—¿Qué estoy haciendo? —pregunto en voz alta mientras añado una segunda capa de brillo de labios. Con la vista fija en el espejo del lavabo de chicas, me aplico rímel en las pestañas, contemplo mi imagen y pongo cara de exasperación.
De acuerdo, es mono, pero eso no justifica el esfuerzo que me ha costado decidir qué pendientes ponerme esta mañana. No soy el tipo de chica que se maquilla en el aseo, y siento como si se me hubiera ido la olla por completo. Ayer creía que estaba loca porque veía visiones. Creo que prefiero esa locura a la de ahora.
Cuando salgo del baño y me dirijo a la clase de la cuarta hora, empiezo a notarla: la descarga de adrenalina que por lo general asocio al último kilómetro de una carrera. Me detengo delante del aula para recordar cómo he planeado hacer mi entrada: con aspecto sereno e indiferente. Sacudo los brazos, muevo la cabeza adelante y atrás, y respiro hondo por última vez antes de atravesar la puerta.
Localizo a Bennett de inmediato. Está reclinado en su silla, haciendo rodar su lápiz entre los dedos. Supongo que apartará la mirada cuando establezca contacto visual con él, pero no lo hace. Por el contrario, se le ilumina el rostro, como si se alegrara de verme. Luego baja la vista sin dejar de sonreírse y se pone a garabatear en su cuaderno. No vuelve a levantar los ojos.
Me siento en mi silla y dejo salir el aire que no era consciente de estar reteniendo. Por hacer algo, saco mis deberes de la mochila mientras los demás entran tranquilamente.
Cuando suena el timbre, Argotta levanta los brazos bruscamente.
—¡Examen sorpresa! —exclama.
Por fortuna, el coro de protestas colectivas y el sonido de las hojas que mis compañeros arrancan de las libretas ahoga el martilleo de mi corazón en el pecho.
Me sudan las palmas de las manos, y estoy casi convencida de que el calor que irradia mi cuerpo está a punto de encresparme los rizos. Sin pensar, me estiro el cabello hacia atrás, lo recojo en una cola de caballo, lo enrollo en torno a mi dedo y lo recojo detrás de mi cabeza con una mano mientras revuelvo mi mochila en busca de una pinza. Mis dedos palpan libros, una colección de envoltorios de chicle y una carcasa de CD, pero no encuentran pinzas ni gomas para el pelo. Me quedo mirando el lápiz que está sobre el pupitre y que me ha sacado de más de un apuro, pero es el único que tengo y lo necesito para el examen. El brazo que tengo levantado se me empieza a dormir, y cuando estoy a punto de rendirme, oigo un sonido detrás de mí.
—Pssst.
Me vuelvo sin soltarme el moño.
Tal vez sea porque se ha inclinado tanto hacia delante que prácticamente está recostado sobre su pupitre, pero me da la impresión de que está mucho más cerca que ayer. O quizá no sea solo su proximidad física, sino también su expresión. No parece ausente, como cuando ayer en clase me quedé mirándolo, ni confundido como cuando mi mejor amiga lo acusó de ser un repugnante acosador. Hoy tiene una mirada dulce en los ojos, como si estuvieran sonriendo por sí solos, y me percato de que son de un tono azul grisáceo, salpicados de motas doradas que capturan y reflejan la luz. Cuando por fin tomo conciencia de lo que estoy haciendo —admirando sus ojos alelada—, bajo la vista hasta su boca y descubro que no solo sus ojos sonríen; también sus labios. Como si algo lo divirtiera. Como si se burlara de mí. Y entonces caigo en la cuenta de que hay algo que he pasado por alto.
Apunta con el mentón, intentando desviar mi atención de su cara hacia la mano que tiene tendida hacia mí desde hace rato. En ella sostiene un lápiz.
Miro el lápiz y luego sus ojos, desconcertada. Entonces lo comprendo todo, y me inclino hacia él para cogerlo.
«Gracias», articulo con los labios.
Me vuelvo hacia el frente de la clase, inserto el lápiz en mi cabello y me da vergüenza cuando advierto que al hacerlo dejo al descubierto el rubor que me sube por la parte de atrás del cuello. Respiro hondo y me obligo a concentrarme en el examen, que ya ha empezado, pero no puedo evitar que una sonrisa se dibuje en mi rostro.
O sea que él sí se fijó en mí ayer. Me vio recogerme el pelo.
Seguramente no es más que un sencillo lápiz Dixon Ticonderoga número dos amarillo —exactamente igual que el que estoy usando para responder al ridículo examen—, pero al tenerlo alojado en mi cabello, sujetando los mechones, siento algo muy parecido a lo que sentí ayer en la pista: que hemos conectado.
De algún modo he conseguido no topar con Emma en todo el día. Hasta ahora.
Después de terminar el entreno en pista de hoy, salgo del vestuario en dirección al aparcamiento para estudiantes, charlando con algunos compañeros de equipo, cuando de pronto la veo. Camina a paso veloz hacia su coche con su palo de hockey hierba oscilando a su costado mientras avanza, y aunque supongo que habrá sudado un poco, no se le nota en absoluto. Su maquillaje está perfecto, y su gorro y guantes de punto hacen juego con su chándal. Yo bajo la vista hacia mi ropa. He salido directa de la ducha, me he secado el pelo con la toalla y lo llevo recogido bajo una gorra de béisbol para que no se me congele en el camino a casa.
—¡Voy a encender la calefacción! —grita cuando me ve. Después de abrir la puerta y arrancar el motor, baja del coche y me espera tranquilamente apoyada en el capó.
Echo un vistazo rápido al cielo y veo que una masa de nubarrones se prepara para descargar su furia en forma de una fuerte nevada. Cuando bajo la mirada, veo que Emma me sonríe y me hace señas de que me acerque. Por una fracción de segundo, mi determinación flaquea y me imagino acomodándome en el asiento térmico. La verdad es que no tengo ganas de volver a casa a pie, pero ni en broma voy a perdonarla tan fácilmente.
Sigo caminando con el grupo y paso su coche de largo.
—¡Anna! —Su tono delata que está sorprendida y desairada—. Espera. —Oigo que los pasos cautelosos de sus zapatillas deportivas se acercan por detrás, así que acelero un poco—. En serio, ¿no puedes pararte un momento a hablar conmigo? Intento disculparme. —Mis compañeros de equipo me miran y luego se miran entre sí. Les indico con un gesto que sigan adelante y aminoro el paso para que Emma me alcance.
Me sujeta por el hombro.
—De verdad que lo siento. —Su remordimiento parece auténtico, y su acento británico imprime a su voz tal sinceridad que me siento tentada de estrecharla en mis brazos y perdonarla sin una palabra más. Pero no he olvidado la vergüenza que pasé ayer, el ridículo en el que quedé por su culpa. Así que me limito a contemplarla con fijeza—. Lo siento —repite y me abraza. Aunque tengo ganas de devolverle el abrazo, me quedo de pie, rígida.
Me suelta, y cuando se aparta de mí veo lo dolida que parece. Sin embargo, luego relaja su expresión, se inclina hacia delante, y me inmoviliza la cara entre sus manoplas suaves como con un tornillo de carpintero.
—Me porté como una tonta. Por favor, no sigas enfadada conmigo. No lo soporto.
Exhalo un suspiro.
—Lo que hiciste no me moló nada. —Apenas se entiende lo que digo, pues ella está apretando tan fuerte que tengo los labios fruncidos como los de un pez.
—Lo sé, pero me quieres de todos modos, ¿a que sí? —Me retuerce las mejillas—. ¿A que sí? ¿Un poquito? —Con eso me desarma. Porque es verdad. El esfuerzo por no reírme debe de dar a mis labios un aspecto aún más gracioso, porque a Emma se le escapa un resoplido, y las dos prorrumpimos en carcajadas.
Ella deja de apretarme al fin, pero sigue sujetándome el rostro.
—Lo siento, en serio. Me dejé llevar. No tenía la intención de humillarte.
Me muerdo el labio.
—Pues lo hiciste.
—Lo sé.
—No vuelvas a hacerlo, por favor.
—No lo haré —dice con una sonrisa y una sacudida contundente de la cabeza. Me agarra por los hombros y hace ademán de besarme en las mejillas, sin tocarlas. Noto que todavía las tengo rojas por los apretones—. ¿Podemos subir al coche ahora? —masculla con los dientes apretados, tiritando.
Cuando yo asiento con la cabeza, ella me guía hasta el Saab. Incluso me abre la puerta y espera a que me siente antes de rodear el vehículo hacia su lado y ocupar su sitio frente al volante.
—¿Adónde vamos? —pregunta—. ¿Te apetece ir a tomar un café?
—No puedo. Es martes.
—Ah, ya, la noche de la cena en familia. —Da marcha atrás y cruza el aparcamiento casi vacío. Nos quedamos calladas durante unos segundos y supongo que pondrá música a todo volumen como siempre, pero en cambio se vuelve hacia mí—. En fin, ¿sigues creyendo que el chico nuevo era el que estaba observándote en la pista?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. —Empiezo a contarle a Emma el incidente del lápiz, pero me interrumpo. A alguien que ya lo considera un bicho raro, su gesto podría parecerle más extraño que encantador. Pensándolo bien, tal vez a mí también debería parecerme más extraño que encantador. Me llevo la mano al cogote, pues he olvidado que ahora llevo una gorra de béisbol y el lápiz está guardado en mi mochila.
—¿Quieres saber mi opinión? —inquiere Emma.
—¿Acaso tengo elección?
—No. Mantente alejada de él. No sé muy bien de qué se trata, pero hay algo en él… que me da mala espina.
—Oh, venga ya. Es solo por lo ocurrido en la pista. Dejó claro que nunca había estado en Northwestern. Lo más probable es que me haya equivocado. —No estoy segura de por qué lo defiendo, pero, aunque sigo convencida de que no estoy equivocada, resulto bastante convincente.
—¿Y qué me dices del modo en que reaccionó al oír tu nombre?
Sí, eso fue raro. Me encojo de hombros otra vez.
—Ya entiendo. El chico te hace tilín. —Alarga las palabras y su acento se vuelve más marcado.
—Ni siquiera lo conozco.
—No hace falta que lo conozcas para que te haga tilín.
—Claro que sí. —La fulmino con los ojos—. Es solo que… siento curiosidad, nada más. —Pero, para ser sincera, es posible que Emma esté en lo cierto. Simplemente intercambié con él unas miradas que no significaban nada y un lápiz, y por algún motivo eso le ha dado derecho a colarse en mi cabeza e instalarse allí.
El coche se detiene delante de casa con un patinazo, y queda un espacio de medio metro entre mi puerta y la acera cubierta de nieve. Emma se vuelve hacia mí.
—Esta mañana te he echado de menos, por cierto.
—Yo también. —Me inclino hacia ella y la abrazo al fin. Bajo del coche, cierro la puerta y ella arranca, levantando una polvareda de nieve sucia.
—¡Trae un cuchillo! —El grito cantarín de mamá sale de la cocina y atraviesa el pasillo por encima del tenor atronador de Pavarotti. Sigo el apetitoso olor a pimientos y cebollas asados y en la cocina me encuentro a mi madre muy atareada—. ¡Hola, cariño! —Alza la vista con una sonrisa antes de bajarla de nuevo hacia su salsa. Lleva un delantal negro encima de su uniforme de médico, y sus rizos negros, como los que heredé de ella, están recogidos encima de la cabeza con una pinza, aunque algunos tirabuzones se han escapado y le cuelgan a los lados del rostro. Tararea la melodía italiana mientras pica tomates maduros—. ¿Puedes empezar a cortar lonchas de mozzarella? —Señala con su cuchillo la bola de queso blanco viscoso que está sobre la encimera—. ¿Qué tal te ha ido en el colegio?
Me vuelvo y veo a mamá echar los tomates que quedan en la cacerola, removerlos un poco y sentarse en uno de los taburetes que tengo delante. Apoya los codos sobre la encimera, y yo dejo de cortar para levantar la mirada hacia ella. Espera a que se lo cuente todo, porque es martes, el día que cocinamos y yo le comento quién sale con quién, quién se ha peleado con quién y quién no está dando la talla en la pista. Luego yo le pregunto qué novedades hay en el hospital, y aunque me imagino que su trabajo allí es más bien rutinario y que a menudo es un sitio triste en el que pasar el día, ella habla de él como si fuera el plató de Urgencias y relata historias melodramáticas de personas que han logrado sobrevivir contra todo pronóstico, de médicos que coquetean con enfermeras y de pacientes que coquetean con médicos. Me alegra que le guste su profesión, sobre todo porque sé que la única razón por la que se ha reincorporado al trabajo ha sido para pagar mi matrícula en Westlake. Fue idea de mis padres enviarme allí, pero necesitan dos sueldos para costearlo. La cena de los martes es prácticamente lo único que piden a cambio.
—¿Y bien? —Tiene los ojos muy abiertos y parece a punto de reventar—. Vamos, dime cómo va tu semana. ¿Hay algún cotilleo jugoso?
—Todo bien —digo de forma mecánica y bajo la vista hacia la tabla de picar, deslizo el cuchillo sobre la mozzarella y los trozos empiezan a apilarse sobre la madera—. ¿Y tú? ¿Qué tal tu día? —pregunto en una voz demasiado aguda y falsa.
Aunque no la miro directamente, veo con el rabillo del ojo que se retuerce en su asiento, como si no supiera qué hacer, y los segundos transcurren con lentitud hasta que ella habla de nuevo.
—¡Oh, venga! —dice finalmente—. No me toca a mí todavía. —Se levanta para echar una ojeada a la salsa, tararea de nuevo mientras la revuelve y se sienta de nuevo frente a la encimera—. Venga —repite con una gran sonrisa, casi suplicante—. Algo interesante tiene que haber pasado.
Me muero de ganas de decirle la verdad. Ayer alguien desapareció ante mis ojos. Estuve a punto de recibir una nota de impuntualidad por primera vez en mi vida. Volví a casa andando, porque, hasta hace media hora, mi mejor amiga y yo no nos hablábamos. Y hay un lápiz en mi mochila al que doy más importancia de la que debería. Quisiera decirle que hasta ahora esta semana no ha tenido nada de normal, y que eso por sí solo es interesante. Por encima de todo, quisiera decirle que toda esta emoción está relacionada con un chico, para que me pregunte si es guapo y yo pueda sonrojarme y asentir. En vez de ello, mantengo la mirada fija en la tabla de cortar.
—Me pusieron un diez por el trabajo de anatomía con el que me ayudaste la semana pasada —comento.
Ella esboza una sonrisa forzada.
—Ah. Bueno…, eso está bien. —Advierto que sigue observándome mientras rebano el queso, con la esperanza de que diga algo más, y yo me muevo despacio, esperando a que pase el rato suficiente para desviar la conversación de nuevo hacia ella. Al cabo de unos minutos, oigo que tamborilea con los dedos sobre la encimera. Al final, cuando ya no soporta más el silencio, endereza la espalda en su asiento.
—De acuerdo, ahora yo —dice y se lanza a referirme una larga anécdota sobre una enfermera a la que pillaron besando a un ATS cerca de la salida de ambulancias.
Quince minutos después, oigo que la puerta principal se abre y se cierra.
—¡Ya estoy en casa! —grita papá desde el recibidor. Cuando entra en la cocina, mamá y yo estamos de pie frente a la encimera, una al lado de la otra, colocando en capas los fideos, la salsa y el queso en una fuente honda para el horno.
—Hola, Annie. —Se agacha y me planta un beso en la coronilla.
—Hola, papá. —Saco de la cacerola mis dedos pringados de queso y salsa y lo saludo con un gesto.
Pero antes de que él pueda acercarse más, mamá se vuelve y le agarra la cara con las manos manchadas de salsa.
—Hola, cariño.
Papá retrocede dos pasos, con marcas de manos de color rojo vivo en ambas mejillas, y las dos lo miramos con los ojos muy abiertos, esperando su reacción. Él simplemente se queda allí, pasmado. Luego sacude la cabeza y besa a mamá en la nariz.
—Iré a lavarme un poco —dice.
—Anda, corre —dice mamá, riéndose, y las dos nos desternillamos mientras coronamos nuestra creación con puñados de queso rallado. Luego metemos la fuente en el horno, mamá se dirige a la ducha, y yo subo pesadamente las escaleras hacia mi habitación para empezar con mis deberes.
Me dejo caer en mi alfombra de pelo largo y abro mi mochila. Localizo el lápiz en la bolsa pequeña con cremallera de la parte delantera, justo donde lo dejé, ahora cubierto de envoltorios de chicle. Lo saco y lo hago rodar adelante y atrás entre los dedos, como hacía Bennett esta mañana cuando he entrado en la clase. Cierro los ojos y me viene a la mente la imagen de la sonrisa con que me lo ofreció. Empiezo a discurrir un plan para devolvérselo.