las clases.
—¿Cómo piensas conseguirlo?
—Aún no lo sé. Ya se me ocurrirá algo.
Una hora más tarde, en el caldeado interior del Saab, Emma, eufórica, presume de su habilidad y su ingenio para la manipulación.
—La verdad es que lo primero que pasó no fue por mérito mío. Tuve una potra increíble —dice mientras sale de la plaza de aparcamiento a toda velocidad—. No te lo pierdas: cuando entro, Dawson está hablando por teléfono, supongo que con Argotta, diciendo que necesita el material de la clase de español de esta semana para llevarlo a casa de Bennett Cooper esta noche. —Me revolotean mariposas en el estómago en cuanto oigo su nombre. Que alguien me pegue un tiro—. Así que me he ofrecido a llevarle los deberes.
—¿Ella te ha dado los deberes de Bennett?
—No. Ha dicho que no podía hacer eso; no está permitido. «Ni siquiera para usted, señorita Atkins» —añade, con una imitación impecable de la voz de Dawson.
—Entonces ¿no lo has conseguido?
—Claro que lo he conseguido.
—Genial. ¿Dónde está?
—A eso voy. —Gira para enfilar la calle, y el conductor al que le cierra el paso da un sonoro bocinazo—. El caso es que me he puesto a hacerle preguntas sobre la subasta, para que crea que he ido a verla por eso, ¿me sigues? Entonces Dawson empieza a hablarme de la gran casa de campo que los Allen tienen en Wisconsin…
—Emma, por favor. Me estás matando. Ve al grano.
—Vale, vale. En fin: estamos hablando de la subasta, y el señor Argotta llega y deja caer un montón de papeles sobre la mesa. Ella le da las gracias, él se marcha, ella consulta su ordenador mientras me cuenta algo sobre unas fotos antiguas que alguien va a donar para la subasta, coge una nota adhesiva, anota la dirección y la pega en el montón.
—¿Y?
Hace una pausa para aumentar el suspense.
—El doscientos ochenta y dos de Greenwood.
—¿Y qué hay del número de teléfono?
Se vuelve bruscamente hacia mí.
—¿Me tomas el pelo? ¿En lugar de «gracias, Emma» o «eres la repera, Emma», me sales con esto? —Devuelve su atención a la calzada, sacudiendo la cabeza.
—Solo quería llamar…
—Pues ella no ha anotado su número de teléfono, y yo no he alcanzado a ver la pantalla. Pero ¿no te das cuenta? ¡Lo que he conseguido es mejor!
—¡Pero eso me obliga a ir allí! —Hago un gesto de dolor al pensar en ello.
Ella me dedica la sonrisa de satisfacción que asoma a su rostro cuando se sale con la suya.
—Exacto.
No puedo creer que esté haciendo esto.
Me asomo de nuevo por detrás del seto elevado y contemplo la casa. Es impresionante. De dos plantas, tal vez tres. Estilo Tudor. Con una cochera para carruajes en la parte de atrás, si he observado bien desde esta distancia y las tres ocasiones en que he pasado por delante de la casa antes de acobardarme y esconderme detrás de los arbustos.
¿Por qué estoy haciendo esto?
Exhalo un suspiro profundo, salgo de detrás del seto, me dirijo de nuevo hacia la casa, esta vez con paso decidido, y empiezo a recorrer el camino de acceso, que han limpiado de nieve hace poco. Aunque solo son las cinco y media, ya ha oscurecido casi por completo, y tiemblo mientras subo la escalera. Cuando llego a lo alto, agarro la aldaba en forma de cabeza de león y respiro hondo antes de golpear con ella.
Espero.
Nadie abre la puerta.
Llamo de nuevo, arrebujándome en mi abrigo para protegerme del viento y alegrándome de haberme puesto vaqueros en vez de las medias y la falda que llevaba.
Justo cuando me dispongo a dar media vuelta, oigo unos pasos.
—¿Quién está ahí? —pregunta una voz que parece de anciana desde el otro lado de la puerta.
—Perdone. No se preocupe. —Retrocedo hacia los escalones—. Creo que me he equivocado de casa.
El cerrojo emite un fuerte ruido metálico y la puerta se abre lentamente. Es una mujer mayor, pero no anciana, y muy atractiva, con una larga cabellera cana y ojos de color azul grisáceo. Lleva un pañuelo de seda roja sobre ropa oscura y holgada, y me sonríe con expresión de curiosidad.
—Hola. —Abre la puerta del todo, con un gesto cordial.
—Hola. Lo siento mucho. Buscaba a alguien llamado Bennett, pero creo que tengo mal la dirección. —Empiezo a dar media vuelta de nuevo.
—No, no la tienes mal; Bennett está aquí. Pasa, estarás mejor que en el frío. —Se hace a un lado en el recibidor para dejarme entrar—. Me llamo Maggie. —Me tiende la mano.
—Anna. —Se la estrecho, sin dejar de preguntarme quién será.
—Debes de ser una amiga del colegio.
—Sí. —No estoy segura de que pueda considerarme una amiga, pero es la respuesta más sencilla—. Siento molestar, señora. —Sí, soy una idiota por venir, pero no había caído en la cuenta de ello hasta este momento.
—No es molestia, cariño. —Me señala la habitación situada al otro lado de un arco ancho—. Siéntate, que yo subiré a buscarlo.
Echo un vistazo al interior mientras ella se vuelve y empieza a subir la escalera. La sala de estar, de grandes ventanales, es preciosa y está exquisitamente decorada con muebles antiguos y oscuros aún más acogedores de lo que esperaba. El fuego de la chimenea calienta y lo baña todo en un brillo suave.
En vez de sentarme en el sofá, me paseo por la estancia, examinándolo todo. La pared que rodea la chimenea está cubierta de arriba abajo por estanterías con una colección de clásicos que eclipsa por completo nuestra librería. Salvo por un retrato grande en blanco y negro de Maggie y su esposo en el día de su boda, todas las superficies libres están ocupadas por fotos enmarcadas de una niña pequeña de cabello negro y flequillo recto. En algunas de ellas aparece también su madre, en otras, ambos padres. Llama especialmente la atención la instantánea enmarcada en el centro de la repisa: muestra a la misma niña, sentada en una silla, con una sonrisa y la vista alzada hacia la cámara, sujetando contra sí a un bebé diminuto con un mechón negro en la cabeza.
—Son mis nietos —dice una voz suave detrás de mí, y me sobresalto. No la había oído acercarse—. Ella es Brooke. Tiene dos años. Y él es mi nieto recién nacido. —Desliza el dedo sobre el vidrio.
—Son muy monos —comento.
Devuelve la foto a la repisa y coge otra.
—Esta es mi hija. —Señala una fotografía de una mujer con la niñita sentada en el regazo.
—¿Viven aquí, en Illinois?
—No. En San Francisco. —Suspira con tristeza—. Yo intento convencerlos de que se muden de vuelta aquí, pero el trabajo de su marido los obliga a quedarse en California. Ni siquiera conozco al bebé todavía.
De repente, me asalta la extraña sensación de que ya no estamos solos. Miro hacia atrás y veo a Bennett de pie en la puerta abovedada, observándonos. Tiene el pelo enmarañado y la piel cubierta por una barba irregular de pocos días, y las grandes bolsas bajo sus ojos inyectados en sangre dan la impresión de que lleva días sin dormir. Su expresión ausente le confiere un aspecto aún más enfermizo.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con voz tensa, pestañeando de forma involuntaria, como si sus ojos estuvieran acostumbrándose a la tenue luz de la habitación.
Maggie interviene antes de que yo recupere el habla.
—Estaba enseñándole a tu amiga fotografías de mi nuevo nieto, Bennett. —Se vuelve de nuevo hacia mí—. Qué casualidad, ¿verdad? ¡Nunca había conocido a ningún Bennett, y ahora conozco a dos! —Sacude la cabeza ante semejante imposibilidad.
Yo miro alternadamente a los dos, confundida. Bennett crispa el rostro.
—¿Os apetece un té? —pregunta Maggie, aparentemente sin reparar en la tensión que se palpa entre nosotros—. Me disponía a preparar un poco.
—No —responde Bennett antes de que yo pueda abrir la boca, meciéndose sobre los talones.
Maggie hace caso omiso de él y me dirige una mirada inocente e inquisitiva.
—¿Anna?
—No, gracias, señora…
Ella me posa la mano en el hombro.
—Llámame Maggie, cielo. Maggie a secas.
Le devuelvo la sonrisa.
—Gracias, Maggie.
Bennett me indica con un gesto que lo siga, y dejamos a Maggie sola haciendo su té. Subimos la escalera en silencio y caminamos por un pasillo oscuro. Al igual que el comedor, tiene las paredes cubiertas de fotos, si bien estas son de épocas anteriores.
Su dormitorio está débilmente iluminado por una pequeña lámpara que apenas alumbra el escritorio de madera. Hay tazas de café y botellas de plástico de agua desperdigadas por todas partes. En el suelo y sobre su cama veo esparcidos varios libros y papeles. Los muebles antiguos, aunque hermosos, no reflejan precisamente los gustos de un adolescente. Parece fuera de lugar en aquel mar de caoba.
Extiende el brazo por encima de mi hombro para cerrar la puerta de la habitación, y su proximidad hace que se me acelere el pulso… hasta que noto su olor a sudor y calcetines sucios. Mi cara debe de delatar algo parecido a la repugnancia, porque él baja la vista y retrocede un paso.
—No esperaba visitas.
—No pasa nada… Solo quería… Lo siento. Te he interrumpido, ¿verdad? —No muestra la menor señal de aceptar mi disculpa. Tampoco despeja ninguna superficie para que me siente en ella, así que me quedo de pie, cohibida y nerviosa, apoyada contra el marco de la puerta.
—Perdona por lo de mi abuela —dice en voz tan baja que me cuesta entender sus palabras.
Esto me desconcierta.
—¿Tu abuela? ¿Maggie es tu abuela?
—Tiene Alzheimer. —Posa la vista detrás de mí, en la puerta, como meditando lo que dirá a continuación—. En su mente, yo soy… como un niño.
—¿En serio? —Recreo en la memoria la conversación que hemos mantenido en el salón—. Pero… las fotos son de hace diecisiete años o más…
Él asiente. Se produce una pausa larga e incómoda, y me arrepiento de haber mencionado las fotografías.
—Las más recientes la alteran. Tuvimos que guardarlas.
—Entonces ¿quién cree que eres?
—Después de la muerte de mi abuelo, ella tenía problemas de dinero y se sentía sola, así que empezó a alquilar esta habitación a alumnos de Northwestern. —Hace un gesto como para restar importancia al asunto y baja la mirada al suelo—. Supongo que cree que… —Su voz se apaga, y el silencio se apodera del dormitorio.
Su aspecto es lamentable. Tiene la piel amarillenta, y los ojos enrojecidos y entrecerrados.
—¿Te encuentras bien? Pareces cansado.
Me mira con fijeza y, cuando por fin habla, no responde a mi pregunta. En cambio, junta las cejas y me pregunta a su vez:
—¿Qué haces aquí?
Su tono me pone aún más nerviosa.
—No te había visto desde la noche del domingo, en el parque. Cuando estabas…, ya sabes… —Aguardo un momento a que conteste algo y, como no lo hace, continúo atropelladamente—. Como no has ido al colegio en toda la semana, estaba preocupada, supongo, y… Solo quería asegurarme de que estuvieras bien. —Busco a tientas el pomo de la puerta detrás de mí—. Ahora sé que sigues vivo. Y eso es…, ya sabes…, una noticia estupenda. Así que ya puedo irme. —Comprendo de golpe que una llamada de teléfono habría sido mucho más apropiada, lo que me cae como un jarro de agua fría y me entran ganas de matar a Emma. ¿A quién se le ocurre presentarse en casa de este tío como si lo conociera de verdad?
—El domingo. —Mira hacia algún punto situado detrás de mí, achicando los ojos—. Es cierto. Lo había olvidado.
Suelto el pomo y clavo la vista en él. ¿Lo había olvidado? ¿Cómo puede haberlo olvidado?
—¿Seguro que estás bien, Bennett?
—Sí, estoy bien. Es solo que… —Parece intranquilo. No: presa del pánico—. ¿Cómo me has encontrado, a todo esto?
Noto que empiezan a temblarme las manos.
—He conseguido tu dirección en secretaría. —Es cierto. Más vale que no meta a Emma en esto si no es necesario.
—¿Alguien en secretaría te ha dado mi dirección sin más?
—No. Estaba en una nota adhesiva. —También es cierto.
Me mira, perplejo, y abre la boca para hablar, pero, de pronto, se queda lívido. Se tambalea ligeramente y extiende la mano hacia la pared para recuperar el equilibrio.
Me inclino hacia delante y lo agarro del brazo.
—¿Estás bien?
Intenta hablar, pero no le sale la voz. Respira trabajosamente durante un rato.
—Voy a buscar a tu abuela. —Le suelto el brazo, pero él me aferra de la muñeca, como hizo en el parque.
—¡No! ¡No vayas! —Aunque al parecer intenta gritar, apenas consigue emitir un susurro. Deja caer mi brazo y comienza a exhalar a un ritmo constante—. Quiero decir que… no hace falta. —Inspira lenta y profundamente—. Solo necesito recostarme un poco.
—¿Estás seguro?
Abre la puerta.
—Tienes que irte. —Respira hondo—. Ya.
—Pero podría…
—No. Vete. Por favor.
Cruzo los brazos sobre el pecho.
—No puedes obligarme a dejarte así… otra vez.
Me traspasa con una mirada fría y aterradora.
—Esta es mi casa, y estoy pidiéndote que te vayas. Ahora mismo.
En cuanto salgo al pasillo, la puerta se cierra con un golpe tan fuerte que no puedo evitar preguntarme si se ha desplomado contra ella. Doy unos pasos hacia atrás y me quedo mirándola sin saber qué hacer. Me acerco un poco, preparada para llamar con los nudillos, pero cambio de idea. Me retiro de nuevo. Giro sobre los talones, me alejo despacio por el pasillo y bajo la escalera.
Me detengo en el recibidor para descolgar mi abrigo de la percha. Mientras me abrocho los botones, repaso mentalmente lo que le diré a su abuela: «Me parece que se ha puesto enfermo de nuevo» o: «Creo que debería ir a ver cómo se encuentra». Pero entonces recuerdo su «no» rotundo y, aun sabiendo que es un error, esta vez decido guardar su secreto con un poco más de cuidado. Así que me asomo a la cocina, le digo a Maggie que ha sido un placer conocerla y le aseguro que no hace falta que se levante para acompañarme a la puerta.