Ya sólo quedaban tres: Phoebe, Isabel y Jimmy Minor. Se reunieron en el hotel Dolphin a las siete y media, como de costumbre, aunque todo lo demás había cambiado por completo, y ya nunca volvería a ser como antes. Patrick Ojukwu había sido deportado a su país. El inspector Hackett, a tenor de las instrucciones recibidas del departamento de Asuntos Exteriores, y acompañado por otro policía de paisano y por un funcionario, lo escoltó hasta el aeropuerto aquella mañana y lo dejó a bordo de un vuelo a Londres, de donde tomaría un avión directo a Lagos. A ninguno de ellos le fue permitido verlo antes de que se marchara. Volvió de la casa de Isabel a su piso de Castle Street, donde lo recogieron los guardias que lo llevaron a la comisaría de Bridewell y lo metieron en una celda en la que pasó la noche. No se dijo nada de una posible apelación. Patrick ya no estaba, y no regresaría.
Phoebe se sentía rara. Estaba en calma a pesar de todo lo ocurrido, en calma hasta el punto de estar entumecida. Se sentía como se habría sentido si no hubiera dormido nada en varias noches seguidas. A su alrededor, todo tenía una claridad y una definición irreales, como si estuviera bañado por una luz potente. Había pasado una hora sentada en la cocina del café de Howth, tomando una taza tras otra de un té horrorosamente dulce, y al final Quirke se la llevó a casa en taxi. Él quiso que fuese con él al piso de Mount Street y que allí descansara, pero ella había preferido ir al suyo, estar entre sus cosas. Había dejado que fuera pasando el día como si fuese una especie de sueño. No recordaba en ese momento cómo habían transcurrido las horas. No fue a trabajar; llamó por teléfono a la señora Cuffe-Wilkes y le dijo que estaba enferma. Luego pasó mucho tiempo sentada junto a la ventana, de eso sí se acordaba, mirando a la calle. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo interesante que podía ser mirar el mundo tal como iba pasando, despacio, ante sus ojos. La gente iba y venía, amas de casa que salían a hacer la compra y regresaban, los escolares que caminaban con las mochilas llenas de libros, los hombres misteriosos, desaliñados, dedicándose a sus asuntos, sin objetivos. Llegó un carro de reparto de la fábrica de Guinness y descargó unos barriles de cerveza en el pub, al otro lado de la calle; el caballo castaño y blanco, enjaezado al carro, estampaba un casco contra los adoquines y volvía a levantarlo y a posarlo con la delicadeza de una bailarina. Aunque el cielo seguía cubierto, la luz del día experimentó muchos cambios sutiles, casi subrepticios, pasando por todos los matices del gris, del perla al plomo.
Durante mucho tiempo no pensó ni un instante en April, ni en el hermano de April. Fue como si se hubiera erigido en su ánimo una barrera, un cordon sanitaire que la protegiera. Lo peor de todo en esos momentos era no tener la certeza de que April hubiera muerto, pensar que acaso pudiera estar viva. ¿Era fiable todo lo que dijo Oscar Latimer? Era un loco, y todo lo que dijo podría haber sido una invención. Cierto que Patrick había visto a la pobre April después de que ella misma se hiciera algo tan terrible, cierto que él describió la gravedad de su estado, pero eso no por fuerza quería decir que hubiese muerto. Tal vez Oscar había sido capaz de atajar la hemorragia —era, a fin de cuentas, un médico experimentado—, tal vez luego se la había llevado a alguna parte y la había tenido escondida hasta que se hubo recuperado y estuvo en condiciones de marcharse, a Inglaterra quizás, o a Estados Unidos, o a donde fuese. Podía estar en esos momentos en cualquier rincón del mundo, iniciando una vida nueva. April sería capaz de una cosa así, Phoebe estaba segura. April era capaz de desgajarse de todos y de todo lo que había conocido de cerca sin volver ni una sola vez la vista atrás.
Phoebe pensó en el vigilante que se había apostado noche tras noche pendiente de su ventana. Oscar Latimer había negado que fuese él quien se plantaba fuera del círculo de luz de la farola. Si no había sido Latimer, ¿quién había podido ser?
Estando en el Dolphin, no les dijo a los otros dos que estuvo en el coche con Quirke y con el hermano de April. Podría habérselo confiado a Isabel, pero no a Jimmy; ya no tenía ninguna confianza en Jimmy. Éste, por su parte, dijo que estaba seguro de que ella sabía lo que había ocurrido en Howth Head, y añadió que estaba furioso porque no se lo decía. ¿Cómo es que Oscar Latimer se encontraba en el coche de Quirke? ¿Sabía Oscar dónde estaba April, qué había sido de ella? ¿Lo había dicho? Phoebe permaneció en silencio; le debía a April mantener intactos sus secretos. Se dio cuenta de que Isabel la estaba mirando, eso sí, y a Isabel no se la engañaba fácilmente.
Jimmy Minor se quejó con virulencia de que Patrick hubiera guardado silencio durante todo ese tiempo y no les hubiera dicho lo que sabía de April y de la tremenda complicación en que se había metido. Creía que Patrick era el padre del niño que esperaba April, y Phoebe prefirió no decir nada que le ayudara a salir del error. Ella lo observó allí sentado, con las piernas colgando del taburete, repasando una y otra vez todo lo vivido, o todo lo que él sabía, y se le ocurrió que lo que sentía ella por Patrick en realidad no era odio, sino algo completamente distinto. Tuvo esta iluminación con calma, casi con indiferencia; ya nada, entendió, le iba a sorprender nunca.
Terminó lo que estaba bebiendo y dijo que tenía que marcharse, que iba a cenar con su padre y con Rose Crawford. Se dio cuenta de que a los otros dos les pareció que mentía. Isabel dijo que ella también tenía que marcharse temprano, que le tocaba entrar en el segundo acto, y que ya se había buscado más de una complicación y que no le apetecía que nadie le gritase por no haber estado presente entre bambalinas durante el primero. Estaba pálida, más pálida incluso que de costumbre, y parecía cansada y desconsolada. Se había pasado media hora acariciando su tónica con ginebra y sin decir nada de April, de Patrick, de todo ello. Phoebe advirtió que algo había habido entre Isabel y su padre, y supuso que debía de haber terminado, y que Isabel estaba triste.
Los tres sabían que era la última vez en que se iban a ver de esa manera, que el cogollito no sólo había menguado, sino que ya no existía como tal.
Cuando salió del hotel todavía estaba nevando, no demasiado, aunque en la calle ya había cuajado una fina cobertura blanca. Se decidió a ir a pie hasta el Shelbourne. El sombrero, el de terciopelo negro con la pluma de color escarlata, se le iba a quedar hecho una pena, pero no le importó demasiado. Las luces de los escaparates brillaban reflejadas en la nieve, lo que le hizo pensar en la Navidad. Ahora las Navidades serían de verdad, de eso se aseguraría sin falta Rose Crawford. Phoebe se los imaginó a los tres, ella y Rose y su padre, sentados alrededor de una mesa con el pavo recién servido, el cristal centelleante, un gran ramo de acebo en el medio, las hojas tan brillantes que reflejarían las luces con las que se decorase el árbol. Cuando intentó imaginar el rostro de su padre, sin embargo, y la expresión que tendría, notó una punzada de duda en el corazón.
El portero del Shelbourne la regañó con una seriedad burlona por haberse aventurado en la nieve con esos zapatos de nada y el sombrero que no la cubría bien, cuya pluma estaba ya completamente para el arrastre. Subió en el ascensor hasta la última planta y atravesó la puerta cubierta de paño verde que daba acceso a la suite de Rose Crawford. Un camarero con chaqué le franqueó el paso y la escoltó a la sala de estar. Allí estaban Rose, y Quirke, y también Malachy Griffin. Rose se levantó para recibirla y la besó en la mejilla.
—Dios del amor —dijo, aunque lo pronunciase diciendo amour—, ¡pero qué frío traes, querida! ¡Y mira cómo tienes los zapatos! Quítatelos ahora mismo, te voy a buscar unas chinelas.
Quirke se había puesto un traje negro y una corbata roja, de seda, y llevaba una camisa almidonada y blanquísima. Cuando se vestía de ese modo a ella le parecía muy joven, casi un escolar grandullón, bien aseado, torpe, que hubiera salido de fiesta con los adultos. Se fijó en que estaba bebiendo agua con hielo y una rodaja de lima; confió en que en efecto fuera agua, y no ginebra. Esa noche iba a tener que estar más templado que nunca, pues con toda seguridad esa noche iba a hacer Rose el anuncio de sus intenciones; ésa tenía que ser la razón de que estuvieran allí los cuatro. Rose fue a uno de los dormitorios de la suite para buscar un par de chinelas, y acudió el camarero a preguntar a Phoebe, con el tono confidencial que siempre empleaban los camareros, qué le apetecía beber. Nerviosa, pidió una copa de jerez, y cuando se la llevó se le derramaron unas gotas porque tenía las manos temblorosas. Estaba tan emocionada que le pareció como si fuera ella misma una copa llena hasta el borde, una copa que le hubiesen dado para llevar de un sitio a otro, aterrada de que se le derramase e incluso se le cayera. Malachy le preguntó si se encontraba bien y ella dijo que sí, y él añadió que Quirke les había contado lo ocurrido en Howth Head. Ella se volvió velozmente hacia su padre —¿en qué medida había contado todo lo ocurrido?—, pero él no la miró a los ojos.
—Sí —dijo Rose Crawford volviendo a la estancia—, nos ha contado que ese pobre hombre se mató y además de esa manera. ¿Qué es lo que le pasaba? ¿Tan trastornado quedó por la desaparición de su hermana?
—Suerte tienes de que no se te llevara con él —dijo Malachy.
—¡Y tu magnífico coche nuevo! —exclamó Rose.
Quirke miró su vaso de agua.
Para cenar se les sirvió un faisán asado, que a Phoebe no le gustó, aunque se obligó a comerlo, resuelta a no hacer nada que pudiera estorbar de la manera más mínima el progreso firme de la noche hacia el momento que, bien lo sabía, había de llegar, el momento en que Rose depositara su copa en el mantel y mirase en derredor y tomase la palabra…
—¿Más patatas, señorita? —murmuró el camarero del chaqué asomándose por encima de su hombro. Olía a aceite para el cabello.
El tiempo pasaba muy despacio. Rose quiso hablar de su visita a Estados Unidos.
—Boston está desolador en invierno, la hierba del Common se convierte en paja por efecto del frío, y el estanque se hiela. Siempre me dan pena los patos… parecen desconcertados, deslizándose por el hielo sin poder entender qué le ha pasado al agua —se volvió hacia Phoebe—. Querida mía, todo el mundo, lo que se dice todo el mundo, me preguntó por ti; todos me dijeron que te transmitiese saludos y recuerdos, en especial —ladeó la cabeza y arqueó una ceja con malicia— ese simpático joven, el señor Spalding, del Chase Manhattan, ¿lo recuerdas? —miró de reojo a los dos hombres—. Muy apuesto y muy rico, y es un gran admirador de la señorita Phoebe Griffin.
Phoebe se había puesto colorada.
—¿Cómo es posible? —dijo Malachy—. ¿Tenías un admirador y no nos has dicho nada?
—No era un admirador —dijo Phoebe, concentrándose en su plato—. De todos modos, tenía novia.
—Oh, hace ya mucho tiempo que no —dijo Rose—. El señor Spalding está libre y sin ataduras de ninguna clase —Malachy tosió y Rose lo miró de reojo y volvió a enarcar una ceja—. Sí —dijo con un vago suspiro—, supongo que ya va siendo hora.
Depositó la copa en el mantel. Phoebe notó que algo se henchía en su interior y se puso muy acalorada, y sin querer le tropezó el tenedor contra el plato, haciendo un ruido de campanillas.
—Tenemos un pequeño anuncio que hacer —dijo Rose, y la miró primero a ella y luego a Quirke—. Confieso… —tomó la servilleta y la volvió a dejar—. Confieso que estoy un poco nerviosa, y como bien sabéis los tres, eso es impropio de mí —Quirke la miraba y empezaba a fruncir el ceño. El camarero vino a llevarse los platos, pero Rose le indicó que lo dejara para más tarde, y desapareció. Rose empezaba a estar decididamente aturullada—. Tenía preparado mi discurso —dijo—, pero mucho me temo que se me ha olvidado del todo. Así que diré sin más preámbulos…
Se adelantó hacia la mesa y tomó…
Phoebe se quedó boquiabierta.
Era la mano de Malachy la que había tomado Rose, no la de Quirke.
—… que el señor Malachy Griffin ha tenido la amabilidad de pedirme que me case con él, y que yo, en fin, yo he aceptado de mil amores.
Se echó a reír sin poder contenerse. Quirke se había vuelto hacia Malachy, y Malachy sonrió con timidez, con vergüenza, con el estómago revuelto.
El resto de la velada transcurrió para Phoebe en una bruma calenturienta de estupefacción, de ira, de dolor. Al fin y al cabo, no viviría esas Navidades hogareñas que se había prometido, ni viajes a las islas griegas, ni juegos de familias felices. ¿Cómo podía haber pensado que Quirke se iba a casar con Rose, que Rose se iba a casar con él? ¿Cómo pudo haberse permitido la ilusión de creer en un sueño tan estúpido? Miró al otro lado de la mesa, a Malachy, sentado en lo que parecía un asombro tan tupido que no veía nada delante de sus narices, y poco le faltó para odiarlo. ¿Qué estaba pensando Rose? Iba a hacer de la vida del pobre hombre una miseria. A Quirke prefirió no verlo siquiera. También a él podría haberlo aborrecido. Sabía que era a Sarah a quien había querido durante todos aquellos años, y en vez de casarse con ella había dejado que se fuera con Malachy. Acababa de hacer lo mismo que entonces. ¿Se pondría a divagar sobre sus penas por haber perdido también a Rose así que pasaran veinte años? Eso esperaba Phoebe, de corazón. Para entonces ya sería viejo, y Rose seguramente habría muerto, y el pasado volvería a repetirse. Los vio a los dos, a Quirke y a Malachy, arrastrando los pies de paseo por una senda de Stephen’s Green, rememorando juntos los años perdidos, Quirke agriamente soltero y Malachy viudo de nuevo. Se tendrían bien merecido el uno al otro.
Cuando por fin terminó la velada, y Phoebe ya se ponía los zapatos y su pobre sombrero destrozado, Rose la tomó por el brazo y se la llevó aparte y la miró a fondo.
—¿Qué sucede, querida? —le dijo—. ¿Qué te pasa?
Phoebe dijo que no le pasaba nada e intentó desembarazarse de ella, pero Rose la sujetó con más fuerza. Quirke y Malachy seguían sentados a la mesa, en silencio, Quirke fumando y bebiendo whisky y Malachy sin hacer nada, como solía hacer Malachy.
Phoebe apartó la cara; le dio miedo echarse a llorar sin poder contenerlo.
—Dijiste que te ibas a casar con mi padre —le dijo.
Rose se le quedó mirando.
—¿Yo dije eso? ¿Cuándo?
—Aquel día en que fuimos a la oficina de American Express, lo dijiste entonces.
—Ay, ay, ay —dijo Rose, y se llevó una mano a la mejilla—. Me temo que es muy probable que sí. Lo lamento, de todo corazón lo lamento. Siempre que pienso en Malachy pienso que es tu padre. Fue tu padre durante muchísimo tiempo —explicó. Consternada, por fin le soltó el brazo a Phoebe—. Mi pobrecita niña, mi queridísima niña —dijo—. Cuánto lo lamento.
Quirke se había terminado la copa y el camarero le llevó el abrigo y el sombrero. Se dieron las buenas noches. El camarero les abrió la puerta al salir. Quirke siguió a Phoebe al atravesar la puerta de paño verde. Ella notaba que las lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero las contuvo a fuerza de voluntad. No tomó el ascensor, sino que se apresuró en alcanzar las escaleras. Quirke ya había llegado al ascensor y le decía que esperase, diciéndole que tomarían un taxi. Ella siguió su camino y bajó las escaleras. El portero la saludó con una sonrisa. Al otro lado de la calle, en el Green, tras las rejas negras de la verja, las ramas de los árboles estaban cargadas de nieve, las vio en medio del rebrillo de las lágrimas que no había derramado. Se dio la vuelta y echó a caminar, oyendo sólo sus pasos amortiguados y el tumulto ensordecedor de su corazón.
Quirke salió del ascensor y atravesó las puertas giratorias para salir del hotel. Esa mañana había recibido una llamada de Ferriter, el hombre del ministro. El ministro, le dijo Ferriter con su voz untuosa, estaba seguro de que podía contar con la discreción del doctor Quirke en lo referente a la trágica muerte de su sobrino. Quirke le había colgado el teléfono y se había encaminado a la sala de disección, en donde Sinclair serraba el esternón del cadáver de un hombre entrado en años a la vez que silbaba. Quirke había pensado entonces en April Latimer, a la cual no llegó a conocer.
En ese momento miró a un lado y a otro de la calle, pero su hija no estaba por ninguna parte. Se acercó un taxi y lo tomó. El taxista era un tipo de facciones angulosas, con gorra, con la colilla de un cigarro encajada en la comisura de los labios. Quirke se hundió, relajado, en la tapicería grasienta, y rió para sus adentros. Rose Crawford y el viejo Malachy… ¡ja!
El taxista se volvió hacia él.
—¿Adónde vamos, caballero?
—A Portobello —dijo Quirke.