Suelo ser la primera en entrar en el aula, pero hoy llego a la clase de español justo en el momento en que suena el timbre de la cuarta hora. El señor[2] Argotta me mira sorprendido, como si le pareciera inconcebible que yo me presente tarde a su clase. Agita ante mí la nota de impuntualidad de color amarillo chillón cuando paso frente a él.
—Hola, señorita Greene. —Intenta adoptar una expresión severa, pero no logra mantenerla durante más de un segundo antes de relajar el rostro y sonreír.
—Hola, señor. —Atravieso el aula con la cabeza gacha, pero luego me vuelvo y le dedico una sonrisa de disculpa mientras me siento en mi silla. Saco de mi mochila mi libreta de espiral y rebusco en ella una pastilla de menta mientras pienso en lo misterioso que ha resultado este día.
Él es real. Y está aquí mismo.
No consigo contener el torrente de preguntas que se agolpan en mi cabeza. En primer lugar: ¿dónde ha estado él durante toda la mañana? He recorrido el Donut entre clase y clase, y no he visto el menor rastro de él. En segundo lugar: ¿qué hacía un estudiante de bachillerato que acaba de llegar a la ciudad en una pista universitaria a las 6.45 de un lunes? En tercer lugar: ¿por qué me miró como si me conociera y, dos horas más tarde, pasó de largo como un perfecto extraño? Por otro lado…, tal vez no me vio. Si al menos lograra dar con él, lo averiguaría.
¿Dónde está?
Alex se deja caer en el asiento contiguo al mío, y Argotta coge el bloc de notas de impuntualidad y lo blande hacia él con cara de reproche.
—Llega tarde, señor Camarian —dice con su acento marcado, pero al cabo de unos segundos deja el bloc sobre su mesa y dirige a Alex la misma sonrisa comprensiva que Argotta me ha dedicado a mí.
—Lo siento, señor —dice hacia el frente de la clase y luego se inclina sobre el pasillo entre las dos filas de asientos, invadiendo claramente mi espacio—. Hola, Anna. —El brillo de sus dientes, deslumbrante bajo la dura luz de los fluorescentes, me hace parpadear.
—Qué tal, Alex.
Abre la boca para añadir algo, pero antes de que pueda decir palabra, Argotta carraspea al frente del aula y comienza a hablar.
—¡Prestad atención, por favor! Hoy tenemos entre nosotros a un estudiante nuevo. —Cuando alzo la vista, se me corta el aliento—. Os presento a Bennett Cooper. —Argotta hace una pausa teatral mientras el chico nuevo traslada su peso de una pierna a la otra y se coloca bien la mochila en el hombro—. Dad la bienvenida a nuestro nuevo amigo y hacedlo sentir como en casa. —Argotta señala un asiento situado detrás de mí, en la hilera de al lado, y el chico nuevo echa a andar hacia él—. Y ahora, entregad los trabajos, por favor.
Veinte pares de ojos curiosos lo siguen, se clavan en él por un momento y se vuelven hacia sus respectivas mochilas para extraer los trabajos grapados sobre el ingreso de España en la Comunidad Europea. Mis ojos están entre los que lo miran, pero por lo visto son los únicos que no pueden despegarse de él.
Bennett. Se llama Bennett.
Tiene la mirada fija en su pupitre y juega con las páginas de su libro de texto como si lo avergonzara ser el centro de atención, pero al cabo de unos instantes, alza la cabeza poco a poco. Lo observo mientras posa la vista en la puerta del fondo de la clase, la desplaza en el sentido de las agujas del reloj por el perímetro y se detiene de repente cuando me ve, pues sigo sin apartar los ojos de él.
No sé cuánto rato llevo con el rostro paralizado así, pero en cuanto me doy cuenta de que me ha pillado, el rubor me sube por el cuello hasta las mejillas, y noto que hago lo único que puedo en este momento: sonreír. Espero a que él me devuelva el gesto, pero no con una sonrisa cualquiera, sino con la que asomó a sus labios en la pista, la que rebosaba afecto, reconocimiento… e interés. Pero su expresión no refleja nada de eso. En vez de eso, esboza una sonrisa leve, casi tímida, el tipo de sonrisa que se le dedica a un completo desconocido.
Dudo mucho que esté tan distinta con uniforme que con ropa para correr. «¿Por qué finge que no me reconoce?». Me percato de que sigo mirándolo, y ahora me arden las puntas de las orejas y tengo el rostro entero encendido. Me revuelvo en mi silla y me agacho a rebuscar en mi mochila, para distraerme. El pelo me hace cosquillas en la nariz, así que cuando me enderezo de nuevo, cojo un mechón, lo enrollo en torno a mi dedo y meto el lápiz en medio para sujetarlo.
Veinte minutos después, Argotta me arranca de mi ensimismamiento cuando extiende los brazos a los lados y exclama:
—Formaremos cuatro grupos de práctica, ¿de acuerdo?
Cuando bajo la vista a mi libreta, descubro que las páginas están repletas de palabras, frases y conjugaciones, lo que me sorprende, pues creo que no he escuchado una sola palabra de lo que ha dicho Argotta. Apunta con el dedo a Courtney Breslin, de la primera fila.
—Vamos a numerarnos. ¡Empiece usted, señorita! Por favor.
—Uno. —La numeración continúa, serpenteando por la clase hasta que llega mi turno.
—Cuatro —digo, y escucho con atención, esforzándome por no volver la cabeza un milímetro. Unos minutos después, oigo lo que he estado esperando. La voz por detrás de mi hombro dice «uno».
—Coged vuestras cosas —grita Argotta cuando ya todos tenemos un número.
Cada uno de nosotros se traslada a la sección que le ha sido asignada. Yo estoy en el Grupo Cuatro, y Bennett en el Grupo Uno —justo al otro extremo de la habitación—, y aquí es donde me quedaré hasta el final de la clase. Él se ha alejado lo máximo posible de mí con la misma rapidez con que apareció, pero al menos puedo estudiarlo con mayor detenimiento desde este ángulo.
Lleva el mismo uniforme que los otros chicos: pantalón negro y camisa blanca de tela Oxford bajo un jersey negro con cuello en pico. Creo que sus zapatos son Doc Martens, pero tendría que verlos más de cerca para estar segura. Lo que lo distingue de los demás salta a la vista: el pelo. La mayoría de los chicos lleva un peinado más conservador, con la raya bien definida. Otros lucen un estilo César muy corto o se dejan el cabello un poco largo por arriba pero se lo rapan a los lados. Pero ninguno lo lleva tan largo. El de Bennett está desarreglado, le llega un poco por encima de las cejas, y da la impresión de llevar días sin entrar en contacto con un cepillo. No recuerdo cómo iba vestido en la pista, pero el pelo… está exactamente igual. Tal y como lo tengo grabado en la memoria.
Cuando suena el timbre, media hora después, todos se ponen de pie y se encaminan hacia la puerta, tapándome la vista. Me levanto, recojo la mochila y decido rápidamente que lo abordaré cuando se dirija hacia el comedor, pero apenas alcanzo a divisar el contorno borroso de su cabeza antes de que desaparezca por la puerta.
* * *
Cuando atravieso la puerta doble del comedor, lo localizo de inmediato. Está sentado solo a una mesa del rincón, con la espalda hacia las ventanas que ocupan toda la pared. Me abro paso por el bufé de ensaladas, agarro un plátano y lleno un vaso grande con Coca-Cola, sin dejar de lanzar miradas furtivas hacia él. Al parecer, no hay peligro de que me pille. Durante los cinco minutos que tardo en servirme el almuerzo, él no levanta la vista una sola vez. Simplemente permanece sentado en su silla, sujetando un libro de bolsillo en una mano mientras picotea su comida con la otra.
Danielle ya ha ocupado su puesto frente a nuestra mesa de siempre, y, cuando deposito mi bandeja sobre ella, lanzo otra mirada rápida y disimulada a Bennett. Está comiendo gelatina a cucharadas sin despegar la vista de su libro.
—Qué, ¿dándole un buen repaso al nuevo? —pregunta Danielle.
La miro, presa de la sorpresa, y luego del pánico.
—No. —Me siento y cojo mi vaso—. ¿Por qué?
—¡Oh, venga ya! He estado observándote. Nunca había visto a alguien servirse en un bufé de ensaladas con los ojos clavados en una persona situada a diez metros de distancia. Impresionante. Menuda habilidad.
Las puntas de las orejas empiezan a arderme. De nuevo.
Ella se ríe y toma un sorbo de su Coca-Cola.
—Tienes talento, Anna, pero no eres muy sutil que digamos. —Se me acerca y me da una palmadita tranquilizadora en el brazo—. No te preocupes. No se ha dado cuenta. Me parece que no ha apartado la mirada de ese libro ni una vez.
Emma llega sin aliento, deja caer su bandeja sobre la mesa y se sienta.
—Bueno…, ¿qué opináis? —Alarga la última palabra con una entonación más aguda.
Danielle se encoge de hombros, inclina su silla hacia atrás y, haciendo equilibrio sobre las patas traseras, dirige la vista con absoluto descaro al otro extremo de la sala, donde está él.
—Está como… distraído. ¿Creéis que es consciente de que hay otras personas en el comedor?
—Parece mayor, o algo así —tercia Emma.
Yo finjo que recorro la sala con la mirada antes de posarla de nuevo en él. No es que parezca mayor; de hecho, sus rasgos son un poco infantiles. El juicio de Danielle es más acertado. Se le ve indiferente, como si no le importara estar aquí —ni que todos estemos observándolo, preguntándonos por qué está aquí—, y eso por sí solo lo hace más interesante. Al menos para mí.
—Humm… Creo que me ha desilusionado. —Emma lo mira directamente, fijándose en todos los detalles. Se vuelve hacia nosotras con los ojos muy abiertos y la nariz arrugada—. Decididamente no es como yo esperaba. Tiene la misma pinta que los otros chicos de esta ciudad fría y deprimente. No está bronceado. No tiene una cabellera rubia de surfista. —Da un mordisco a un palito de pan—. No debería haberme hecho tantas ilusiones.
—A lo mejor ese peinado es de surfista —aventura Danielle—. ¿Tienes idea de cómo llevan los surfistas el pelo?
—Ya sabes, lo llevan largo. —Emma agita los dedos cerca de su cabeza—. Tienen una melena que da gusto de ver —apunta con el pulgar hacia la mesa de Bennett—, no como esa pelambrera.
—Vamos, chicas. Dejadlo en paz. —Las dos se vuelven hacia mí, arqueando sus cejas profesionalmente perfiladas con expresión idéntica y me miran fijamente—. ¿Qué pasa? —Me encojo de hombros y tomo un trago largo con mi cañita, dejando que el líquido frío se deslice por mi garganta y me disminuya el rubor de la cara.
Al final, Emma toma un poco de ensalada con el tenedor, se lo acerca a la boca y, por una fracción de segundo, creo que me he librado, pero ella se detiene de golpe.
—Vale, voy a preguntarlo. —Los trozos de lechuga y tomate quedan flotando en el aire, ante ella—. ¿Por qué te importa lo que pensemos?
—No me importa. Es solo que… estáis siendo crueles.
—¡No estamos siendo crueles! —Emma mira a Danielle—. ¿Estamos siendo crueles?
Danielle niega con la cabeza.
—A mí me parece que no.
—Solo estamos observando. Como… los científicos. —Me dedica una sonrisa de listilla y se lleva el tenedor a la boca.
Exhalo un suspiro y mordisqueo mi sándwich. Lleva razón. ¿Por qué me importa lo que piensen? Ni siquiera lo conozco. Y, dado que por lo visto yo tampoco le resulto familiar, empiezo a preguntarme si el episodio de esta mañana en la pista de atletismo ocurrió de verdad.
Emma y Danielle me contemplan e intercambian miradas significativas mientras comen. De pronto Emma clava la vista en Danielle como diciendo «tranquila, yo me encargo», vuelve hacia mí sus dulces ojos y empieza a hacer lo que mejor se le da: sonsacar a la gente información que no quiere revelarle. Es una especie de superpoder que tiene.
—Anna —dice con voz cantarina—. ¿Qué está pasando?
La miro con una expresión que indica que ya conozco ese truco, que no pienso caer en su trampa, pero entonces sucumbo.
—Nada. Es raro. —Aunque intento decirlo en susurros, mi voz resulta lo bastante audible para ellas. Emma aparta con delicadeza mis manos de mi rostro y me obliga a mirarla.
—¿Qué es raro? —Entonces le viene a la memoria lo de esta mañana, y ella ata cabos—. Un momento, ¿te refieres a esa cosa rara que ibas a contarme antes de que empezaran las clases?
Paseo la vista por el comedor para cerciorarme de que no haya nadie cerca que pueda oírme, y cuando me vuelvo de nuevo hacia Emma y Danielle, veo que están tan inclinadas hacia mí que sus respectivas mejillas casi se tocan.
Miro a mi alrededor de nuevo antes de acercarme a ellas.
—De acuerdo. —Se me escapa un suspiro—. En fin… Estaba corriendo en la pista de la Northwestern esta mañana. Di un par de vueltas y, de repente, alcé la vista hacia las gradas y vi a un tipo ahí sentado, observándome. Al principio no le hice caso y seguí corriendo mientras él me miraba, pero cuando tomé la curva… —Me interrumpo y echo otra ojeada alrededor—. Él ya no estaba. Por ninguna parte. Había… desaparecido sin más. —Omito el detalle de que él me sonrió.
—Vale, sí que es raro —comenta Emma, fijando en mí sus ojos desorbitados. Sin duda percibe en mi expresión algo que le dice que eso no es todo—. ¿Y?
Señalo con la barbilla a la mesa de Bennett.
—Y el tipo era él. —En voz alta suena aún más extraño que en mi cabeza.
Emma y Danielle giran en sus asientos y lo escrutan de nuevo con la mirada.
—¿Estás segura? —pregunta Emma sin quitarle ojo a Bennett.
Yo dirijo la mirada más allá de ellas, hacia su mesa.
—Parece la misma persona. Tiene la misma complexión, y el pelo es inconfundible. Lo más raro es que, en la pista, me miró como si… me conociera, o algo así. En cambio ahora no parece reconocerme. —Siguen sin quitarle la vista de encima—. Por favor, dejad de mirarlo.
—Supongo que no está tan mal —declara Danielle.
—Sí, si no te fijas en el peinado, es bastante mono —conviene Emma. Sin embargo, cuando se vuelve de nuevo hacia mí tiene una expresión seria, maternal—. Pero lo que dices que ocurrió en la pista da un poco de mal rollo, ¿sabes?
Yo continúo observándolo, por detrás de ellas. Si es consciente de que las tres estamos hablando de él y examinándolo de arriba abajo, no da la menor señal de ello.
—¡Ya lo tengo! —salta Danielle, y la miro con optimismo—. Acércate y pregúntaselo.
Pongo cara de exasperación ante su sonrisa alentadora.
—Buena idea —dice Emma, antes de que yo pueda replicar. Apoya las manos en la mesa bruscamente y se pone de pie, diciendo enfáticamente—: Aclaremos este asunto de una vez.
—¿Qué? ¡No! —Me coloco el pelo detrás de las orejas—. Por favor, no. Te juro que si vas allí, no te dirijo más la palabra.
Se detiene y gira sobre sus talones.
—Te estoy echando una mano. —Aprieto los dientes y clavo en ella los ojos hasta que baja la vista—. Emma Atkins. En serio; no lo hagas.
Emma regresa a nuestra mesa.
—Oye, él te miraba de un modo que te ha dado yuyu, y ahora se comporta como si nunca hubiera ocurrido. Quiero saber por qué. —Da media vuelta, echa a andar de nuevo hacia él y, cuando empiezo a plantearme si salir corriendo del comedor, llega hasta su mesa. Danielle y yo, inmóviles y atontadas, vemos cómo Emma invade su espacio con un gesto. Se estrechan la mano e intercambian unas palabras antes de que ella señale en nuestra dirección.
Él dobla la esquina de la página que está leyendo para marcarla, guarda el libro en su mochila, coge su bandeja y sigue a una Emma radiante hasta nuestra mesa. Si me inclinara hacia ella y la estrangulara, seguramente el castigo sería algo peor que tener que quedarme después de clase, pero eso no impide que considere la posibilidad.
—Señoritas —Emma extiende los brazos hacia nuestro invitado—, os presento a Bennett Cooper.
Él nos sonríe a las dos y mira de nuevo a Emma, expectante.
—Siéntate aquí. —Ella retira de la mesa una silla desocupada y ocupa otra vez la suya—. Bien, Bennett, esta es Danielle. Y ella —hace una pausa en un intento penoso de producir un efecto teatral— es nuestra estrella de la pista de atletismo. —Me señala, y Bennett sigue la dirección de su dedo hasta que sus ojos se posan en los míos.
—De cross —la corrijo.
—Da igual. —Emma se encoge de hombros y devuelve su atención a Bennett—. Es corredora. —Se tuerce en su silla para mirarlo de frente—. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad? —Le lanza una mirada acusadora feroz e implacable.
Oh. Cielo. Santo.
Él la mira a ella, luego a mí, y de nuevo a ella.
—No entiendo a qué te refieres.
—¿No os habéis visto en la pista de la Northwestern esta mañana, Bennett? —pregunta en un tono cortante y crítico, como el de una abogada que interroga a un testigo. Emma me posa la mano en el hombro—. Ella suele correr en ese lugar al amanecer. Te ha visto allí. Estabas observándola.
Sí. Emma va a morir.
—¿La Northwestern? —Frunce el ceño y fija la vista en nosotras como si nunca hubiera oído nombrar la principal universidad de esta ciudad—. Perdona, pero eso es imposible. Me he mudado aquí el fin de semana. Casi no he tenido tiempo de ver este colegio, mucho menos la universidad. —Me mira directamente y esboza una sonrisa amable y sincera, dando a entender que no miente, y aunque no es exactamente igual a la que me lanzó en la pista, se parece mucho, tanto que refuerza mi certeza de que no me he equivocado de persona—. Debes de haberme confundido con otro.
No me he confundido. Lo contemplo con expectación nerviosa, esperando a que me diga que me está tomando el pelo y se incline sobre la mesa para asestarme un puñetazo amistoso en el brazo. Pero él simplemente se queda allí sentado, mirándome como si nunca antes me hubiera visto. Y tal vez como si estuviera chiflada.
—¿Estás seguro? Llevabas una parka —digo al fin.
Allí está de nuevo: la sonrisa teñida de desconcierto, sin el menor asomo de reconocimiento, pero cálida. Encantadora. La misma sonrisa.
—Lo siento, pero no tengo parka —replica—. No era yo. —Aunque desearía creerlo, no puedo, y cuando miro a Emma, su expresión me lleva a pensar que ella tampoco.
Aun así, decido darle un respiro al chico, e intento que mis ojos reflejen la misma calidez que los suyos.
—Es que eres… Idéntico a él. Supongo que me he equivocado. —Espero que mi cara no delate la mentira. Ni el bochorno que siento. Extiendo el brazo por encima de la mesa—. Me llamo Anna.
Él adelanta la mano para tomar la mía, pero se detiene a medio camino.
—¿Anna? —Clava los ojos en mí con incredulidad—. ¿Te llamas Anna?
—Estooo, sí… ¿Debería llamarme de otra manera? —digo, y me sorprende oír un dejo de coquetería en mis palabras.
—¡Así que ahora su nombre le suena de algo! —le comenta Emma a Danielle, en voz demasiado alta.
Él sigue mirándome y, por un instante, percibo un atisbo de reconocimiento en su rostro que me recuerda la mirada que me lanzó en la pista esta mañana. Pero enseguida se recupera de la impresión y me tiende la mano de nuevo.
—Encantado de conocerte, Anna. —Ahora habla en un tono forzado, me estrecha la mano con un gesto tenso, y todo rastro de reconocimiento ha cedido el paso a una cierta frialdad. Cuando me suelta, se vuelve hacia Emma y Danielle y se despide de ellas con una inclinación formal de la cabeza—. Encantado de conoceros, también. —Se levanta, lleva su bandeja al cubo de basura que está en medio del comedor y lo veo salir por la puerta doble hacia el Donut, sacudiendo la cabeza.
—Vale, eso ha sido raro —suspira Emma—, pero al menos hemos acabado con esto. —Se sacude las manos como si acabara de realizar una tarea desagradable.
Sé que solo quería protegerme, pero eso no me consuela por haber quedado como una idiota. Expresiones como «situación más que violenta», «humillación» y «¿por qué?» me vienen a la cabeza, y yo quisiera convertirlas en frases coherentes y escupirlas; pero me cuesta pensar con claridad. Además, Emma sabe que soy fiel a mi palabra: no pienso volver a hablarle.
El pequeño conjunto de campanillas que cuelga sobre la puerta de la librería desde que tengo memoria tintinea, y papá alza la vista desde detrás del mostrador. Me acerco a él con mi mochila a cuestas y la tiro al suelo con un golpe sordo.
—¿Qué te ha pasado? —Su voz destila preocupación.
Me he ido del colegio sin despedirme de Emma y he recorrido tres kilómetros a pie por la tundra helada. Todavía me castañetean los dientes, tengo la cara enrojecida y reseca por el viento, y a estas alturas no existe en la Tierra un lápiz lo bastante grande para mantener sujetos mis rizos.
—Nada. —Me aliso el cabello y le hago una pregunta para distraerlo—. ¿Has tenido pocos clientes hoy?
Él pasea la mirada por la librería vacía que mi abuelo compró hace quince años, cuando se jubiló de su trabajo como profesor de la Northwestern.
—Lo típico de marzo. Ya aumentarán las ventas después de los exámenes finales.
Me observa mientras saco una camiseta de mi mochila para cambiarme y luego extraigo un libro de texto tras otro que apilo sobre el mostrador.
—Cielo santo, ¿cuántos libros te caben ahí? Esa mochila es como un coche de payasos. —Se ríe, pero sé que está perplejo de verdad ante lo distinta que parece mi experiencia como estudiante de bachillerato en Westlake Academy de la que él vivió en el instituto municipal de Evanston.
—Tú eres el que te empeñaste en que me matriculara en ese colegio de niños bien —le recuerdo, blandiendo uno de mis libros más voluminosos.
Lo coge, gesticula como si fuera demasiado pesado para él y lo deja caer estrepitosamente sobre el mostrador.
—Eres una estrella del rock. —Me da un beso en la frente y se encamina hacia la puerta—. Se supone que pronto se pondrá a nevar —dice, abrochándose la parka y enrollándose la bufanda al cuello—. Llámame si quieres que te lleve a casa, ¿de acuerdo?
—Está a solo tres manzanas, papá.
—Y sé que eres intrépida e indestructible, pero si cambias de idea, me das un toque, ¿vale?
Pongo los ojos en blanco.
—Papá. Tres manzanas.
Se dispone a abrir la puerta acristalada cuando caigo en la cuenta de que el trayecto a pie de mañana será mucho más largo. Y frío.
—Oye, papá. —Se vuelve, con una mano en la barra de metal de la puerta—. Te dejo que me lleves al colegio por la mañana…, si te parece bien.
—Ah. ¿Emma tiene cita con el médico o algo así?
—No.
Parece a punto de preguntarme qué ocurre, pero por lo visto decide no hacerlo, pues se limita a encogerse de hombros.
—Claro —dice, y las campanillas tintinean a su espalda.