Ganar tiempo.
Hay algunos detalles más acerca de mi brillante estratagema para devolver a Bennett su lápiz, pero en esencia todo se reduce a eso: a ganar tiempo. Tengo la intención de entretenerme en el camino a la clase de español para que no me dé tiempo de entregárselo antes de que empiece. Luego, cuando suene el timbre de la hora del almuerzo, me pondré de pie, me volveré para cerrar el paso a Bennett y se lo devolveré. Si todo sale tal como he planeado, charlaremos durante todo el trayecto hacia el comedor.
Tengo el corazón desbocado cuando llego ante la puerta. El timbre suena justo en el momento previsto, pero cuando entro en el aula y paso junto al señor Argotta, él da una palmada.
—¡Práctica de conversación! —exclama—. ¡Ya os podéis ir cambiando de sitio! —añade exultante, como si anunciara una celebración.
No. Práctica de conversación no. Es el peor de los pequeños ejercicios en grupo de Argotta. He calculado al segundo el momento de mi llegada, pero no me servirá de nada si Bennett acaba de nuevo en la otra punta de la habitación.
Argotta avanza entre las hileras de pupitres, agrupándonos en parejas y repartiendo fichas plastificadas que describen situaciones en las que es imposible que alguien se encuentre si viaja a España, o a cualquier otro lugar del mundo, en realidad. Me entrega mi ficha, y yo cierro los párpados con fuerza, temiéndome lo peor. Abro un ojo y leo: «Participante número uno: estás solicitando empleo como camarero/a en uno de los restaurantes más lujosos de Madrid. Participante número dos, eres el/la propietario/a del restaurante». Miro a Alex, mi compañero habitual, que me dedica un guiño.
El señor Argotta se detiene y da media vuelta.
—Señorita Greene, haga pareja con el señor Cooper, por favor.
¿Qué? No. Lo siento, señor. No puedo hacer pareja con Bennett Cooper. Me he pasado toda la noche pensando cómo devolverle su lápiz; cómo preguntarle de nuevo —cuando no esté bajo la mirada escrutadora de Emma y Danielle— si el lunes estuvo en la pista de atletismo. Quiero saber por qué en ese momento actuó como si me conociera, y ahora me trata como a una desconocida. Me he imaginado la conversación entera, pero ni se me pasó por la cabeza que tuviera que hacerlo en español.
Me planteo la posibilidad de correr hacia la puerta, o de simular un ataque. Podría dirigirme al extremo opuesto de la clase y ocupar el asiento frente al señor Kestler, fingiendo que he entendido mal la indicación de Argotta, por su acento. Pero es demasiado tarde. Bennett ha oído las instrucciones con la misma claridad que yo, y ahora me lanza una de sus miradas tipo «tranquila, no muerdo». Alza la barbilla como ordenándome que me levante y, cuando lo hago, hace girar mi pupitre de cara al suyo.
—Hola —digo cuando los dos nos hemos sentado de nuevo.
—Hola. Anna, ¿verdad? —Bennett parece completamente relajado, y el acto de pronunciar mi nombre no parece producir en él el mismo efecto extraño que hace dos días, en el comedor.
—Sí. —Bajo la vista a la mesa, intentando no mirarlo a los ojos para no quedarme embelesada otra vez—. Bennett, ¿verdad?
Él asiente.
—¿Te gusta que te llamen «Ben»? —¿A qué narices viene eso? Dios santo.
Él sonríe.
—No. Solo… Bennett.
El rubor ataca de nuevo. Me pregunto si él siente tanta curiosidad por saber qué aspecto tengo sin la cara enrojecida como yo por verlo con el pelo corto.
—Gracias por el préstamo. —Cuando le paso el lápiz, noto que las preguntas aguardan en mi garganta a que las suelte una tras otra, pero ahora que él está sentado delante me he quedado sin habla.
—No hay de qué —responde mientras lo coloca en la ranura de la parte superior del pupitre de madera. El lápiz debe de tener propiedades magnéticas, pues parece atraernos a los dos—. Bueno, ¿qué tenemos que hacer? —pregunta Bennett inclinándose hacia delante, y yo me trago todas las preguntas.
—Me temo que es un poco complicado. —Extiendo el brazo por encima del espacio que separa nuestros pupitres y deposito la ficha en su mesa, con las palabras vueltas hacia él. La coge, y una sonrisa se dibuja lentamente en sus labios.
—Oh, seguro que es fácil. —Se encorva hacia mí, como para revelarme un secreto—. Ya he hecho varias entrevistas para trabajar como camarero en Madrid.
—¿En serio?
—No. —Sonríe—. Es broma.
Me río demasiado fuerte.
—Bueno, vale. —Respiro hondo para calmar mis nervios y apoyo las manos en el pupitre para que dejen de temblar. Me acerco a él y digo—: No tengo idea de cómo se contrata a alguien en este país ni en ningún otro. —Cojo la ficha de encima de su mesa y me reclino hacia atrás, intentando fingir que estoy cómoda—. Bien —empiezo con mi dicción española más esmerada—, hábleme de su experiencia como camarero, señor Cooper.
Bennett se embarca en una larga descripción de su trabajo en varios restaurantes inventados de toda España. Con oraciones perfectamente construidas, detalla su habilidad en el manejo del recogedor de migas. Explica cómo consigue convencer a los clientes de que pidan el plato del día en vez del que habían elegido en un principio. Es capaz de atender diez mesas a la vez, incluidas las de grupos grandes, y siempre da una parte generosa de las propinas a los ayudantes de camarero. Lo dice todo sin inmutarse y con un brillo apenas perceptible en los ojos.
Aunque entiendo su español, me cuesta un esfuerzo asimilar sus palabras. Tiene una forma de hablar preciosa. Su voz es firme y enérgica, y su cadencia, equilibrada, por lo que me quedo completamente paralizada, cautivada por la sonoridad de su inflexión. Me habla de otro trabajo ficticio en un restaurante de Sevilla llamado El Mejor Camarero.
Hacia el final, ha conseguido arrancarme una sonrisa. Algunas carcajadas. Y me ha dejado más que un poco asombrada.
—Ya lo ve —concluye en su castellano perfectamente fluido—, soy un camarero ideal para su restaurante. —No estoy segura de cuánto tiempo transcurre entre el final de esta frase y sus palabras siguientes—: ¿Y bien? —Arquea las cejas y aguarda mi respuesta.
Cuando me percato de que me ha pillado mirándolo de nuevo, me muerdo el labio y espero a que el rubor se extienda por mi cara, pero esta vez no ocurre nada. Le sigo el juego.
—Contratado —digo, encogiéndome de hombros.
—Caray. ¿Así de fácil? —dice en inglés—. Eres una encargada muy poco exigente.
Intento pensar una réplica ingeniosa, pero tengo la mente en blanco.
—Hablas muy bien español —comento en cambio.
—El verano pasado realicé una estancia lingüística en Barcelona.
Sonrío cuando me imagino cómo sería convivir en Barcelona con una familia de allí.
—Me encantaría hacer algo así. Debió de ser divertido vivir allí, empaparse en otra cultura.
—Fue increíble. —Apoya los antebrazos en el pupitre—. ¿Y tú? ¿Has estado en España?
—No —respondo entre dientes—. No he estado… en ningún sitio. Trabajo en la librería de la familia y paso mucho rato en la sección de viajes. Eso es lo más cerca que he estado del resto del mundo.
—Me sorprende oír eso. —Se inclina aún más hacia mí, como si quisiera hacerme una confidencia—. Es solo mi tercer día aquí, pero su gente me parece bastante viajada.
—Lo es. —Me encojo de hombros otra vez—. Lo que pasa es que yo… no formo parte de esa gente.
—Así que trabajas en una librería. —Es una afirmación, no una pregunta—. Y lees libros de viajes.
Lo miro y busco en mi mente una respuesta. Hace mucho que dejó de avergonzarme el hecho de ser la alumna más pobre de este colegio para personas increíblemente ricas, pero él no tiene por qué refregármelo en la cara.
—Algo así. Por lo que parece, tú viajas mucho.
—¿Yo? —Baja la mirada hacia la mesa—. Sí. Podría decirse que… —Su voz se apaga, y me da la impresión de que reprime una sonrisa—. Me encanta viajar. —Mi expresión debe de reflejar mi desconcierto, porque él se pone serio y aclara—: Sí, viajo mucho…, todo lo que puedo.
—Qué suerte tienes. —Noto que las palabras salen de mis labios cargadas de amargura, y al instante desearía no haberlas pronunciado.
—Lo siento. ¿He dicho algo que no debía? No era mi intención.
—No. —No es culpa suya que a duras penas haya salido del estado—. No has dicho nada malo.
—Oye, cualquiera que desee viajar puede encontrar el modo de hacerlo. Solo tiene que desplegar su creatividad.
El señor Argotta dobla la esquina de pronto y, como ahora puede oírnos, Bennett se pasa de inmediato al castellano. Me mira directamente a los ojos.
—Ya sabes lo que dicen: La vida es una aventura intrépida o no es nada. —Vuelve los ojos hacia un lado, pensando—. No recuerdo quién lo dijo.
Me río por lo bajo.
—¿Qué pasa? —Bennett sonríe conmigo, aunque no tiene la menor idea de qué es lo que me divierte tanto.
—Helen Keller —susurro, visualizando el póster que había colgado en la clase de lengua inglesa de la señorita Waters cuando yo cursaba séptimo, con un velero blanco que luchaba contra la corriente en primer término, y la cita «La vida es una aventura intrépida o no es nada» debajo, en mayúsculas de imprenta.
—Entonces seguramente no lo dijo en español.
Intento contener una risotada, pero no lo consigo.
—No, seguramente no. —Seguimos sonriendo y mirándonos, pero yo rompo el encanto cuando alzo la vista para asegurarme de que Argotta no nos ha oído hablar en inglés. Está en el otro extremo de la clase, arrodillado junto a otro equipo, ayudándoles con una traducción. Cuando me vuelvo de nuevo hacia Bennett, descubro que él no ha despegado los ojos de mí.
—Bueno, independientemente del idioma en que lo dijera —declaro—, no podría estar más de acuerdo con ella. Yo al menos estoy deseosa de mucha más aventura y mucho menos nada.
Su sonrisa se desvanece, y me mira con expresión seria. Me parece que está punto de decir algo importante, pero aprieta los labios. Lo observo, esperando, hasta que queda claro que piensa permanecer callado.
—¿Ibas a decir algo? —pregunto al fin.
Me dirige una sonrisa leve.
—Sí… De hecho… —Pero en ese momento suena el timbre—. Olvídalo —dice levantándose y encaminándose hacia la puerta—. Nos vemos luego, ¿vale?
Lo sigo con la mirada mientras cruza el aula hasta que sale al pasillo. Cuando me fijo en el pupitre, veo que el lápiz continúa en la ranura, donde él lo dejó. Me retuerzo el pelo y me lo sujeto en la nuca con una mano mientras inserto el lápiz con la otra.
* * *
«Nos vemos luego». Es lo que dijo hace tres días: «Nos vemos luego». Pero en realidad no lo vi luego. No estaba en el comedor, no me topé con él en el Donut, ni tampoco lo encontré en el aparcamiento para estudiantes.
Asistió a la clase de español el martes y el viernes, y estoy segura de que ambos días estaba vigilando la puerta, pendiente de mi llegada, porque en cuanto entré él bajó la vista a su pupitre. Pero no asomó a su rostro un gesto de satisfacción al verme, ni una sonrisa a sus labios mientras garabateaba en su libreta; y no volvió a alzar la mirada antes de que yo ocupara mi asiento. Yo había intentado devolverle el lápiz todos los días, pero él salía disparado hacia la puerta en perfecta sincronía con el timbre. Era como si nuestra conversación nunca se hubiera producido.