La tormenta que estalla el sábado por la mañana ocasiona que se cancelen las pruebas de atletismo, me mantiene despierta toda la noche y no amaina hasta la tarde. Camino hacia la librería aturdida, y cuando consigo llegar a la esquina sin romperme nada, decido premiarme con un café con leche. Incluso después de esta parada, dispongo de quince minutos muertos antes de que empiece mi turno, así que me dirijo hacia la tienda de discos.
—¡Anna! —grita Justin por encima del ritmo marcado y ensordecedor que procede del techo, atronador y omnipresente. Sale de detrás del mostrador y me atrae hacia sí para abrazarme—. Esperaba que te pasaras por aquí el fin de semana.
—Qué hay, colega —digo, y me reprendo en mi fuero interno por llamarlo así. Probablemente es peor que llamarlo Pecas, pero palabras como «colega» o «compi» me brotan de la boca cada vez que lo veo. Se aparta ligeramente para mirarme, y aunque solo por un instante, percibo un gesto fugaz de disgusto, como si lo hubiera insultado.
—¿Qué es eso que suena? —pregunto, señalando los altavoces.
Se inclina hacia mí.
—Un puntazo. —Recorre el interior de la tienda con la mirada para cerciorarse de que nadie más lo escuche, aunque en realidad no hay peligro, pues estamos solos—. El batería de Nirvana acaba de grabar una maqueta, y Elliot me la ha dejado. —No sé quién es Elliot, pero supongo que debe de ser un pez gordo de la emisora de radio estudiantil de la Northwestern, donde Justin trabaja como becario desde hace tres meses. Mientras que yo sueño con visitar lugares lejanos, él sueña con mudarse a una residencia de estudiantes de muchas plantas que está un poco más lejos, en la misma calle, solo para estudiar locución radiofónica y pasar sus años de universidad como pinchadiscos en La hora del rock, el legendario programa de la emisora.
—¿Quieres que te la preste? —pregunta, dando otro paso hacia mí.
—No, de verdad, no hace… —Sacudo la cabeza, pero da igual: él ya se aleja, y cuando se agacha detrás del mostrador, la música cesa. Regresa con el CD en la mano.
—Ten, llévatelo. Ya me dirás qué tal.
—¿En serio?
—Claro. Solo te pido que me lo devuelvas algún día de la semana que viene.
—Gracias. Es todo un detalle —digo, apretando el disco contra mi pecho.
—Creo que te gustará.
—Seguro que sí. Sabes que me fío de ti al cien por cien. —Cuando alzo los ojos, advierto que me mira, y entonces lo noto. Está deseando besarme—. ¿Tienes más material nuevo? —Intento desviar su atención hacia las novedades colocadas en el expositor de alambre.
—Ahí no. —Con una sonrisa, me hace un gesto para que lo siga hasta su lugar habitual tras el mostrador. Desaparece por un momento, pero entonces se endereza de golpe y coloca una caja de CD en el mostrador, entre los dos. La carátula de papel está pintada a la acuarela: los tonos de azul, rojo y verde se arremolinan creando formas interesantes que se difuminan hacia los bordes. Como todas las acuarelas, esta es única. Inimitable. Aun así, hace juego con las otras que tengo en el estante de mi habitación.
—¡Una nueva recopilación para entrenar! —La cojo, le doy la vuelta y leo los títulos de las canciones—. No te imaginas lo harta que estoy de tener que saltarme los temas de mis discos. Siempre corro mejor con los tuyos.
—Me está mal decirlo, pero esta vez me he superado a mí mismo. —Sonríe y se sonroja, lo que hace que se le disimulen las pecas. Es diferente de todos los chicos que conozco, y por un instante desearía poder verlo como algo más que un amigo.
—No me cabe la menor duda. —Entonces vuelve a ocurrir. En su mente, este es el momento de la película en que salto por encima del mostrador y le arranco los botones de la camisa. En vez de eso, consulto mi reloj. Las 3.59—. Ostras. —Señalo la calle, en dirección a la librería—. Tengo que ir corriendo a relevar a mi padre. ¿Necesitas algún libro? —Sostengo en alto mis discos nuevos—. Ya sabes cuál es nuestro trato: un libro por cada CD.
Él asiente.
—De hecho, quería pedirte unos… —Justin se interrumpe, y los dos nos volvemos hacia la puerta delantera, por la que entra una chica que lleva una sudadera con las letras de una hermandad. Va directa al mostrador, se detiene junto a mí y se pone a esperar. Me lanza una mirada de irritación—. Olvídalo. Ya intentaré pasarme por la librería más tarde.
Cuando vuelvo la espalda hacia él, exhalo un suspiro de alivio y doy las gracias en mi fuero interno a la Tri-Delta por sacarme del apuro momentáneamente.
El tiempo parece transcurrir mucho más lento. Los estudiantes de la Northwestern entran, echan un vistazo y se marchan. Varias madres llegan con sus hijos pequeños de la mano y curiosean por las recomendaciones del Club de Lectura mientras sus críos destrozan la sección de libros infantiles. Yo paso tarjetas de crédito por el lector, recoloco los libros hasta que todas las cubiertas están parejas y las novedades están más a la vista, y leo la guía Michelin de la Costa Azul. A las 8.50, hago caja, meto el dinero en la carpeta de vinilo verde y la guardo en la caja fuerte de la trastienda. Doy la vuelta al letrero de la entrada con la palabra cerrado hacia fuera y echo el cerrojo.
El café ya está atestado de gente. La semana de exámenes finales de la Northwestern acaba de terminar, y esta noche nadie está estudiando. De hecho, la mayoría de los jóvenes parecen demacrados y exhaustos, como si estuvieran de celebración desde el viernes por la tarde.
Al pasar por delante, echo una ojeada al interior para ver si Justin está dentro con sus amigos de la emisora. Hace unas horas parecía muy ansioso por hablar conmigo, pero no se ha dejado caer por la librería.
Sigo andando y doblo la esquina hacia mi calle oscura y silenciosa. Capto un movimiento en el parque, al otro lado de la calzada, y aflojo el paso, escrutando las sombras con los ojos entornados. Me cuesta distinguir los detalles, pero no cabe duda de que hay alguien ahí, y entrecierro los párpados de nuevo hasta que vislumbro la silueta de una persona encogida que se mece adelante y atrás en un banco del parque. Empiezo a caminar sobre la hierba para verlo más de cerca. Suelto un grito ahogado porque, incluso desde esta distancia, estoy bastante segura de que sé quién es.
Mis pies parecen avanzar hacia él por sí solos.
—¿Bennett? —susurro cuando me encuentro lo bastante cerca—. ¿Eres tú? —Aunque no obtengo respuesta, alcanzo a percibir unos lamentos graves y suaves—. ¿Bennett? —Doy unos pasos pequeños hacia él—. ¿Estás bien?
—Vete de aquí —gruñe. Intenta erguir la cabeza, pero esta se inclina más todavía sobre sus rodillas, y él se frota las sienes, emitiendo de nuevo un sonido gutural. Me percato de que intenta decir algo, así que me agacho hacia él—. No puedo marcharme —gimotea—. Tengo que encontrarla. —Observo cómo se balancea, lamentándose y repitiendo estas palabras, y se me empiezan a poner los pelos de punta.
De pronto, deja de moverse y posa la mirada en mí. Parece sorprendido de verme de pie junto a él.
—¿Anna?
—Sí, soy yo. Voy a buscar ayuda. Quédate aquí, vuelvo enseguida.
—¡No! —Dice esta única palabra con voz enérgica pero teñida de angustia, y sé que me será imposible afrontar esta situación sola.
—Bennett, necesitas ayuda. —Giro sobre los talones para marcharme.
—No. —Estira el brazo y me agarra de la muñeca—. Por favor. No… te… vayas. —Me paro en seco y doy media vuelta. Da la impresión de que pugna con todas sus fuerzas por levantar la cabeza—. Ya me… —Respira hondo de nuevo—. Me encuentro mejor. —Pero no le creo. A pesar de la temperatura y de que está acurrucado en un banco helado, el sudor le perla la frente y le resbala por las mejillas. Tiene el mismo aspecto que yo después de un sprint, y se concentra en cada inspiración y exhalación—. Por favor… Solo… siéntate.
Recorro el oscuro parque con la vista, dejo caer la mochila en el suelo, junto a sus pies, y me arrodillo al lado. No me atrevo a sentarme en ese banco tan frío.
—Me pondré bien. —Se restriega las sienes otra vez y alza la cabeza despacio—. Es la migraña —dice entre bocanadas de aire—. Me da cuando… —Su voz se apaga—. ¿Puedes quedarte conmigo un rato, Anna? Por favor. —Dirijo la mirada de nuevo hacia el café.
Empiezo a inclinarme hacia delante para frotarle la espalda como haría mi madre, o una amiga mucho más íntima de lo que soy yo, pero obligo a mis manos a detenerse y a colgar a mis costados. Durante los cinco minutos siguientes, no se oye otro sonido entre nosotros que el de su respiración fatigosa.
—Sigue respirando —es lo único que se me ocurre decir, aunque soy consciente de que no resulta muy útil.
Finalmente, endereza un poco la espalda.
—¿Me haces un favor? —Aunque aún no me ha explicado de qué se trata, yo ya estoy asintiendo—. No le hables a nadie de esto.
—No lo haré. —Sacudo la cabeza y contemplo las gotas de sudor que aún le bajan por las mejillas—. Pero ¿me dejas que vaya a buscarte un poco de agua? No tardaré.
Aunque no dice que sí, al menos esta vez no discute. Antes de que cambie de idea e intente detenerme, me pongo de pie y, dejando mi mochila a sus pies, arranco a correr de vuelta hacia el café. La camarera me da un vaso con agua fría, y yo regreso a toda prisa al banco.
—Aquí tie… —empiezo a decir, pero la frase queda en el aire. Mi mochila sigue en el suelo congelado, pero Bennett ha desaparecido.